martes, 7 de junio de 2016

El morro que defendimos con la fuerza de un fusil

5 de junio, 1880. Eran las siete de la mañana cuando el enemigo llegó a nuestra plaza, vendado con un pañuelo común de bolsillo, todos lo miramos sin expresar palabra alguna, venía montado en un caballo y a galope lento. Todo era silencio, el único sonido que se podía oír resonar era el andar del corcel. Algunos miraban al invasor con indiferencia, otros como yo, con odio, ya bastante sangre se había derramado para que ahora nos toque a nosotros. Era el mayor del grueso ejército invasor, José de la Cruz Salvo, quien se acercaba tras cubrírsele los ojos a parlamentar rendición.

“Señor, el general en jefe del ejército de Chile, deseoso de evitar un inútil derramamiento de sangre, después de haber vencido en Tacna al ejército aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos en hombres, víveres y municiones conocemos”, dijo el emisario enemigo. 

“Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré quemando el último cartucho”, contrapuso Bolognesi.

“Entonces mi misión está cumplida, dijo el emisario, levantándose del sofá en el que mi viejo coronel le invitó a descansar.

“Lo que he dicho a usted es mi opinión personal, pero debo consultar a los jefes y a las dos de la tarde mandaré mi respuesta al cuartel general chileno”, dijo el peruano.

Esa respuesta era inadmisible para Salvo, quien con voz tajante se opuso: “No, señor comandante. Esa demora está prevista, porque la situación en que respectivamente nos hallamos, una hora puede decidir la suerte de esta plaza, Me retiro”.

“Dígnese usted aguardar un instante”, insistió mi coronel. “Voy a hacer la consulta aquí mismo y en presencia suya”. Agitó entonces una campanilla y ordenó a un ayudante llamar a consejo a todos los jefes.

Mientras los oficiales llegaban, estaban sentados los dos durante algunos minutos, Salvo y Bolognesi, uno al frente del otro. ¿Qué se habrán dicho? Cuán larga habrá sido esa espera para el chileno y qué tan corta era para el viejo peruano, cuyas preocupaciones por la llegada de refuerzos que al final nunca llegaron lo agobiaban y eran la diferencia entre la victoria o la aniquilación. 

"Golpes de campana trágica", así mi coronel describió la situación en una carta. Poco a poco los jefes llegaron a la sala. El primero en ingresar fue Juan Guillermo More, vestido de civil en señal de luto por haber perdido nuestro más poderoso buque, el Independencia. A pesar de la indiferencia de una nación, él está aquí dispuesto a pagar el naufragio con su vida. En seguida llegó el humilde millonario Alfonso Ugarte, el honrado y modesto José Joaquín Inclán, el viejo y valiente Justo Arias y Aragüez, los coroneles Marcelino Varela, Ricardo O´Donovan y Mariano Bustamente, el jovencito y querido amigo Ramón Zavala, el argentino que vino a pelear por el Perú Roque Sáenz Peña, el capitán del monitor Manco Cápac José Sánchez Lagomarsino, entre otros.   

Bolognesi no tardó mucho en hacer la consulta a todos los oficiales y cuando el coronel había decidido pelear, More se levanta y dijo: “Esa es también mi opinión”, seguido por los demás oficiales. “Decidle a vuestro general que me siento orgulloso de mis jefes, que la guarnición de Arica no se rinde”, sentenció el viejo soldado. Ahí tuvo su respuesta, el emisario chileno cumplió su misión.  

7 de junio de 1880. Una extraña pero apacible calma se rompe por el primer ataque del día, el cerco apretaba y el enemigo iba rodeándonos cada vez más. Estamos siendo acorralados, mi Batallón Iquique sale en busca del enemigo, corrí con todas mis fuerzas pero mi fusil era pesado, mientras buscaba posición para efectuar disparos más certeros, maldecía mi suerte por sentir que estábamos solos. El miedo me corría por las venas, había escuchado entre el regimiento que el enemigo tenía 6 mil hombres, ¡6 mil!, nosotros a duras penas éramos 1,600. El zumbido de las balas rozando mi cabeza se volvía cada vez insoportable, ¡aguanta!, me decía, ¡no te levantes!
Fusil Remington Rolling Block, parte de la colección del INEHPA.

