viernes, 23 de diciembre de 2016

La mejor Navidad del pequeño Augusto

Los vecinos de Lima quienes estaban conscientes del inminente peligro contaban los días para que la guerra no tocara las puertas de sus casas. Era diciembre de 1880 y era una de las peores navidades que le tocó vivir a la capital. La Navidad de ese entonces era muy distinta a la que conocemos ahora, se vivía una verdadera fiesta religiosa llena de entusiasmo, alegría y regocijo. Las iglesias se atiborraban de gente para orar por la prosperidad, sin embargo, esta vez acudían para pedir un solo deseo: que los soldados ya instalados en San Juan contengan al invasor.

¡Señor, mantén mi casa segura! ¡Líbranos del enemigo! Se escuchaba el rezo de algunos. Algunas mujeres entre sus oraciones no podían contener el miedo y una de ellas entra en pánico y lanza un grito aterrador. Absolutamente todos tenían un familiar en el ejército de reserva, sus cantos y alabanzas iban hacia ellos. Pocos se acordaban de los provincianos que venían desde lejos para resistir en San Juan.

Las noticias de la primera línea de defensa corrían gracias a niños que pregonaban a viva voz los acontecimientos de nuestro ejército. Ningún limeño era ajeno a estos hechos y se apresuraban a comprar los periódicos, que en pocos minutos se agotaban. Es ahí donde un pequeño niño que acababa de cumplir doce años hace su aparición en esta historia.

Augusto, era un vendedor de periódicos muy querido por los vecinos, en especial de un notable caballero respetado por todo Lima. ¿Quién no lo conocía? Casi todos sabían quién era este señor y digo casi porque el pequeño Augusto desconocía su nombre.

Todas las mañanas este educado caballero le compraba el periódico a Augusto y al término de la compra el distinguido personaje se despide haciéndole un curioso pero imponente saludo militar. Por razones que Augusto ignoraba, una mañana el importante hidalgo no aparece para comprar el diario y saludarlo como era costumbre, hecho que entristeció al pequeño, ya que el señor era su más fiel cliente.

Las noticias de la guerra corrían cada vez más rápido y aunque Augusto no sabía leer, pudo enterarse que el ejército peruano se instalaba en San Juan para una tenaz resistencia. Esta noticia generó en el niño un gran sentimiento patrio, sentimiento que le había despertado cuando el Huáscar surcaba los mares antes de caer en Angamos.

A pocas horas de la Navidad, Augusto sabía que la oportunidad de ver al ejército peruano se le presentaría solamente una vez y no debía desaprovecharla. Pero, ¿cómo llegar hasta San Juan?, se preguntaba el niño. ¡Es muy lejos!, no dejaba de repetir.

Caminar desde Lima era casi una travesía imposible para el chiquillo, quien solamente tenía unas pocas monedas producto de su trabajo. Para quienes no conocen al pequeño Augusto, él era un niño bastante respetuoso y muy pegado a las buenas costumbres. Jamás cobraba por un favor, ni mucho menos aceptaba una venta por más dinero de lo que valía un periódico.

Augusto no pensaba en obsequios, ni propinas como cualquier niño de su edad pensaría actualmente, para quienes lo conocían sabían, que su mayor anhelo era ver a nuestro ejército, siempre pedía a las personas que le compraban sus periódicos que le leyeran alguna vivencia de nuestros soldados. Si lo hubieran visto, quietecito se quedaba, cuando alguien le narraba sobre el paso de nuestro ejército. Sentado y con brillo en los ojos lo veían cada vez que le hablaban de nuestros defensores.

¡Tienes la valentía de un Bolognesi!, una vez le dijeron cuando comentó que quería defender la patria. Y aunque Augusto no recordaba muy bien los nombres, él sabía que el tal Bolognesi había hecho algo grande por el Perú.

Como un niño humilde, Augusto pasaba días y noches sin comer y aunque siempre llevaba un plato, este la mayor parte del tiempo estaba vacío. Tal vez un poco de pan le cubría el fondo pero nunca la comida rebalsaba los bordes.

