sábado, 15 de julio de 2017

Moctezuma, un indomable montonero

Tenía yo 18 años cuando seguíamos batallando contra la Estrella Solitaria. Lima había caído hace dos años y la campaña de La Breña era ahora el escenario de cruentas y brutales justas. Uno a uno los amigos de mi abuelo, a quienes yo conocía desde pequeño, iban cayendo en las diversas luchas en defensa de la patria.

Cada noche cuando mi abuelo llegaba al pueblo y entraba a la casa cansado y con heridas importantes, temía por su vida. Sabía muy bien que en una de esas él no iba a regresar. Recuerdo que mi padre corría para limpiarle las heridas, por si fuera poco, papá había sido también lacerado, una fuerte explosión lo había dejado sordo en la batalla del Alto de la Alianza.

¡Abuelo, deja de pelear! Tú y papá ya dieron todo por un país que no nos dio nada, le dije enojado. No perteneces a un ejército entrenado, ni siquiera usas un fusil. Y tomando su lanza que no era más que un palo con un cuchillo atado, continué reprochándole: ¡Esto, contra fusiles y sables!    
                  
Mi abuelo, quien en épocas doradas había sido un oficial reconocido, ahora padece de alucinaciones, cree que una batalla decisiva se aproxima y que lo mejor que queda del Perú se presentará y dará la más encarnizada contienda de La Breña. ¡No puedo morir sin ver una vez más a Moctezuma! ¡No puedo morir!, me dijo.

¡Cáceres!, le grité. ¿Todo esto es por el comandante Cáceres? Mi abuelo se aparta de mí, cojeando hasta su dormitorio y antes de cerrar la puerta me mira con una sonrisa cómplice. Quién o qué era Moctezuma, no dejaba de repetirme.

Era 1883 cuando la guerrilla se convirtió en la mejor manera de combatir al invasor. Luchar frente a frente con un ejército mejor armado significaría un suicidio. Sin embargo, ¿cuánto más el Perú resistirá? El entusiasmo sobra en cada pueblo donde se recluta gente, pero la escasez de armamento nos dice que ya no podemos aguantar más.

Si en mis manos estuviera el destino del Perú me hubiese rendido, para que la patria no se siga desangrando. Los ricos huyen y los pobres mueren, aquí algunos pelean más por intereses propios que por el país mismo. La causa no vale si de por medio hay un arreglo o un beneficio individual. La indiferencia por esta guerra corría ya por mis venas y aunque jóvenes como yo no dudaban en marchar, prefería esconderme, sin pena ni gloria.

¡Aquí Cáceres es el único que nos guía!, le gritaba a mi abuelo cada vez que él tomaba su improvisada lanza para unirse a los montoneros. Un día, al escuchar los mismos reproches de siempre, mi abuelo optó por responder: ¡Cuando veas sus cadáveres regados en los campos de batalla, tal vez recuerdes sus nombres y sabrás que hay más de uno!

Era julio de 1883 y mi pueblo, Huamachuco, se alistaba para la última de las batallas. Sin embargo, no solo guerra es lo que se respiraba, sino también había admiración. ¡El taita Cáceres ha llegado al pueblo!, y antes de que su caballo pasara por las calles, las mujeres colocaban hermosas telas, mientras los hombres hacían reverencias descubriendo sus cabezas.

Mi abuelo no dudaba en vitorear no solo a Cáceres, quien ya tenía fama de brujo con poderes mágicos, sino también a un tal Isaac Recavarren a quien todo Huamachuco le gritaba al pasar, ‘León’. Por si fuera poco, el hombre que había llevado al monitor Huáscar a convertirse en el enemigo más querido del Perú en 1877, tras enfrentarse contra buques peruanos en Pichalo y rebelarse en Pacocha contra poderosas naves inglesas, Luis Germán Astete, llegó siendo recibido con un respeto digno de resaltar. El general del ejército que resistió en Lima, Pedro Silva, también había llegado. En su mirada había entusiasmo, mientras que algunos lo culparon por los desastres ocurridos en la Batalla de San Juan, aquí en Huamachuco se le respetaba y veneraba. Los que iban a morir aquí no podían ser juzgados.

