viernes, 23 de diciembre de 2016

La mejor Navidad del pequeño Augusto

Los vecinos de Lima quienes estaban conscientes del inminente peligro contaban los días para que la guerra no tocara las puertas de sus casas. Era diciembre de 1880 y era una de las peores navidades que le tocó vivir a la capital. La Navidad de ese entonces era muy distinta a la que conocemos ahora, se vivía una verdadera fiesta religiosa llena de entusiasmo, alegría y regocijo. Las iglesias se atiborraban de gente para orar por la prosperidad, sin embargo, esta vez acudían para pedir un solo deseo: que los soldados ya instalados en San Juan contengan al invasor.

¡Señor, mantén mi casa segura! ¡Líbranos del enemigo! Se escuchaba el rezo de algunos. Algunas mujeres entre sus oraciones no podían contener el miedo y una de ellas entra en pánico y lanza un grito aterrador. Absolutamente todos tenían un familiar en el ejército de reserva, sus cantos y alabanzas iban hacia ellos. Pocos se acordaban de los provincianos que venían desde lejos para resistir en San Juan.

Las noticias de la primera línea de defensa corrían gracias a niños que pregonaban a viva voz los acontecimientos de nuestro ejército. Ningún limeño era ajeno a estos hechos y se apresuraban a comprar los periódicos, que en pocos minutos se agotaban. Es ahí donde un pequeño niño que acababa de cumplir doce años hace su aparición en esta historia.

Augusto, era un vendedor de periódicos muy querido por los vecinos, en especial de un notable caballero respetado por todo Lima. ¿Quién no lo conocía? Casi todos sabían quién era este señor y digo casi porque el pequeño Augusto desconocía su nombre.

Todas las mañanas este educado caballero le compraba el periódico a Augusto y al término de la compra el distinguido personaje se despide haciéndole un curioso pero imponente saludo militar. Por razones que Augusto ignoraba, una mañana el importante hidalgo no aparece para comprar el diario y saludarlo como era costumbre, hecho que entristeció al pequeño, ya que el señor era su más fiel cliente.

Las noticias de la guerra corrían cada vez más rápido y aunque Augusto no sabía leer, pudo enterarse que el ejército peruano se instalaba en San Juan para una tenaz resistencia. Esta noticia generó en el niño un gran sentimiento patrio, sentimiento que le había despertado cuando el Huáscar surcaba los mares antes de caer en Angamos.

A pocas horas de la Navidad, Augusto sabía que la oportunidad de ver al ejército peruano se le presentaría solamente una vez y no debía desaprovecharla. Pero, ¿cómo llegar hasta San Juan?, se preguntaba el niño. ¡Es muy lejos!, no dejaba de repetir.

Caminar desde Lima era casi una travesía imposible para el chiquillo, quien solamente tenía unas pocas monedas producto de su trabajo. Para quienes no conocen al pequeño Augusto, él era un niño bastante respetuoso y muy pegado a las buenas costumbres. Jamás cobraba por un favor, ni mucho menos aceptaba una venta por más dinero de lo que valía un periódico.

Augusto no pensaba en obsequios, ni propinas como cualquier niño de su edad pensaría actualmente, para quienes lo conocían sabían, que su mayor anhelo era ver a nuestro ejército, siempre pedía a las personas que le compraban sus periódicos que le leyeran alguna vivencia de nuestros soldados. Si lo hubieran visto, quietecito se quedaba, cuando alguien le narraba sobre el paso de nuestro ejército. Sentado y con brillo en los ojos lo veían cada vez que le hablaban de nuestros defensores.

¡Tienes la valentía de un Bolognesi!, una vez le dijeron cuando comentó que quería defender la patria. Y aunque Augusto no recordaba muy bien los nombres, él sabía que el tal Bolognesi había hecho algo grande por el Perú.

Como un niño humilde, Augusto pasaba días y noches sin comer y aunque siempre llevaba un plato, este la mayor parte del tiempo estaba vacío. Tal vez un poco de pan le cubría el fondo pero nunca la comida rebalsaba los bordes.

La mañana del 23 de diciembre el pequeño decidió gastarse el poco dinero que tenía, decidido a ir a San Juan, Augusto toma sus periódicos y sube a al tren con destino a Miraflores. Al llegar a la estación se pone a vender gritando lo poco que sabía de la guerra. No pasó mucho tiempo hasta que el gentil caballero a quien Augusto extrañaba hace su aparición, saludándolo militarmente.

¡Deberías estar en Lima, muchacho! ¿Qué haces aquí? Y antes que Augusto pudiera responder, el señor toma el plato vacío del niño y coloca pan, tamales y humitas. Jamás el plato del chiquillo tenía tanto alimento, a tal punto que pedacitos de comida caían al piso. ¡Quiero ver al ejército peruano, señor!, no dejaba de repetir el infante.

¡Terco como mi sobrino!, dijo el caballero, mientras le revolvía el cabello. ¡Hasta el mismo nombre tienes!, continuó diciendo el señor. ¿Y dónde está su sobrino?, pregunta el niño. Debe estar en San Juan, es oficial de infantería, respondió el hidalgo. La alegría de Augusto era inmensa, un defensor del Perú se llamaba como él. ¡Ándate a Lima, es peligroso estar aquí!, le dijo el caballero mientras se alejaba.

¡Suerte pequeño amigo!, se despidió el señor con saludo marcial. Augusto, agradecido por la abundante comida, decide devolver el saludo con gallardía. Nadie se lo dijo o quizá Augusto en el fondo lo sabía, pero el distinguido señor a quien el pequeño quería, era nada menos que Mariano Bolognesi hermano del “Titán del Morro”.

El niño se sienta en un rinconcito de la estación de Miraflores y resuelve comerse el gran banquete que le habían obsequiado, al partir el pan, Augusto se arrepiente y toma una hermosa decisión. ¡Les llevaré toda esta comida a los soldados! ¡Deben tener más hambre que yo! Y aguantándose las ganas de probar si quiera un bocado se las ingenia para subir al tren con destino a Chorrillos sin pagar, claro que a manera de pago, a cambio el pequeño deja un tamalito al cobrador de la estación.

Plato encontrado en San Juan, parte de la colección
del INEHPA.
Quiero pensar que el pequeño Augusto alcanzó a comer siquiera un pedacito de pan camino a Chorrillos, pero con lo generoso que él es, dudo que haya probado algo. Dejó sus periódicos en el suelo para tener su mejor regalo, sin saber que él llevaba en ese plato el mejor de los obsequios para los soldados.

Al llegar a Chorrillos, el pequeño Augusto sigue a unas rabonas que cargaban agua para los soldados con destino a San Juan. Al ver al ejército peruano trabajando bajo un fuerte sol de verano en el desierto, corre rápidamente teniendo cuidado de no botar del plato su preciado y sabroso tesoro. No sé cómo le hizo, pero buscó la manera de repartir toda la comida entre los soldados, algunos le hablaban en quechua idioma que Augusto no entendía, atinando solo a sonreír.

¡Augusto!, respondía con saludo marcial cuando le preguntaban cómo se llamaba. Tienes el mismo nombre que el valiente jovencito que está ahí parado, le dijo un soldado, refiriéndose a Augusto Bolognesi, uno de los hijos del defensor de Arica. Si hubieran visto la cara del niño cuando escuchó ese comentario.

