viernes, 29 de abril de 2016

El poder de un juego de cartas

Era uno de esos días donde el inclemente sol del desierto hace de las suyas en el mes de enero, había un calor insoportable y con muchos preparativos por hacer. !Apilen bien esos sacos que son nuestra línea de vida!, nos repetían los oficiales. Y es que para cualquier persona, soldado o civil, estar aquí en el arenal sofocante ya es una lucha constante en la que si se titubea o no se sigue una orden al pie de la letra, se puede pagar caro. Las órdenes eran claras y había que cumplirlas, el enemigo no perdona nuestros errores.

Sin embargo, no todo era el cumplimiento del deber, en los ratos de ocio había que mantener nuestras mentes fuera del temor de la guerra y algunos juegos de azar eran permitidos en nuestras precarias trincheras. Yo era un experto en las apuestas y mi fuerte eran los naipes. Nadie podía conmigo en cuanto a juegos de barajas y las Cartas Españolas eran mi principal medio para llevar a cabo sensacionales maniobras de trucos o engaños, que me permitieran vaciar los bolsillos de mis compañeros y llenar los míos.      

Cartas Españolas del siglo XIX, encontradas en una estación
de tren al sur del Perú. Parte de la colección del INEHPA.
Debo reconocer que haber visto varias veces a mi padre apostar con esta clase de cartas en las salitreras del sur, lugar donde muchas personas las conocen y dominan, me había convertido en una máquina de apuestas. Disculpen la soberbia, pero era imparable en todo sentido de la palabra. Por tal motivo, llevé este juego que era nuevo para muchos de mis compañeros a San Juan y pasar el tiempo libre en aplicar una jugarreta que me permita apropiarme de algunos centavos extras. 

Comencé pues a enseñar el uso de las Cartas Españolas, algunos entendían las reglas del juego y me apostaban, otros más osados no entendían nada, sin embargo se atrevían a jugarlo. De cualquier manera todos perdían sus monedas. Jamás olvidaré cuando un soldado que no pasaba los dieciséis años se me acercó mientras repartía las naipes para preguntarme qué jugábamos. Sin aspaviento alguno le respondí: jugamos con las cartas, muchacho. El chiquillo se molesta conmigo inexplicablemente y expresa su gracioso enojo. ¡Le diré a mi Taita Cáceres que juegas con la correspondencia! Inmediatamente todos los que estábamos ocultos en la trinchera empezamos a reír sin parar.

Admito que adoraba las tardes, la vista del desierto era hermosa, ignoraba por completo que el desastre estaba por venir. Era un nuevo año, tal vez 1881 era el año de la salvación del Perú. Me sentía muy optimista, claro, si ganaba en todas las apuestas mi ánimo no podía ser mejor. Al caer la noche siempre me dormía pensando que la línea de San Juan frenará de una vez por todas el avance de 'La Estrella Solitaria'.

Las tardes eran refrescantes y había buen ambiente de camaradería, hasta que de pronto, algunos compañeros que no aceptaban que me llevara su dinero refunfuñaban llamándome con adjetivos de todo tipo. ¡Tramposo! ¡Ladrón! ¡Timador! Me gritaban. No me había dado cuenta, pero toda la trinchera se me venía encima, muchos de mis compañeros no soportaron la derrota. ¿Qué culpa tengo yo de ser un experto en las apuestas? Muchos de ustedes duermen y se acurrucan al lado de su fusil, yo lo hago al lado de mis Cartas Españolas, trataba de explicarles.
   
¡Nos haces trampa! ¡Nunca pierdes! ¡Mentiroso! Continuaban bociferando. ¡Bah!, son unos malos perdedores, respondía. No se los mencioné, pero los trucos en las apuestas valen en tanto no te descubran. ¿Por qué en vez de quejarse apuestan de nuevo y tratan de recuperar lo perdido?, pregunté. Todos quedaron en silencio. ¿No hay ningún valiente? ¡Entonces no se quejen, perdedores!