La mañana del 23 de diciembre el pequeño decidió gastarse el poco dinero que tenía, decidido a ir a San Juan, Augusto toma sus periódicos y sube a al tren con destino a Miraflores. Al llegar a la estación se pone a vender gritando lo poco que sabía de la guerra. No pasó mucho tiempo hasta que el gentil caballero a quien Augusto extrañaba hace su aparición, saludándolo militarmente.

¡Deberías estar en Lima, muchacho! ¿Qué haces aquí? Y antes que Augusto pudiera responder, el señor toma el plato vacío del niño y coloca pan, tamales y humitas. Jamás el plato del chiquillo tenía tanto alimento, a tal punto que pedacitos de comida caían al piso. ¡Quiero ver al ejército peruano, señor!, no dejaba de repetir el infante.

¡Terco como mi sobrino!, dijo el caballero, mientras le revolvía el cabello. ¡Hasta el mismo nombre tienes!, continuó diciendo el señor. ¿Y dónde está su sobrino?, pregunta el niño. Debe estar en San Juan, es oficial de infantería, respondió el hidalgo. La alegría de Augusto era inmensa, un defensor del Perú se llamaba como él. ¡Ándate a Lima, es peligroso estar aquí!, le dijo el caballero mientras se alejaba.

¡Suerte pequeño amigo!, se despidió el señor con saludo marcial. Augusto, agradecido por la abundante comida, decide devolver el saludo con gallardía. Nadie se lo dijo o quizá Augusto en el fondo lo sabía, pero el distinguido señor a quien el pequeño quería, era nada menos que Mariano Bolognesi hermano del “Titán del Morro”.

El niño se sienta en un rinconcito de la estación de Miraflores y resuelve comerse el gran banquete que le habían obsequiado, al partir el pan, Augusto se arrepiente y toma una hermosa decisión. ¡Les llevaré toda esta comida a los soldados! ¡Deben tener más hambre que yo! Y aguantándose las ganas de probar si quiera un bocado se las ingenia para subir al tren con destino a Chorrillos sin pagar, claro que a manera de pago, a cambio el pequeño deja un tamalito al cobrador de la estación.

Plato encontrado en San Juan, parte de la colección
del INEHPA.
Quiero pensar que el pequeño Augusto alcanzó a comer siquiera un pedacito de pan camino a Chorrillos, pero con lo generoso que él es, dudo que haya probado algo. Dejó sus periódicos en el suelo para tener su mejor regalo, sin saber que él llevaba en ese plato el mejor de los obsequios para los soldados.

Al llegar a Chorrillos, el pequeño Augusto sigue a unas rabonas que cargaban agua para los soldados con destino a San Juan. Al ver al ejército peruano trabajando bajo un fuerte sol de verano en el desierto, corre rápidamente teniendo cuidado de no botar del plato su preciado y sabroso tesoro. No sé cómo le hizo, pero buscó la manera de repartir toda la comida entre los soldados, algunos le hablaban en quechua idioma que Augusto no entendía, atinando solo a sonreír.

¡Augusto!, respondía con saludo marcial cuando le preguntaban cómo se llamaba. Tienes el mismo nombre que el valiente jovencito que está ahí parado, le dijo un soldado, refiriéndose a Augusto Bolognesi, uno de los hijos del defensor de Arica. Si hubieran visto la cara del niño cuando escuchó ese comentario.

Sabemos que fue la Navidad más triste que pasó Lima, pero para el pequeño Augusto quien no era más que un vendedor de periódicos, esta Navidad fue especial. Dicen que al inicio de la Batalla de San Juan el niño decidió quedarse y se las ingenió para repartir municiones. Siempre con su plato vacío esperando que alguien se lo llenara con algo para comer.

Al término de la batalla y con el paso de las ambulancias, un soldado perteneciente a la cruz roja, reporta haber visto un niño de doce años ensangrentando y aún con lágrimas en los ojos cerca de algunas municiones. Algunas balas le habían atravesado el abdomen, su pequeño cuerpo aún estaba tibio y se había aferrado fuertemente al platito vacío. Al certificar la muerte del pequeño niño acurrucado y sosteniendo su plato, se topan con un enigmático mensaje, el utensilio tenía una fecha escrita: 23 de diciembre de 1880.