Sabemos que fue la Navidad más triste que pasó Lima, pero para el pequeño Augusto quien no era más que un vendedor de periódicos, esta Navidad fue especial. Dicen que al inicio de la Batalla de San Juan el niño decidió quedarse y se las ingenió para repartir municiones. Siempre con su plato vacío esperando que alguien se lo llenara con algo para comer.

Al término de la batalla y con el paso de las ambulancias, un soldado perteneciente a la cruz roja, reporta haber visto un niño de doce años ensangrentando y aún con lágrimas en los ojos cerca de algunas municiones. Algunas balas le habían atravesado el abdomen, su pequeño cuerpo aún estaba tibio y se había aferrado fuertemente al platito vacío. Al certificar la muerte del pequeño niño acurrucado y sosteniendo su plato, se topan con un enigmático mensaje, el utensilio tenía una fecha escrita: 23 de diciembre de 1880.

Nadie pudo saber qué significado guardaba ese mensaje en el niño. Sin embargo para los que conocieron al pequeño Augusto, sabían que esa fecha significó tener el mejor de los regalos, ver a los defensores de su patria por única vez.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Bolognesi y sus hijos", Ismael Portal. (Colección bibliográfica del INEHPA)




viernes, 16 de diciembre de 2016

"Salvavidas", el nacimiento de un nuevo trago

Esta es la historia de dos amigos de toda la vida que prestaban servicios al ejército peruano en Tarapacá, cuya estancia en dicho departamento era para ellos el mayor de los honores.

Los trabajos que realizaban eran sencillos, el tema logístico era el fuerte de estos arrieros excepto por un defecto, ambos eran los más borrachos de Tarapacá. Sus aportes con nuestro ejército proporcionándoles lo que necesitaba en cuestiones de provisiones eran a veces un tanto engorrosos. Tenían tanto alcohol en la cabezota que a los batallones que necesitaban agua les llevaban comida y a los que necesitaban comida les llevaban agua. Gajes del oficio como se diría actualmente.

A pesar de estos impases y el mal hábito de emborracharse casi a diario, Juan e Ignacio eran muy patriotas y si cabía la posibilidad de compartir el pisco que tenían, serían capaces de ofrecerle un poco al mismísimo comandante Juan Buendía o quizá una copita a Cáceres y si se podía, también brindar junto con el propio Batallón Zepita.

Sin embargo, estos arrieros a pesar de ser unos borrachos de primer nivel, se las ingeniaban para embriagarse con tragos de buena calidad. Tal es el caso que gracias a sus criolladas, se “agenciaron” de alguna tienda dos botellas que contenían un refresco de ginger sin alcohol, esta información era desconocida para este par, ya que no sabían lo que decía la botella. Era más fácil hacer hablar una mula que enseñarles otro idioma.

Ignacio, quien era un bebedor con fino paladar, nota la no presencia de alcohol en la botella. ¡Claro!, si te tomas todo el contenido tarde o temprano le encontrarás el sabor, y reconoce el líquido como sabroso pero aburrido. Juan, que no discrimina cargo o rango, decide vaciar todo el pisco en la botella vacía que Ignacio tenía, mezclándolo con el ginger de la botella que sobró, derramando gran cantidad del preciado líquido al suelo. Era la madrugada del 27 de noviembre de 1879 cuando los arrieros habían descubierto el “trago salvavidas”.

Botella de refresco sin alcohol siglo XIX , parte
de la colección del INEHPA
Conversaciones que iban desde un “¡tú eres mi hermano del alma!”, hasta un “¡yo solito voy y le gano guerra a Chile!”, comenzaban a aparecer. Parecía que el “trago salvavidas” antes de cumplir su principal función y máximo beneficio cobraba por adelantado, porque a los pocos minutos ya comenzaban a hablar incoherencias.

La neblina del desierto era densa y espesa, la visibilidad era nula y si estás borracho peor, porque no se sabe si estás caminando en el arenal o en las nubes. Sin embargo, esto no fue impedimento para estos arrieros, ya que conocían el terreno y de antemano sabían que estar borracho es como estar ciego. La celebración entre ellos continuaba, risas alrededor de sus mulas se escuchaba, hasta que la marcha sorpresiva del ejército invasor se hizo notar.

Tal fue el impacto por el andar del enemigo que las mulas, que también estaban casi ebrias por el fuerte olor a borracho, huyen un tanto tambaleantes de la escena. Solo una, que debemos suponer fue la más mareada, se quedó a acompañar a Ignacio y Juan, quienes no sabían en ese momento qué hacer.

¡Debemos dar aviso a nuestro ejército!, dijo Ignacio. Pero ¿cómo?, si nuestro transporte acaba de irse con nuestras cosas, replicó Juan. Las mulas se llevaron todo, menos lo más importante, respondió Ignacio, levantando la botella con la nueva bebida que habían inventado. No sé qué fue lo más gracioso, la respuesta de Ignacio o la cara de alivio que puso, pese a que el enemigo estaba cerca, desatando la carcajada de ambos. ¡Ni modo! ¡Iremos montados en la mula que no se fue!, dijo Ignacio. Para mala suerte de los arrieros, de todas las mulas débiles y flacuchentas que optaron por huir, la más famélica decidió quedarse. ¡kallpa!, recuerdo que se llamaba, era la típica mula debilucha que a duras penas podía con su vida. “Fuerza” significaba en quechua el nombre de la condenada.

No sé si kallpa cargó a los arrieros, puede que los arrieros hayan cargado a kallpa, porque la mula ni se movía. En el trayecto, alarmados por el avistamiento del enemigo se dedicaban a conversar de lo acontecido, Ignacio, Juan y hasta la mula Kallpa debatían cómo debería enfrentar el ejército peruano al invasor.

El comandante Juan Buendía recibe la alerta del movimiento enemigo y ordena el desplazamiento de las tropas peruanas. ¿Y si vamos a combatir? ¡La patria nos llama!, dijo eufóricamente Ignacio. ¿La patria nos llama? ¿Para qué nos va a llamar? ¡Mejor que ella venga!, responde casi dormido Juan. ¡Debemos pelear por el Perú, bellaco! Si ganamos y descubren que ayudamos, puede que nos premien con algo más de pisco, palabras de Ignacio que causaron motivación en Juan.

Por un momento los arrieros envalentonados por el poder del pisco y ginger, se tomaron unos segundos para pensar si seguir al ejército peruano a pie o al lomo de Kallpa, tomando en cuenta que si optaban por la mula era probable llegar cuando la batalla esté finalizada. ¡Mejor vamos a pie!, dijeron al unísono Ignacio y Juan.

Los primeros claros del día anunciaban lo que sería una batalla sangrienta, el ejército peruano liderado por el general en jefe de los ejércitos del sur, Juan Buendía, logra salir de una quebrada situándose en lo más alto y se prepara para imponer instrucciones de ataque.

La batalla comienza y pese a lo terrible de la situación, nuestros delirantes pero valientes arrieros van al encuentro del enemigo, con palo y cuchillo en mano, Ignacio y Juan van en busca de la victoria frente a un ejército preparado y bien armado. Adelante “¡Batallón Pisco!”, grita Ignacio. Y mientras el ejército peruano marcha ordenado y en fila, los arrieros corren sin rumbo, tambaleantes, gritando improperios envalentonados por el alcohol que bebieron.