En ese momento, cuando pensé que no había valientes, un joven soldado se ofreció a jugar conmigo. Mi carácter burlón hizo gala de soberbia y buscando asustarlo un poco le dije: ¿Qué apostamos, tu cuchillo? El muchacho esboza una sonrisa y me responde tajantemente. ¡Saca todo tu dinero de la bolsa que ahora lo pierdes todo!

No lo niego, ese comentario me molesto. Dejemos las cosas claras, le dije. Si tu ganas te llevas todo lo que conseguí en las demás apuestas y si yo gano quiero ese hermoso cuchillo. Es cierto, el peso de la apuesta era desproporcionada y hasta loca si se quiere llamar así, pero la mirada de este muchacho era tan segura que sabía que no se negaría y así fue. ¡Acepto!, me dijo y nos dimos un apretón de manos.

Reparto las cartas mientras pensaba en una jugarreta que me permitiera llevarme ese cuchillo, mientras que el joven aparentaba calma y serenidad. Yo estaba confiado, había desvalijado a tantos soldados que uno más sería mi consagración. 

Comenzó el juego. Las Cartas Españolas fueron repartidas y ya no había marcha atrás, el muchacho demostraba que no era muy ducho en esto y no se le notaba seguro en lo que hacía. Los minutos pasaban y todas las trincheras habían venido a ver nuestro juego, por un momento creí que hasta Cáceres había llegado a mirar desde su enorme caballo. Cuando creí que todo me favorecía y podía llevarme la partida, el joven soldado me sonríe y decide que esto se acabó. Un silencio casi sepulcral invade el arenal y mostrando que no era un principiante en los juegos de azar, el muchacho me gana la contienda.

¡Devuelve el dinero a los soldados que engañaste, porque hoy llenarás tu bolsillo de arena!, me dijo. El Taita Cáceres sólo atina a sonreír y marcharse galopando al cerro Zig Zag. No lo podía creer, había perdido contra ese muchacho. ¡Viva Augusto Bedoya, vencedor en Tarapacá!, gritaron los soldados más jóvenes. Nunca supe la historia del tal Bedoya, tampoco de dónde venía, solamente opté por enterrar las cartas en el arenal y no volver a apostar nunca más.

Solamente supe que el tal Augusto Bedoya era ayudante de Cáceres y mientras lo veía marcharse por el arenal me di cuenta que debía conocerlo, pero eso es otra historia...
                                                                                            

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



sábado, 16 de abril de 2016

Mi cuchara favorita

Era una cuchara como todas, común y corriente. Un utensilio básico con el cual puedes llevarte los alimentos a la boca, sin embargo, en mi casa este objeto era utilizado para maliciosos propósitos. Éramos dos hermanos cuyo máximo deseo era algún día hacernos a la mar como nuestro padre. Él, era un marino con experiencia, con innumerables travesías y siempre nos contaba que navegaba con su gran amigo llamado Miguel. Al desatarse la guerra, papá acude al llamado de la marina y nos dio la orden de que antes de servir a la patria debíamos crecer fuertes comiendo todo lo que nos preparara mamá.

Precisamente esa era la cuestión, ni a mi hermano ni a mí nos gustaba lo que mamá cocinaba. Pero ¿cómo hacía nuestra madre para conseguir que nos alimentáramos, pese a que detestábamos su comida? Pues bien, ¿recuerdan la cuchara que les mencioné? Mi madre la utilizaba para que comiéramos todo lo que había en el plato. ¡Si no empiezan a comer les rompo la cuchara en sus cabezotas!, vociferaba.  

Para hermanos entre trece y once años esa amenaza siempre surtía efecto. Hasta el plato devorábamos con tal de que mamá no nos acomode un cucharazo. Una noche y a la hora de la cena, mi padre regresa por última vez a casa para luego zarpar en un buque en compañía de su gran amigo Miguel. Al momento de servir la mesa, mi padre nota en nuestras caras cierto desgano, él sabía que la comida de mamá era horrible. De pronto, mientras mi madre traía la cena, papá se nos acerca y nos susurra acompañado de una sonrisa cómplice: Prefiero comer tierra. 

