lunes, 19 de septiembre de 2016



El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Tercera parte)

1879, la guerra se nos viene e Iquique comienza a respirar aires de intranquilidad. Aquí nos enteramos de la ocupación chilena del puerto boliviano de Antofagasta. ¡Es terrible!, todo el litoral del país vecino se halla en manos de Chile.

Todos los vecinos salen de sus hogares, algunos colocan la bandera nacional en la fachada de sus casas, gritando ¡viva el Perú! Otros, quienes son más cautelosos atinan a cerrar sus negocios y refugiarse en sus casas. De pronto, una señora de traje muy elegante corre con dirección a la municipalidad, su rostro reflejaba angustia y temor. Era la madre de nuestro alcalde, doña Rosa Vernal.


¿Viste quién ingresó al municipio?, me preguntó Lucila. Es la madre de Ugarte y al parecer está muy preocupada, respondí. ¡Claro! La guerra se nos viene encima, ¡debemos hacer algo!, exclamó mi mujer. ¿Debemos? ¿Quiénes? le pregunté. ¡Todos debemos defender la patria si el enemigo llega hasta aquí!, explica Lucila. ¿Crees que los indígenas que fueron golpeados por sus capataces van a pelear esta guerra por nosotros?, le cuestioné a Lucila. Ella calla y me mira como diciendo: ¡Qué Dios nos ayude!


Nos refugiamos en nuestra casa, decidí no abrir la zapatería hasta que Iquique se calme un poco. A la mañana siguiente se nos comunicó que habrá una junta entre todos los vecinos encabezados por Alfonso Ugarte. Lucila y yo nos alistamos rápidamente y asistimos a la plaza entre la impaciencia de la gente. ¡Pueblo de Iquique, el Perú los necesita! ¡Formaré un batallón con mi dinero y lo formaré al servicio de la patria!, dijo Ugarte a todos los vecinos. Se supo luego que este gallardo caballero quien me perdonó la cárcel, renunció a su viaje a Europa para quedarse. No es militar, es tan civil como yo y pudiendo con toda su fortuna huir está aquí arengando al pueblo.


¡Quién está conmigo!, grita Ugarte. No pasó mucho tiempo para que los vecinos notables se registraran al batallón, otros preferían enrolar a sus cholos para que peleen por ellos. Muchos de estos indígenas no sabían el concepto de patria, otros pensaban incluso que Chile era un señor que venía para matarlos. ¡Pobres!, no saben a lo que se están metiendo, me dije.


Mi posición con respecto a la guerra era indiferente, mientras que la gente siga viniendo a mi zapatería no me importaba lo demás. Esta postura a Lucila le incomodaba, ella quería que yo fuera a inscribirme y formar parte del batallón que Ugarte está creando. ¿No harás nada? ¿Te quedarás aquí mientras los chilenos levantan armas contra el Perú?, me preguntó enojada Lucila. ¡Los chilenos no me han hecho nada!, le dije. Además quién sabe, si vienen hasta aquí querrán cambiar las suelas de sus zapatos, de seguro me pagarán bien, le expliqué. ¡Qué pedazo de bestia eres! ¡Una mula tiene más vergüenza que tú!, replicó Lucila. ¡Bah! Ya vengo y me fui azotando la puerta.


Al caminar sentí la necedad de pensar en mis palabras y las de Lucila, en ese momento, la madre de Ugarte discute con sus amigas. ¿Qué será lo que están hablando?, me pregunté. Lo mejor será acercarme con cautela y oír sus pláticas.


Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección
del INEHPA)
¡Date cuenta Rosa!, convence a tu hijo que abandone la locura de ir a la guerra y huyan a Europa, estarán más seguros allá, dijo una de las amigas. La respuesta de doña Rosa fue digna de quitarse el sombrero: “Si todas las madres peruanas razonara con tal buen juicio, que apartaran a sus hijos de los peligros que corren en todos los combates que el enemigo les presente, ¿Quién defenderán su territorio?, ¿quién pondrá a salvo el honor nacional?, ¿quién impedirá que la soldadesca embrutecida y desenfrenada invada los hogares, y mancille el honor de sus mujeres?... Mi hijo quedará en su puesto, mientras haya un palmo de tierra que defender, un enemigo a quien atacar, y una arma para volverla contra el mal hermano, que así nos ha arrastrado a esta guerra. Mi hijo es peruano, antes que todo, y cumplirá con su deber. Yo como madre, no haré otra cosa que alentar sus entusiasmos, y llorarlo si la desgracia me lo arrebata”.


