sábado, 21 de mayo de 2016

Huáscar, un monitor tan pequeño que cabe en el corazón de todo un pueblo

Pasaron muchos años desde que la guerra con 'la Estrella Solitaria' había concluido con resultados catastróficos para el Perú, sin embargo, supimos salir a flote y restablecer la tranquilidad en casi todo el país. Lima había recuperado su majestuosa ciudad antaño y poco a poco sus casonas, balcones, calles y pasajes volvían a tener esa imponente clase merecedora del paso de reyes.

Jamás había disfrutado tanto de Lima como cuando era niño, ese frío de invierno y esas mañanas oscuras como a la espera de los primeros rayos solares eran hermosas. El silencio se rompía por el paso de vehículos y de algunas carretas. Así era la capital de 1930, moderna e histórica a la vez, jamás el pasado y el futuro estaban tan unidos como los años en los que viví. 

Mi infancia con cada día que pasaba iba terminando, sin embargo, no me cansaba de escuchar todas las noches y antes de dormir, los relatos de mi padre sobre un monitor legendario y su valiente comandante. Cada noche escuchaba atentamente lo que papá tenía que decir: ¡Miguel y el bravo Huáscar!, así empezaban sus historias.

Ni en el colegio prestaba tanta atención como a mi padre, siempre Miguel y el bravo Huáscar, eran sus gritos, hasta mamá tenía que pedirle que se callara para no molestar a algún vecino quisquilloso. Tuvieron que pasar muchas historias para darme cuenta que el bravo Huáscar era un monitor, ya que mi padre me juraba que tenía vida propia. ¡Es el alma de todo un pueblo!, me explicaba. ¡Un monitor a la medida!, me decía. Y cuando le preguntaba por Miguel, papá sentenciaba: ¡Era la sangre de lo que significaba ser peruano!

Cada noche era una hazaña, cada momento del relato era una aventura, las correrías del Huáscar empezaban y no había sueño o cansancio que me hiciera perder un juramento o una promesa de Miguel. Nunca lo conocí, es más, ni una sola foto vi de él, pero lo admiraba y quería como si fuera parte de la familia. 

Recuerdo que mi padre guardaba en su armario un sable y que un día lo saqué para jugar. ¡Soy el valiente Miguel!, decía, mientras lo alzaba y blandía sin temor. De pronto, una estatuilla que no entendió que yo era el valiente Miguel, cae al suelo producto de un sablazo, rompiéndose en varios pedazos. Así como el adorno, un florero tampoco entendió mi valentía y se acostó en el piso quebrándose en trozos pequeños.

No sabía qué decir o qué hacer, traté desesperadamente de ocultar a los cobardes caídos que no resistieron el poder de mi sable y a esconder el arma de vuelta en el armario de mi padre. Al colocarlo en su lugar, encontré una caja cerrada con un pequeño candado, al momento de sostener el objeto en mis manos mi padre entra y ve el desorden. El susto de su presencia me hizo soltar la caja que cayó estrepitosamente.

Trozo de plancha y remache del Monitor Huáscar. Parte de la
colección del INEHPA.
Papá se enfadó tanto por lo ocurrido que hizo despertar mi rebeldía. Mis gritos tan solo daban fe que mi niñez terminó y el orgullo propio de la adolescencia sacó lo peor de mí. No soporté los regaños de mi padre y no dejaba de responderle. Cuando creí que la discusión no podía llegar más lejos, papá me advirtió que de ahora en adelante no habrían más relatos de Miguel y el Huáscar por las noches. Advertencia a la que aún más furioso respondí: ¡Mejor, porque tú no eres ni la sombra de él!

Aquella noche jamás me sentí tan vacío y solo. Papá no entró a mi recamara para empezar gritando al viento: ¡Miguel y el bravo Huáscar! Mi madre tampoco llegó a decirme si quiera buenas noches, solamente se dedicaba a atender a mi padre que sufría desde hace un tiempo una severa enfermedad respiratoria. 

Toda la noche y mientras yo meditaba lo sucedido, mi padre no dejaba de toser y quejarse. Ignoraba por completo que en la mañana la vida me daría una terrible lección. Era 8 de octubre y hacía más frío que de costumbre. Papá estaba internado en el hospital, mamá lloraba desconsoladamente y yo tan solo podía mirar, sin decir palabra alguna.

Jamás me despedí de él, jamás pudo contarme el desenlace de Miguel y el bravo Huáscar. Estuve quieto, mudo, muerto en vida. Sin embargo, el entierro de papá fue especial. La Marina de Guerra se hizo presente para darle una gran ceremonia. Gente que nunca había visto o conocido se acercaban al féretro para dejarle flores y decirle: ¡valiente marino!

Uno de los presentes nos recuerda que era  8 de octubre, día del célebre Combate de Angamos, en el que el bravo Huáscar se enfrentó a todo el poderío naval enemigo. No lo sabía, ignoraba por completo aquel suceso, mi padre nunca pudo contarme esa historia, tal vez, se estaba reservando para este día, día en el que murió.

Un contralmirante empieza a aclamar uno a uno a los tripulantes del Huáscar que estuvieron presentes en el Combate de Angamos 8 de octubre de 1879, uno de los aclamados fue Miguel Grau, de quien por fin supe su apellido, otro de esos valientes fue mi padre. ¡Sí!, mi padre. Nunca me lo dijo, ni siquiera me lo mencionó. Se despidieron de él como uno de los últimos sobrevivientes de aquel mítico y bravo monitor, y yo no lo sabía.

Mamá se me acerca entre lágrimas y me da un fuerte abrazo, tú llevarás la sangre del Huáscar de ahora en adelante, me dijo. ¿Cómo? le respondí. Entonces mi madre entre sus atuendos saca la caja que yo había dejado caer al suelo. Al abrirla, un pedacito del bravo monitor se deja ver con una foto de mi padre al lado de Miguel Grau y una notita que decía: 8 de octubre de 1879, el Huáscar sigue navegando firme en el corazón de todo un pueblo, en especial en ti...       

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico