martes, 26 de enero de 2016

El último cartucho del pequeño Bolognesi 

Era médico y en mis tantos años de carrera nunca había sido testigo de una agonía tan nostálgica, como la que sufrió este jovencito de apenas diecisiete años. Me apuraron pues a la casa de un señor, cuyo hermano había sido nombrado como el Titán del Morro. Mariano Bolognesi me recibió atento pero devastado.

Buenas tardes señor, dígnese usted a pasar, me dijo, mientras me conducía al cuarto del muchacho. Este es mi sobrino, Augusto y ha sido herido en la batalla de San Juan. Tres proyectiles de ametralladoras le han herido el pecho y un fragmento de bomba le ha destrozado la tibia, continuó.

Mariano no sabía bien cómo explicar la situación, su voz se entrecortaba y las lágrimas que ya bañaban su rostro lo ahogaban en un profundo vacío. ¡Ayúdelo!, me suplicaba, vi morir a su hermano Enrique hace algunos días. ¡A él no lo dejes morir, no me lo quites por favor!, su llanto era desgarrador.

Augusto Bolognesi Medrano
Había oído hablar de Francisco Bolognesi, pero nunca de sus hijos, según me contaba la familia, la lucha de Enrique y Augusto era tan ferviente, que todos los que pudieron verlos en los campos de batalla querían seguirlos hasta al final. No era para menos, eran Bolognesi y ese apellido era un peso tan grande que únicamente ellos podían cargar.

Haré lo que esté en mis manos don Mariano, le dije, mientras algunos de mis colegas examinaban al jovencito cuidadosamente. Observé al detalle las terribles heridas que había recibido Augusto y cuando le secaba el sudor de la frente le dije: ¡Estarás bien!

Augusto me deja ver una pequeña sonrisa y mueve lentamente su cabeza como sabiendo la verdad de su suerte. Nunca supe si se enteró que su hermano había muerto algunos días atrás, tal vez no pudo, la fiebre aumentaba y algunos delirios se le podían escuchar: "¡Carguen! ¡Fuego! ¡A la bayoneta!".

No había nada por hacer, le dije a don Mariano y mientras los demás doctores se retiraban impotentes, decidí quedarme un rato más, tal vez podría presenciar un milagro y Augusto presente mejoría. Pasaron algunos días y la esperanza me iba abandonando, su rostro palidecía y la muerte rondaba cerca de su lecho. El pequeño defensor se muere y yo únicamente podía mirar.

El 26 de enero de 1881 Augusto hace gala de su última acción de coraje, pues un Bolognesi era y como un Bolognesi debía morir. El muchacho en su agonía intenta levantarse, quién sabe qué quería o qué buscaba, pero su mirada estaba fija en una sola cosa: un sable.

Quería pensar que el joven Augusto deseaba seguir resistiendo, no sé si sabía que el ejército chileno ya estaba en el centro de Lima, pero sí sabía que si la capital lo escuchaba rugir, todos volveríamos a lucha. Como médico no podía permitir que se levante pero como peruano quería alentarlo.

¡Vamos Bolognesi!, le grité, el Titán del Morro quiere que resistas un poco más. Demuéstrame que eres peruano y toma el sable, el Perú te necesita y yo también.

Augusto cae de la cama y la resignación hace entristecer mi corazón. No puede más, pensé, el pequeño hizo suficiente y engrandeció más su apellido. Cuando quise ayudarlo y llevarlo de vuelta a la cama, Augusto se impulsa y toma el sable desde el suelo, el rugido que tanto le pedí en silencio, hizo estremecer Lima, dejando en claro al enemigo que había un Bolognesi más que seguía en pie de guerra.

Su rugido fue largo y conmovedor, las lágrimas de un pequeño guerrero a punto de morir quiebran hasta el más duro acero. Ni siquiera Mariano Bolognesi fue testigo de tanto arrojo, solamente yo puedo dar fe de tanta determinación, pues sabía que antes de certificar su muerte podía certificar su valentía, un coraje que únicamente un Bolognesi podía tener.

La fiebre le quiebra la voluntad y las medicinas no podían hacer nada más, las oraciones se podían oír afuera de su habitación. Todos deseaban su mejoría, pero sería yo el villano que destruiría esa fe.

Comuniqué la gravedad del asunto y únicamente podía agachar la cabeza. Familiares y amigos entran a despedirse del pequeño defensor, mi trabajo por más insignificante que fue, estaba hecho. Prometí regresar a despedirme de Augusto pero por ahora debía marcharme.    

Dejo la habitación con sentimientos encontrados, pues ni mis años de médico pudieron crear una cura para la desazón. ¿Cabe el perdón en esta guerra?, por ahora no podré responder, prefiero dejarle esta pregunta a las incontables generaciones por venir.

Era 27 de enero de 1881 y decidí visitar al pequeño Bolognesi, tal vez una diminuta luz alumbre su destino. Al intentar pasar a su habitación don Mariano me detiene y mientras que en el cuarto se escuchaban lamentos, me dice con profundo abatimiento: Mi pequeño defensor quemó ya su último cartucho…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Bolognesi y sus hijos, familia de héroes" de Ismael Portal (Colección bibliográfica del INEHPA)




sábado, 23 de enero de 2016

Un soldado llamado Enrique

Recuerdo muy bien el miedo que sentía, ni siquiera había visto al enemigo y el pánico de morir pasado a la bayoneta era mi peor pesadilla, tal vez recibir un balazo podría ser la muerte más misericordiosa, pero esa terrible hoja filosa es capaz de perforar mis sueños y arrancármelos sin compasión.

No había combatido y ya estaba muy cansado, el calor del desierto me quema las ideas, la opción de rendirme siempre estuvo latente. Solamente escuché a dos hermanos hablar de vencer o morir, todos callados, el silencio y el miedo capturaban la razón de muchos. ¿Me estaré volviendo loco?

Se escuchan arengas a lo lejos, las líneas de San Juan han decidido que aquí será la batalla. El ejército chileno es enorme, estábamos uno al lado de otro y únicamente dos jóvenes hermanos levantan sus rostros al cielo, mientras cierran los ojos al unísono he inflan el pecho, una pequeña sonrisa se le puede ver al mayor de ellos. ¡Padre, llegó la hora!, se le escucha decir.

Capitán de artillería, Enrique Bolognesi
No pude aguantar más, cuando quise poner una bala en el fusil la mano me tiembla y la munición se me cae, los soldados chilenos se forman y hacen levantar el polvo del arenal con sus pisadas. ¡No quiero morir!, grité desesperadamente. De pronto, ese mismo sentimiento era compartido por uno de mis compañeros, quien ya estaba a punto de emprender la huida, sin embargo, uno de los hermanos quien era oficial de artillería se lo impide.