Esos días entre tambores de guerra e intranquilidad fueron incómodos, Lucila seguía enojada conmigo, la clientela empieza a disminuir y algunos productos de primera necesidad comienzan a escasear. Ugarte ya no es más el alcalde, es tan sólo un civil quien con un grupo de amigos entre los que destacan el buen Ramón Zavala, fiel cliente de mi zapatería, están formando un batallón cuyo nombre me es aún desconocido. Al llegar a mi negocio, abrí como de costumbre invitando a cuanto caballero cruce, la vereda sin percatarme que el pañuelo que me regaló Lucila se me había caído. ¡Jamás pierda sus prendas, y menos cuando son regalos, señor!, me dijo Zavala mientras me devolvía el pañuelo. 
 
¡Gracias, señor! ¿Me trae un nuevo zapato?, le pregunté. Hoy no, vine para preguntarle si ya se inscribió a nuestro batallón, dijo Zavala. No señor, esta guerra no es para mí, le expliqué. Si esta guerra no es para ti entonces ¿cuál?, respondió sonriendo. ¡Es tú deber igual que mío!, me dijo mientras se marchaba.


Las noticias de la guerra se hacían cada vez más cercanas, felizmente, la astucia del comandante Grau ha llevado al límite al poderío naval enemigo. Las correrías del Huáscar surten efecto y contienen a los chilenos, pero por ¿cuánto tiempo? 


Mientras el comandante Grau se batía duramente en el mar, aquí en tierra Iquique se prepara tenazmente para combatir. Ugarte y Zavala provisionan a sus inexpertos soldados con armamento, uniformes, caballos y todo lo indispensable para enfrentar al enemigo. Todo, con dinero de sus propios bolsillos.


Un día de mayo todos los vecinos corren hacia la bahía de Iquique, no entendía el motivo, ¿será que el  enemigo ya está aquí? De pronto Lucila me grita a lo lejos diciéndome que me apure, el Huáscar está aquí y romperá el bloqueo chileno de nuestras costas. Admito que la guerra no me importaba pero por ver al comandante Grau y al Huáscar haría hasta lo imposible.


Era tal cual nos habían informado los diarios, el Huáscar era un buque convertido en esperanza. Todos desde el puerto gritábamos: ¡Viva el comandante Grau! Jamás había visto a Lucila tan eufórica, no se cansaba de animar al Huáscar e insultar a los buques enemigos. La Esmeralda y Covadonga verán el fondo del mar hoy, dijo Lucila mientras cerraba el puño.


El día oscurece con victoria nuestra, ver a Lucila sonreír y bailar fue hermoso, los cantos al Perú no se hacían esperar. El espolón del Huáscar nos dio el triunfo e hizo pedazos a la Esmeralda. Esa victoria nos dio esperanzas, todos sabíamos que mientras Grau esté en el mar ningún chileno pondrá si quiera un solo pie en nuestro suelo.


El mes de octubre acabó brutalmente con la espera, las correrías del Huáscar llegaron a su fin cobrando la vida del comandante Grau. No había nada que hacer, los chilenos invadirían al Perú en cualquier momento. ¡Valientes de Iquique, este es su batallón! Ustedes bendecirán esta tierra con su con sangre, arengó Ugarte a los suyos y marcharon hacia el encuentro del enemigo.


Lucila no me perdonó aquel momento donde los hombres marchaban y yo me quedaba. Nuestro matrimonio desde ese entonces no fue igual. Las campañas del sur habían empezado y las noticias de batallas en Tarapacá y Tacna no se hicieron esperar. Nuestro ejército estaba desmoralizado y diezmado, mientras que Lucila y yo habíamos preferido huir lejos de Iquique.


Conforme fueron pasando los meses las palabras de doña Rosa Vernal comenzaron a tocar mi conciencia. El enemigo acordonaba Arica en donde el último bastión peruano hacía flamear con orgullo el pabellón nacional. El batallón Iquique al mando de Ugarte estaba allí como esperando alguna ayuda por más mínima que sea.