“Apure Leiva, todavía es posible hacer estrago en el enemigo victorioso. Arica no se rinde y resistirá hasta el último sacrificio”, fue el último mensaje que mi viejo coronel Bolognesi le escribió desesperadamente a los refuerzos que se encontraban acuartelados en Arequipa, deben estar aquí, con ellos sé que podremos resistir, ¡yo se los juro!

Busqué y miré a todos lados, pero el Coronel Segundo Leiva y sus hombres nunca llegaron, mi latente luz de esperanza se iba apagando cada vez más y para peor de los males algunas minas que colocamos en todo el morro nunca detonaron. Pude ver como algunos de mis compañeros corrían y nos los culpo y los que estaban deseosos de morir por el sueño de todo un país eran masacrados. ¡No te levantes!, me decía despacito, ¡no te levantes más!

Ver a mi humilde millonario Alfonso Ugarte tomar el pabellón de mi Batallón Iquique y seguir en la lucha arengando y gritando, me dio esa fuerza necesaria para tomar una bala de mi bolsillo y continuar con los disparos. La coloqué en mi fusil Remington Rolling Block y al jalar el gatillo mi arma se trabó. Tuve que esperar a que mi compañero de al lado muera para tomar su arma y seguir peleando.

Observar el avance de los chilenos subiendo al morro, al último baluarte peruano después de una reñidísima refriega y ver a mis tan queridos amigos siendo pasados a cuchillo era desgarrador. Pero ahí en el medio estaba mi coronel Bolognesi, quien decidió de corazón sucumbir antes que poner una rodilla al suelo. No pude aguantar más y cargué a bayoneta al centro, quería huir, pero la fuerza animosa de Ugarte me hizo llegar al fuego nutrido. Al llegar, vi al jefe del batallón Granaderos de Tacna, el viejo y querido Justo Arias y Aragüez siendo rodeado por el enemigo. ¡Ríndase coronel!, le dijo el adversario. ¡No me rindo carajo, viva el Perú!, se opuso el peruano. Su respuesta fue contestada con siete heridas de bala y dos de bayoneta. El digno Arias y Aragüez, cae para no levantarse más. Ya el Fuerte del Este había sucumbido también, las baterías del coronel José Joaquín Inclán, comandante general de la 7ª división peruana, no soportó el embate, y él y sus hombres murieron.

El Teniente Coronel Ramón Zavala, jefe del batallón Tarapacá Nº 23, murió allá arriba en el morro y el argentino Roque Sáenz Peña fue herido en el brazo y tomado prisionero. Ver caer con honor a Juan Guillermo More, aquel que la patria no perdonó por perder el Independencia, redimirse y venir a morir con orgullo al lado de Bolognesi fue indescriptible, imposible relatar con palabras.

No puedo recordar si logré dispararle a alguien, solamente recuerdo que mientras levantaba mi fusil, para acertar un golpe de bayoneta, un estridente ruido me explotó en el pecho y mientras enterraba las rodillas en el arenal vi como remataban a mi viejo Coronel Bolognesi de un culatazo. El atento y digno señor dejó Arica para siempre. Mi humilde millonario Ugarte se lanzó del morro con el pabellón en la mano. Poco antes del asalto a nuestra plaza, me enteré que él había organizado un almuerzo para ratificar el juramento de morir antes que abandonar el sitio. Fue alcalde de Iquique y parte su fortuna la utilizó para la compra armas. Desobedeció a su madre cuando ella le ordenó que huya a Europa y se case con su prima, a quien dejó por defender el morro. 

Ya no queda nada, Arica es tomada por el enemigo, únicamente me queda recostarme en el suelo y esperar que la muerte haga su trabajo, la vida me abandona y la sangre tibia que alguna vez me dio la vida, hoy me deja para simplemente mojar el arenal…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "El Coronel Alfonso Ugarte", Geraldo Arosemena Garland. (Colección bibliográfica del INEHPA)