A pesar de la indiferencia que sentía por esta guerra, debía reconocer que estos señores tenían bien merecido el título: ¡defensores del Perú!    

La multitud perseguía a sus héroes, sin embargo, mi abuelo no se movía de su lugar. Quieto y en silencio permaneció por un buen rato, como esperando a alguien. No ha venido Moctezuma, decía. Y cada vez que hablaba dejaba notar su forma rara de pronunciar las palabras.

¿Quién es Moctezuma?, le pregunté. ¡Es mi coronel!, me respondió. Y mi abuelo se marcha dando la espalda a toda la gente que perseguía a sus defensores. Nunca me lo dijo, pero ese día él estaba triste, caminaba encorvado mirando al suelo arrastrando su palo hecho lanza.

El tal Moctezuma había despertado mi curiosidad, sin embargo, no quería interrogar a mi abuelo, la tristeza le había tocado el corazón. Habían pasado ya tres años de guerra y pese a tener edad para combatir, yo no tenía intenciones de morir por una causa que ya estaba perdida. El destino que enseña a no dar nada por sentado, de a pocos me iba diciendo que mis ojos verán la guerra de cerca y que si no estaba preparado para matar, tenía que estar preparado para morir.

Tan solo recordar que una vez mi abuelo llegó con una bayoneta partida enterrada en su brazo me causa terror. Todos aquí decían que Huamachuco sería escenario de la última resistencia. Los más bravos que habían peleado en toda la guerra, incluso hasta contra España, estaban aquí, menos el tal Moctezuma, del que mi abuelo con su típica y rara voz que no es propia de los lugareños de Huamachuco, no dejaba de nombrar.

Por las noches entre sueños me decía que tenía que combatir, que la muerte llegaría a Huamachuco y que el infierno se alojaría en cada casa buscando no solo a nuestro ejército, sino también a nuestras familias. Ya se había dictado la sentencia, Huamachuco pelea hasta el final.

Días previos a la batalla, Cáceres ordena a sus tropas y realiza distintas estrategias con el fin de confundir al enemigo, que ya se aproximaba a las órdenes del coronel Gorostiaga. La Estrella Solitaria se había adueñado del cerro Sazón, cerca de donde nos encontrábamos.

Mi abuelo acude rápidamente al llamado de la patria y toma su lanza artesanal y se apresura. Mi padre no acudió a la marcha, pues se hallaba triste, sordo y sin fuerzas ya para combatir. Con un cuchillo improvisado en la mano me miraba fijamente, no tuvo que decir palabra alguna para saber que era mi turno de participar, yo era indiferente a la guerra, sin embargo, la guerra se acordó de mí.

Tomé el cuchillo de mi padre y fui en busca de mi abuelo. Tenía tanto miedo que no podía gritarle, solo apurar el paso y alcanzarlo era lo importante. Al llegar a su lado me toma del hombro y marchamos juntos a la guerra. En todo el camino no dejaba de contarme sus viajes y grandes batallas en las que participó. Llevaba puesto un uniforme viejo y rasgado, no tenía fusil o revólver, era oficial en otras épocas, pero hoy era como él decía: ¡un orgulloso montonero!    

La sonrisa alivia la tensión de la muerte y así caminamos riendo y abrazándonos a cada momento.

9 de julio de 1883, algunas compañías de Cáceres estaban en el pueblo y se acercaban al cerro Sazón precisamente al centro de las fuerzas del invasor, intercambiando fuegos contra el enemigo que se encontraba en lo más alto. Ese fue el preludio de lo que sería una de las más encarnizadas batallas.

Aquella noche no pude dormir, sabiendo que el enemigo que contaba con poderoso armamento podía atacar en cualquier momento. En las afueras del campamento mi abuelo estaba reunido con muchos vecinos del pueblo, todos escuchaban atentos lo que él contaba. Fue raro, todos lo felicitaban por pelear con nosotros. No es tu guerra le decían, pero estás aquí y eso te convierte en hijo de esta nación. No podía entender los halagos que recibía mi abuelo quien solo atinaba a agradecer. Era blanco de bromas por su extraña manera de hablar, pero era tan querido que hasta el mismo Andrés Avelino Cáceres no solo lo saludaba marcialmente, sino que también le hacía una reverencia.