Pero, ¿no estás viendo Enrique?, le dijo el muchacho, ¡no tenemos armas, ni buques, ni dinero, ni nada! Fue en ese momento que el joven oficial de veintiún años hizo valer su linaje y sacando el mejor valor de un país replicó en el acto: “Entonces lárgate a la China y hazte macaco, pero eres peruano y tienes que servir a tu patria, aunque se venga el mundo a bajo. Y si contigo me ponen en filas ya sabes que por delante vas a pelear a mi lado”.

Cuando creí haber escuchado la mejor respuesta de valor y entusiasmo, el hermano menor de apenas diecisiete años quien había oído todo este incidente replicó: ¡Cómo no hemos de perder, si antes de principiar la lucha estamos pensando en la derrota!

Enrique recoge mi fusil del suelo y me lo entrega con una notable firmeza. ¡La va a necesitar peruano!, me dijo. Fue en ese preciso momento que el miedo se disipó, a pesar de que llovían las balas ni una me tocaba, tales palabras me provocaron tanto fervor que opté pelear al lado del joven llamado Enrique. Si debía morir estaba decidido morir a su lado.

No conocía su apellido, pero no me preocupa, sabía que estaríamos vivos para preguntárselo después. El menor de los hermanos es herido y es sacado inmediatamente del campo de batalla, Augusto se llama y todo el Perú lo conocía como 'El Pequeño Defensor'.       

Nos replegamos en Miraflores en donde opusimos una segunda resistencia, tenía el uniforme roto pero ni un disparo pudo apagar el entusiasmo que me provocó Enrique, quien con una herida de bala en la cabeza continuó con su lucha. Nunca pensé que esta muestra de amor a la patria contagiaría a muchos de los nuestros, escuchar sus arengas era conmovedor. Todos los civiles que lo escuchaban querían pelear a su lado, todos sabían quién era, civiles y soldados, todos menos yo.

Para mí era únicamente Enrique, un joven capaz de transformar al nacido en Perú en peruano de verdad. Quién lo diría, estaba en una guerra pero nada me hacía más feliz que verlo pelear por sus sueños. El cansancio se le notaba, la herida en la cabeza le sangraba, sin embargo, no profirió queja alguna. De pronto, el sueño se apaga, el joven capitán es herido nuevamente y cae para no levantarse. La ayuda le llega rápido, Miraflores no podía ser su sepultura, no lo íbamos a permitir, Enrique aquí no va a morir, me dije.

El 13 de enero San Juan cayó, el 15 Miraflores cayó también, pero nada me dolió más que ver la agonía de este valiente muchacho. Enrique fue trasladado a casa de su tío Mariano, en donde ya se encontraba el pequeño Augusto quien también se encontraba grave.

Dicen que el 17 de enero de 1881 cuando el ejército sureño llegó marchando por el Jirón de la Unión, Enrique escuchó las trompetas chilenas y preguntó si era el enemigo que ya había entrado al centro de Lima. ¡No!, son músicos peruanos que han llegado de la sierra, le responden.

Enrique sabía que lo engañaban y un tanto enojado responde: "¡No es cierto! Esa música infame la conozco, la he oído en Tacna…" Mariano quien era el tío de Enrique me hace pasar a verlo, y mientras sujetaba su mano entendí que el sueño no se había destruido, solamente se había dormido y cuando Enrique dejó de abrazarme, Mariano entre lágrimas toma mi hombro y me susurra al oído: "Fue más valiente que su padre".

Al cerrar la puerta de su habitación y viendo como todos se despedían del valiente joven, decidí recordar siempre este 23 de enero de 1881 como Enrique Bolognesi Medrano, el hijo del Titán del Morro.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: “Bolognesi y sus hijos. Familia de Héroes” de Ismael Portal (Colección del INEHPA) 


domingo, 17 de enero de 2016

La 'Estrella Solitaria' que gobernó Lima


Ya nada se podía hacer, cualquier intento de rebeldía es inútil, suicida por decirlo así. La cantidad de muertos esparcidos en Miraflores era indescriptible, el Reducto Nº 2 era el más aterrador, algunos de los cuerpos estaban incompletos, ni siquiera se podía reconocer el rostro en algunos. No puedo seguir recordando esto, me falta el aire...

Cada lugar era una escena de terror, tenía que regresar a Lima y ocultarme, mi futuro como defensor de la capital es incierto. Tal vez nuestro alcalde, Rufino Torrico tenga un plan que nos permita contraatacar, si los que quedamos vivos nos replegamos en el corazón de Lima es posible que se logre algo. Una cuarta resistencia, luego de la Rinconada, San Juan y Miraflores, puede ser viable.

Solamente tengo un corvo en mi mano, que no es más que un cuchillo en forma de hoz que pude arrebatárselo a un chileno, es un arma simple pero brutal. Un certero corte en el cuello y el desangramiento es inmediato. Es posible que cuando llegue a Lima me proporcionen un fusil.

Tenía que salir de Miraflores con cuidado, si era avistado por el enemigo podía pagarlo caro. Tendré que arrastrarme entre los muertos y moribundos. Una cuadrilla chilena, rescataba a sus heridos y repasaba a los nuestros. No justifico el repaso, pero en algunos casos era necesario por parte de los dos bandos, muchos heridos fingen rendirse para luego disparar a quema ropa y por la retaguardia.

Así de cruda y real fue la guerra pero había que continuar. Muchos de los nuestros con heridas de diferentes tamaños y formas tratan de regresar a Lima,para ver a sus familias, algunos lo logran, otros caen en el camino y no se levantan más. El impacto emocional era tanto en mí que no podía escuchar sus suplicas o pedidos de auxilio. Solamente caminaba con la vista perdida pero el rumbo fijo, únicamente los pies me obedecían, sabía bien que si me recostaba a descansar mi historia se acababa, quiera o no, debía continuar.

Llegue a Lima a duras penas y la escena que se viví aquí era otra. Algunos de nuestros soldados se ensañaban con los inmigrantes chinos por haber ayudado al enemigo y les robaban sus mercaderías. No lo niego, estaba feliz de presenciar estos desmanes, ¡se lo merecen!, quería gritarles pero no era correcto. La mayoría de chinos eran esclavos y maltratados salvajemente por hacendados peruanos. ¿Qué harías tú, si te maltratan brutalmente en el país donde trabajas sin cesar y viene un ejército extranjero y te promete libertad?

Rufino Torrico, alcalde de Lima
Mientras caminaba por la calle Mercaderes hoy Jirón de la Unión, me topo con un espectáculo impensado, para no creer. Vecinos de la ciudad sacan banderas de otros países y las cuelgan en sus fachadas para no sufrir saqueos, violaciones y quién sabe Dios qué otras cosas más, desesperación se ve en las familias. Algunos corren con hijos, ancianos y todo lo que pudieran cargar a iglesias, otros acuden a los barcos extranjeros que están siendo testigos del desenvolvimiento de la guerra.

!Cobardes, traidores!, les gritaba. ¡Sus hijos, esposos y hasta nietos han muerto por ustedes en los reductos! ¡Huyen despavoridos, ustedes no son peruanos!, les insistía con lágrimas en los ojos. Solamente buscaban salvar sus vidas, pero en eso momento yo no entendía y los insultaba.