Las balas llovían en el campo de batalla, los soldados peruanos, chilenos y bolivianos caían bañados en sangre. Mientras que los arrieros corrían, maldecían y gritaban “¡Qué empiece la batalla!”, cuando la batalla ya tenía horas de haber comenzado. Estaban tan borrachos que ningún chileno con puntería prodigiosa podía acertarles si quiera un tiro. Los arrieros caían mareados tantas veces que las balas no los encontraban.

Al momento del combate cuerpo a cuerpo, Juan se lanza primero al encuentro del enemigo, su vehemencia y embriaguez lo hizo tropezar y antes que su cabeza golpeara con una piedra grita: ¡Me dieron!, perdiendo el conocimiento en el acto a causa del terrible impacto con la roca. ¡Mataron a Juan!, gritó Ignacio al ver a su amigo caer bruscamente al arenal.

Ignacio toma un fusil de un soldado peruano caído en la refriega e intenta hacer un disparo. Manipular un fusil para un principiante es peligroso, imagínense para un borracho. Ignacio se dispone a disparar pero el peso del arma lo vence y hace fuego en el pie de un oficial peruano. ¡Disculpe mi coronel!, le dijo Ignacio quien toma otro fusil y carga al centro del campo de batalla. Qué hubiese sido de ese coronel si el disparo le hubiese dado en un órgano vital, probablemente hubiésemos contado el fusilamiento de Ignacio, quien con venda en los ojos clamaría por misericordia. Al llegar al fuego nutrido, Ignacio intenta hacer un disparo pero la fuerza del tiro y el arma mal fijada, hacen que la culata le golpee la boca y le tire al suelo algunos dientes.

Ensangrentado y ya sin fuerzas se tira al arenal a descansar, sin darse cuenta el sueño lo había vencido. Al término de la batalla Ignacio despierta con un fuerte dolor de cabeza, nunca supo si por la resaca o por el culatazo que se dio el mismo. Entre los caídos, confundidos en charcos de sangre, busca desesperado los restos de Juan. Al hallarlo decide beberse el pisco con ginger en su honor. Entre lágrimas abraza a su amigo que ni se inmuta por el fuerte cabezazo que se había acomodado con la piedra durante la batalla, minutos después Juan se despierta ante la sorpresa de Ignacio, quien no podía creer lo que veía.

De alguna manera la mezcla que habían inventado les había salvado la vida. Juan e Ignacio decidieron quedarse a esperar que las ambulancias lleguen y atendieran a los heridos para preguntarles quién había ganado la batalla de Tarapacá, si Perú o Chile. Al conocer la respuesta, ¿qué creen que hicieron estos bravos arrieros? ¡Exacto! Festejaron con su nuevo invento y al término de este relato, hasta la mula kallpa decidió unírseles a la gran celebración…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La Batalla de Tarapacá", Nicanor Molinare. (Colección bibliográfica del INEHPA) 



sábado, 10 de diciembre de 2016

Unas ojotas con aroma a venganza


La ocupación chilena en Lima era un desastre para los comerciantes, muchos tuvieron que adaptarse a una serie de condiciones, otros prefirieron cerrar para siempre sus negocios, sin embargo, para nuestro simpático zapatero que se pasaba los días timando al ejército invasor, su comercio iba a buen puerto. Su excesivo cobro por componer las botas del enemigo lo han convertido en una especie de justiciero para la capital.

¿Recuerdan al soldado escaso se sesos que se puso las “botas mágicas”? Pues bien, parece que sí eran “mágicas”, porque el militar desapareció y nunca más se le volvió a ver. El zapatero tuvo su teoría de la misteriosa desaparición, él creía que tal vez se la había pasado la mano, porque los clavos tarde o temprano se oxidan y el soldado por querer probar su valía jamás dejaría sus botas prodigiosas y pudo haber muerto por alguna enfermedad. ¡Valiente bruto!, decía cada vez que lo recordaba.

Un día, un viejo vecino que no era limeño precisamente, no nacido en esta patria, camina por el puesto del zapatero, a su paso deja saludos cordiales a todos los limeños que paseaban cautelosos ante la mirada de soldados chilenos. Este viejo era querido por los vecinos, su amable trato con la gente y su notable nivel de cultura lo habían colocado en una posición respetable.

El zapatero quien se caracterizaba por ser pícaro y perspicaz, desconfiaba de este viejo desde que el ejército chileno llegó a Lima, porque muchos extranjeros buscaron en ese entonces protección por medio de sus banderas, o asilo en algunas embajadas, sin embargo, este señor pasado en años estuvo de lo más campante, como si la guerra jamás tocó la puerta de su casa. Por el contrario, se prestó desinteresadamente para ayudar a algunos heridos, notable gesto digno de un reconocimiento, excepto que los heridos eran solamente chilenos. Comida y agua para los caballos del invasor y ni un pan para los niños huérfanos de la refriega de Miraflores.

¡Ya vendrás a mi tienda condenado viejo!, se relamía frotándose las manos el zapatero. ¡Algún día tus zapatitos vendrán a mí!, no dejaba de repetirse cada vez que lo veía caminar por su negocio. Todos los días el viejo quien ya estaba más para el otro mundo que para este, caminaba descubriéndose el sombrero y engalanando con sus finas palabras a bellas doncellas que caminaban por su vereda, todo esto a vista del zapatero quien ya se la tenía jurada desde hace mucho tiempo.

Y como todo en la vida tiene fecha de vencimiento salvo el ¡viejo hipócrita!, como lo llamaba el zapatero, llegó el día de hacer justicia. El anciano extranjero llevó sus malgastados zapatos a componer, ¡claro!, como si no tuviese dinero como para comprarse unos nuevos, sabiendo bien que los chilenos le pagaban por algún trabajito de espionaje. Encima de hipócrita, ¡viejo tacaño!, decía el zapatero entredientes.

Ojotas hechas con cuero de vaca, parte de la
colección  del INEHPA
Pero, ¿cómo nuestro justiciero amigo vengaría al Perú de este anciano? El zapatero ya tenía todo preparado y había decido usar para su plan unas ojotas hechas de cuero de vaca. Hasta ahí nada del otro mundo, salvo que esas ojotas emanaban un hedor insoportable, pareciera que la vaca se hubiese vengado del zapatero por haberla convertido en calzado. Solo había que saber cómo se las entregaría sin la leve sospecha de que esas ojotas apesten como los ¡mil demonios!

El viejo como es de sus más elegantes costumbres, saluda con cordialidad al zapatero, mientras que el comerciante lo miraba con ojos de fusil a punto de disparar. El extranjero le hace ver al zapatero lo malgastadas que están las suelas de sus zapatos y ordena un arreglo rápido y eficiente. ¡Exquisito ahora te pones viejo avaro!, ya te tocará tu merecido, pensaba el comerciante, quien no dudó en buscarle conversación para estudiar sus puntos débiles. Terrible error del viejo al confesar que sufría un fuerte resfrío, oportunidad que vio el zapatero para proporcionarle las ojotas.

Sus zapatos tardarán unas horas, le dijo al viejo. No puedo demorar tanto, tengo una pequeña ceremonia que cumplir, replicó el anciano. ¡Claro!, hoy se cumple un mes más de la llegada del ejército chileno a Lima, seguro estarás en los honores a la bandera enemiga ¡viejo bellaco!, ¡ahora verás lo que es bueno!, murmuraba el zapatero.