Un día, tomé algunas cosas y busqué despedirme de Lucila, la patria me había convencido para servirla en Arica, lugar donde el coronel Bolognesi aguardaba. Que Dios te proteja linda princesita, le dije a Lucila, despidiéndome, y enseñándole el pañuelo que me regaló me marché sin mirar atrás.


No recuerdo cuántos días me tardé en llegar a Arica, sólo recuerdo al batallón Iquique flamear su bello estandarte como dándome la bienvenida. Mientras Ugarte me recibe con los brazos abiertos y el buen Zavala diciendo: ¡Ahora ya tengo quién me arregle los zapatos después de la batalla!


Junio de 1880, luego de una reunión con un emisario chileno quien pidió la rendición de la plaza, los oficiales reunidos en una sala comienzan a salir, Ugarte y Zavala salen con el pecho inflado lleno de orgullo. ¡Arica no se rinde!, fue la respuesta definitiva.


Recibí la orden de resistir en el morro, mientras el viejo Bolognesi despachaba telegramas reiterando la voluntad de sucumbir antes de entregar Arica. Mientras los días pasaban Ugarte simpatizaba más conmigo, recordando con sonrisas aquellos tiempos donde le robaba las rosas de su jardín. Gracias por venir, me dijo. Lamento no traer ayuda, le respondí. ¡Tú eres la ayuda pedazo de bellaco!, me refutó.


7 de junio de 1880, la toma del morro empezó con los primeros claros del día. Los fuegos se rompen y la batalla empieza mostrando su peculiar olor a muerte. Poco a poco los nuestros comienzan a perecer, mezclando sus gritos de dolor con arengas de resistencia. Jamás había sentido tanto miedo. Uno a uno mis superiores fueron cayendo, empezando con el buen Ramón Zavala hasta el viejo coronel Bolognesi. El batallón Iquique cae más no su mágico estandarte, que fue rescatado por Ugarte quien no dejaba de alentar a los nuestros. No recuerdo si disparé si quiera un tiro, sólo recuerdo que me escondí en una trinchera, mientras mi uniforme se bañaba con sangre. El pánico era tal que me había paralizado, no sabía si las balas iban o venían. Empecé a caminar sin rumbo pisando cadáveres o heridos que aún se retorcían de dolor. Ver sus cuerpos mutilados aún moviéndose era desgarrador. 


El batallón Iquique fue aniquilado, no había ya resistencia alguna, Ugarte me toma del cuello y me dice: Aun te quedan rosas para tu esposa, ¡huye!, ya no hay nada que hacer. ¡No te dejaré!, le dije. ¡Vete! ¡Es una orden soldado!, y dándome un fuerte empujón el joven Ugarte toma el pabellón nacional y monta a caballo distrayendo al enemigo para que yo pudiera huir.


Solté mi fusil aquel que nunca disparé y corrí hacia la plaza en busca de refugio. Al llegar la escena era terrible, los chilenos atacaban al pueblo y se ensañaban con los rendidos o aquel que opusiera mínima resistencia. Fusilaban soldados y repasaban a los heridos. Saqué el pañuelo como buscando consuelo, la sangre había dañado sus hermosos dibujos pero me permitió ver el tercer verso que Lucila había mandado hacer: “Si supiera la pena que era no verte me hubiera resignado a no quererte”, decía. No aguanté más y empecé a llorar. El enemigo pasaba frente a mí asesinando a cuanto soldado se cruce en su camino, por alguna extraña razón, los chilenos me miraban con furia pero ni uno decidió ponerle punto final a mi vida. La sangre caía de mi rostro encegueciendo mi visión. De pronto vi como un chileno ultima a una familia, y mutila la manito de un niño quien trataba de defender a sus padres.


Arica ardía y yo solamente atinaba a mirar aquel niñito, ensangrentado y pidiendo ayuda en medio de disparos y gritos de dolor. Tenía que salvarlo, por eso corrí hacia él y buscando el pañuelo de Lucila para detener su hemorragia noté que se me había caído, no había tiempo para buscarlo así que me quité el saco y abrigué al niño y huí lo más que pude del lugar.


En el camino, el pequeño iba perdiendo la conciencia, su rostro estaba pálido y yo a duras penas podía cargarlo. Caí dos veces con él en mis brazos, felizmente una tienda que servía de ambulancia nos prestó ayuda. Tardamos unos meses en recuperarnos, cuando recobré la conciencia los doctores preguntaron por el niño. Es el pequeño Alfonso, mi hijo, respondí. 