Nadie pudo saber qué significado guardaba ese mensaje en el niño. Sin embargo para los que conocieron al pequeño Augusto, sabían que esa fecha significó tener el mejor de los regalos, ver a los defensores de su patria por única vez.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Bolognesi y sus hijos", Ismael Portal. (Colección bibliográfica del INEHPA)




viernes, 16 de diciembre de 2016

"Salvavidas", el nacimiento de un nuevo trago

Esta es la historia de dos amigos de toda la vida que prestaban servicios al ejército peruano en Tarapacá, cuya estancia en dicho departamento era para ellos el mayor de los honores.

Los trabajos que realizaban eran sencillos, el tema logístico era el fuerte de estos arrieros excepto por un defecto, ambos eran los más borrachos de Tarapacá. Sus aportes con nuestro ejército proporcionándoles lo que necesitaba en cuestiones de provisiones eran a veces un tanto engorrosos. Tenían tanto alcohol en la cabezota que a los batallones que necesitaban agua les llevaban comida y a los que necesitaban comida les llevaban agua. Gajes del oficio como se diría actualmente.

A pesar de estos impases y el mal hábito de emborracharse casi a diario, Juan e Ignacio eran muy patriotas y si cabía la posibilidad de compartir el pisco que tenían, serían capaces de ofrecerle un poco al mismísimo comandante Juan Buendía o quizá una copita a Cáceres y si se podía, también brindar junto con el propio Batallón Zepita.

Sin embargo, estos arrieros a pesar de ser unos borrachos de primer nivel, se las ingeniaban para embriagarse con tragos de buena calidad. Tal es el caso que gracias a sus criolladas, se “agenciaron” de alguna tienda dos botellas que contenían un refresco de ginger sin alcohol, esta información era desconocida para este par, ya que no sabían lo que decía la botella. Era más fácil hacer hablar una mula que enseñarles otro idioma.

Ignacio, quien era un bebedor con fino paladar, nota la no presencia de alcohol en la botella. ¡Claro!, si te tomas todo el contenido tarde o temprano le encontrarás el sabor, y reconoce el líquido como sabroso pero aburrido. Juan, que no discrimina cargo o rango, decide vaciar todo el pisco en la botella vacía que Ignacio tenía, mezclándolo con el ginger de la botella que sobró, derramando gran cantidad del preciado líquido al suelo. Era la madrugada del 27 de noviembre de 1879 cuando los arrieros habían descubierto el “trago salvavidas”.

Botella de refresco sin alcohol siglo XIX , parte
de la colección del INEHPA
Conversaciones que iban desde un “¡tú eres mi hermano del alma!”, hasta un “¡yo solito voy y le gano guerra a Chile!”, comenzaban a aparecer. Parecía que el “trago salvavidas” antes de cumplir su principal función y máximo beneficio cobraba por adelantado, porque a los pocos minutos ya comenzaban a hablar incoherencias.

La neblina del desierto era densa y espesa, la visibilidad era nula y si estás borracho peor, porque no se sabe si estás caminando en el arenal o en las nubes. Sin embargo, esto no fue impedimento para estos arrieros, ya que conocían el terreno y de antemano sabían que estar borracho es como estar ciego. La celebración entre ellos continuaba, risas alrededor de sus mulas se escuchaba, hasta que la marcha sorpresiva del ejército invasor se hizo notar.

Tal fue el impacto por el andar del enemigo que las mulas, que también estaban casi ebrias por el fuerte olor a borracho, huyen un tanto tambaleantes de la escena. Solo una, que debemos suponer fue la más mareada, se quedó a acompañar a Ignacio y Juan, quienes no sabían en ese momento qué hacer.

¡Debemos dar aviso a nuestro ejército!, dijo Ignacio. Pero ¿cómo?, si nuestro transporte acaba de irse con nuestras cosas, replicó Juan. Las mulas se llevaron todo, menos lo más importante, respondió Ignacio, levantando la botella con la nueva bebida que habían inventado. No sé qué fue lo más gracioso, la respuesta de Ignacio o la cara de alivio que puso, pese a que el enemigo estaba cerca, desatando la carcajada de ambos. ¡Ni modo! ¡Iremos montados en la mula que no se fue!, dijo Ignacio. Para mala suerte de los arrieros, de todas las mulas débiles y flacuchentas que optaron por huir, la más famélica decidió quedarse. ¡kallpa!, recuerdo que se llamaba, era la típica mula debilucha que a duras penas podía con su vida. “Fuerza” significaba en quechua el nombre de la condenada.

