sábado, 27 de febrero de 2016

Manco Cápac: la última gran estela de un mítico monitor

Tras intentar cañonear un tren peruano proveniente de Tacna con destino a Arica en horas de la mañana, el tan querido pero paradójicamente enemigo monitor Huáscar, recibe severos daños por parte de nuestra artillería que se encontraba en la costa.

Había escuchado increíbles leyendas de ese capítulo de la guerra que muy pocos se atreven si quiera a murmurar. Y es que el Huáscar, capturado y reparado luego tras el mítico combate de Angamos, regresó a nuestras costas con una inmensa bandera de la ‘Estrella Solitaria’ puesta en el mástil, con el propósito de causar un terrible daño moral en nuestros defensores.

¡Que no te sorprenda si el Huáscar regresa para acabar con nuestros sueños!, me dijo una vez mi comandante. Espero que ese día nunca llegue, recuerdo que le respondí. Lamentablemente fui testigo y estuve en primera fila de su actuación tan infame pero nostálgica para algunos de nosotros, incluyéndome. El buque de Grau, esa nave del que todos queríamos viajar siempre en nuestros sueños, desfilaba como pavoneándose por nuestras aguas, dispuesto a matarnos las esperanzas.

Tras tener un feroz enfrentamiento con nuestra artillería en la costa, nos toca a nosotros ahora detener su prepotente avance. Al igual que la historia de “La bala que juró hundir al Huáscar”, mi deseo era encontrarlo para enterrarlo en las profundidades de nuestro mar. Soy artillero y pertenezco al monitor Manco Cápac que estaba a cargo de mi comandante José Sánchez Lagomarsino, mi misión era distribuir el armamento y hacerlo funcionar a toda potencia sin contratiempo alguno. El cañón Dalhgren estaba a mi cuidado, su precisión y poder dependen de mí.

El Manco Cápac, que en un principio fue bautizado como Oneota, era un buque construido en Estados Unidos y a pesar de no ser una nave veloz, supimos ingeniárnosla para que lo parezca, no poseía las virtudes de un poderoso blindado pero nadie podía negar su bravura al momento del combate. Tal vez el destino haya querido que nuestro buque le haga frente al Huáscar.

Era la una de la tarde del 27 de febrero 1880 y nadie sabía qué esperar del combate. Si bien es cierto, el Huáscar había batallado con nuestra artillería en la costa, sin embargo ninguno de los tripulantes del Manco Cápac lo había visto aún. Solamente podíamos imaginarlo, surcando nuestros mares como esperando a ser rescatado.

No pasó mucho tiempo cuando todos los que estuvimos en el Manco Cápac lo vimos por primera vez. Era hermoso, tal y como nos lo habían contado. Soñé al Huáscar como un pedacito del Perú que se desplazaba, por desgracia ese sueño se convirtió en pesadilla. Grau ya no lo gobernaba sino el comandante enemigo Manuel Thomson y en él cayó la misión de despedazar nuestros ideales.

Había pasado una hora y el comandante Thomson da la orden de atacarnos. No nos íbamos a quedar tan campantes, había que hundir a toda costa el buque que una vez juró protegernos. Mi entusiasmo fue tan grande que preparar y cargar el cañón con balas que pesaban tanto como el orgullo del Manco Cápac, se me hacía fácil, sabía que cuando los músculos no responden por el cansancio es el corazón que sale en busca de los sueños.

¡Fuego!, el cañón Dalhgren hace su primer disparo, sus poderosas balas en forma de esfera sólida pueden causar terribles daños, poseíamos una torre giratoria que nos permitía apuntar en cualquier dirección. Sin embargo, la fortuna nos juega una mala pasada, uno de nuestros cañones se traba lo cual reducía nuestra fuerza a la mitad. Es ahí cuando el comandante del Huáscar, Manuel Thomson, da la orden para espolonearnos. Todos nosotros conocíamos la magnitud de su espolón, mismo que sirvió para darnos la victoria en el combate de Iquique, del 21 de mayo de 1879 y que ahora por increíble que parezca nos quiere aniquilar sin misericordia.

De pronto, la fortuna tampoco le sonríe a la ‘Estrella Solitaria’, las máquinas del Huáscar no responden como se esperaba y se detienen por completo a pocos metros y en la mira de nuestra artillería. ¡Es ahora o nunca! ¡Disparen!, di la orden y una poderosa bala del cañón Dalhgren fue lanzada cayendo de lleno sobre el comandante Thomson sellando su destino.