El niño tomó el nombre del hombre que inspiró a todo Iquique hacia un futuro mejor y tras varios días de recuperación, partimos en busca de Lucila, sin pensarlo la guerra nos había traído al hijo que tanto le pedimos a la vida…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)


PREGUNTAS DEL CONCURSO PARA GANAR EL LIBRO DE "CÁCERES"

¿Qué cargo desempeñaba Alfonso Ugarte en el relato?

¿Cómo se llamaba la madre de Alfonso Ugarte?

domingo, 11 de septiembre de 2016

El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Segunda Parte)

Tras un devastador terremoto que azotó Iquique en 1868 nuestro pueblo se recompuso de forma considerable y ahora con la llegada del tal Ugarte las posibilidades de un futuro mejor se hacen cada vez reales. Eran otros tiempos, tiempos de paz y tranquilidad. Seguridad para los ancianos y futuro prometedor para los jóvenes, sin embargo, la noticia de no poder tener hijos con mi esposa Lucila me ha entristecido bastante. 

Trato de ser fuerte y así como este pueblo, recomponerme lo más rápido posible. Por otro lado, Lucila, quien está más sensible, se hace la fuerte de día pero se destruye por las noches. Cada mañana y antes de salir a trabajar, le adorno nuestra habitación con las mejores rosas que podía conseguir. ¿De dónde las conseguía? Bueno, la municipalidad de Iquique tiene en las afueras de sus puertas un jardín hermoso, el tal Ugarte no se molestaría si le quitaba algunas cuantas. 

 Si supieran el placer que era para mí acabar con el jardín del tal Ugarte, pero tanto tenté al destino que un día el alcalde me pilló: ¡Oiga! ¿A dónde va usted con mis rosas?, me preguntó. No sabía qué decir, quedé helado. Disculpe la molestia señor alcalde, solamente quería rosas para mi esposa, respondí nervioso.

Y si tanto las necesita por qué no entró a la municipalidad para pedírmelas, no que entra como ladronzuelo y destruye el jardín, rebatió Ugarte. ¡Por favor señor, no me haga arrestar!, solo quiero alegrar las mañanas de mi esposa, trataba de explicarle.

Como amigo podría perdonar pero como alcalde debo hacer cumplir la ley, me dijo Ugarte. ¡No señor, me equivoqué! Sé que mi acción es reprochable pero lo hice por mi esposa, insistí.  

Sabías que esto tendría un castigo y sin embargo lo hiciste. Si la razón es amor supongo que es justo cualquier riesgo, explicó el alcalde. ¡Ahí vienen los guardias!, me advirtió. En ese momento y cuando estuve a punto de aceptar el castigo el burgomaestre me dice: Antes de que te vayas, llévate las moradas también, son hermosas y no se ven a menudo en otra parte, sonrió  Y haciéndole una reverencia tomo las flores y huyo de la escena.

Un día al llegar al trabajo tuve curiosidad de ver el pañuelo y quitar la tela que cubría los versos, pero me mantuve fuerte y desistí de mi inquietud. La clientela fue buena conmigo hoy, como dije antes, nadie se quejaba de mi trabajo y más personas venían a mi zapatería. La economía en Iquique iba mejorando cada vez más y se hacía sentir en mis bolsillos. Al salir del trabajo, compré algunas frutas para llevárselas a Lucila y alegrarla un poco más.

Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección del
INEHPA) 
Al llegar, ella me esperaba mirando al vacío, su rostro a duras penas expresaba una pequeña sonrisa al verme. La tristeza nos embarga nuevamente para sentarnos llorar en un rinconcito abrazados. Mañana Ugarte saldrá a compartir con los pobres, me enteré en el diario. ¿Vamos Lucila?, le dije. Si escondes la barriga y caminas como él, ¡vamos!, me respondió. ¡Eso me pasa por hablador!, repliqué y ambos pasamos el mal rato con risas.