Cuchara del siglo XIX, era hecha a mano y de
uso común. Parte de la colección del INEHPA
Los tres empezamos a reír, sin embargo, no contábamos que mamá tenía un buen oído y escuchó el comentario de mi padre. Paramos de reír en el acto, mientras que nos invade el temor. Qué curioso, papá participó en el Combate 2 de Mayo de 1866 y expulsó a los españoles valientemente y ahora le teme a la mirada fulminante de mi madre. ¡Y bueno, quién no! Porque mamá tomó la cuchara y la levantó como diciendo: si hay una risa más vayan despidiéndose de sus vidas. No sé ustedes, pero yo era joven y quería seguir viviendo, por eso, no gesticulé siquiera una sonrisa más.

A la mañana siguiente fuimos a despedir a mi padre al puerto del Callao. El lugar era una fiesta, cientos de personas vitoreaban y lanzaban gritos a favor de la patria, mientras valientes marinos marchaban frente a un conocido buque, que para muchos era pequeño de tamaño pero grande en coraje, era débil su blindaje pero sus ideales eran a prueba de balas. ¡Es un pedacito de patria!, dijo mi padre.

Antes de abordar, mi papá nos presenta a su amigo, Miguel quiero que conozcas a mis hijos. Miguel se acerca dejando ver su prominente barba, su rostro reflejaba firmeza, temple y decisión. Su andar era la de un bravo hidalgo y su porte señorial infundía seriedad. Sin embargo, la cara le cambia para mostrarnos su cálida sonrisa y revoloteando nuestros cabellos nos saluda: ¡Muy buenos días marinos! Mi hermano y yo nos paramos firmemente y con saludo marcial respondimos gritando al cielo, ¡buenos días, Almirante Grau! Miguel simplemente atinó a reír.

Llego el momento de decir adiós. Mi padre se despide de mamá con un cálido beso, ella no paraba de llorar. Mi hermano menor y yo creíamos que él volvería, por eso no entendíamos tanta tristeza. Papá se dirige a nosotros y nos abraza tan fuerte que por un momento sentí que una vértebra me partía. ¿Volverás, verdad? Le pregunté. Mi padre toma con firmeza mi mano y me responde: Castigaremos a los malos y regresaremos. Le prometo decirle a Miguel que los lleve a pasear en su buque, mientras me daba la cuchara con la que mamá nos amenazaba. Toma, escóndela, así tu madre no tendrá con qué sacudirles la cabeza, me dijo. No pude aguantar más y lloré.

¡Papito, regresa pronto!, le gritábamos a lo lejos, mientras él abordaba el buque. De inmediato, el pedacito de patria flotante se pone en marcha, dejando una estela de promesas y un sinfín de sueños. Al pasar los meses me enteré de un juramento que hizo Miguel, el gran amigo de mi papá: “Si el Huáscar no regresa triunfante al Callao tampoco yo regresaré”.  Y así fue la historia, el viejo y querido Huáscar no regresó jamás…   


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



martes, 5 de abril de 2016

Una guerra a la vuelta de la esquina

Todo parecía presagiar que sería una mañana como todas, en donde la cuculí hace de las suyas con su canto madrugador y melodioso. Y es que la Lima de 1879 era así, tranquila por las mañanas y alegres por las tardes. Sus ingeniosos comerciantes no tardan en instalar sus negocios, la criollada que caracterizaba al capitalino, era propia de diversos vendedores que no escatimaban esfuerzos para atraer a su clientela.

Era 5 de abril y el canto de las aves es interrumpido por las campanas de la Catedral, su intenso repique alertó a propios y extraños. El sonido de las carretas surcando las calles se hacía constante y los pregoneros anunciaban un suceso inesperado.

Los vecinos salían de sus casas, algunos alertados por tanto bullicio lo hacían hasta en paños menores, nadie sabía lo que acontecía exactamente. Recuerdo que me asomé por el balcón de mi habitación para saber a ciencia cierta qué es lo que pasaba. 

¡La guerra está aquí! ¡La 'Estrella Solitaria' nos la ha declarado! ¡Es oficial, el Perú se va a la guerra! Fueron una de las tantas frases que los pregoneros anunciaban y lo hacían prácticamente a cada casa, tocando de puerta en puerta.