10 de julio de 1883, el primer estruendo comenzó a cobrar vidas. Las mujeres y niños comenzaron a buscar desesperadamente algún refugio. Impactante espectáculo fue ver a las madres con sus bebés en brazos, algunas corriendo sin rumbo fijo, otras tropezando y cayendo fuertemente al suelo a causa de la desesperación.

Era ya mediodía y la batalla de Huamachuco se libraba en todas partes. ¡Moctezuma!, gritaba mi abuelo. ¡Dónde estás!, no dejaba de repetir. ¡No vendrá!, le respondía mientras intentaba llevarlo a buen recaudo. Las balas llovían de lado a lado, de arriba, de abajo, no había lugar donde correr sin ser herido. El proyectil que impactaba con las enormes rocas era aterrador. La bomba se convertía en cientos de esquirlas que se incrustaban en la piel de nuestros soldados. ¡Dios mío! La batalla apenas comenzaba y ya los profundos charcos de sangre no tardaban en aparecer.

La muerte alcanza más rápido a los más indefensos: niños y hasta mujeres embarazadas que a duras penas podían moverse exhalaban su último aliento antes de caer masacrados. La falta de municiones en nuestro ejército rompía algunas líneas para el contraataque. Muchos de los nuestros debían correr puesto que la munición se les había acabado, el enemigo que no tenía contemplación alguna, los perseguía hasta matarlos. Uno a uno caían, nadie se levantaba.

Algunos batallones peruanos resistían tenazmente, otros eran rebasados por falta de refuerzos. Era un desastre, el entusiasmo no alcanzaba, había que replegarse para buscar oportunidades.

Recuerdo que tomé el fusil de un peruano muerto y busqué en su morral alguna bala que le pudiera haber quedado. El soldado había caído disparando todo lo que tenía, un detente con la imagen de la virgen se podía ver entre su camisa cubierta de sangre. Mi abuelo me toma del brazo y me obliga a correr.

El enemigo nos perseguía por todos lados y en nuestra rápida huida pude ver cómo fusilaban a los rendidos. No había perdón por parte de la Estrella Solitaria, para ellos enemigo alcanzado era enemigo muerto.

Dos de la tarde, el invasor comenzaba a apropiarse de todo lo que el pueblo podía ofrecer, sus riquezas, sus mujeres, sus niños, todo era violentado por una masa de soldados enceguecidos por la ira. Ningún chileno perdonó lo que había pasado en el combate de Concepción hace un año atrás.    

Coronel Leoncio Prado
En nuestro intento por escapar mi abuelo fue alcanzado por una bala en la espalda. Tomando su lanza como bastón él intenta levantarse, al querer ayudarlo una fuerte explosión me derriba. Estaba desorientado, por todos lados donde mis ojos me llevaran había muerte. Recuerdo que mientras me recuperaba observo cómo matan al caballo de Pedro Silva, un bello corcel al que Silva le tenía mucho cariño. Al retornar la mirada hacia mi abuelo no me percato de la muerte de este gran militar que buscó redimirse por lo ocurrido en Lima, cayendo con el máximo de los respetos hoy en Huamachuco.

Me arrastro lentamente hacia mi abuelo. ¡Agáchate, viejo tonto! le decía, pero él no me escuchó, se levantó y con un fuerte rugido, como cuando arengaba por su independencia, estremeció todo Huamachuco. Un soldado chileno desenfundó un corvo con la intención de aplacar su grito y alzando el brazo intenta degollar a mi abuelo. No logró su propósito, un oficial toma al enemigo por sorpresa y le encesta un fuerte puñetazo.

¡Moctezuma!, decía mi abuelo, ¡haz venido a salvarme! El tal Moctezuma no era más que un joven. Verlo luchar frente a dos chilenos que se le abalanzaron luego de salvar la vida de mi abuelo fue heroico. Salió airoso de la contienda y no dudó en cargar a mi abuelo. Los llevaré a un lugar seguro, dijo. ¡Deje a este pobre viejo, Moctezuma!, salve a mi nieto, ¡déjeme morir aquí!, no dejaba de repetir. ¿Por qué quieres que te deje aquí viejo tonto, si todavía le sirves al Perú? Mi último deseo era verlo aquí, mi coronel, ya puedo descansar en paz. Una lágrima baña la mejilla de mi abuelo. ¿Por qué un viejo militar de casi setenta años le rendía tanta pleitesía a un muchacho que pudo también ser uno de sus nietos?, era la pregunta que se me vino a la mente.