No sé si kallpa cargó a los arrieros, puede que los arrieros hayan cargado a kallpa, porque la mula ni se movía. En el trayecto, alarmados por el avistamiento del enemigo se dedicaban a conversar de lo acontecido, Ignacio, Juan y hasta la mula Kallpa debatían cómo debería enfrentar el ejército peruano al invasor.

El comandante Juan Buendía recibe la alerta del movimiento enemigo y ordena el desplazamiento de las tropas peruanas. ¿Y si vamos a combatir? ¡La patria nos llama!, dijo eufóricamente Ignacio. ¿La patria nos llama? ¿Para qué nos va a llamar? ¡Mejor que ella venga!, responde casi dormido Juan. ¡Debemos pelear por el Perú, bellaco! Si ganamos y descubren que ayudamos, puede que nos premien con algo más de pisco, palabras de Ignacio que causaron motivación en Juan.

Por un momento los arrieros envalentonados por el poder del pisco y ginger, se tomaron unos segundos para pensar si seguir al ejército peruano a pie o al lomo de Kallpa, tomando en cuenta que si optaban por la mula era probable llegar cuando la batalla esté finalizada. ¡Mejor vamos a pie!, dijeron al unísono Ignacio y Juan.

Los primeros claros del día anunciaban lo que sería una batalla sangrienta, el ejército peruano liderado por el general en jefe de los ejércitos del sur, Juan Buendía, logra salir de una quebrada situándose en lo más alto y se prepara para imponer instrucciones de ataque.

La batalla comienza y pese a lo terrible de la situación, nuestros delirantes pero valientes arrieros van al encuentro del enemigo, con palo y cuchillo en mano, Ignacio y Juan van en busca de la victoria frente a un ejército preparado y bien armado. Adelante “¡Batallón Pisco!”, grita Ignacio. Y mientras el ejército peruano marcha ordenado y en fila, los arrieros corren sin rumbo, tambaleantes, gritando improperios envalentonados por el alcohol que bebieron.

Las balas llovían en el campo de batalla, los soldados peruanos, chilenos y bolivianos caían bañados en sangre. Mientras que los arrieros corrían, maldecían y gritaban “¡Qué empiece la batalla!”, cuando la batalla ya tenía horas de haber comenzado. Estaban tan borrachos que ningún chileno con puntería prodigiosa podía acertarles si quiera un tiro. Los arrieros caían mareados tantas veces que las balas no los encontraban.

Al momento del combate cuerpo a cuerpo, Juan se lanza primero al encuentro del enemigo, su vehemencia y embriaguez lo hizo tropezar y antes que su cabeza golpeara con una piedra grita: ¡Me dieron!, perdiendo el conocimiento en el acto a causa del terrible impacto con la roca. ¡Mataron a Juan!, gritó Ignacio al ver a su amigo caer bruscamente al arenal.

Ignacio toma un fusil de un soldado peruano caído en la refriega e intenta hacer un disparo. Manipular un fusil para un principiante es peligroso, imagínense para un borracho. Ignacio se dispone a disparar pero el peso del arma lo vence y hace fuego en el pie de un oficial peruano. ¡Disculpe mi coronel!, le dijo Ignacio quien toma otro fusil y carga al centro del campo de batalla. Qué hubiese sido de ese coronel si el disparo le hubiese dado en un órgano vital, probablemente hubiésemos contado el fusilamiento de Ignacio, quien con venda en los ojos clamaría por misericordia. Al llegar al fuego nutrido, Ignacio intenta hacer un disparo pero la fuerza del tiro y el arma mal fijada, hacen que la culata le golpee la boca y le tire al suelo algunos dientes.

Ensangrentado y ya sin fuerzas se tira al arenal a descansar, sin darse cuenta el sueño lo había vencido. Al término de la batalla Ignacio despierta con un fuerte dolor de cabeza, nunca supo si por la resaca o por el culatazo que se dio el mismo. Entre los caídos, confundidos en charcos de sangre, busca desesperado los restos de Juan. Al hallarlo decide beberse el pisco con ginger en su honor. Entre lágrimas abraza a su amigo que ni se inmuta por el fuerte cabezazo que se había acomodado con la piedra durante la batalla, minutos después Juan se despierta ante la sorpresa de Ignacio, quien no podía creer lo que veía.