Aquel 27 de febrero fue memorable pero también nostálgico, jamás pensé ver al Huáscar atacándonos. Había escuchado los tantos relatos heroicos de este buque: sus ataques fortuitos, sus veloces correrías y su mágico poder de desaparecer ante los ojos del enemigo, que nunca pensé enfrentarlo alguna vez y desear su hundimiento.

Jamás podría olvidar al Huáscar pero tampoco olvidaría al mítico monitor Manco Cápac, que no dudó por un instante en salir a hacerle frente. Así como Manco Cápac fue el primer Inca en hacer historia, este buque fue el primero en dejar una huella imborrable y aunque actualmente duerme en las profundidades del Pacífico quiero pensar que algún día volverá para relatarnos una última travesía, pero esa ya es otra historia…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: Melo Moreno, Rosendo (1911), Historia de la Marina del Perú. Tomo II. Lima: El Auxiliar del Comercio (Colección bibliográfica del INEHPA)

jueves, 25 de febrero de 2016

La bala peruana que juró hundir al Huáscar

Luego del combate naval de Arica perdí la memoria, tengo vagos recuerdos de aquel 27 de febrero enero de 1880. Algunos me atribuyen la muerte del comandante enemigo Manuel Thomson, otros que simplemente fui uno de los tantos proyectiles que fueron lanzados hacia un buque invasor pero que, irónicamente, era muy querido por todos.

No recuerdo si logré mi propósito, pero sí la duda y el temor que sentí al tener que atacar a una embarcación que había jurado siempre protegernos. Estuve abordo del monitor Manco Cápac. Yo era una de las tantas balas, en forma de esfera, que habían sido asignadas a dicho monitor. La brisa marina y el agua salada eran los peores enemigos para un objeto como yo, pero saben, eso no me importaba. El aroma del mar me encantaba y siempre sentía curiosidad en mirar por el filo de la cubierta y maravillarme con las puestas de sol.


Poderosa bala del cañón Dalhgren de 500 libras 
Muchas balas se sentían inquietas, como esperando que todo de una vez termine para poder llegar a tierra y descansar, otras refunfuñaban de su suerte y se maldecían entre ellas porque quedarían en el olvido. Sin embargo, yo disfrutaba de la compañía de los artilleros que estaban a cargo de la torre blindada del monitor. Pertenecí a la artillería del poderoso cañón Dahlgren de 500 libras y 15 pulgadas y era una bala temida por algunos marinos e insignificante para otros.

Solamente si me colocaban dentro del cañón podría desplegar mi verdadero poder. Si se trataba de defender a mi patria, era la primera en ofrecerme a ser lanzada. Esos días previos al 27 de febrero fueron tranquilos para mí, sabía que estábamos en guerra, sin embargo me mantenía serena, a la espera de probar mi fuerza.

Recuerdo encontrarnos en la bahía de Arica cuando mi comandante, José Sánchez Lagomarsino, ordena salir de nuestro anclaje. Era la tarde del 27 de febrero de 1880 y debía tomar mi posición de ataque, por encontrarme resguardado no podía ver a nuestro enemigo, quería posicionarme en primera fila para ser colocada primera en el cañón. Era muy pesada y no podía moverme, otras balas me rodeaban, nos habían apilado prácticamente una encima de otra, todas sabíamos que una vez colocadas en el cañón moriríamos o perderíamos la memoria, pero nada importaba si era por defender al Perú.

¡A las armas! ¡El enemigo se acerca! ¡Fuego!, podía escuchar, pero estaba ciega, no podía ver nada, nos encerraron esperando el momento para salir a matar. De pronto, comenzamos a salir una por una. Quería ser la primera en surgir, mi deseo por defender al Manco Cápac era grande, podía ver al cañón Dahlgren en su máxima expresión, el sonido que emitía era terrible, muchos proyectiles eran lanzados pero nadie aún me utilizaba.

La impaciencia y el enojo por no tomárseme en cuenta comenzaban a apoderarse de mí. Ni siquiera sabía si estábamos ganando o perdiendo, únicamente veía el gran esfuerzo de los marinos peruanos para disparar el cañón. Hundiré los buques de la ‘Estrella Solitaria’, no dejaba de repetir. No importa lo que pase, ni el blindaje enemigo que se interponga, ¡los hundiré!