Mucha gente compraba los periódicos y se llenaba de entusiasmo, mientras el día se hacía cada vez más claro, ya toda Lima está en la Plaza Mayor, celebrando y comentando el inminente suceso.

¡Viva el Perú!, gritaban todos, mientras algunos sacaban diversas banderas o símbolos patrios para incentivar aún más el fervor de la gente. No podía evitarlo, el sentimiento y amor por esta tierra me ganan y desde el balcón comienzo a lanzar vivas de victoria e improperios contra el enemigo.

Bajé de inmediato en busca de mi bandera y salir a la calle a proclamar mi amor por el Perú. Sin embargo, estando cerca a la puerta mi padre impide que me marche: ¡Deja esa bandera! ¡Te quedas en casa!, me dijo enfadado.

¡Papá, estamos en guerra!, es hora de demostrar de qué estamos hechos. Escarmentaremos al mal hermano que nos arrastró a esto. ¡Guerra pidieron, guerra tendrán!, le expliqué. Lamentablemente mi padre era de pocas palabras y con un fulminante ¡no!, me obligó a tan sólo seguir mirando por el balcón. 

Mientras observaba la algarabía de la gente, pensaba en la reacción de mi padre, siendo un valiente soldado que participó en el Combate 2 de Mayo de 1866, pensé que él sería el primero en salir, sin embargo optó por callar y permanecer prudente sentado en su sillón.

Es curioso, 'La Estrella Solitaria' era uno de nuestros principales aliados en la lucha por la libertad frente al poderosa escuadra española y ahora nos ha declarado la guerra.

El nuevo impuesto boliviano a las empresas de nuestro próximo enemigo, fue un hecho que terminó colmando su paciencia y no tardó en amenazar la paz. Sabía que el Perú había firmado un tratado con el país altiplánico, que consta en mutua defensa viéndose obligado a intervenir.

Los motivos ya no importaban, estábamos en una situación cuya solución era vencer. Dentro de poco habrán anuncios donde se llame a la creación de reservas, debía participar a como diera lugar, apenas tenía dieciséis años y debía consultarlo con mi padre. 

Esperé el momento de la cena, para darle la noticia que participaría en la reserva a penas se dé el llamado oficial. Mi padre se veía incómodo, incluso algo temeroso. ¿Por qué?, él era un soldado con experiencia, un 'viejo zorro'. Estaba seguro que se presentaría al llamado de la patria pese a ser un militar retirado.

Su plato de comida estaba intacto, no había tocado ni la cuchara si quiera, mientras yo iba por la repetición. La tranquilidad de la cena cesa y por gracioso que parezca la guerra estalla en mi casa…

¡Me alistaré en la reserva!, di la noticia a mi familia. Mi madre deja de comer, mis hermanos menores se contagian de mi entusiasmo y quieren participar y mi padre… Mi padre golpeó fuertemente la meza, derramando la chicha que mi mamá nos había preparado.

¡Nadie en esta casa hablará de la guerra, ni mucho menos se alistará en el ejército! No pude evitar mi frustración y me levanté rápidamente de mi silla y le dije: ¡Defenderé al Perú quieras o no!

Hace algunos meses mi padre estuvo en el país de la ‘Estrella Solitaria’ y cuando regresó no fue el mismo de siempre. Estuvo callado y cada vez cuando le preguntábamos por su viaje y de las cosas que vio, él siempre optaba por callar y salir de la casa. ¿Por qué? Era la pregunta que siempre me hacía.

La noche del 5 de abril fue la más incierta de todas, pese al fervor que sentía no dejaba de pensar también en la posible derrota. ¿Y si no todo sale como lo esperamos?, cavilaba en silencio. No lo quería reconocer pero la duda se apoderó de mí.

No podía dormir, así que decidí bajar al jardín para tomar aire, fue en ese momento cuando descubrí a mi padre sentado en su sillón favorito, fumando una vieja pipa que le había obsequiado mi abuelo.

Era ahora o nunca, tenía que saber qué es lo que aflige su corazón, ¿será el miedo? Siendo un soldado respetado y querido en todas partes, aclamado como el más patriota entre los patriotas, ahora prefiere el silencio e indiferencia.