La capital casi estaba vacía, no sabía nada del presidente Nicolás de Piérola, algunos dicen que se acobardó, otros que escapó a la sierra. Rufino Torrico estaba a cargo de todo, el decidirá si continuamos resistiendo o Lima se rinde.

La madrugada del 17 de enero de 1881 fue espantosa, dormí en la calle, quería ser el primero en recibir noticias para luego enrolarme nuevamente y resistir. Lamentablemente eso nunca sucedió, el alcalde Torrico va a desarmar lo que queda de nuestro golpeado ejército. Envió una misiva al general en jefe del ejército chileno Manuel Baquedano, indicando que marche pacíficamente para Lima, ya que los excesos por parte los nos nuestros aumentan y debe haber un orden.

Jamás pensé enterarme de esta lamentable noticia, por órdenes superiores se nos convocó a deponer y entregar las armas. Con una impotencia inimaginable tuve que entregar el corvo. Era ya 17 de enero y ese día fue devastador, Chile entra marchando por la calle Mercaderes sin aspaviento alguno, la ciudad era un cementerio, casas y comercios cerrados, ni una ventana abierta. Fui testigo del izamiento de la bandera extranjera en Palacio de Gobierno, observar ese momento era el inicio del fin, Lima se rinde y no había nada que se pudiera hacer.

¿Dónde está Cáceres?, los chilenos lo buscan, significa que no ha muerto, pero es posible que lo esté, estoy seguro que él no hubiera dejado que los extranjeros marchen impunes por el centro de Lima, ¡él no!, por lo que vi tal vez todos sí pero ¡él no!

Tendré que esperar una señal, mientras tanto, tendré que aprender a convivir con bandera de la 'Estrella Solitaria', quiera o no admitirlo ellos han vencido y ya todo está perdido. Recuerdos tristes pasaban por mi cabeza, congoja que no me dejó pensar que tal vez Lima haya caído pero la sierra me dirá que la verdadera resistencia recién comienza...


viernes, 15 de enero de 2016

Narciso de La Colina y el adiós al Niño Héroe 

¿Recuerdan al pequeñín de nombre Manuel Bonilla, a quien pillé descansando en el Reducto Nº 2 con su fusil en mano?, pues bien, luego de los caramelos que le invité, partió para su puesto ubicado en el Reducto Nº 3 y ahí se le nombró encargado de repartir las municiones. Ese reducto estaba a cargo de un abogado, el digno señor Narciso de la Colina, admirado y respetado por todos los quien tuvimos el honor de conocerlo. Este notable caballero tenía una fortuna invaluable, pudo sostenerse muy bien por sus propios medios y sacar a su familia de Lima cuando la guerra nos golpeó, sin embargó optó por quedarse, nunca lo vi portando un arma pero estuvo aquí en Miraflores a impedir el avance del ejército invasor. Si tuvo algún error en el pasado su amor y desprendimiento por esta tierra lo ha redimido con creces.

Tanto aprecio tenía por este humilde millonario y por el pequeñín Bonilla, que pedí a mi comandante, el también abogado y oficial a cargo del Reducto Nº 2, Ramón Ribeyro que me transfiera para morir con ellos si es necesario. Con una sonrisa y un fuerte apretón de manos me permitió partir, no sin antes gritarme desde lo lejos: ¡Ni se te ocurra morir, porque nadie te enterrará por feo!

Entre risas me alejé y me puse a disposición de Narciso de la Colina, quien gustoso me dio la bienvenida y me ofreció un lugar su lado, mientras el pequeño Manuelito como le decía cuando lo conocí, me repartía municiones.

Jamás vi tantos civiles de profesiones diferentes juntos: abogados, médicos, artesanos, ingenieros, alumnos y profesores de San Marcos, bomberos, vecinos de Miraflores y hasta carniceros, cada uno con una historia diferente pero con el mismo fervor y entusiasmo. Todos unidos compartiendo un mismo ideal, simplemente maravilloso. Ganemos o perdamos, estoy seguro que si hay una batalla aquí seremos recordados con valor y dignidad.

Narciso de la Colina, jefe del Batallón N. 6
Era 15 de enero de 1881, ¡sí!, mi estimado lector, un día como hoy, cuando la batalla se desata. Tres reductos de los diez que hicimos solamente entran en combate, ya se imaginará el caos y la terrible situación en la que nos encontrábamos. Balas y granadas llovían por todas partes, no había un lugar seguro, únicamente poner pecho a tierra era la única posición en la que se podía estar momentáneamente a salvo y tomar un respiro. Levantar la cabeza era sentencia de muerte, fuego de metralla podía partirte el cráneo sin darte cuenta.

El polvo que se levantaba producto del estallido de las granadas era aterrador, cubría todos los flancos y era imposible apuntar, el enemigo podía estar en todas partes y tenía que disparar a ciegas. Producto de la polvareda algunos de los nuestros se disparaban entre si.

Fue ahí cuando Narciso de la Colina subido a lo más alto de nuestra trinchera para arengar a los nuestros, acto que le costó la vida. Al estar en lo alto era blanco fácil, él lo sabía pero era la única manera de ser visto de pie y presentando batalla. En ese momento mi travieso Manuelito hace lo impensado, corre hacia el cuerpo inerte del comandante y toma su fusil para continuar con la lucha.

Fui tras él para impedir que avance pero no pude, una bala me impacta en la pierna haciéndome perder el equilibrio y otra me atraviesa el abdomen, arrodillado y abatido pude observar como el niño Bonilla cae herido, intentó levantarse y alzando la mano como pidiéndome ayuda es alcanzado por una granada, haciéndolo volar en pedazos.

La onda expansiva fue de tal magnitud que sentí como se me reventaban los tímpanos. La sangre iba bañando mi cuerpo y mientras me recostaba para morir, recordé esa linda plática que tuve con este valiente niño de trece años. Nació en el Callao en 1868 y era estudiante del colegio Guadalupe, recuerdo cuando me contaba que tuvo que insistir para que lo dejaran participar en la defensa de Lima. Me dijo que se contagió de muchos alumnos y profesores que hartos de la guerra decidieron oponérsele y resistir en Miraflores, formando el Ejército de Reserva.

La vida se alejaba de mí pero ya no sentía dolor, mientras cerraba los ojos creí ver al niño héroe esperándome a lo lejos y mostrándome aunque se por un momento un Perú mejor.


Agradecimiento: Museo de sitio Andrés Avelino Cáceres

Miraflores, historia de una bandera  

Recuerdo aún el humo que salía de Chorrillos y Barranco envolviendo los reductos. Nadie sabe cuándo se desataría el infierno, pues el momento de la verdad llegó y solamente había que saber quién haría el primer disparo.