Fue en ese momento que dos artilleros intentaron cargarme pero no pudieron, era muy pesada y apenas podía rodar. Era prácticamente un objeto inamovible, no lo lograrán si no traen ayuda. El cañón estaba cerca, pero la premura del combate y mi peso fueron los cómplices perfectos para que no fuera lanzada.

Comenzaba a frustrarme, podía sentir el fuego enemigo impactando en la cubierta y torre del Manco Cápac, si no me colocan en el cañón cuanto antes mi designio de defender este buque será una promesa rota. ¡No se rindan!, les gritaba a mis defensores. Entonces cuando creí que viviría para lamentarme, me levantan entre cuatro marinos y me colocan dentro del cañón.


Feroz combate entre monitor Manco Cápac y el monitor Huáscar
Al cargarme sentí mucho orgullo, quería despedirme de ellos y agradecerles por estar aquí. ¡Jamás los olvidaré!, les prometí y aunque sabía que perdería la memoria o terminaría destrozada, tenía la fe de que algún día una nueva generación de peruanos me encontraría. Mi duración fue corta pero nunca me lamenté por eso, estaba feliz de mi misión en este corto tiempo que se me prestó.

Fue en ese momento que la mira del cañón apunta al buque enemigo, era nada más y nada menos que el monitor Huáscar, que ya navegaba con bandera invasora. No podía creerlo, el buque de los sueños en el que todo peruano quería viajar nos atacaba. La cañonera Magallanes lo acompañaba pero era el Huáscar el que nos atacaba con todo su poder.

Todos aquí hablaban de la muerte como parte de la vida, mientras que para mí la muerte es la ausencia, el olvido. No quería desaparecer siendo lanzada al buque que alguna vez juró protegernos, me negaba a entender que el Huáscar no volvería triunfante al Callao. ¡No puedo hacerlo!, me dije.

La mira del Dahlgren estaba fija en el Huáscar pero mi decisión de salir disparada estaba en duda. De pronto, un oficial que dirigía los disparos acaricia el cañón y con una valiente determinación y sola una lágrima en los ojos me gritó: ¡Hundiremos juntos al Huáscar!

Una leve sonrisa me pareció notar en su rostro. La fuerza y el espíritu del comandante que llevó al Huáscar a navegar alguna vez hacia la gloria, me dieron el coraje y la fuerza para demostrar mi poder. El buque de Grau era ahora el enemigo y mi misión era hacerlo tocar fondo.

Una gran explosión se escucha y soy enviada por los aires hacia el invasor. Mientras surcaba los cielos pude ver al Huáscar desfilar con bandera enemiga y pese a que alguna vez defendió nuestros mares ahora aplasta nuestros sueños y se interpone en la promesa de vencer.

La gravedad toma el control y me dirige con una fuerza descomunal hacia mi eterno amigo, que pese a tener la bandera de la ‘Estrella Solitaria’ siempre navegará firme en el corazón de cada peruano. El fuerte impacto pone punto final a mi historia y esta lección ya no es para mí, sino para los nuevos peruanos. Ahora soy únicamente la bala que tanto anhelaba ser: paciente, amante del mar y orgullo infinito por la patria que juré defender.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: Melo Moreno, Rosendo (1911), Historia de la Marina del Perú. Tomo II. Lima: El Auxiliar del Comercio (Colección bibliográfica del INEHPA)


  

miércoles, 17 de febrero de 2016

Palmatoria: luz y sombra de una familia limeña

Recuerdo que en mis mejores épocas alumbraba un rincón de la casa, olvidado de día pero siempre atendido de noche, pude ser testigo de la tranquilidad de un hogar limeño común. Sin embargo, esa calma se rompe ferozmente ante la ocupación. Ha pasado exactamente un mes desde que el invasor puso pie en el mismo centro de Lima y solamente el miedo fue el único que salió a recibirlo.

Mi estancia en aquel pasivo rincón de la sala fue trasladada al centro del comedor. A las nueve de la noche y cuando los niños ya dormían, una vela era encendida y colocada religiosamente en mi soporte, para alumbrar reuniones familiares en las que se revelaban los secretos más profundos y que no podían ser contados a plena luz del día.