Demoraré lo que tenga que demorar si quiere que sus zapatos estén en perfectas condiciones, por la tarde se los entregaré, respondió. ¡Imposible!, refutó el viejo, levantándose bruscamente de su asiento, este hecho asustó un poco al zapatero, pues creyó que al anciano se le estaba yendo la vida.

Présteme cualquier zapato que tenga por ahí, pero debo salir cuanto antes, dijo el extranjero. El zapatero quien había esperado este momento sonríe y refleja un gesto maquiavélico. Ahora no tengo zapatos pero tengo unas ojotas cómodas que le pueden ser útiles y salir de este impase. ¿Cómo, un zapatero que no tenga zapatos?, pregunta de forma burlona el anciano. ¡Esto solo pasa en el Perú!, refunfuñaba el viejo. ¡Por eso lo que te va a pasar va a ser únicamente aquí, viejo renegón!, pensaba nuestro justiciero.

Y como el octogenario padecía de un fuerte resfrío estaba inmune a cualquier hediondo olor, las ojotas fueron a caer en sus manos, o mejor dicho en sus pies. ¡Dame esas ojotas!, no tengo alternativa, dijo el anciano. ¡Con muchísimo gusto, placer y honra!, respondió el zapatero, quien le coloca amablemente el apestoso calzado.

Vuelva en un par de horas, digamos al término de su ceremonia, sus zapatos lo estarán esperando, le dijo el comerciante, mientras que el viejo se iba con sus ojotas apestando a vaca podrida. A su paso dejaba un fuerte olor haciendo que los vecinos a los que saludaba quitándose el sombrero, quisiesen arrancarse la nariz.

Al llegar a la ceremonia en donde la bandera chilena sería colocada una vez más por todo lo alto, algunos soldados ya empezaban a percibir el aroma de las ojotas y al ver al viejo tomándose el pecho para rendir honores a su bandera entre ellos se decían: ¡Este viejo se pudre en vida! ¡Para mí que murió en la batalla de Tacna y nadie le ha dado la noticia!

En la ceremonia muchos limeños optaron por ingresar a sus casas como oponiéndose a la invasión, sin embargo para el enemigo fue la primera vez en su historia que cantó el himno de su patria con una mano en el pecho y la otra en la nariz…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú (1822-1933)", Jorge Basadre (colección bibliográfica del INEHPA)


sábado, 3 de diciembre de 2016

Unas botas hechas para inteligentes

Cuando Lima estaba a merced del invasor los negocios cerraban sus puertas, sus comerciantes no sabían cómo lidiar con el enemigo para vender sus productos, excepto un pícaro zapatero, quien se las ingenió para ofrecer sus servicios a los chilenos por un precio elevado. Su zapatería funcionaba gracias al cobro exagerado que les hacía a los sureños y como era el único zapatero que tenía su tienda funcionando no tenía competencia. Por supuesto que el enemigo refunfuñaba por la estafa, pero no había remedio, o era pagar lo que el zapatero solicitaba o era quedarse sin suela y ser aprendido por un oficial que pedía la máxima presentación del uniforme.

El zapatero se pasaba los días timando al enemigo, demoraba apropósito el mantenimiento del calzado, generando la ira de muchos militares quienes descalzos tenían que presentarse a sus superiores: ¿Esa es la forma de recibir a un oficial de alto rango soldado?, escuchaba el zapatero sonriendo, pues sabía que no había mejor venganza que dejarlos a ‘pata pelada’.

Una mañana un soldado chileno va donde el zapatero y le pide que componga sus botas. El sagaz comerciante sabía que era una oportunidad de oro para arruinar la estadía de este inoportuno militar, así que se tomó la molestia de revisar las botas en presencia del invasor.

Botas de soldado chileno, parte de la colección del
INEHPA
Mientras las analizaba, el zapatero conversaba respetuosamente con el chileno, tratando de obtener su confianza y ganar tiempo, para introducir dos pequeños pero punzantes clavos dentro de otras botas. Al culminar su trabajo el zapatero se había dado cuenta que el soldado era muy escaso de sesos y que el malévolo plan podía realizarse sin ningún problema.

Déjemelos un par de días, por mientras use este excelente calzado similar a los que su ejército usa, ¡Estas botas no las puede usar cualquiera!, exclamó el zapatero, dando rienda suelta a su diabólico designio. ¿A qué se refiere?, preguntó el soldado. ¡Estas botas son mágicas! ¡Solamente una persona inteligente y de buen porte se los puede poner, los brutos y bellacos no!, explicó el comerciante. El chileno, incrédulo ante la explicación le dice, póngaselos usted, quisiera ver qué pasa. ¡Encantado!, dijo el zapatero y colocó sus pies dentro del calzado. ¡Lo ve!, yo sí los puedo usar. El astuto zapatero sabía dónde había puesto los clavos por eso no se hizo ningún daño.

Ahora póngaselas usted, de seguro podrá hasta correr, dijo el zapatero. El chileno quien seguía sin creer las palabras del limeño, aceptó probarse las nuevas botas y cuando intentó dar un pequeño paso, los clavos se le introdujeron en los pies causando un dolor inimaginable. Sin embargo, el soldado creyendo que si se quejaba o se las quitaba por el dolor quedaría como tonto, optó por aguantar, apretando los puños y sudando por el sufrimiento.

¡Es usted muy inteligente soldado! ¡Un honor tenerlo en mi negocio!, dijo el zapatero. ¡Ahora salte y sienta la suavidad de la bota!, le sugirió. El chileno que a como dé lugar quería demostrar que era inteligente se echó a brincar como conejo. El padecimiento era inimaginable, pero el soldado terco dio incluso algunos pasos de baile, no sé si por manifestar su valía o por el terrible dolor.

¿Qué le parecen, soldado? ¿Dignas de un ejército vencedor o no?, preguntó el zapatero. ¡Muy dignas, señor!, dijo el chileno mientras marchaba cojeando, de pronto, el pícaro comerciante se echó a reír.

Al llegar al cuartel provisional que Chile había instalado, el soldado quien tenía puestas las “botas mágicas” cumple la orden de formarse, para saludar al General Saavedra, uno de los primeros oficiales que ocupó Lima el 17 de enero de 1881. El oficial de alto rango da la orden de hacer un pequeño acto de marcialidad a sus soldados y hace marchar a un pequeño grupo, entre ellos el incauto muchacho quien llevaba puesta sus “nuevas botas”, por la Plaza Mayor. El ingenuo soldado pese al dolor, marcha sin cesar cantando a duras penas cánticos del ejército vencedor.

¡Soy inteligente, soy inteligente!, decía el soldado derramando algunas lágrimas por el dolor, convenciéndose así mismo que no era un reverendo bruto, por si quiera sospechar que era parte de una cruel burla.


Al marchar por el negocio del zapatero, el soldado que ya no podía alzar los pies, intenta presumir su astucia mostrando al comerciante las “botas mágicas”. Al ver este acto de gallardía, dolor y bravura, el zapatero lo saluda y mostrando una sonrisa maliciosa dice: ¡Valiente bruto!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Guerra del Pacífico", Gonzalo Bulnes (colección bibliográfica del INEHPA)


domingo, 27 de noviembre de 2016

El gallinazo que cambió la carne por hojas de coca

Sobrevuelo Tarapacá en busca de comida, el sol que no conoce de misericordia sofoca el poco aire frío que pudiera refrescar mi plumaje. El desierto no perdona y escasea el alimento, ningún animal agoniza sediento en la zona, no hay nada que pueda saciar el hambre que se siente luego de días sin comer.