El olor a madera quemada y metal fundido que venía de Chorrillos y Barranco, llegaba a Miraflores en donde habíamos construido nuestra trinchera. Hicimos diez reductos, que iban desde una quebrada (Larcomar) hasta el distrito de Ate. No importaba las campañas anteriores, el Huáscar regresó al Perú con bandera chilena, el viejo Bolognesi y sus titanes del morro no vendrán para salvarnos. Ahora somos los civiles quienes defenderemos la honra de la patria. Suena glorioso pero no lo es, todos tenemos miedo, jamás habíamos matado, nunca respiré tanta muerte.

Era 15 de enero de 1881 y me izaron en el Reducto número 2, ubicado junto a la línea del ferrocarril entre Lima y Chorrillos, que estaba a cargo del notable abogado Ramón Ribeyro. Flameaba con el nombre de Batallón número 4 y a pesar de saber que San Juan y Chorrillos habían caído, no podía evitar que el viento desplegara mis hermosos colores.

Mi trinchera está defendida por abogados de  Lima, quienes llegaron de los juzgados a oponer resistencia. A lo lejos podía divisar el Reducto número 1, en donde se encontraba el batallón 2, compuesto por sencillos comerciantes al mando del Coronel Manuel Lecca, entre sus defensores podía ver a un joven Augusto B. Leguía, quien con entusiasmo animaba a sus compañeros.

El viento me lleva a ver al Reducto número 3, donde se encontraba el Batallón 6, al mando del también abogado y un dignísimo esposo Narciso de la Colina. Observar ahí al niño héroe Manuel Bonilla repartiendo municiones y limpiando fusiles, me hace creer que aunque se respire la muerte el olor es de orgullo.
Tropas de línea al mando de Justo Pastor Dávila se forman entre nuestros bastiones. Es increíble, el valiente capitán de Navío Juan Fanning, quien estuvo a cargo de repeler el bloqueo al puerto del Callao, ha venido hasta aquí formando su batallón Guarnición de Marina.

Fui bordada rápida e improvisadamente y no tenía mucho tiempo de estar en lo más alto. Nunca había visto el cielo tan azul como ese día, tenía pocas horas de vida, sin embargo en el Reducto 2 ya era muy querida.

De las diez fortalezas que hicimos únicamente tres verán la batalla de cerca y el Coronel Andrés Avelino Cáceres será quien nos guíe a la resistencia. ¡Dios mío!, puedo ver al ejército chileno avanzar, están tan cerca que podemos oír su marcha, sus arengas son estremecedoras y sus cánticos retumban los lugares por donde pasan.

Cuando el viento deja de soplar sobre mi tela, caigo a descansar por un instante al palo de madera en el que fui izada y note al valiente Enrique Bolognesi que me observaba, en su rostro se podía ver nostalgia y tristeza. Recuerdo verlo con la cabeza vendada y aún sangrante, no estuvo mucho tiempo pues este no era su lugar y debía marcharse. ¡Gracias!, le dije en silencio, mientras se retiraba cojeando.

Bandera original que flameó en el Reducto 2 
Nuestro comandante Ramón Ribeyro nos alienta con coraje, era la hora de la verdad, el primer disparo se escucha a lo lejos, nadie sabe quién lo hizo pero fue suficiente para arrastrarnos a la batalla. Jamás podía presagiar que este reducto ubicado en lo que es ahora la avenida Benavides, sería el más sangriento de todos.

La gesta se prolongó hasta casi caer la noche y era impensado creer que podíamos resistir tanto tiempo siendo tan solamente civiles. ¡Increíble!, Dios está de nuestro lado, estamos ganando, los regimientos al mando de Cáceres están dominando el terreno. ¡Hay que ayudarlos! quería gritar, el viento me lleva nuevamente a mostrar mis brillos como diciéndome que podemos ganar. De pronto, Dios se descuida y voltea a mirar a otro lado, la tragedia comienza a hacerse presente: nadie refuerza las líneas del Taita y mientras él gritaba a los nuestros a seguirlo, fuego de metralla le perfora la pierna y lo hace caer.

Sus gritos de dolor eran desgarradores, ¡ayúdenlo por favor!, quería gritar. No podía seguir viendo tal horrible escena, el viento cambia de rumbo y me obliga a ver lo que pasa en mi reducto. La sangre no dejaba de correr aquí, uno a uno mis defensores fueron cayendo, algunas balas impactaban en mi soporte, era cuestión de tiempo para que yo también caiga. Lo admito, envidio a los que yacen muertos porque su historia terminó, pero la mía aunque caiga seguirá, por un trofeo me tomarán prisionera, mis colores perderán su brillo y seré exhibida seguramente en tierras extranjeras.

Narciso de la Colina cae en su Reducto 3 y mi niño héroe Manuel Bonilla es aniquilado por quererlo ayudar, las siete trincheras restantes que no participaron en la batalla eran flanqueadas por la espalda. Cuando Dios vuelve la mirada hacia nosotros ya era tarde, Chile avanza y lo hace a paso cada vez más demoledor.

Mi jefe a cargo Ramón Ribeyro es herido, mi impresión ya era tanta que no podía atinar a nada, tan sólo esperar el golpe decisivo que me baje de lo alto de mi soporte. Muchos muertos y heridos, imposible contarlos. La batalla continuaba en algunos rincones pero ya nada se podía hacer.

Los invasores comienzan a rematar a mis soldados y yo solamente podía mirar. De pronto, rápidamente se me baja del palo de madera, y mientras descendía podía ver la cara de terror en los cadáveres, el enemigo me encontró y ahora estoy en su merced pensaba. Al llegar a tierra un soldado me sostiene delicadamente y me guarda entre su ropa, yo estaba maltratada por las balas que llovían, pero estaba viva. Un defensor peruano me había rescatado y me cubre con su sangre, jamás me sentí tan protegida como ese día en que lo perdimos todo. No estuve presente en todas las batallas pero sabía que esta era la más cruel de todas.

 ¡Estás a salvo!, me dijo el soldado con una pequeña sonrisa y mientras se limpiaba las heridas del rostro, nos marchamos lejos de lo que sería la batalla más trágica y pura de todas, nos alejamos de la batalla de Miraflores...  


Agradecimiento: Parque Reducto de Miraflores y museo de sitio Andrés Avelino Cáceres


jueves, 14 de enero de 2016

Chorrillos: el distrito que ardió con el fuego de la esperanza

El fuego era tan intenso que el 13 de enero luego de la batalla de San Juan, la noche se había convertido en un espectáculo aterrador. Lenguas incandescentes se divisaban a lo lejos y eran tanto su destello que iluminaba por completo el distrito. Llantos y gritos se confundían en una sola súplica, ¡auxilio!

Los reductos de Miraflores estaban muy lejos y no podían prestarnos ayuda, ¡los odio!, mi familia muere y ellos son testigos privilegiados de saqueos, violaciones e incendios. Era tanta mi desesperación, que mi ira recaía en mis compatriotas, atrincherados en la segunda línea de defensa. Todos corrían de un lado a otro, las mujeres eran repartidas entre los soldados chilenos mientras que ancianos eran pasados por cuchillo.