¡Estamos en guerra!, le grité. Y es que ya no aguantaba más, su silencio, desidia y pasividad terminaron por colmar mi paciencia. ¡Si no limpias tu espada y te niegas a ponerla nuevamente al servicio del Perú, pensaré que eres un cobarde!, continué reprochándole. Creo que fue mala idea, pues mi padre se levanta haciéndome notar sus casi dos metros de estatura y levanta su brazo.

Pensé que me golpearía así que opte por cubrirme el rostro, pues con esa tremenda mano, una bofetada en la mejilla me podría costar cinco meses de rehabilitación en un hospital. De pronto, mi padre me señala un rincón del jardín y me dice: ¿Quieres ir la guerra? Ahí tienes mi espada.

¿Estás listo para matar? Asegúrate que sea por la razón justa y no por intereses propios. ¿Quieres servir al Perú? Vive entonces y no intentes morir tan sólo para alabar tu nombre. ¿Quieres la crueldad de la guerra? Pues ya la tienes.

Tomé la espada y blandiéndola por todo lo alto le pregunté sobre la ‘Estrella Solitaria’, tú estuviste en ese país, ¿podremos ganar? Mi padre no me respondió, tan sólo se marchó a un pasillo oscuro que daba a la sala de mi casa y mientras desaparecía me dijo: No estamos preparados.

De pronto, mis hermanos quienes habían escuchado la conversación que tuve con mi padre, bajaron para darme fuerzas, pues a pesar de que oyeron las advertencias de papá, no dudaron en querer buscar un lugar donde pudieran prestar sus servicios.

En ese momento mi padre sale de la penumbra pero no lo hace solo, una hermosa bandera que había flameado en el Combate 2 de Mayo lo acompaña e izándola en un palo de mi jardín nos dijo a todos: Si vamos a servir y morir por la patria entonces hagámoslo juntos.

¿Qué lo hizo cambiar de opinión? Tal vez mi insistencia o fervor lo hicieron recapacitar, no lo sé. A medida que la guerra avanzaba me di cuenta que mi padre tenía razón, no estábamos preparados, pero estoy seguro que a muchos de nosotros no le importaba, pues no había excusa que valga si el Perú llamaba. 

¿Qué pasó luego con mi padre? Murió con Bolognesi en Arica y mis hermanos cayeron en Miraflores, mientras que yo quedé solo con mi madre llorando siempre bajo esa bandera gloriosa del combate del 2 de mayo.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú" (1822-1933), Jorge Basadre (Colección bibliográfica del INEHPA)



viernes, 1 de abril de 2016

La fe de una noble campana

Me encontraba en lo más alto de una hermosa capilla ubicada en una hacienda lujosa y cómoda, con praderas verdes y árboles frondosos, en aquel entonces la sierra peruana era así, la armonía de la naturaleza y la nobleza de sus habitantes eran el complemento perfecto para una unión inquebrantable. 

La vista desde el campanario en donde me encontraba era cautivante, estaba parado y a la espera de que el sacerdote me dé la señal para hacer sonar una pequeña campana y llamar a todos los vecinos de mi pueblito a misa. ¿Cómo esta pequeña campana llamará a todos? Su sonido no llegará lejos, pensaba. 

No creo que el sonido de esta campana llegue a todo el pueblo, le dije al sacerdote. De pronto, el religioso sube hacia el campanario y poniendo su mano en mi hombro me responde: Esta campana es la voz de Dios y su llamado no es para nuestros oídos sino para nuestros corazones, hazla sonar y el pueblo vendrá.

Debo admitir que era incrédulo, la campana era de bronce y se veía muy pesada, sin embargo era pequeña a comparación de otras que había visto, pero ¿por qué este párroco le tiene tanto cariño? La única manera de averiguarlo era hacerla funcionar.

Recuerdo no haberla golpeado con mucha fuerza, pues en aquel tiempo era un niño enclenque, no porque me faltaba comida, sino porque nunca me gustaba cómo me la preparaban en casa. Sin embargo su sonido fue estremecedor, el viento llevó su mensaje a cada rincón del pueblito y todos los vecinos salían con sus mejores galas para asistir a escuchar la palabra de Dios. 