Me tomo la molestia de descender y descansar unos momentos entre rocas y arena de pequeños cerros, con la finalidad de recobrar fuerzas y seguir en la búsqueda. Al bajar a tierra me encuentro con otro gallinazo, que también descansaba en el terreno.

Qué calor, ¿verdad?, le dije un tanto nervioso. De pronto, el ave que era más grande que yo se pavonaba agitando sus alas y con un fuerte bostezo me responde: Sí, hace mucho calor pero con abundante comida dejar este desierto es imperdonable.

¿Abundante comida?, mira a tu alrededor, apenas y hay dónde buscar. Muchas avecillas que mueren se calcinan en poco tiempo dejando más que huesos y plumas secas, le repliqué. ¡Eres un tonto!, me dijo. Te conformas buscando pequeñas aves cuando la carne de soldados es un banquete incomparable. ¡Para lamerse las garras de las patas!, me explicó.

¿Soldados? ¿Qué soldados?, pregunté. ¡Pues los soldados peruanos, bolivianos y chilenos! ¡Tres países en un solo festín y todos saben deliciosos!, me dijo mientras se arreglaba el negro plumaje con el pico. Mi última cena con estos suculentos caballeros fue en la batalla de San Francisco el 19 de noviembre, los ejércitos de estos tres países se enfrentaron en una refriega sin cuartel. Muchos soldados que llevaban bandera roja, blanca, azul decían que eran los ganadores de aquel enfrentamiento… ¿Y quién ganó en realidad?, lo interrumpí. Desde luego que ¡yo!, me respondió con una sonrisa.

Pero debes saber desgarrar la tela que envuelven sus cuerpos. Uniformes les llaman y si no tienes cuidado puedes picotear algún botón que adorna el atuendo, me explicó al detalle. ¡Por eso yo empiezo por picar los ojos!, continuó. Y a medida que me explicaba los pasos para arrancar la carne, sentía que se me hacía agua el pico y me imaginaba el sabor y la textura de un soldado, ¡sencillamente un manjar incomparable!

¿Y por qué los humanos se pelean entre si? ¿Cuál es el motivo de la guerra?, cuestioné. ¡Eso no interesa! ¿Tienes hambre o no?, replicó el gallinazo grande. Síguelos en cada batalla y serás un ave gorda y feliz, me dijo. Pero somos peruanos, no deberíamos comernos a los nuestros, le aconsejé. ¡Cuando tienes hambre no les preguntas quién es chileno, boliviano o peruano, si tienen el mismo sabor! Además no creo que ninguno te responda con la abundante sangre brotando de sus bocas, me respondió. Y así cayó la noche imaginando lo que sería este delicioso banquete.

Saco pequeño que contiene hojas de coca,
parte de la colección del INEHPA
A la mañana siguiente decidí seguir a mi nuevo compañero, esta gran ave me comentó que habrá pronto otra importante batalla en la que debíamos participar, ¡no como soldados!, sino como invitados a una cena memorable por llamarlo de alguna manera.

 Pasamos primero por algunas zonas rocosas para afilar el pico. Mantener los elementos que serán útiles para comer como el pico y las garras es vital para disfrutar sin problemas.  Muchos humanos creen que somos desagradables, feos y sin plumas en la cabeza, pero ¿qué esperaban? ¡Comemos carroña!, no esperen que seamos canarios grandes con vivos colores. Tenemos plumas negras, de lo contrario andaríamos siempre manchados de sangre, al menos modales para comer tenemos. ¡Ah!, casi lo olvido, tenemos la cabeza desnuda y arrugada, pero esto es para evitar que las plumas se contaminen por la carne en descomposición. Tal vez tengan razón y seamos desagradables, pero estoy seguro que ustedes serían sabrosos  y muy agradables si se pudren en algún desierto como Tarapacá.

A medida que nos acercábamos a uno de los ejércitos involucrados decido hacer una interesante pregunta al enorme gallinazo que se había convertido en mi guía: Entre tantos soldados que de seguro caerán, ¿a cuál debo elegir? El gran gallinazo responde, si fuera tú elegiría a un joven empeñoso, valiente y decidido, los soldados que tienen esas características normalmente mueren en cualquier batalla. Mira ahí tienes a uno, y señalándolo con una de sus enormes alas lleva mi vista hacia el coronel Alfonso Ugarte
.
¡Imposible!, yo lo conozco, es de Iquique. ¡No pienso almorzarme a uno de los míos! Todos aquí son peruanos y están defendiendo la tierra en la cual volamos, le respondí enérgicamente. Bueno está bien, y qué te parece este soldado, se ve apetitoso, ¿no lo crees?, me dice llevando nuevamente su ala hacia otra posible víctima. ¡Por las plumas de mi madre! ¡Es Roque Sáenz Peña!, exclamé. Es argentino, ¡no pienso engullirlo! Pero no es peruano, me dijo mi compañero. ¡Pero vino a pelear por el Perú, si cae no lo comeré!

Con la marcha de este ejército entendía cada vez más el propósito de defender nuestro suelo, tal vez esperar la caída de muchos de estos soldados no era lo correcto. ¿Y si vamos a buscar al ejército invasor? Dices que todos tienen el mismo sabor, ¿qué tal si nos alimentamos de ellos?, pregunté. ¡Ni hablar!, ya estamos aquí y con ellos nos quedamos, cuando se enfrenten todos se mezclarán y no sabrás si quiera quienes son peruanos, me respondió enojado.

 Momentos previos a la batalla, decido posarme cerca de soldados peruanos para conocer sus aventuras y desventuras. Al acercarme descubro que ellos son más que carne de la que me puedo alimentar, cada uno tiene un sueño, una ideal, que ni siquiera este terrible sol es capaz de arrebatarles. En sus relatos oigo los nombres de Francisco Bolognesi, Justo Pastor Dávila y Andrés Avelino Cáceres, cada uno con un tremendo amor a esta tierra a la que le entregarán todo.

Mientras más los conozco, menos ganas tengo de alimentarme de ellos. El estómago me dolía y mis fuertes alas comenzaban a pesarme. Poco a poco sentía que las plumas se me caían. Tenía muchos días sin comer y lo que en algún principio imaginé un festín ahora será mi batalla entre el respeto y el hambre. Antes de irme noto que algunos soldados se reparten de un saquito hojas de coca, ya tuve la mala experiencia en comer una de esas hojas y su sabor era repulsivo. Tiene propiedades medicinales para los humanos pero una de las cosas que había aprendido a odiar en esta vida era precisamente eso: hojas de coca.

Levanto vuelo para no seguir identificándome con estos valientes soldados. Volar se me hacía agotador y a diferencia de mi compañero comenzaba a perder las ganas de celebrar este banquete. ¡Te relacionaste con estos humanos y ahora eso será tu perdición!, me dijo el gran gallinazo, déjalos que se maten, esta no es nuestra guerra y si no comes ¡morirás!, me advirtió.

Ya es demasiado tarde, estos soldados llevaban una bandera que se había clavado en mi pequeño corazón, pensé. Pasaron algunos días más y mi situación se iba agravando, estaba cada vez más flaco y sentía que por momentos la vida me abandonaba.