Los escombros se hacían tan espesos que era imposible pasar sobre ellos, casas hacienda que adornaban el bello balneario eran recuerdos de la clase y linaje limeño. Las paredes iban cayendo una por una y yo seguía sin encontrar a mi esposa e hijos. Los busqué sin cesar, mientras los soldados chilenos reclamaban como suya cualquier cosa que les sea valiosa.

No sabía a quienes preguntar por mi familia, todos mis vecinos corrían o lloraban pero nadie estaba quieto. No podíamos resistir, la única palabra que pude escuchar tan claramente entre tantos lamentos fue ¡misericordia!

Los gritos desgarradores me hacían presagiar lo peor, mi casa estaba destruida, mi familia no estaba. Buscando entre los pedazos de madera y algunos restos de metal pude ver a mi esposa muerta, su vestido estaba roto, como rasgado, su rostro inerte reflejaba pavor, mientras  sus manos sostenían un escapulario.

¡Miserables!, grite en silencio. Sabía muy bien que si me oían podían ensañarse conmigo, jamás había llorado tanto pero tenía que reponerme, mis hijos me necesitaban y tenía que ir por ellos. Únicamente me quedaba orar para que estuvieran ocultos y a salvo. No pude enterrar a mi esposa, tenía que esconderme pues era blanco fácil, mi uniforme de soldado me delataba y tenía que ser precavido. ¡Hasta siempre mi amor!, es lo único que le pude decir y con un beso tuve que marcharme en busca de mis hijos.

No tenía pistola o un fusil, solamente la punta de una bayoneta era mi línea de vida. No podía gritar el nombre de mis hijos por temor a ser escuchado, tenía que pasar entre los restos de Chorrillos y por encima de algunos cadáveres escondiéndome a cada paso que daba.

Chorrillos después del incendio (Archivo Courret)
La noche se iba aclarando, nunca supe cuánto tiempo estuve en la búsqueda de mis pequeños, solamente peinaba la zona por la que intuía podían estar. Era la mañana del 14 de enero de 1881 y aunque era de día aún se podía ver el fuego abrazando a los chorrillanos. ¿Dónde están?, me preguntaba desesperadamente. Era tanta mi angustia que no me había percatado que estaba herido y sangraba profusamente por un costado del abdomen.

No tenía fuerzas y por ratos sentía que la vida me abandonaba, mis lágrimas se habían secado y la resignación de haberlo perdido todo estaba latente. Mi batallón aniquilado, mi casa destruida, mi esposa muerta y mis dos hijos perdidos. Mi incertidumbre era tal que no sabía si culpar a Chile por atacar o al Perú por no defender. Regresé al lado de mi esposa, quien yacía entre los escombros y me tiré al suelo justo al lado de ella, tomé su mano y esperé a que la muerte se apiade de mí y me lleve cuanto antes.

En ese momento sucedió lo impensado, ¡levántate!, me dijeron, ¡tenemos que resistir en Miraflores! Era uno de mis hijos, que portando una hermosa bandera del Perú me arengó hasta ponerme de pie. Mientras lo abrazaba noté que mi otro hijo me esperaba escondido en un rincón.

La vida me había dado una segunda oportunidad, no lo niego, quise huir lejos de Chorrillos, Barranco o Miraflores, pero mi hijo mayor me traía una gran sorpresa, Enrique Bolognesi Medrano lo acompañaba, no dijo ninguna palabra pero su mirada me hizo pensar que la defensa aún no termina y así como él y su padre, mis hijos y yo debemos quemar también el último cartucho…


miércoles, 13 de enero de 2016

Julio César Escobar, el niño que se convirtió en árbol

Fui testigo mudo y tuve que observar a la fuerza una terrible ejecución. Presencié por algunos días momentos importantes de su vida y gocé con cada entusiasmo que este angelito demostraba en defensa de mi tierra. Lo veía subir y bajar a cada instante por mis ramas más fuertes y no temía a mi gran altura. Albergaba yo a pájaros, roedores e insectos pero jamás había compartido tan dulces momentos con un niño.

Él no era un chiquillo común, era soldado y servía a mi tierra perteneciendo a un grupo de vigías que debían anunciar la llegada del enemigo en caso era avistado. Yo tenía más de 300 años y nunca antes un niño me demostraba tal cariño por su patria, San Juan sería escenario de una cruenta guerra, pero donde muchos veían a la muerte aproximarse yo veía paz y una tranquilidad que solamente este pequeñín podía darme.

Casi nunca intercambiábamos palabra alguna, sin embargo en sus ratos libres y mientras él me quitaba las hojas secas, me contaba que trabajaba como repartidor de periódicos y que algún día quería ser útil al Perú. Por más que deseaba, jamás pude decirle una palabra de aliento o un consuelo en sus momentos de agonía, lo menos que podía hacer era darle sombra, protegerlo del arenal y del tan despiadado sol.

Fueron pocos días pero disfruté cada minuto que pasaba con él y mientras trepaba rogaba que no se resbalara porque no sería capaz de atraparlo. ¡Ten cuidado!, quería decirle cuando ascendía por mi tronco o ¡gracias por tu amistad!, cuando me regalaba una poca de agua. Pensé que era tan solo un pino pero con él soñaba que era algo más y que a pesar de que no podía moverme podía sentirme vivo. A su lado aprendí a respirar no solamente aire sino libertad, dicha, felicidad.

Pino en el que Julio César Escobar servía como vigía
Quería saber su nombre pero no sabía preguntar, quería abrazarlo pero nunca aprendí cómo hacerlo, simplemente me dediqué a ser feliz con él, sin presagiar lo que ocurriría después. Recuerdo permanecer firme en la hacienda San Juan Grande que servía como refugio a soldados de mi coronel Andrés Avelino Cáceres, conocer sus pesares y júbilos me hacían creer que era parte de ellos, no podía portar un arma pero estaba lleno de patriotismo como todos.

Esa calma y tranquilad se rompe el 13 de enero de 1881, sabía que estábamos en una riña pero ignoraba quién era el enemigo. Escuché a los soldados renegar de su destino y culpar a un tal Chile de la hecatombe, espero que nuestros defensores y Chile o como se llame ese digno señor dejen sus diferencias y algún día regresen como hermanos a retozar bajo mi sombra.

Logro divisar fuego en Chorrillos, muchos de mis defensores buscan asilo en la hacienda, el conflicto todavía no llegaba aquí pero era cuestión de horas para que se desate la tragedia en este lugar, que por ahora era seguro. Mi pequeño amigo toma su puesto en lo más alto de mi follaje y se mantiene firme como esperando el momento decisivo. ¡Corre!, quería decirle, este lugar no estará a salvo por mucho tiempo, la incertidumbre se aproxima y no hay nada que yo pueda hacer para protegerle.