De alguna manera la mezcla que habían inventado les había salvado la vida. Juan e Ignacio decidieron quedarse a esperar que las ambulancias lleguen y atendieran a los heridos para preguntarles quién había ganado la batalla de Tarapacá, si Perú o Chile. Al conocer la respuesta, ¿qué creen que hicieron estos bravos arrieros? ¡Exacto! Festejaron con su nuevo invento y al término de este relato, hasta la mula kallpa decidió unírseles a la gran celebración…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La Batalla de Tarapacá", Nicanor Molinare. (Colección bibliográfica del INEHPA) 



sábado, 10 de diciembre de 2016

Unas ojotas con aroma a venganza


La ocupación chilena en Lima era un desastre para los comerciantes, muchos tuvieron que adaptarse a una serie de condiciones, otros prefirieron cerrar para siempre sus negocios, sin embargo, para nuestro simpático zapatero que se pasaba los días timando al ejército invasor, su comercio iba a buen puerto. Su excesivo cobro por componer las botas del enemigo lo han convertido en una especie de justiciero para la capital.

¿Recuerdan al soldado escaso se sesos que se puso las “botas mágicas”? Pues bien, parece que sí eran “mágicas”, porque el militar desapareció y nunca más se le volvió a ver. El zapatero tuvo su teoría de la misteriosa desaparición, él creía que tal vez se la había pasado la mano, porque los clavos tarde o temprano se oxidan y el soldado por querer probar su valía jamás dejaría sus botas prodigiosas y pudo haber muerto por alguna enfermedad. ¡Valiente bruto!, decía cada vez que lo recordaba.

Un día, un viejo vecino que no era limeño precisamente, no nacido en esta patria, camina por el puesto del zapatero, a su paso deja saludos cordiales a todos los limeños que paseaban cautelosos ante la mirada de soldados chilenos. Este viejo era querido por los vecinos, su amable trato con la gente y su notable nivel de cultura lo habían colocado en una posición respetable.

El zapatero quien se caracterizaba por ser pícaro y perspicaz, desconfiaba de este viejo desde que el ejército chileno llegó a Lima, porque muchos extranjeros buscaron en ese entonces protección por medio de sus banderas, o asilo en algunas embajadas, sin embargo, este señor pasado en años estuvo de lo más campante, como si la guerra jamás tocó la puerta de su casa. Por el contrario, se prestó desinteresadamente para ayudar a algunos heridos, notable gesto digno de un reconocimiento, excepto que los heridos eran solamente chilenos. Comida y agua para los caballos del invasor y ni un pan para los niños huérfanos de la refriega de Miraflores.

¡Ya vendrás a mi tienda condenado viejo!, se relamía frotándose las manos el zapatero. ¡Algún día tus zapatitos vendrán a mí!, no dejaba de repetirse cada vez que lo veía caminar por su negocio. Todos los días el viejo quien ya estaba más para el otro mundo que para este, caminaba descubriéndose el sombrero y engalanando con sus finas palabras a bellas doncellas que caminaban por su vereda, todo esto a vista del zapatero quien ya se la tenía jurada desde hace mucho tiempo.

Y como todo en la vida tiene fecha de vencimiento salvo el ¡viejo hipócrita!, como lo llamaba el zapatero, llegó el día de hacer justicia. El anciano extranjero llevó sus malgastados zapatos a componer, ¡claro!, como si no tuviese dinero como para comprarse unos nuevos, sabiendo bien que los chilenos le pagaban por algún trabajito de espionaje. Encima de hipócrita, ¡viejo tacaño!, decía el zapatero entredientes.

Ojotas hechas con cuero de vaca, parte de la
colección  del INEHPA
Pero, ¿cómo nuestro justiciero amigo vengaría al Perú de este anciano? El zapatero ya tenía todo preparado y había decido usar para su plan unas ojotas hechas de cuero de vaca. Hasta ahí nada del otro mundo, salvo que esas ojotas emanaban un hedor insoportable, pareciera que la vaca se hubiese vengado del zapatero por haberla convertido en calzado. Solo había que saber cómo se las entregaría sin la leve sospecha de que esas ojotas apesten como los ¡mil demonios!