El 27 de noviembre se lleva a cabo la Batalla de Tarapacá, un enfrentamiento brutal en la que dejó cientos de muertos. Las balas llovían y los gritos de dolor de muchos atraían a decenas de gallinazos que ya sobrevolaban la zona haciendo grandes círculos. El gran gallinazo tenía razón, muchas aves carroñeras se relamen el pico y en cada una de sus miradas noto las ansias y egoísmo de comer hasta saciarse.

Juan Buendía comandó a las fuerzas peruanas, mientras que Luis Arteaga lideró al ejército enemigo. Al menos un conocedor en lo que a nombres y rangos respecta me había convertido. Relacionarme con soldados y oficiales me habían transformado sin saberlo en un ave horrorosa pero sabia.

Mientras esperaba el desenlace de la batalla escondido y sin surcar los aires por el cansancio, analizo el sentido de esta guerra y que para aves como nosotros, así como también para este despiadado sol, todos los soldados, peruanos chilenos y bolivianos son iguales. La batalla concluye con una escena inolvidable, muchos cadáveres se confunden entre si y así como dijo el ave guía era imposible reconocer de qué bando eran.

Decenas de gallinazos descienden con desesperación, el festín había comenzado y todo carroñero estaba invitado. Decido acudir al campo de batalla caminando, arrastrando una de mis patas y salivando constantemente. Es curioso, al pasearme entre los caídos muchos gallinazos se dan de picotazos entre sí, peleando y discutiendo como si la comida aquí escaseara, el egoísmo era tal que no se daban cuenta que bastaba y sobraba para todos. De pronto, a los lejos veo como mi gallinazo guía arrancaba los ojos de un soldado moribundo.

No podía ser parte de esto, camino pisando los cuerpos de muchos soldados pero no me atrevo a dar el primer bocado pese a que mi vida dependía de ello. Mis patas se iban cubriendo de sangre y mis garras se sumergían prácticamente en fluidos corporales. Moría de hambre a cada instante, solo podía mirar a varios gallinazos arrancar la ropa para llegar a la carne y mirar a los muchos soldados regados, algunos pidiendo ayuda.

Uno de los cadáveres tenía entre sus bolsillos un saquito con hojas de coca, esas hojas que aprendí a odiar. Había tomado la decisión de no comer ningún cadáver sabiendo muy bien que mi vida corría peligro. Rompo el saquito y dejo al descubierto las hojas y sin ninguna muestra de asco y con el máximo de mis respetos empiezo a comerlas, una por una hasta terminarlas.


El estómago me dolía cada vez más y ya no podía siquiera levantar mis alas. Los gallinazos que ya estaban gordos no podían volar descansan entre charcos de sangre. Tomo la decisión de acostarme en una bandera con el escudo peruano y esperar la muerte, tal vez ninguna ave lo sepa pero ese 27 de noviembre de 1879 ganamos en Tarapacá. Pongo el pico en la tela y cierro los ojos con la esperanza de que algún otro gallinazo se alimente de mí en vez de estos valientes peruanos.    


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



viernes, 18 de noviembre de 2016

La venganza de un pequeño revólver

Todo había terminado, luego de las batallas de San Juan y Miraflores a Lima no le queda otra opción más que ceder. El enemigo había marchado por la calle Mercaderes y puesto su bandera en Palacio de Gobierno, impuso su ley en cada casa, en cada negocio, en cada lugar donde se respire un poco de rebeldía y resistencia.

El alcalde de Lima Rufino Torrico había instalado un hospital de sangre para los heridos que habían luchado en las batallas por la defensa de la capital, fue la única autoridad que en representación del estado mantuvo comunicación con los jefes chilenos, para lograr que la ocupación sea de forma civilizada. ¡Civilizada! El invasor masacró a mi padre, hermano y amigos en Miraflores, no dejó sin opciones, rebasó nuestras líneas y arrasó cuanto pudo, ¡eso es ser civilizado!

Había que deponer las armas, sin embargo yo guardé el revólver de mi padre. Lo recuperé del campo de batalla en Miraflores y no había nada que me sacara de la mente los enormes charcos de sangre que había dejado su cuerpo. Lima estaba desierta, había quedado sumergida bajo un luto eterno.

Nadie sabía cuánto tiempo el enemigo estaría aquí, observándonos en silencio. Nadie les preguntaba y nadie nos respondía. ¿Qué pasará con los heridos? cuando el invasor los reconozca es posible que sean pasados por las armas. Los extranjeros querían imponer su ley y nadie podía impedir su desbande.

Mamá me advertía que no saliera de casa, ya que si me ven los chilenos podrían reconocerme y matarme, sin embargo yo tenía otros planes para ellos. El revólver de mi padre haría justicia y tal vez la venganza podría calmar en algo mi pena. El arma era pequeña fácil de ocultar, el alcance del tiro es corto, así que tendré que acercarme lo más posible, si un chileno si quiera se asoma a mi casa verá la muerte de cerca.

Se comunica a todos los vecinos de Lima desarmarse y entregar cualquier arma en un plazo establecido. Los soldados que habían sobrevivido y civiles quienes poseían algunas pistolas personales debían entregarlas, las leyes extranjeras se comenzaban a imponer y guste o no se debían acatar.

Algunos saqueos comenzaban a realizarse, Lima era tierra nadie, a veces días de alboroto y a veces era un cementerio. Una noche un chileno ronda cerca de mi casa como buscando una oportunidad para entrar. Ordeno a mamá esconderse, rápidamente saco el revólver de mi padre y al escuchar la puerta siendo forcejeada decido disparar. El sonido del disparo a media noche fue ensordecedor. 

Revólver pequeño, parte de la colección del INEHPA
Le había disparado a un chileno y no había mejor venganza que esa, me acerco para observarlo, estaba tendido tomándose el pecho. Era uno de los asesinos de los reductos, lo reconocí por la cicatriz en su rostro. Mi hermano luchó contra él, y fue acuchillado, mientras se desangraba y pedía misericordia, el invasor no se la dio y le cortó el cuello. Al acercarme lentamente con el pequeño revólver en mano el chileno rogaba por su vida, no dudé en tirarle la foto de mi hermano, el soldado observa la imagen y antes que pudiera dar una respuesta aprieto el gatillo una vez más y le doy un tiro gracia en la cabeza. Algunas luces empiezan a encenderse, mi madre llega a la sala y grita asustada. ¡Vete de aquí! ¡Huye!, le dije. Los chilenos ya vienen por mí y verán lo que hice, no tiene sentido que te culpen a ti también, le expliqué. ¿Y tú qué vas hacer?, me preguntó. ¡Me reuniré con papá y mi hermano!, le respondí y llevándome el revólver a la boca pongo mi dedo una vez más en el gatillo dispuesto a acabar con mi vida.

Los soldados chilenos entran entre gritos e insultos a la casa y me ordenan soltar el arma, mientras golpean a mi madre. Intenté utilizar el revólver contra ellos pero un feroz culatazo en la cabeza me hace caer, para luego ser tomado prisionero.

Con la cabeza ensangrentada comienzo a pensar en mi familia, lo unidos que fuimos, lo felices que éramos y culpando a esta maldita guerra, pego un grito de rabia dentro de un cuarto oscuro donde me habían instalado. Como escarmiento se había decidido que yo fuese fusilado, como una advertencia ante otra posible rebelión.