¡Enemigo a la vista!, grita el pequeñín con voz firme. Era cierto, seres humanos iguales a nuestros defensores llegaban produciendo un ruido ensordecedor que venía de una especie de rama puntiaguda. Lo único que los diferenciaba de los nuestros era una bandera de colores azul, rojo y blanco. Quién de todos ellos será el señor Chile, quería preguntarle a mi amiguito, tal vez si me ve y observe el árbol majestuoso en el que me he convertido quiera soltar esas ramas que portan sus soldados y que causan tanto ruido, a tal punto que su sonido hace dormir a muchos de mis defensores.  

Trataba de comprender los hechos, en ese tiempo jamás conocía la muerte, ni mucho menos oído hablar de ella. Para mí tenía otro significado, era un sereno descanso por el que todos íbamos a pasar algún día. El miedo era simplemente para mí una respiración agitada y cúmulo de sensaciones, pero mi valiente amigo lo sentía de otra manera, su rostro reflejaba desesperación y pánico.

Los extranjeros rodearon la hacienda y prendían fuego a cada cosa que se les atravesaba. Recuerdo que trataba de esconder a mi angelito entre mis ramas pero fue en vano, los forasteros lo divisaron y lo bajaron a la fuerza. Yo no entendía que delito había cometido o qué pudo haber hecho para que el pequeño sea tratado de esa manera.

Trataba de preguntar pero una vez más no sabía cómo, las palabras por más que las sentía no las podía pronunciar. Arrimaron a mi pequeño amigo a mi lado y mientras me miraba con la inocencia propia de su edad fue ultimado. No podía llorar porque tampoco sabía cómo, solamente observé como la vida abandonaba al niño que me trató como un amigo y no como un simple pino.

Desde aquel 13 enero mi vida no fue la misma, vi pasar generaciones pero ninguno de los que pasaron me hicieron sentir como un amigo. Tal vez siempre fui un árbol y como un árbol debía morir. Caí en el 2001 y morí en la más triste soledad, tuve que secarme para entender que la soledad no es la que mata sino el olvido.      

No fui muy listo porque nunca aprendí hablar pero conocí a un pequeñín que se convirtió en parte de mí y si las personas no lo recuerdan yo lo recordaré como Julio César Escobar, el niño de trece años que se convirtió en un bello y hermoso árbol cuyas raíces continúan en mí.




Un holocausto llamado San Juan

Fueron las horas más nefastas que vi en lo que va de la guerra, la desorganización, improvisación y falta de estrategia militar fueron las causas fundamentales de tremenda tragedia. Ver  la desazón e impotencia del coronel Andrés Avelino Cáceres al saber que el presidente Nicolás de Piérola hizo caso omiso a sus advertencias de que el ejército chileno vendría por el sur, me pareció desconcertante.

Tenía muchos deseos de defender Lima y no dejar que Chile diera un paso más pero no sabía cómo. La desorganización fue de tal magnitud que Luego de que Piérola mandará a construir reductos en Ancón intuyendo que en ese lugar sería el ataque, colocó una débil línea de defensa en San Juan y Chorrillos.

Ver a diversos batallones de todos los rincones del Perú llegando para defender la capital era sencillamente emotivo, con los pies semideslcazos marchaban por el arenal con cánticos oriundos de sus tierras y una impecable bandera blaquirroja con el nombre de su regimiento. Ser testigo de tanto fervor y entusiasmo me hacían creer que ¡sí! podemos resistir.

Los hijos del Perú están aquí y no escatimarán su valor en representación de la patria y mancharán de ser necesario sus uniformes blancos con algo más que sangre. No habrá suelo por donde pueda pisar cómodo el enemigo, porque estará regado de cuerpos peruanos que ya vencidos les dificultarán el paso.

A cada uno de nuestros soldados les repartieron rifles de distintos modelos, jamás había visto tantas marcas de fusiles juntas: Chassepot, Peabody, Minié y carabinas Remington, todas de diferente calibre. Me pregunto si esta variedad  dificultará el reparto de municiones a la hora de la batalla.

Conformamos una línea extensa de defensa que iba desde los cerros de Pamplona hasta el Morro Solar. Tan solamente un peruano al lado de otro tenía que soportar el peso de lo que iba ser una de las batallas más sangrientas de esta guerra.

Eran ya las tres de la madrugada del 13 de enero de 1881 y el Taita Cáceres ordenó rancho, una hora más tarde mi pregunta a Dios de cuándo se desatará el infierno fue respondida. El comandante de la primera división enemiga a cargo de Patricio Lynch choca con las fuerzas de mi Taita.

No hacía mucho que había empezado la contienda y el clima no era alentador, poco a poco Chile carga con profundidad sobre los nuestros. Recuerdo mi respiración agitada y las órdenes que me habían dado de usar correctamente la bayoneta. ¡Ataca el abdomen!, no dejaba de repetir, puesto que si me centraba en el pecho del enemigo la cuchilla se podía trabar entre sus costillas y podía tener aún la suficiente energía de contraatacar.

El cuidado del rifle sumado a la bayoneta fue esencial para el combate cuerpo a cuerpo, verlas unidas hacían una temible y brutal lanza de más de un metro. Cuando creí que ya había visto suficiente el enemigo prueba aún más nuestras debilidades y embestía con más poder.

Ver la bravura y despliegue del valiente Miguel Iglesias, el 'Brujo de los Andes' Andrés Avelino Cáceres, al enérgico Manuel Belisario Suárez, al humilde Justo Pastor Dávila, arengar a sus tropas era cautivante. Hasta 'el León' de Pisagua Isaac Recavarren está aquí, si muero al menos será entre estos gigantes.

Recuerdo que cuando las balas llovían y la sangre salpicaba no podía comunicarme con muchos de mis compañeros, eran quechua hablantes e intercambiar palabras valiosísimas para repeler los embates enemigos era casi imposible. La repartición de municiones era complicada, nunca nos faltó balas pero de qué sirven muchas si no pertenecen a la misma marca de mi fusil, llegaba un momento en el que pensaba que si perdía mi arma no me quedaba más remedio que defender mi posición con nada más que mis puños.

Si tan sólo la segunda línea ubicada en Miraflores estuviera más cerca estoy seguro que ofreceríamos algo más que un repliegue. ¡Retirada!, escuchaba en la lejanía, el enemigo nos flanqueaba y únicamente tenía dos opciones: o resistía en el Morro Solar donde se concentraba un ataque más encarnizado o huía a Miraflores a unir fuerzas con la segunda línea en los reductos.

Pintura: Rudolp de Lisle
Jóvenes y hasta casi niños seguían resistiendo, los hijos de Francisco Bolognesi también están aquí, el valiente Enrique de veintiún años y mi pequeño defensor Augusto de diecisiete, al igual que su padre han decidido morir hasta quemar el último cartucho. Mi decisión estaba tomada, el Morro Solar era mi destino.
Nuestra artillería se había concentrado en la cima y estaba compuesta por la batería Mártir Olaya, que resistió heroicamente junto con el coronel Arnaldo Panizo. Poco a poco nuestras fuerzas iban reduciéndose, la valiente defensa de Miguel Iglesias fue loable, Chorrillos fue tomado y la enorme resistencia que hubo en el Morro Solar fue exterminada.