El viejo como es de sus más elegantes costumbres, saluda con cordialidad al zapatero, mientras que el comerciante lo miraba con ojos de fusil a punto de disparar. El extranjero le hace ver al zapatero lo malgastadas que están las suelas de sus zapatos y ordena un arreglo rápido y eficiente. ¡Exquisito ahora te pones viejo avaro!, ya te tocará tu merecido, pensaba el comerciante, quien no dudó en buscarle conversación para estudiar sus puntos débiles. Terrible error del viejo al confesar que sufría un fuerte resfrío, oportunidad que vio el zapatero para proporcionarle las ojotas.

Sus zapatos tardarán unas horas, le dijo al viejo. No puedo demorar tanto, tengo una pequeña ceremonia que cumplir, replicó el anciano. ¡Claro!, hoy se cumple un mes más de la llegada del ejército chileno a Lima, seguro estarás en los honores a la bandera enemiga ¡viejo bellaco!, ¡ahora verás lo que es bueno!, murmuraba el zapatero.

Demoraré lo que tenga que demorar si quiere que sus zapatos estén en perfectas condiciones, por la tarde se los entregaré, respondió. ¡Imposible!, refutó el viejo, levantándose bruscamente de su asiento, este hecho asustó un poco al zapatero, pues creyó que al anciano se le estaba yendo la vida.

Présteme cualquier zapato que tenga por ahí, pero debo salir cuanto antes, dijo el extranjero. El zapatero quien había esperado este momento sonríe y refleja un gesto maquiavélico. Ahora no tengo zapatos pero tengo unas ojotas cómodas que le pueden ser útiles y salir de este impase. ¿Cómo, un zapatero que no tenga zapatos?, pregunta de forma burlona el anciano. ¡Esto solo pasa en el Perú!, refunfuñaba el viejo. ¡Por eso lo que te va a pasar va a ser únicamente aquí, viejo renegón!, pensaba nuestro justiciero.

Y como el octogenario padecía de un fuerte resfrío estaba inmune a cualquier hediondo olor, las ojotas fueron a caer en sus manos, o mejor dicho en sus pies. ¡Dame esas ojotas!, no tengo alternativa, dijo el anciano. ¡Con muchísimo gusto, placer y honra!, respondió el zapatero, quien le coloca amablemente el apestoso calzado.

Vuelva en un par de horas, digamos al término de su ceremonia, sus zapatos lo estarán esperando, le dijo el comerciante, mientras que el viejo se iba con sus ojotas apestando a vaca podrida. A su paso dejaba un fuerte olor haciendo que los vecinos a los que saludaba quitándose el sombrero, quisiesen arrancarse la nariz.

Al llegar a la ceremonia en donde la bandera chilena sería colocada una vez más por todo lo alto, algunos soldados ya empezaban a percibir el aroma de las ojotas y al ver al viejo tomándose el pecho para rendir honores a su bandera entre ellos se decían: ¡Este viejo se pudre en vida! ¡Para mí que murió en la batalla de Tacna y nadie le ha dado la noticia!

En la ceremonia muchos limeños optaron por ingresar a sus casas como oponiéndose a la invasión, sin embargo para el enemigo fue la primera vez en su historia que cantó el himno de su patria con una mano en el pecho y la otra en la nariz…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú (1822-1933)", Jorge Basadre (colección bibliográfica del INEHPA)


sábado, 3 de diciembre de 2016

Unas botas hechas para inteligentes

Cuando Lima estaba a merced del invasor los negocios cerraban sus puertas, sus comerciantes no sabían cómo lidiar con el enemigo para vender sus productos, excepto un pícaro zapatero, quien se las ingenió para ofrecer sus servicios a los chilenos por un precio elevado. Su zapatería funcionaba gracias al cobro exagerado que les hacía a los sureños y como era el único zapatero que tenía su tienda funcionando no tenía competencia. Por supuesto que el enemigo refunfuñaba por la estafa, pero no había remedio, o era pagar lo que el zapatero solicitaba o era quedarse sin suela y ser aprendido por un oficial que pedía la máxima presentación del uniforme.