Nadie abogó por mí, ni los vecinos que me conocían salieron a defenderme y suplicar por mi vida. Mi único pesar es que había arrastrado a mi madre a la muerte. A la mañana siguiente escuchó algunos gritos, no tardé mucho en reconocer los llantos de mi madre, la desesperación por saber dónde estaba me comía las entrañas. Entre tanto alboroto escucho la sentencia que se le había impuesto.

La muerte la aguardaba, mientras se ordenaba un pelotón de fusilamiento trataba de encontrar un espacio de luz en la pared donde pudiera verla, aunque sea por última vez. Al encontrar un pequeño agujero logro reconocer ese inolvidable sonido cuando se carga un fusil dispuesto a disparar, y a la orden de ¡fuego! mi madre cae sin vida, mojando el suelo con su sangre.

¡Miserables! ¡Asesinos!, les grito desesperadamente desde mi cautiverio. Todos los vecinos de Lima optan por callar. Mientras me arrastraban directo al paredón no dejaba de insultar a todos, pero mis gritos no eran solamente para los invasores sino para los propios limeños que sabiendo las muertes de sus familiares en Miraflores ninguno se atrevió a revelarse y continuarla lucha. ¡Cobardes!, les decía. Ustedes son tan culpables como ellos y señalándolos a todos empiezo a llorar de la impotencia.

Intentan ponerme una venda en los ojos, pido no ser cubierto. Quería mirar a todos y que todos me vieran, porque sabía que mi rostro era el de desesperación. ¡Mírenme, porque este es el rostro de la tristeza, misma que se reflejó en sus familiares al ser masacrados por estos asesinos!, y mirando la bandera enemiga flameando impune en Palacio de Gobierno, un estruendoso sonido silencia mi voz y ganas de resistir...   


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú. 1822-1933", Jorge Basadre (Colección bibliográfica del INEHPA)


viernes, 11 de noviembre de 2016

El pañuelo de Lucila y el último viaje del Coronel Alfonso Ugarte


Era 1890 y el presidente Andrés Avelino Cáceres despachó un decreto supremo en el que ordena traer los restos de los que sucumbieron en Angamos, Tarapacá, Tacna, Arica y Huamachuco para ser depositados en un mausoleo erigido a nombre de la Nación. El mismo decreto dispone que zarpen al sur, el crucero “Lima” y al norte el transporte “Santa Rosa”.

Había escapado junto con mi esposa e hijo lejos de Arica, con el fin de evitar aquella sangrienta guerra que le costó la vida a miles de peruanos. Tuve la suerte de sobrevivir a la masacre ocurrida en el morro de Arica y logré huir de la mano de mi familia, lejos a donde nadie podía encontrarnos.

Nos mantuvimos ocultos hasta que supimos que el enemigo se había retirado a su tierra con un resultado terrible para el Perú. Cuando Cáceres asumió el poder sabíamos que una nueva patria podía nacer, pero primero debíamos traer a los héroes que se habían inmolado por nosotros.

Mi esposa y yo fuimos al Callao a recibir al crucero “Lima”, todos los vecinos de la capital miraban al horizonte pero nadie podía verlo, salvo un joven que sacó unos binoculares y avistó al buque a lo lejos. Aquel muchacho estaba tan feliz de ser el primero que hasta algunas lágrimas de emoción derramó.

La cantidad de personas que había en el puerto no permitieron que mi esposa y yo pudiésemos ver el féretro de Ugarte, así que nos fuimos tristes deseándolo rendirle un homenaje en algún momento. Entre la gran multitud nos cruzamos con la madre del héroe, Rosa Vernal, quien me reconoció por haber participado en la batalla de Arica. El gesto que tuvo conmigo no lo olvidaré jamás: besa mis manos y baña mi piel con sus lágrimas.

Pañuelo encontrado al sur del Perú.
(Parte de la colección INEHPA)
Luego del cálido recibimiento del Perú hacía el gran Ugarte, sus restos fueron colocados en el mausoleo del Mariscal Castilla. Poco tiempo después nos enteramos que la madre del héroe mandó a construir un monumento, en donde depositaría sus en el cementerio general de Lima.

Cuando el Mausoleo estuvo terminado los retos de Ugarte fueron depositados. Una estatua de una madre doliente se impone tristemente reflejando la terrible angustia de doña Rosa, su inmenso dolor se nota en cada rincón del monumento.

Un domingo mi esposa, mi hijo y yo decidimos llevarle flores a la tumba de Ugarte, una triste lápida marca el lugar donde yace un héroe que curiosamente también fue mi alcalde en Iquique. “Restos de Alfonso Ugarte muerto heroicamente en el morro de Arica el 7 de junio de 1880. Su inconsolable madre le dedica este monumento”.

¡Un sobreviviente de Arica le saluda, señor alcalde!, y volviendo a recordar aquellas épocas donde le robaba flores de su jardín comienzo a llorar profundamente. Mi esposa y mi hijo me abrazan y buscan consolarme. ¡Fue un joven ejemplar!, dice mi esposa y dejándole las flores que le trajimos le dedicó una oración.

Antes de irnos le pido a mi esposa que se adelante, que la alcanzaría en un momento. Fue entonces que del bolsillo saco el pañuelo que tanta vida me había traído, era el pañuelo de Lucila con un último mensaje por contar, un mensaje de amor que muchos peruanos ahora viven y recuerdan con pasión. No podía irme sin contarle a Ugarte un lindo secreto, Lucila, la valiente esposa que arengó mi lucha por la patria estaba embarazada. El doctor me había dicho que ella era estéril, sin embargo después de la guerra un milagro ocurrió y es que entre tanta desgracia y a pesar de todo entendí que la vida se abre paso, sin importar nada.

Con una sonrisa y un saludo marcial dejo el mausoleo de Ugarte para volver cada domingo y dejarle flores, en símbolo de agradecimiento por haberme salvado la vida. Algunos años más tarde una nueva inquilina del triste mausoleo hace su ingreso, era doña Rosa Vernal que había fallecido un treinta de agosto de 1903.        



Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "El Coronel Alfonso Ugarte", Geraldo ArosemEna Garland. (Colección bibliográfica del INEHPA)



lunes, 31 de octubre de 2016

Curayacu, una playa que esconde una caja maldita


Su alma estaba llena de rabia y su corazón bombeaba rencor hacia las personas, para él la compasión era solo para los ilusos y confiados, su mirada estremecía hasta los más duros del regimiento. No era un soldado chileno, era un inglés demente que muchos oficiales no querían siquiera cerca, lo aborrecían y no sabían cómo explicarlo.


Nadie supo cómo llegó al batallón, algunos cuentan que lo engañaron, haciéndole creer que en el Perú iba a encontrar fortuna, otros dicen que era un asesino en Santiago y que lo sacaron de la cárcel para traerlo aquí y deshacerse de él. Nadie quería si quiera verlo, muchos dicen que el inglés estaba maldito y que ni siquiera la muerte quería llevárselo.


Nuestra misión era llegar a Lima y hacer que la capital se arrodille a nuestros pies, de lograrlo, ganaríamos la guerra. ¿Recibiremos hostilidad? Seguro que sí, la idea de morir sin pisar Lima es latente. Las noches en altamar son melancólicas, la nostalgia de dejar a nuestras familias es constante, me tomo un tiempo para pensar si regresaré con vida o me matarán lejos de mi tierra.