Tomado Iglesias como prisionero y su hijo Alejandro muerto no había ya nada por hacer, hasta el hermano del Presidente Piérola, Carlos y Guillermo Billinghurst, también fueron capturados. Saber que parte del ejército de línea no entró en combate por estar demasiado distante me causó molestia, unos morían otros miraban a lo lejos.

El Morro Solar había caído y la cantidad de muertos regados por todas partes era impactante. Qué será de los caídos aquí, serán enterrados con honores o simplemente se dejará que el arenal los envuelva con olvido, qué ocurrirá cuando el peruano del futuro pise sobre suelo chorrillano bañado por sangre patriota, sin saber que hubo personas que entregaron sus vidas por un ideal. ¿Quién se los dirá?

Bajando por una de las quebradas del Morro encontré a un muchachito gravemente herido, a duras penas y podía quejarse del dolor, dejarlo aquí era sentenciarlo a muerte sea por un repase chileno, o por las lacerantes heridas que tiene en el cuerpo. Había que sacarlo del arenal, lo cargué rápidamente con la ayuda de otro muchacho bajé el balneario chorrillano, tratando de esconderme en cada rincón. Imposible, Chorrillos, uno de los lugares más lindos y exclusivos de Lima está siendo incendiado y no hay nada más que se pueda hacer. Encontrar atención médica para este jovencito será difícil, comenzaba a perder la fe. Gritos de arengas chilenas se confundían entre sollozos de los nuestros.

Hombres, mujeres y niños corrían por sus vidas, nadie atinaba a nada, corrían sin rumbo fijo. Algunos no querían abandonar sus casas o pertenencias y eran alcanzados por el enemigo. Entre tanto ajetreo pude encontrar un grupo de personas quienes recibían algunos heridos, ¡ayúdenlo por favor!, tiene diversas heridas de bala, les dije. De inmediato valerosas mujeres se encargaron del pequeño quien entre lágrimas no dejaba de gritar: ¡mi revólver!, ¡necesito mi revólver!

Aquella vez dejé de llamar ese enfrentamiento como la batalla de San Juan, para llamarlo la lucha de mi pequeño defensor y la historia de su revólver…



El soldado que teme perder la batalla del olvido

¿Dónde estoy?, me dijo un tanto asustado, ¡debo regresar a defender mi posición!, continuó. Tranquilo, estás en el cementerio de Surco, ¿de qué posición me hablas?, le pregunté. Con la mirada perdida y la voz entrecortada se revisaba los bolsillos como tratando de buscar algo. Su uniforme estaba muy maltratado, era blanco pero con el paso inclemente del tiempo estaba desgastado, roto y con una mancha roja a la altura del pecho.

He perdido mi carta, me dijo. ¿Carta?, ¿qué carta?, lo interrogué. Escribí una carta para mi familia antes de la batalla de San Juan pero nunca la pude entregar. Se me encomendó formar parte de la primera línea de defensa y resistir el primer ataque. ¿Cómo llegue aquí a Surco?, me preguntó. En 1998 te encontraron en un arenal cuando se construía el asentamiento humano Rodrigo Franco, se te encontró a pocos centímetros del suelo y se te trajo aquí como reconocimiento a tu valor.

¿Qué te pasó? le pregunté, ¿qué ocurrió aquel 13 de enero de 1881? De pronto el silencio lo invade, su mirada reflejaba un vacío indescriptible y mientras el soldado agachaba la cabeza como lamentándose por lo ocurrido me dijo: ¡fue terrible!

Jamás pensé que la batalla se desenvolvería de esa forma, nuestra línea de defensa era extensa pero carecía de profundidad, la batalla en los arenales fue muy rápida, las metralla llovía, algunos ni siquiera alcanzaron a disparar y fueron abatidos. El sonido de las balas impactando el cuerpo de mis compañeros era estremecedor. El desierto se iba regando de cadáveres y la tierra seca se mojaba rápidamente por la sangre de los nuestros, detalló.

Soldado encontrado en los arenales de Surco
Todo fue tan rápido, nunca supe qué me paso, solamente me dormí para no despertar jamás. Muchos de nosotros caímos en los arenales y tiempo después nunca nadie vino a preguntar por nosotros. ¡Batallones de todos los rincones del Perú llegaron!, exclamó con orgullo. Todos teníamos miedo pero nuestra honra, la de nuestras familias y de nuestra patria estaba en juego, Chile estaba en Lima y no podíamos dejar que avance más, explicó.

Dime, qué pasó con nuestras líneas, ¿resistimos?, dime que lo logramos, dime que Chile no entró a la ciudad por favor, me preguntó. Chile rompió la defensa de San Juan, el Morro Solar fue el único bastión donde opusimos una férrea resistencia. No pudimos resistir más y tuvimos que replegarnos a Miraflores en donde aguardaban los reductos para la segunda defensa, por desgracia también ahí fuimos aniquilados, le comenté.

De pronto el rostro del soldado se perdía, como esperando que le diera la peor noticia, una noticia de la que nunca pudo enterarse. Chile entró a la ciudad de Lima y puso su bandera en Palacio de Gobierno,  sentencié.  Las lágrimas del soldado bañaban su rostro y su llanto desgarrador rompió el silencio del camposanto. Nadie había llorado así por una guerra que pasó hace mucho, en ese momento me di cuenta que aquella trágica conflagración con nuestro país hermano la perdimos dos veces, la primera en el momento que fue declarada en 1879 y la segunda actualmente en el 2016, con la única diferencia que en una fuimos derrotados por Chile y en la otra estamos siendo derrotados por nosotros mismos.   

No sabía cómo mitigar su dolor, únicamente atiné a darle una palmada en el hombro, tratando de darle consuelo. Perdimos la guerra, perdimos territorios y perdimos identidad. Tal vez la guerra y territorio no se puedan recuperar pero la identidad sí, quiero pensar que simplemente está guardada y en cualquier momento saldrá cuando algún peruano decida buscarla de verdad.

Miré fijamente al defensor y apretando el puño de orgullo, concluí que perdimos todo menos valor, muchos huyeron pero los que se quedaron lo hicieron también pensando en el peruano del futuro.  Este valiente protector no tuvo el nombre de Grau, Cáceres o Bolognesi pero tuvo tanto valor como todos ellos.