A la mañana siguiente Lucila se levanta muy temprano para arreglarse. ¡Caray!, estaba hermosa, pensé. Es la mujer más bella de Iquique, ni siquiera en nuestra boda se había arreglado tanto como ahora. ¡Ugarte algún día me tendrá que rendir cuentas! ¡Hace favores a los demás y a mí no me hace el favor de irse a vivir a otra parte!, vociferaba. ¡A callar bellaco! ¡Que la idea de salir a verlo fue tuya!, contestó Lucila. Ambos reímos sin parar.

Como siempre ella se complacía cuando le daba rosas por la mañana, si supiera dónde las consigo es capaz de mandarme a fusilar. Al llegar a la municipalidad el tal Ugarte hace gala de su fino andar y  no tardó en saludar al pueblo: ¡Muy buenos días Iquique! Saludo que todos no tardaron en contestar con cariño: ¡Buenos días, señor alcalde!

Es curioso, antes ningún burgomaestre se había atrevido si quiera a saludar a todo el pueblo, sin embargo,  Ugarte era capaz de caminar hacia nosotros y saludarnos uno por uno si fuese posible.

¡Quiero agradecer a todo Iquique, sus muestras de cariño son la fuerza que me obliga a hacer las cosas bien!, ¡semana a semana caminaré con ustedes y veré con mis propios ojos sus tristezas y alegrías!, exclamó Ugarte. Palabras que cómo sabrán causaron gran algarabía en todo el pueblo, pero sobre todo en Lucila. Espero que nuestro alcalde traté de la misma manera a los indios, ella me comentó.  

Admito que el alcalde era gentil con los pobres, los ayudaba y brindaba su apoyo. Al pasar por mi zapatería Ugarte pregunta quién era el dueño. Lucila y yo quedamos sorprendidos y al responderle que yo, Ugarte me mira y no tarda en reconocerme. Con una sonrisa cómplice se quita los zapatos y me dice: Por favor caballero, ¿puede componerlos?

Lucila no tardó en responder por mí: ¡Por supuesto señor! ¡Mi esposo no tardará en arreglarlos! ¡Mañana mismo estarán listos para usted! Ugarte se despide de mí con un fuerte apretón de manos y se quita el sombrero ante Lucila, haciéndole una elegante reverencia.

Ya se habrán imaginado cómo reaccionó ella ante tanta cortesía. Simplemente yo atiné a sonreír.  Antes de despedirse del pueblo, Ugarte prometió atender las exigencias de todos en la brevedad posible e hizo una pequeña advertencia al destructor de jardín: ¡Iquique, tengan por seguro que en mí tienen a un amigo más que un alcalde y que cumpliré con sus necesidades para conseguir el progreso! Antes de retirarme, ¡ya atraparé a ese bellaco que se lleva mis rosas! Reconozco que pasé un buen susto, pero Ugarte me mira y sonríe. 

Espero que no esté hablando de ti, me dice Lucila. Entre tantos aquí, ¿qué te hace pensar que soy yo el que se lleva las rosas de Ugarte?,  le pregunté con cinismo. Pues porque dijo ¡bellaco!, y aquí el único del pueblo eres tú, me respondió. Admito nuevamente que esa broma no me gustó, pero ¡Dios bendito!, cómo me reí.

Llegando a casa vimos algunos indígenas siendo castigados severamente por sus capataces, Lucila quería interferir ante tal barbarie, pero yo tomé su mano y se lo impedí. ¿A dónde vas Lucila?, le pregunté. ¡A impedir que sigan golpeándolos!, respondió. No lo hagas, es probable que esos indígenas se lo merezcan por no cumplir su trabajo, le expliqué. Ningún discurso es aceptable para golpear a la gente, sea quien sea. ¡Cómo me hubiese gustado ver la reacción del Alcalde Ugarte ante semejante atrocidad!, dijo Lucila molesta. Aquel momento me dejó una valiosa lección.   

Pasó un tiempo de aquel terrible suceso y yo seguía triste por mi  accionar de ese día, así que camino al trabajo decido sacar el pañuelo y quité la tela que cubría uno de sus extremos revelándome un segundo verso: “Cuando te veo con pena en mí no reina la alegría, pues como te quiero tanto siento tu pena y la mía”

Estaba sorprendido, cómo Lucila se había anticipado a estos momentos y había mandado inscribir ese verso. Por otro lado, esas palabras golpearon mi corazón. Tenía a la mujer más cariñosa y buena de todo Iquique.