El sacerdote tenía razón, esta campana llevaba la voz de Dios no a los oídos de la gente, sino a los corazones, ¿cómo me di cuenta? Mi tío quien era sordo, también lo veía llegar a la capilla. Es curioso, nunca podía entenderme, pero cada vez que esa campana sonaba él era uno de los primeros en llegar. 

Desde que escuché su cálido sonido por primera vez, siempre deseaba ser yo el único que la hiciera repicar. Creo que era la única labor que me tomaba enserio, pues labrar el campo y cosechar frutos no eran de mi agrado. Siempre cuando el párroco me llamaba para hacer sonar la campana yo subía feliz, pues aunque ese pesado bronce no lo sabía, ya sentía que tenía una especie de afinidad y cariño.

Esas épocas eran inolvidables y no había pasado mejor etapa que mi niñez, pues a mis once años, mi vida, la naturaleza y el sonido de mi campana estaban entrelazados en comunión perfecta.

No sabía que el Perú atravesaba uno de sus momentos más difíciles, la guerra aún estaba lejos de mí y de mi pueblo. Sin embargo, cuando la capital cayó y el enemigo comienza a invadir la sierra, mi futuro se torna incierto y sus colores que presagiaban paz y prosperidad, se hacían grises y escalofriantes. 

Cada instante que pasaba sentía que los días no brillaban con la luz de siempre, por el contrario, eran cada vez más opacos y nublados, sabía que algo andaba mal y lo noté cuando la campana emitió un sonido diferente.

¡Llama a misa!, me dijo el sacerdote, sin embargo, la campana se hacía más pesada y su sonido más lúgubre. Hacerla funcionar era cada más difícil, hasta que un día no quiso resonar más. Recuerdo que ese mismo día, la ‘Estrella Solitaria’ llegó a mi pueblo y su primera ley que impuso fue la del terror.

Nunca entendí qué buscaban o a qué venían, sólo miraba atónito todo el mal que causaban. ¡Escóndete! ¡Ve a la capilla!, me decían mis padres, mientras trataban de defender mi casa. Corrí tan rápido como pude, a cada paso que el invasor daba destruía lo que amábamos, tenía que prevenir a los vecinos y la campana era el único llamado que los pondría en alerta. 

Colección del INEHPA
Al entrar a la capilla el párroco, quien se encontraba rezando por nuestra salvación me impide subir hacia el campanario. ¡Es inútil!, me dice, ¡Dios, quien gustaba descansar bajo el sonido de esa campana se ha marchado llevándose su voz consigo!, continuó. 
   
No quise hacerle caso, subí apurado, pues sentí que el sonido de esa campana no se oye, sólo se siente. El invasor entra al corazón del pueblo e irrumpe la tranquilidad de la capilla. Al llegar al campanario traté de hacerla funcionar, pero un soldado enemigo impide siquiera que ponga mis manos sobre ella.

La Campaña de la Breña ya había dado comienzo, sin embargo nuestro pueblo era cautivo del invasor y todos los vecinos se sentían impotentes al no poder unirse a la causa de un tal Andrés Avelino Cáceres. Mis padres una vez me contaron que este señor a quien llamaban ‘Brujo de los Andes’, gustaba venir a mi pueblito para descansar y jugar como un niño con todos nosotros.

Poco a poco mi pueblo perdía su alegría, aquellos que se resistían eran asesinados y todo acto de amor hacia nuestros símbolos patrios era severamente castigado. El rostro de los míos se entristece y sus ojos reflejaban incertidumbre, como preguntándose qué mal hemos hecho para merecer tanta crueldad.

Tomado el pueblo y a merced del enemigo, teníamos que aprender a vivir así. ¿Dónde está ese ‘Brujo’ del que todo el pueblo recuerda con admiración? ¿Habrá muerto en batalla? Tal vez se olvidó de nosotros, pensé.

Una mañana en la hacienda un soldado me ordena que lo acompañe a tocar la campana de la capilla, para hacer una ceremonia que incluía el izamiento del pabellón enemigo en nuestro pueblo. Se ordenó a todos los vecinos asistir, quien no lo hiciera sería sancionado.