Soldado, la guerra terminó, Perú y Chile siguen siendo los mismos hermanos que pelearon lado a lado por su libertad, alista tu uniforme porque tienes otra batalla que librar y es al olvido a quien tendrás que vencer, este enemigo no asesina con fusiles ni carga a la bayoneta, ultima con indiferencia que es la peor enfermedad del ser humano. ¡Levántate soldado!, te permito llorar tan sólo un momento por los tuyos, pero date prisa, hoy es 13 de enero y la batalla de San Juan te espera, la primera línea de defensa se quiebra una vez más y la patria te necesita. No te preocupes que yo te esperaré para la segunda parte de esta historia, en la que estoy seguro tendrás mucho más que contar…


Agradecimiento: Cementerio de Santiago de Surco, Casa de la Cultura


                                                                                                                                                              

martes, 12 de enero de 2016

Mi pequeño defensor y la historia de un revólver (segunda parte)

Fui testigo del holocausto sucedido en San Juan y Miraflores y cuando creí que había visto ya suficiente al ejército invasor no se le ocurrió mejor idea que entrar por el Jirón de la Unión y flamear bandera enemiga en Palacio de Gobierno.

Negocios cerrados, comerciantes ocultos, vecinos de Lima escondidos en iglesias, embajadas y conventos por temor a saqueos, violaciones e incendios. Algunos en su desesperación colocan en las afueras de sus casas banderas de otros países para no sufrir los mismos abusos sucedidos en Chorrillos y Barranco.

¡Cobardes! les gritaba muy despacito, sus hijos, esposos, hermanos y hasta nietos han caído en los reductos y ahora sólo podemos escondernos. El alcalde de Lima, Ruffino Torrico ha desarmado a los pedazos de batallones que regresan de San Juan y Miraflores para seguir en la lucha, con la condición de que el enemigo imponga el orden en la ciudad, debido a diversos actos de indisciplina de parte de algunos mal llamados soldados peruanos. ¡Para no creerlo!

Salí de la casa para poner a disposición ese revólver, sí, ese mismo que recogí en las pampas de San Juan para seguir combatiendo. A medida que caminaba recibía algunas burlas de batallones chilenos postrados en la Biblioteca Nacional como si fuera un insignificante establo. ¡Ehh, peruanito! me gritaban, sólo atiné a caminar con la cabeza agacha y el puño cerrado.

Mientras caminaba mirando una y otra vez la pistola con el nombre del dueño grabado en ella, se me acerca una señora con mandiles cubiertos de sangre. ¿Es usted doctor? me preguntó, y antes de responder tomó mi mano y me hizo pasar a su casa...
Augusto Bolognesi murió el 27 de enero de 1881

Ahí estaba, era nada más y nada menos que el hermano del dueño de este revólver. De una pequeña sonrisa pasé a una penumbra inimaginable, él estaba postrado en una cama agonizando. ¡Enrique!, le grité, mientras trataba de abrazarlo. Estarás bien muchacho, yo te lo juro, estarás bien, no dejaba de repetírselo.

¡Chiquillo terco!, le decía. Te dije que te fueras de San Juan, ¿por qué regresaste? No regresé, me dijo con una leve sonrisa. Al saber que nos vencieron en San Juan no dudé en resistir también en Miraflores, continuó con voz entrecortada.

¿Dónde está mi hermano Augusto?, me preguntó. No supe que responderle, sólo atiné a sostener fuertemente el revólver. ¡Veré a mi padre!, él no dejaba de repetir. ¿Quién es tu padre? le pregunté. Enrique nunca me respondió.

Sólo pude agachar la cabeza mientras los médicos que acababan de llegar certificaban su partida. ¿Cuál es el nombre del joven fallecido?, preguntó uno de los doctores. Enrique Bolognesi Medrano, por ahí dijeron. ¿Bolognesi?, ¿es hijo del gran coronel Francisco Bolognesi Cervantes?, insistió un médico. Nadie dijo nada, solo a lo lejos del cuarto se escuchó: Peleó con orgullo en Tacna y vino herido a resistir a San Juan y también a Miraflores. ¡Fue más valiente que su padre!

 Es 23 de enero de 1881 y el inicio del fin de esta guerra recién empieza, no nos queda nada. Lima se ha rendido, No hay noticias del presidente Nicolás de Piérola, dicen que huyó a Ayacucho, no lo sé. Quería gritarlo: ¿Dónde está Cáceres?, algunos dicen que cayó en Miraflores, otros que está gravemente herido y oculto en una iglesia.

Al retirarme de la habitación y lamentando la partida del corajudo Enrique pregunté por su hermano, el moribundo pequeñín de diecisiete años dueño de este revólver. ¿Cómo, no sabes?, me dijo entre lágrimas nada más y nada menos que Mariano Bolognesi, hermano del Titán del Morro. Mi pequeño defensor se me quiere ir también…


Batalla de San Juan: historia de un revólver

¡Ayúdenme por favor!, este joven siendo casi un niño ha recibido brutales heridas: tres causadas por proyectiles de ametralladoras que le impactaron en el pecho y en un brazo; una por un fragmento de bomba que le destrozó una tibia, y dos por tiros de rifles. Se está desangrando en los campos de San Juan. Inmediatamente se me acercó otro jovencito con heridas de bala también. ¡Es mi hermano!, me dijo desgarrándosele el alma.

¡Cúbrete!, le dije, las balas llueven sin cesar y los cañones enemigos no dejan de apuntarnos. “Tengo que sacarlo de aquí o morirá”, me insistió. De acuerdo, bajaremos hacia Chorrillos, ahí deben haber puestos de atención médica, le explicaba mientras lo ayudaba a sostener a su hermano casi muerto.

A medida que nos movíamos por toda la pampa de San Juan nos encontrábamos con cientos de cadáveres de peruanos, que tenían sus uniformes blancos con un rojo intenso, teníamos que tener cuidado al bajar, no queríamos pisarlos. El clima era desolador, el fuego de artillería se concentró en el morro de donde valientes hombres se replegaron para resistir. 

Luego de ayudar al niño herido y a su hermano me dirigí nuevamente a las pampas para buscar algún herido que necesite ayuda. Debo confesarlo, buscaba también soldados chilenos moribundos para descargar mi ira por todo el ensañamiento ocurrido en toda la guerra.

Al regresar al campo de batalla y estando donde cayó mi batallón, llegué al punto exacto donde fue herido el jovencito que socorrí junto con su hermano. No dudé en agacharme y recoger sus pertenencias entre las cuales figuraba un fusil Minié, de esos que disparan balas con punta de plomo y cola de papel. Culpándome por una guerra en la que no nos debimos meter recogí el morral del muchacho y un revólver sin balas con su nombre grabado.

No dudé en cargar el revólver de municiones y dirigirme al morro de Chorrillos. Mientras el enemigo tenía pistolas, cañones y rifles modernos yo tenía este revólver que no sólo tenía balas, tenía la sangre del chico quien lo portó. Llegado al morro, coloqué mi dedo en el gatillo y grité el nombre del jovencito que había grabado su nombre en el arma, ¡Augusto Bolognesi!, pronuncié y disparé la leyenda de lo que sería este revólver para mí, así comienza la historia de “mi pequeño defensor”.