Los ojos y oídos del enemigo cabían en todas partes, los vecinos de Lima se atrincheraban en sus casas, pues era el único lugar seguro en donde se podía respirar calma. Casas y negocios cerrados eran la principal característica de la ocupación. Aunque no por la fuerza, el rechazo al invasor se hacía sentir cada vez más.

Palmatoria fabricada en el siglo XIX
Cada noche comencé a tomar protagonismo, de ser una vieja lámpara en un olvidado rincón, pasé a ser la luz de esperanza de una familia, quien se reunía para revelar los misterios más azarosos de la guerra. Uno de los residentes de esta casa está herido, la batalla de Miraflores fue su experiencia más aterradora, una brutal herida en la pierna era su calvario y los familiares se negaban a hospitalizarlo.

¡Si no lo atiende un médico se nos muere!, dijo la madre, sin embargo, los hospitales eran ocupados por los extranjeros, si descubren que el muchacho participó en los reductos es probable que el enemigo tome venganza. Esta idea era compartida por muchos limeños, quienes preferían atender sus males en sus propias casas. No importa la gravedad de la herida o la tortura de una enfermedad, se prefería sufrir antes que mostrarse.

Casi todas las noches de febrero de 1881, las reuniones en el comedor tomaban un tema diferente, la luz que poseía me dejó ver la desesperación en cada uno de sus rostros. Era cuestión de tiempo para que esta familia que en un principio se mostraba muy unida, se quebrara a pedazos. Poco a poco, sus conversaciones iban convirtiéndose en gritos y llantos.

¡Ya vendrán tiempos mejores!, era la oración que daba siempre el punto final a las pláticas nocturnas. Una mañana y mientras yo dormía, se llevaron de emergencia al muchacho. La herida en la pierna era ya insostenible, algunos hospitales transitorios que se encontraban en San Juan y Miraflores fueron trasladados al Callao. Debo suponer que el chiquillo fue instalado allá.

Era ya tarde y daban las diez de la noche, pero la casa se encontraba vacía, nadie vino como de costumbre a dejarme una vela prendida para que yo la sostenga. ¿Habrá pasado algo con el muchacho?, no dejaba de preguntarme. Era la primera noche que pasé sin compañía, me sentía inútil, sin luz soy un inservible objeto de bronce, en el que mi peor enemigo, el óxido, podría reclamarme en cualquier momento.

En la mañana escucho el sonido estridente de una puerta azotada, la familia hace un apurado ingreso. Quería preguntar por el muchacho, pero no sabía cómo hablar, tal vez si espero la noche pueda indagar alguna noticia.

No puedo negar la felicidad al observar que encendían una vela a la misma hora de siempre y colocarla en mi soporte, las sillas crujían por el movimiento desesperado de sus ocupantes. Me tranquilizó saber que el muchacho fue atendido, sin embargo, la inquietud de conseguir servicios de primera necesidad como es el caso de alimentos, se hacía cada vez más insostenible.

La familia comenta que las calles de Lima están desiertas, si bien es cierto, algunos se atreven asomarse desde sus balcones, el miedo era tan intenso que la calma de la ciudad era incluso aterradora.  

Pasaba el primer mes desde que Lima fue invadida por la ‘Estrella Solitaria’ y pude escuchar una anécdota que demuestra la tensión que se vivía en esos momentos. El propio naturalista italiano Antonio Raimondi, cuenta que el miedo ante la ocupación era tan intenso, que hasta los propios invasores se mostraban temerosos e inseguros ante posibles atropellos e incidentes, obligándose a utilizar con mayor razón el peso de su bandera como protección.

La familia comenta que incluso el propio naturalista tuvo que proteger sus bienes que no eran materiales, sino plantas y otros elementos, además de minerales que había recogido durante sus viajes para estudios científicos. El italiano lamenta que la ciencia y cultura sufra graves daños por parte del invasor.

Poco a poco los vecinos limeños salen de sus casas, se quiera o no, la vida de Lima tiene que continuar y muchos que se refugiaban en Ancón o en diversas instituciones con banderas neutrales regresaban a las calles. Hoy en la tarde se me trajo una nueva y última vela. Esta sería la última noche que alumbraría la casa.