Nos transportaban junto con mulas y caballos pero la convivencia con estos animales era mejor que tener alguna conversación necesaria con ese europeo. Sus quejidos y sollozos en las noches fueron creando pequeños mitos sobre su relación con Satanás o Belcebú. Algunos de mis compañeros se atreven a decir que sus quejidos no son más que palabras en un idioma que nadie entiende.


Su poco fluido español hace aún más tétricas sus amenazas. Nadie compartía alguna habitación con él, ni hombre ni bestia, todos sabían que el demonio gustaba caminar a su lado. ¡Muerte a los peruanos!, el inglés maldecía. ¡Pronto esos malditos derramarán lágrimas de sangre!, no dejaba de advertir. Y de una lúgubre sonrisa pasaba a un silencio sepulcral. Así eran las noches de los que podíamos escuchar sus lamentos y advertencias.


A la mañana siguiente, el ‘Charqui’ tuvo curiosidad por saber qué hacía el inglés en las noches, estaba exiliado en lo más profundo del buque, ningún hombre se atrevía a escudriñar sus dominios, nadie sabía lo que hacía ni lo que escondía. Creíamos que era un mercenario que había participado en las campañas del sur, dicen que había cobrado muchas vidas. La guerra era su parque del infierno.


Nos mantuvimos a la espera, de pronto una densa niebla recorre el buque, un intenso frío se apodera de nosotros, nos abrigamos con todas las mantas que teníamos a nuestro alcance y nos quedamos dormidos.
Caja para transportar fusiles. (Parte de la colección del INEHPA)


A la mañana siguiente despertamos con la idea de que nuestro compañero había regresado, desafortunadamente no lo encontramos en ninguna de las habitaciones del transporte. A la hora del rancho todos nos preguntábamos qué pasó con nuestro amigo, ‘el Charqui’. Nadie lo había visto, esperamos  que el inglés saliera de su aberrante morada para irlo a buscar. Al llegar a la guarida del europeo, percibimos un intenso olor a carne seca, terrible fue nuestra sorpresa, cuando descubrimos que el olor emanaba de un pequeño costal gris, al acercarnos no pude evitar la curiosidad y abrí la bolsa, el fétido olor invadió el ambiente, restos de orejas humanas habían en su interior. Mis compañeros invadidos por el terror huyen despavoridos, dejándome solo en ese oscuro lugar. Con un poco de serenidad pude deducir que eran orejas izquierdas y que una de ellas tenía un arete. El pánico me invade cuando comienzo a sentir pasos, eran botas pesadas que hacían crujir la madera anunciando el regreso del inglés. No podía escapar sin toparme con él, debía esconderme. La oscuridad y un viejo baúl me ayudaron a ocultarme, el demonio había hecho su ingreso colocando una oreja más en la bolsa, ¿será la de ‘el Charqui’?


El salitre que conservaba los restos humanos en la bolsa estaba esparcido en el suelo, el inglés no tardó en darse cuenta que alguien había estado husmeando, en ese momento, saca un afilado corvo entre su ropa y empieza a buscar, su respiración se hacía más intensa y agitada. Sabía que en cualquier momento me encontraría, el inglés obnubilado por el odio vocifera y maldice: ¡Te encontraré!, decía entre dientes… ¡Ya te encontraré!


El inglés escucha un susurro, me tapo la boca para no delatar mi escondite. Busca rápidamente entre algunos viejos barriles  y encuentra a un joven pálido de miedo. Era ‘el Charqui’ que se había escondido, aterrado, había pasado todo una noche con este ser demoniaco.


¡Ya te encontré!, le dijo, y antes de que ‘el Charqui’ emitiera grito alguno el inglés le corta el cuello, desangrándose en el acto. No podía creer lo que había visto, no solo ultimó a un amigo sino a un soldado que era parte de nuestro ejército. Comprendí que este ser malévolo no solo vino a asesinar peruanos sino a masacrar a cualquiera que interfiera en sus planes.


Pude escapar, no sin antes presenciar como el inglés le cortaba la oreja izquierda a un ya inerte ‘Charqui’, para colocarla en la bolsa gris. Mientras corría recibo una atroz advertencia... ¡Ya te encontraré!


No tuve el valor de denunciar semejante atrocidad, nadie de los que estuvo en ese diabólico lugar dio parte a oficiales,  siquiera se comentó el hecho entre nosotros. Todos callamos, nadie dijo nada. El miedo nos iba consumiendo, no sabíamos cuándo o quién iba ser la próxima víctima de este sanguinario inglés.


Llegamos el 22 de diciembre de 1880 a una ensenada llamada Curayacu, las puertas de Lima están abiertas y ningún peruano salió para hacernos frente. Mis compañeros y yo estábamos deseosos de pisar tierra, queríamos confundirnos entre los diversos batallones que llegaban a la playa y escapar del demonio. Uno de los oficiales ordena al inglés para que desembarque una enorme caja llena de armamento, la caja era muy pesada, sin embargo nadie se prestó a ayudarlo. 


El oficial advirtió pasarlo por las armas si no cumplía las órdenes que se le encomendó, el inglés ríe y lo mira desafiante, como diciéndole que no teme a la muerte.  De pronto, mientras maldecía a peruanos y chilenos un transporte calcula mal su posición frente a la nuestra y choca con nuestro buque, empujando al inglés que cae bruscamente al agua, la caja que se ladeaba sin control alguno  cae también, pero lo hace sobre la cabeza del inglés destrozándole el cráneo brutalmente. La muerte es instantánea, el agua se iba tiñendo de color rojo mientras que la masa encefálica flota por unos instantes para luego hundirse en el mar. Al retirar el cuerpo del agua notamos que tenía diversas cicatrices, heridas que emanaban pestilencia y sangre coagulada propia de cadáveres pudriéndose.


Ningún oficial al mando tenía intenciones de regresar su cuerpo a Chile, así que se decidió sepultarlo en la misma caja que acabó con su vida. Se retiró el armamento y se tuvo que romper parte de la madera para que le entrasen las piernas. Se registraron sus pertenencias y se le enterró en esa caja con todo lo que tenía, incluyendo su terrible corvo y la bolsa con orejas humanas. Se encontró el cuerpo desollado de mi amigo ‘el Charqui’, quien recibió los honores para ser enterrado en la misma playa en la que desembarcamos. 

Mientras que el inglés iba recibiendo tan solo arena que cubría su cuerpo, nadie pudo cerrar sus ojos y se decidió enterrarlo así con la mirada fija en sus sepultureros quien uno de ellos era yo.


Al salir de esa playa llamada Curayacu, dos cruces nos despiden señalando el lugar donde fueron enterrados uno al lado del otro, víctima y verdugo permanecieron en ese lugar. Al término de la campaña a Lima y con una victoria para nosotros, decido regresar a la ensenada y veo una sola cruz que señalaba el nombre de Rodrigo Mendoza, ‘el Charqui’, mientras que una caja vacía sobresale de la arena, los fluidos de un cadáver aún se divisaban en la caja, el cuerpo del inglés no estaba, la muerte al parecer no quería llevárselo, solo el infierno podía acogerlo, lo que nadie sabía era que el infierno estaba en esta guerra que apenas estaba empezando…. 


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

  
Preguntas para el sorteo del mes naval:

Responde estas dos preguntas en el posteo de Facebook de "Crónicas: El otro lado de la espada" sobre este relato y llévate un libro que el INEHPA está sorteando.

¿Cómo se apodaba el amigo del protagonista que fue asesinado?

¿En qué fecha desembarca el ejército chileno a Curayacu?