El joven coronel nos lleva a buen recaudo, nos consiguió unos caballos y nos alejó del fuego nutrido. ¡Ven con nosotros!, le dije. De pronto, Moctezuma saca una pequeña condecoración que tenía guardada en su bolsillo y me dice: Cuando tu abuelo se reincorpore de sus heridas dale esto y dile que siempre he de recordar las proezas que hizo por su país. ¡Gracias, coronel!, le dije. Moctezuma sonríe y mientras miraba a mi abuelo quien estaba sobre el caballo casi inconsciente, se despide de mí: ¡Ya no soy coronel, soy un simple y orgulloso montonero! Y dando una fuerte palmada a los caballos para que se pusieran a andar, regresa al campo de batalla.

A cada galope noto cómo mataban a los vecinos de Huamachuco. El héroe del monitor rebelde Huáscar hace alarde de su último acto revolucionario, Luis Germán Astete muere al lado de todos sus soldados, dejando para quien lo recuerde incontables historias dignas para la inmortalidad. El coronel Juan Gastó, quien era uno de los militares más educados y respetuosos, cae también valientemente: los más bravos de la patria iban pereciendo. Cómo es la vida, libraron mil batallas y la muerte no pudo con ellos, hoy 10 de julio, los reclama uno por uno.   
     
La noche cae y la muerte se ensaña con los peruanos, el coronel Emilio Luna, otro de intachable conducta, es tratado por el enemigo como montonero y se le condena a ser pasado por las armas. Pese a que el señor Luna se defiende diciendo que es tan coronel como cualquiera, se le había dictado sentencia y antes de ser fusilado debía de tener vendado los ojos. El coronel se negó, prefirió morir teniendo la mirada fija en sus verdugos.

Nos ocultamos en las montañas con un grupo de soldados y vecinos de Huamachuco, salvamos a cuantos pudimos, hubiéramos deseado que fuesen todos. Mi abuelo era atendido por un practicante de medicina, me dijo que la herida no era de consideración, sin embargo, debía ser cuidadosamente tratada. ¿Dónde está Moctezuma? ¿Vino con nosotros?, me preguntó. No abuelo, se quedó en el campo de batalla. Todos bajaron la cabeza, sabían quién era el tal Moctezuma, todos menos yo. Mientras sacaba de entre mi ropa la condecoración del tal coronel, le pregunté a mi abuelo del significado y antes que pudiera hablar, uno de los soldados que estaba herido se levanta y me dice: ¿No lo sabes?  Tu abuelo es héroe de Cuba, luchó por su independencia. El viejo lloraba desconsoladamente, sabía que no volvería a ver a Moctezuma. ¿Quién es ese coronel, de dónde viene?, le pregunté mientras lo abrazaba. ¡Es el coronel Leoncio Prado!, responde otro soldado poniéndose de pie. ¡Héroe de Cuba!, dijo una rabona mientras llevaba a su niño herido en brazos. ¡Héroe de Abtao y el 2 de mayo!, exclamó uno de los campesinos que había escapado junto con un burrito que pudo salvar. ¡Héroe del Alto de la Alianza!, me dijo un coronel mientras miraba su sable partido.

Leoncio Prado, declarado enemigo de España y siendo el más buscado estaba en Huamachuco, dispuesto a entregar su vida por una causa que creía perdida. Los sobrevivientes de aquel desastre quedamos marcados por una gran cicatriz y aunque pudimos sanar nuestras heridas, no pudimos reponernos de todos los que cayeron ahí, en el pueblo. La sangre nunca pudo desaparecer del campo de batalla, algunos cadáveres yacían por varios días sin nadie quien los reclame. El enemigo se llevó a sus heridos y enterró a sus muertos. Los peruanos que fallecieron quedaron allí, a merced de perros callejeros y animales de granja que no dudaban en mordisquearlos, el escena la describo como grotesca.