Cerré temprano el negocio y decidí irme a casa, claro no sin antes ir a arrancarle otras rositas al  jardín de Ugarte. Sé que eso está mal, pero por favor, ¡déjenme ese pequeño placer!

Llegué a casa con una decena de rosas y mientras ella dormía arranqué algunos pétalos y se los coloqué a su alrededor, al despertar y notar mi presencia me recibe con un fuerte abrazo. Te amo con todas mis fuerzas, le dije. ¡No te cambiaría ni por mil Ugartes!, me respondió con lágrimas en los ojos. Aquel momento yo no lo olvidaría jamás…  


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)


jueves, 8 de septiembre de 2016

El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Primera Parte)

Todos vitoreaban al nuevo alcalde de Iquique, hasta mi novia Lucila que es arisca ante temas de carácter político. ¡Enhorabuena señor Ugarte por su elección como alcalde!, ella le gritaba mientras el mencionado señor salía para saludar al pueblo.

¿Es apuesto, no lo crees?, me preguntó Lucila. ¡Bah! ¡Es un muchachito igual que yo! ¡Míralo, no llega ni a los treinta años! ¿Qué tiene ese refinado caballero que no tenga yo?, le cuestioné. ¡Pues lo refinado y lo caballero!, me respondió tajantemente. Pero ¿quién era ese joven que se llevó tan sólo y felizmente, los aplausos de mi novia? Pues para ustedes que no son iquiqueños permítanme explicarles que el flamante burgomaestre pese a su corta edad para incursionar en la política, ya había experimentado las responsabilidades y los éxitos propios de gente bastante más adulta. Dicen que rompía los convencionalismos, un hombre completamente fogueado por la vida. Dignas cualidades que como comprenderán yo no tenía.

Yo era un joven más de pueblo ligado a otros tipos de quehaceres, no era refinado como el tal Ugarte, pero lo que no tenía de educado lo tenía de cariñoso. Amo a Lucila y siempre a pesar de no contar con una extensa fortuna, cumplía las estrictas exigencias que ella me encargaba. En otras palabras, lo que no le di en dinero se lo di en amor. 

Era 1876 cuando Iquique tuvo en Ugarte un alcalde diferente, uno que se caracterizaba por su honradez y honestidad, pese a que se robó el corazón de Lucila. ¡Qué viva Alfonso Ugarte Vernal!, gritaban todos y mi novia toda eufórica respondía: ¡Qué viva!

Al término de la ceremonia caminamos de regreso a casa, callado y con algo de incomodidad por la admiración de Lucila hacia el tal Ugarte, decidí ser un poco más precavido ante alguna manifestación política, no por celos sino por si las dudas. ¿Viste lo bien uniformado que estaba? Creo que la alcaldía le va a caer muy bien, ¿no lo crees?, me comentaba Lucila con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Basta mujer!, le dije. Me tienes harto con el alcalde. ¡Que el tal Ugarte es así…! ¡Que al tal Ugarte le queda bien esto…! ¡Que bien le queda el bigote al tal Ugarte! Para ya con eso por favor, continué.

Pañuelo encontrado al sur del Perú, parte de la colección del
INEHPA
¡Ay mi amor!, es solo un tema de conversación y de paso para ver si algún día te comportas como el señor Ugarte, me explicó. ¡Dios mío!, exclamé tomándome la cara. Si vamos a estar con ese mismo discurso sobre Ugarte nuestro matrimonio que ya está próximo va a durar menos tiempo que su mandato, le advertí.

Mi boda con Lucila fue sencilla, debo reconocer que copié el bigote de Alfonso Ugarte y me comporté como él lo hubiera hecho ante un acontecimiento como este, sin embargo para mi mujer no fue suficiente…

¡Saque pecho! ¡Esconda la barriga! ¡Porte marcial!, eran algunas de las órdenes de la nueva jefa de mi vida. Debo admitir que con el paso del tiempo el alcalde de Iquique adquiría mayor cariño y respeto, sin contar que cumplía su labor a cabalidad, pero por otro lado, el mayor cariño que se llevaba era el de mi mujer.

Con esta experiencia comprendí que la mujer de mi época nunca está conforme con lo que tiene, por el contrario, siempre tiene el gusto de pedir alguito más. 