La familia llega como todas las noches a reunirse alrededor mío, ¡nos iremos a la sierra!, se le escucha decir a uno de ellos. En la capital la comunicación era restringida, sin embargo, se había corrido la voz sobre una reorganización en la sierra para preparar una resistencia. ¿Cómo?, si no queda nada, ignoraba por completo qué se planeaba.  

El sonido de baúles y de objetos moviéndose me hace presagiar que será un viaje sin retorno. Al igual que una vela, mi tiempo como símbolo de luz estaba contado. El brillo dorado de mi color se mancha por la suciedad de lo que más temía, el óxido.

Así como esta familia, entendí que tenía que adaptarme y a esperar como ellos esos tiempos mejores. Poco a poco la vela que sostenía en el platillo se hacía cada vez más tenue. Si se apaga, la esperanza que le ofrecía a esta casa se convertirá en vacío. Únicamente me queda desear que Lima vuelva a recuperar ese brillo que estoy perdiendo y si alguien desea preguntar por mí, estaré a la espera de ser la luz de alguien más.

La noche se me hizo larga y mientras pensaba en mi futuro, escucho un grito en una de las habitaciones: ¡Resistencia, la sierra será el gran bastión de nuevos defensores! Tuve el presentimiento de que pese a toda esta penumbra ellos no eran una familia cualquiera y aunque nunca me lo dijeron ese grito fue una promesa.

Me duermo en el más profundo silencio, mientras uno de los habitantes sopla mi vela y se marcha. Al verlo partir, noté que nunca cerró la puerta de la casa, la dejó entreabierta, como diciéndome que algún día alguien regresará a colocarme una nueva luz, pero una luz diferente que alumbre el camino de lo que sería un nuevo amanecer para esta guerra...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La ocupación de Lima", de Margarita Guerra Martiniere. (Colección bibliográfica del INEHPA)

domingo, 7 de febrero de 2016

Bajo la 'Palma' de Ricardo (Segunda parte)


Como esta es una narración del viejo Ricardo, no podía empezar la segunda parte de esta historia, sin utilizar una frase al fiel estilo de “Don Dimas de la Tijereta”.

“Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga”, que allá por las primeras horas de la mañana, acudí a mi centro de labores en la Biblioteca Nacional de Lima. Hoy no es un día cualquiera, hoy es 7 de enero y es el cumpleaños de mi nuevo amigo, don Ricardo. Como no podía llegar con las manos vacías, decidí hacerle un humilde pero significativo obsequio.

Al entrar al recinto, subí rápidamente y me dirigí al lugar más recóndito de la biblioteca. Pensado si me podía ganar un feroz bastonazo, decidí arriesgarme y gritar a viva voz: ¡Feliz cumpleaños, don Ricardo!

Sus libros fueron los mejores amigos de Palma
El viejo escritor no estaba, lo busqué por todo el salón y únicamente en la mesa en la que él gustaba sentarse me topé con una nota que decía: Encuéntrame en la terraza, bellaco.

Ahí, parado estaba, luciendo un traje antiguo, con su inseparable bastón  y un sombrero un tanto pasado de moda. ¿Don Ricardo, qué observa?, le pregunté sin demora. Mira esas máquinas rodantes que pasan sin cesar por toda esta avenida, no dejan de emitir un ruido insoportable, ¿quién podría leer tranquilo así?, me dijo refunfuñando.

Gente gritando, moviéndose apuradamente para ingresar a esos armatostes, no saben que a lomo de bestia es mejor, continuó. Llegas sereno a tu destino y si el animal está bien alimentado es probable que te espere a tu regreso y no se vaya a comer por ahí o peor aún, se marche con intenciones de galantería con otro de su especie, me explicó.      

Don Ricardo qué tal si mejor bajamos y continuamos con la plática pendiente, aún tenemos mucho que conversar, le propuse. El anciano dramaturgo aceptó, únicamente con la condición que le dijera cómo se llaman esos aparatos rodantes que causan tanto ruido. Micros, combis, colectivos y buses, le respondí.

¡Qué nombres para más raros!, replicó gruñendo. ¡Ayúdame a bajar bellaco porque no recuerdo cómo subí!, continuó. No se preocupe don Ricardo, no quisiera que me acomode otro bastonazo, venga por aquí por favor, le respondí riéndome. ¿Por qué nunca me llama por mi nombre, en vez de nombrarme así?, le aclaré a manera de consejo. ¡Porque no te lo he preguntado!, refutó.