El zapatero se pasaba los días timando al enemigo, demoraba apropósito el mantenimiento del calzado, generando la ira de muchos militares quienes descalzos tenían que presentarse a sus superiores: ¿Esa es la forma de recibir a un oficial de alto rango soldado?, escuchaba el zapatero sonriendo, pues sabía que no había mejor venganza que dejarlos a ‘pata pelada’.

Una mañana un soldado chileno va donde el zapatero y le pide que componga sus botas. El sagaz comerciante sabía que era una oportunidad de oro para arruinar la estadía de este inoportuno militar, así que se tomó la molestia de revisar las botas en presencia del invasor.

Botas de soldado chileno, parte de la colección del
INEHPA
Mientras las analizaba, el zapatero conversaba respetuosamente con el chileno, tratando de obtener su confianza y ganar tiempo, para introducir dos pequeños pero punzantes clavos dentro de otras botas. Al culminar su trabajo el zapatero se había dado cuenta que el soldado era muy escaso de sesos y que el malévolo plan podía realizarse sin ningún problema.

Déjemelos un par de días, por mientras use este excelente calzado similar a los que su ejército usa, ¡Estas botas no las puede usar cualquiera!, exclamó el zapatero, dando rienda suelta a su diabólico designio. ¿A qué se refiere?, preguntó el soldado. ¡Estas botas son mágicas! ¡Solamente una persona inteligente y de buen porte se los puede poner, los brutos y bellacos no!, explicó el comerciante. El chileno, incrédulo ante la explicación le dice, póngaselos usted, quisiera ver qué pasa. ¡Encantado!, dijo el zapatero y colocó sus pies dentro del calzado. ¡Lo ve!, yo sí los puedo usar. El astuto zapatero sabía dónde había puesto los clavos por eso no se hizo ningún daño.

Ahora póngaselas usted, de seguro podrá hasta correr, dijo el zapatero. El chileno quien seguía sin creer las palabras del limeño, aceptó probarse las nuevas botas y cuando intentó dar un pequeño paso, los clavos se le introdujeron en los pies causando un dolor inimaginable. Sin embargo, el soldado creyendo que si se quejaba o se las quitaba por el dolor quedaría como tonto, optó por aguantar, apretando los puños y sudando por el sufrimiento.

¡Es usted muy inteligente soldado! ¡Un honor tenerlo en mi negocio!, dijo el zapatero. ¡Ahora salte y sienta la suavidad de la bota!, le sugirió. El chileno que a como dé lugar quería demostrar que era inteligente se echó a brincar como conejo. El padecimiento era inimaginable, pero el soldado terco dio incluso algunos pasos de baile, no sé si por manifestar su valía o por el terrible dolor.

¿Qué le parecen, soldado? ¿Dignas de un ejército vencedor o no?, preguntó el zapatero. ¡Muy dignas, señor!, dijo el chileno mientras marchaba cojeando, de pronto, el pícaro comerciante se echó a reír.

Al llegar al cuartel provisional que Chile había instalado, el soldado quien tenía puestas las “botas mágicas” cumple la orden de formarse, para saludar al General Saavedra, uno de los primeros oficiales que ocupó Lima el 17 de enero de 1881. El oficial de alto rango da la orden de hacer un pequeño acto de marcialidad a sus soldados y hace marchar a un pequeño grupo, entre ellos el incauto muchacho quien llevaba puesta sus “nuevas botas”, por la Plaza Mayor. El ingenuo soldado pese al dolor, marcha sin cesar cantando a duras penas cánticos del ejército vencedor.

¡Soy inteligente, soy inteligente!, decía el soldado derramando algunas lágrimas por el dolor, convenciéndose así mismo que no era un reverendo bruto, por si quiera sospechar que era parte de una cruel burla.


Al marchar por el negocio del zapatero, el soldado que ya no podía alzar los pies, intenta presumir su astucia mostrando al comerciante las “botas mágicas”. Al ver este acto de gallardía, dolor y bravura, el zapatero lo saluda y mostrando una sonrisa maliciosa dice: ¡Valiente bruto!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Guerra del Pacífico", Gonzalo Bulnes (colección bibliográfica del INEHPA)