Recuerdo que nuestros primeros meses de casados dejé comprar el diario, porque cada vez que lo hacía Lucila tenía la costumbre de leer alguna noticia sobre el alcalde de Iquique. Es curioso, antes ella nunca había leído ni las cartas que le mandaba para enamorarla y ahora lee hasta política. ¡Bendita mujer!

Pese a la incursión de este notable caballero en la alcaldía de Iquique, nunca fue un terrible impedimento para que Lucila y yo nos llevásemos mejor. Admito que por el tal Ugarte pleitos hubo, pero no para romper esa hermosa relación que teníamos. 

Les pondré un ejemplo: un día llegaba yo del trabajo, la zapatería era lo mío, mi padre era un buen zapatero, el mejor de Iquique y aunque nunca pude imitarlo, por lo menos quejas de mi trabajo no tenía. Pero no nos desviemos del tema, al llegar a casa encontré a Lucila con un lindo pañuelo, era tan hermoso que no creí que fuera un regalo para mí, así que decidí hacerle una broma: ¿Es un regalo para tu esposo o para nuestro alcalde? Reconozco que fue una broma de mal gusto, porque me miró con la misma cara de desgano que una mula cuando jala una carreta.

¡Claro que es para ti, bellaco!, me dijo. El pañuelo era muy lindo, elaborado con finas atenciones. Al preguntarle sobre los cuatro versos que estaban impresos en el pañuelo Lucila me dijo que no los leyera, al menos no hasta que ella lo autorizara.   

Quién sabe, tal vez uno de los versos anuncie la llegada de nuestro primer hijo, me dijo Lucila con dulzura. Bueno, primero habrá que fabricarlo, le respondí con una pícara sonrisa. Precisamente un hijo era la última pieza para completar nuestra felicidad. Mientras el tal Ugarte mantenía feliz a los iquiqueños al menos yo mantenía feliz a mi mujer, complaciéndola en todo sentido de la palabra. 

Pasaron algunas semanas más y aún Lucila no tenía síntomas de embarazo. ¿Qué estará pasando?, le pregunté a Lucila en la intimidad. ¡Qué va ser, si el cañón seguro no tiene pólvora!, me respondió. ¡Imposible!, le repliqué. ¡Tiene la misma pólvora que los cañones que derrotaron a los españoles en el combate del 2 de mayo!, continué.

¿Y si vamos donde el médico?, me preguntó. Tranquila mujer, tal vez aún no sea momento, le respondí. ¡Sí es el momento! ¡Porque si ahora nomas ese cañón no dispara imagínate cuando llegues a viejo!, me refutó. Admito que esa broma no me gustó, pero cómo me reí.

Los meses pasaban y la historia del cañón comenzaba a hacerse más real, tal vez el problema sí sea yo. El médico nos los dirá concluí. Ambos estábamos nerviosos, tratamos de calmarnos mutuamente, pero el andar se nos hacía lento a pesar de que apurábamos el paso. Ni siquiera las grandes obras que nuestro alcalde realizaba para la reconstrucción de la ciudad debido a un incendio de grandes proporciones causaron nuestra distracción. Nada nos importaba más que saber la razón de nuestra infertilidad.

Lo lamento, no podrá tener hijos, es estéril, le dijo el médico a Lucila. El golpe emocional fue tremendo para ambos. El regreso a casa fue silencioso, estábamos tan impactados que ni siquiera podíamos llorar. Yo estaba contrariado, Lucila trató de recomponerse de la devastadora noticia y buscó pasar el mal momento haciéndome una broma, yo no soporté y la insulté. La culpé de nuestra tragedia y la maldije por la infertilidad. Aquella noche no pude dormir. Tan sólo atiné a mirarla, con los últimos destellos de una vela que ya se apagaba. Lucila estaba dormida pero eso no fue impedimento para que ella derramara una lágrima.

Se me había pasado la mano, pensé en silencio y me dormí. Al despertar Lucila no estaba en la habitación, estaba en nuestra pequeña y humilde salita esperándome con el pañuelo con la más hermosa de las sonrisas. “Anoche soñaba yo que dos negros me mataban, y eran tus hermosos ojos que enojados me miraban”, decía inscrito el pañuelo. ¡Saldremos de esta, mi cielo!, me dijo y cubriendo los otros tres versos con pedacitos de tela me hizo prometer que lo guardara hasta cuando otra circunstancia marque nuestras vidas…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)