Bajando escalón por escalón y con mucho cuidado de no resbalar, don Ricardo iba rezando: “Un escribano y un gato a un pozo se cayeron, como los dos tenían uñas por la pared se subieron”.

Una vez instalado en su silla favorita le recordé en dónde exactamente nos habíamos quedado, la guerra con la ‘Estrella Solitaria’ era el tema a continuar.
De pronto, el viejo escritor me señala un libro muy antiguo y lleno de polvo. ¿Lo ves?, ese libro es como yo, un viejo sobreviviente de aquella tragedia. El viejo toma aire profundamente, dejando notar una deficiencia respiratoria y exhalando con algo de dificultad, contó su desdicha:

Era 15 de enero de 1881 cuando se desató la batalla en Miraflores. Recuerdo cuando un joven me preguntó por qué no desalojé mi casa en dicho distrito y resguardé mis pertenencias, entre ellas mi tan querida biblioteca personal. Mi respuesta fue contundente, el hecho de poner a buen recaudo mis objetos de valor era desmoralizador, como presagiando que íbamos a ser derrotados. Yo estaba muy seguro de que mi tan querida Lima resistiría y desalojaríamos al invasor, lamentablemente esto no pasó, explicó con pena el literato.

Tras la derrota en las trincheras el invasor saqueó mi casa y quemó mis libros. La misma suerte corrió esta biblioteca en la que nos encontramos, fue desvalijada y utilizada para acuartelar sus caballos. Jamás fui testigo de tanto ultraje, podía incluso comprender trofeos de guerra, pero ¿qué culpa tienen los libros? Miles de volúmenes se perdieron, muchos de ellos eran imposibles de recuperar, el alma del Perú yacía en ellos, eran más que palabras escritas, eran nuestros defectos, eran nuestras virtudes, eran riqueza y clave para combatir la ignorancia. ¿Cuánto hacen falta ahora, verdad?, me dijo mientras sus ojos se nublaban por las lágrimas.

Estaba anímicamente devastado, ya no quería seguir escribiendo tradiciones, lo perdí todo: mi casa, mis cosas, mis libros, mi corazón, lo mejor de mí ardió. Mis textos desaparecieron, pero las flamas de la amargura aún me siguen quemando el alma. Veintinueve años de mi vida pasé para recuperar la Biblioteca Nacional, sin embargo, por un  calendario que había en uno de los salones, me enteré que estamos en el año 2016 y todavía seguimos mendigando cultura, continuó narrando el viejo.

De pronto, el tradicionista se repone y se seca las lágrimas, él sabía que la tristeza no le cabía, pues no era su forma de ser, la alegría y gallardía de antaño tenían que volver… 

¡Se llevaron lo mejor de mí, pero me dejaron la mano derecha para renacer!, un lápiz y un papel es todo lo que necesito para volver a empezar, ¡pues un bibliotecario mendigo me llamaron y un bibliotecario mendigo soy!, exclamó don Ricardo.

Con esto mi maleducado amigo quisiera parafrasear una de mis tradiciones, “Un virrey y un campanero bellaco”, como tú: “Aquí hago punto y rubrico, sacando de esta conseja la siguiente moraleja, que no hay enemigo chico”. 

"Para mi eterno Bibliotecario Mendigo"
Las horas pasan y nuevamente la noche nos arruina la plática, no podía marcharme sin darle antes mi obsequio. El viejo no pudo evitar mostrarme su tierna sonrisa y abrió con premura la caja. Un cuadro con su rostro se podía divisar y atrás de la foto, unas palabras que decían: para mi eterno ‘Bibliotecario Mendigo’.

El escritor me estrecha su tan prodigiosa palma y se despide diciéndome: Cada vez que puedas ven a verme, porque aún tengo mucho que contar y quisiera regresar algún día mi casa que está en Miraflores, lugar del que me han dicho que ahora es un museo. ¡Ah!, otra cosa, cuando subas tráele una mantita a este pobre viejo que se muere frío por las noches.