Todos los vecinos se reunieron alrededor de la capilla y mientras se entonaba el himno enemigo se izaba la bandera de la ‘Estrella Solitaria’, ese preciso momento fue muy triste para mí, pues escuchar cantos que ensalzan a un país que no era el mío era doloroso. 

Al término de la melodía, el soldado quien me ordenó que lo acompañe a lo más alto de la torrecilla, hace sonar con fuerza la campana como una reverencia a su pabellón, pero la campana a pesar del fuerte golpe jamás emitió sonido alguno.

El soldado vuelve a golpear con más fuerza la campana, pero ésta se mantenía sólida y no expresó su conocido llamado. 

¡Está muerta!, le grité al soldado ¡y no sonará hasta que ustedes se marchen de mi pueblo!, continué exclamando. El militar no soportó tal agravio y me abofeteó en la mejilla. Caí con fuerza al suelo mientras me tomaba el rostro por el dolor.      

Quedé desorientado, el porrazo había golpeado mi orgullo en vez de mi cara, el Perú se desangraba y yo sólo atinaba a sobarme el rostro. De pronto, cuando creí que ya había tenido suficiente, el soldado quien seguía embravecido, me tomó de mi atuendo y sujetando mi cuello me dijo: ¡Haz sonar la campana y ay de ti si no emite sonido alguno!

El miedo se apoderó de mí, comprobé la gravedad del asunto cuando el soldado cargó su fusil y me apuntó a la cabeza. Miré la campana y cerrando los ojos la hice sonar. El sonido fue tan estridente que retumbaron los oídos del invasor, algunos dicen que fue tan fuerte que solamente los oídos del enemigo sangraron.

La voz de Dios regresó a la campana y está vez no volvió sola, trajo consigo al ‘Brujo de los Andes’. Mis padres tenían razón, pues este ‘Brujo’ era tal cual las leyendas lo describían. Era hijo de los Apus, pues de las montañas más altas venía y sólo él podía saltarlas para ayudarnos.

Su llegada no sólo era resistencia sino justicia, sus soldados quienes también eran como nosotros estaban dispuestos a no ceder al látigo del invasor. La ‘Estrella Solitaria’ viéndose acorralada por todos los rincones, no le quedó más opción que replegarse y huir.

Yo sabía que tarde o temprano los invasores regresarían, pero esta vez estaríamos preparados, el ‘Brujo’ dejó su magia en nosotros, también su fe en esta tierra y cuando pensé que únicamente vino para ayudarnos se quedó unos días con su familia, para ayudar a reconstruir nuestro pueblito y jugar con los niños.

Taita Cáceres, este niño es el jovencito de la campana, le dijo el párroco. El ‘Brujo’ me mira y con una sonrisa de oreja a oreja me dice: ¡Llévame a tu campana!

Al subir a lo más alto de la capilla, Cáceres acaricia la campana, mientras todo el pueblo sale al notar su presencia en la torrecilla. Los soldados sacan una hermosa y gigante bandera roja y blanca y colocándola en lo más alto de un palo de madera esperan atentos la arenga del ‘Brujo’.

Cáceres desenvaina su sable y me lo da, me toma entre sus brazos y me lleva hasta sus grandes hombros. De pronto, inflando su pecho y tomando ese aire de libertad que actualmente respiramos exclama: ¡Peruano, guíanos a la resistencia, haz fuerte tu corazón y no te doblegues más que para ayudar a otro peruano, sé libre para decidir si entregas una nación afligida o una en la que valga la pena vivir! ¡Viva esta tierra bendita llamada Perú!

Cáceres se marchó del pueblo, dejando inscritas esas palabras en nuestros corazones, nunca más regresó aquí, pero quiero pensar que en tanto un peruano haga sonar esta campana, su voz llegará también al corazón de ese guerrero llamado ‘Brujo de los Andes’ y estoy seguro que él regresará para ayudarnos.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Datos de la campana: "Fundida por Juan Villegas Arenal, febrero 8, 1882". Detalle inscrito, "soy de José María Luna"