¡Feliz ciento ochenta y tres años viejo amigo!, solamente pude decirle y mientras me marchaba, concluí que no podía ponerle punto final a esta historia porque sabía que la vida continúa, sabía también dónde podía encontrar siempre a ese peruano escribidor que ni fue coronel ni fue doctor… 

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Tradiciones Peruanas" de Ricardo Palma, "Ricardo Palma en la marina" de Carlos Zúñiga Segura. (Colección bibliográfica del INEHPA)

jueves, 4 de febrero de 2016

Bajo la 'Palma' de Ricardo (Primera parte)


Estaba en la vieja Biblioteca Nacional de Lima, en uno de sus tantos salones antiguos que inspiran al limeño de a pie esa galantería y elegancia de la capital de antaño. Era tarde y sabía que en cualquier momento darían la orden para cerrar el recinto.

Mi tarea era informar al público a tomar precauciones y desalojar el lugar sin contratiempo. Las pocas personas que ahí se encontraban iban retirándose. La biblioteca iba de a pocos recuperando ese silencio fúnebre que siempre la caracterizó. ¡Misión cumplida!, me dije, hora de retirarse.

Uno de los encargados impide mi retirada y me da la orden que hasta el momento era la más difícil de todas. ¿Cuál era?, pues desalojar a un viejo de nombre Manuel, quien se encontraba en el lugar más recóndito de la biblioteca. ¡No se diga más!, le dije al delegado y me apresuré a retirar al anciano. ¿Qué tan difícil puede ser pedirle a un señor de avanzada de edad que se marche?, pensé.

La biblioteca había apagado sus luces haciéndola misteriosa, sus lúgubres pasillos me llevaban a los salones más oscuros. Ni una linterna tenía, únicamente mis ganas de querer irme del lugar. De pronto, pude ver al viejo sentado en uno de los aposentos más oscuros, leyendo bajo la luz de un candelabro dorado muy antiguo, jamás había visto ese tipo de lámpara, tal vez el anciano lo tomó de un museo, es curioso, habiendo un interruptor que encienda la luz de la habitación prefiera esa tenue iluminación. Caballero es hora de que se marche, la biblioteca está por cerrar, le advertí. El anciano ni se inmuta, lee con paciencia, como si para él el tiempo no pasara.

Tenía que acercarme, por cada paso que daba la luz de una vela me revelaba con más claridad su rostro. ¿Dónde he visto esa cara?, me pregunté. El viejo tenía unos lentes muy raros, solamente su nariz soportaba el objeto, no tenía esas orejeras propias de unas gafas comunes. Estando a escasos metros le hago una segunda advertencia: ¡Señor, por favor debe de marcharse!, le dije levantando la voz. El viejo alza la cabeza y me mira, sus ojos me analizaban mientras esbozaba una pequeña sonrisa.

Ricardo Palma Soriano
¡No sea bellaco!, me dijo. Más respeto con sus mayores, debería usted sentarse y apartarse del mundo que lo rodea con estos hermosos libros, continuó. Perdone don Manuel, no fue mi intención levantarle la voz, me disculpé. De pronto, el viejo dejó de analizarme y continuó apacible con su lectura. No pude aguantar la curiosidad, debía saber qué estaba leyendo con notable tranquilidad, así que decidí sentarme a su lado. En ese momento, el viejo toma su bastón y me lo acomoda en la cabeza.

El dolor fue tan agudo que no pude evitar levantarme y pegar un grito. ¡Silencio bellaco! ¿No ve que estamos en una biblioteca?, me replicó. Yo no le he dado autorización para que se instale campante a mi costado, continuó.

Dispénseme don Manuel, le dije mientras me sobaba la cabeza. Ya es tarde y debemos marcharnos. El viejo hace caso omiso a mi solicitud y no se inmuta. Don Manuel por favor, insistí. No tengo que escuchar a un bellaco que no me llama por mi verdadero nombre, soy Ricardo, me contestó. Disculpe usted don Ricardo, pero aquí me dijeron que se llamaba Manuel... Así me nombraron cuando me bautizaron, sin embargo en mi adolescencia decidí cambiarme el nombre, me explicó.

Don Ricardo, por qué no deja su lectura para mañana, si desea lo puedo acompañar a su hogar, le comenté. Este es mi hogar, estas paredes, este salón y estos libros son mi vida entera, me explicó. En ese momento pude fijarme lo que el anciano de porte bonachón leía. Tradiciones Peruanas decía el libro. La alegría me embarga, el viejo dramaturgo de carácter socarrón había regresado, no lo podía creer, él estaba aquí, había vuelto para recuperar su biblioteca, regresó para escribir tal vez una tradición  más.

Don Ricardo Pal… Aún no menciones mi apellido, me interrumpió. Te prometo retirarme “entre dos luces”, me dijo. ¿Dos luces?, pero si únicamente tiene una vela prendida, le expliqué. Tal esclarecimiento me hizo merecedor de otro contundente bastonazo en la cabeza…

¡Bellaco!, entre dos luces quiere decir al rayar el alba. De pronto y como reviviendo una de sus incontables tradiciones, don Ricardo, al fiel estilo de su narración “Al Pie de la letra”, me dijo de forma muy contundente: ¡Pedazo de bruto!

Siéntate y tengamos una buena plática, me señaló mientras se acomodaba la bufanda. Todavía sobándome la cabeza por el dolor, no pude evitar preguntarle sobre las Tradiciones Peruanas, historias que lo llevaron a ser reconocido en muchos países. Todo comenzó en la bohemia de mi tiempo, mis primeros textos eran satíricos y estaban escritos en las revistas más famosas de la época. Mis primeras tradiciones las escribí allá por 1872 y no son más que una de las formas que puede revestir la historia, pero sin los escollos de ésta, me contó.

En mi juventud también pasé por algunos periplos en altamar, en donde compartí ciertas coincidencias con el ‘Caballero de los Mares’, señaló don Ricardo. ¿Estuvo usted en la marina?, ¿Conoció a Miguel Grau?, no dudé en preguntarle. ¡Una pregunta a la vez bellaco!, me refutó el anciano escritor. Era 1853 y ambos teníamos veinte años cuando decidí ingresar a la marina, por coincidencia, Grau se inscribe también, luego de sus muchas aventuras como marinero mercante, detalló.  

Tiempo después del combate en Angamos, propuse las siguientes palabras en una inscripción que se le haría en su memoria, actualmente ese monumento se encuentra en el puerto chalaco: “A Miguel Grau, homenaje del pueblo del Callao”, explicó el anciano escritor.

¿Es cierto que gracias al telégrafo, se salvó usted de morir en el combate del 2 de mayo de 1866, contra la escuadra española? El viejo se toma el rostro y su apariencia cambia de repente, tal vez recordarle los aciagos momentos de la guerra fue mala idea. Su faceta de irónico y burlón cambia para mostrarme la tristeza de su corazón: El ministro de guerra don José Gálvez estaba conmigo en la torre La Merced y no volé en mil pedazos porque él me envió en comisión al telégrafo. Lástima que el ministro no corrió la misma suerte, gallardo señor de quien ahora no se comenta nada, me explicó con nostalgia.

En ese momento y con algo de dificultad, don Ricardo se pone de pie y examina todos los libros del salón con un amor inimaginable. Le gusta ser el eterno ‘Bibliotecario Mendigo’, ¿no es así?. ¡Siempre!, me respondió. Luego de que Chile nos declara la guerra y pasada las campañas del sur, supe de las terribles incidencias de San Juan y Miraflores. Aquí viví los momentos más nefastos de mi vida. Lamentablemente ya es muy tarde mi bellaco amigo y necesito descansar, por qué no vienes a mi cumpleaños y terminamos esta historia, así me ayudas a concluir una última tradición.

Con una grandísima alegría me levanté de mi silla y me retiré esperando con ansias el amanecer para volverlo a ver… ¿Cómo, no te despides?, me dijo don Ricardo y antes de que el viejo pudiera alzar su brazo para propinarme un tercer bastonazo, le alcanzo a estrechar la mano y marcharme, no sin antes decirle un hasta pronto y desearle buena noche.

No pude cumplir con la orden de desalojarlo, pues entendí que la Biblioteca Nacional era el hogar de don Ricardo y mientras me marchaba pude ver que el sencillo anciano se despide desde la ventana como esperando a que vuelva.

Don Ricardo vuelve a su silla, cierra su libro y con una ligera sonrisa sopla la vela para dormirse en su ya conocida apacible calma…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico 

Bibliografía: "Tradiciones Peruanas" de Ricardo Palma, "Ricardo Palma en la marina" de Carlos Zúñiga Segura (Colección bibliográfica del INEHPA)