Habían pasado meses luego de la batalla de Huamachuco y no sabía nada de Pradito, como se le decía de cariño. Mi abuelo se sentaba por las noches en una vieja silla en la puerta junto a mi padre, me senté junto con ellos y pregunté el porqué de Moctezuma. Mi abuelo sonríe y me dice: Junto con otros bravos cubanos, Prado y yo capturamos un buque español… ¡El Moctezuma!, lo interrumpí y con una sonrisa el anciano asiente con la cabeza.

Pasado un año, mi abuelo, quien había nacido en Cuba y que fue defensor de su patria, muere sin saber las versiones de la muerte de su coronel Leoncio Prado. Creo que fue mejor así, si lo fusilaron o no bajo su propia orden bebiendo una taza de café, o si fue rematado sin contemplaciones, es algo que no le hubiese importado. El viejo supo cómo vivió Pradito y eso basta. De todas las historias que se contaron, cada 15 de julio se recuerda la historia de la taza, la cuchara y el café, sin embargo, yo me aseguraré que los hijos de mis hijos sepan de la historia de Moctezuma y empezaré contando lo que dijo el chileno Nicanor Molinare sobre este indomable coronel: 

“Si el Perú algún día quiere en el bronce recordar a Huamachuco, copie la figura del coronel don Leoncio Prado y hará con ello póstuma grande justicia. Sucumbir en la forma que murió el coronel Prado, no es morir: ese soldado esculpió sencillamente su nombre con letras diamantinas en la historia del Perú”. 


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía:  "Huamachuco y sus desastres", José Abelardo Gamarra. "La batalla de Huamachuco", Nicanor Molinare. (Colección de la biblioteca del INEHPA)

  

lunes, 3 de abril de 2017

¡El enemigo más querido del Perú!

¡Ven! ¡Acércate! Te voy a contar una historia que no te la dirá alguien más y que sin duda, te hará creer que un buque también puede tener un corazón humano. Siéntate y escucha mis palabras porque la historia a veces se olvida y pocos se atreven a recordártela.

Era mayo de 1877, cuando un grupo de partidarios de Nicolás de Piérola abordó el Huáscar y a una sola voz gritaron: ¡rebelión! Saliendo del Callao inmediatamente al mando del Capitán de Corbeta Manuel María Carrasco.

Recuerdo que en apuros el Capitán de Navío Federico Alzamora, quien se encontraba en tierra y tenía el mando original del Huáscar, parte al puerto del Callao junto con una compañía con la esperanza de detener la partida del monitor rebelde y reducirlo al orden.

Lamentablemente para este capitán ya era demasiado tarde, el Huáscar estaba fuera de alcance. Así que decidió ponerle fin al asunto y usar a nuestro buque más poderoso: la fragata Independencia.

El teniente primero Federico Rincón, quien estaba al mando de ese buque, accede a la petición de encender las hornillas y preparar la artillería. Por si fuera poco, la corbeta Unión se unió también a la captura, pero ya el monitor rebelde había escapado. 

Sin embargo, el monitor no las tendría nada fácil, porque lidiaba con sus tripulantes, sus maquinistas ingleses se negaban a entrar en rebelión, por lo que el Huáscar tenía que utilizar solamente sus velas para escapar. Todo el combustible que tenía le alcanzaba solo para seis días.

Poco a poco los suministros se iban agotando, el Huáscar tenía las horas contadas sino se abastecía, lo que lo motivó a recalar a las islas Chinchas, en donde un barco guanero le proporcionó lo que necesitaba. Poco tiempo después padecería de la misma circunstancia, obligando al monitor a tomar del buque inglés Ynusina, cien toneladas de carbón, víveres y otros artículos.

Luego de cuatro días, hace su aparición Nicolás de Piérola abordando al Huáscar en Antofagasta, junto con otros revolucionarios. Para ese entonces, el monitor rebelde surcaba impunemente el mar, invadiendo puertos, desafiante ante cualquier amenaza que se le presentara.

Los maquinistas ingleses que no quisieron continuar con la rebelión fueron desembarcados, siendo reemplazados por dos franceses. Siguiendo con la marcha, el Huáscar fondea en Pisagua tomando el puerto pese a obtener resistencia de la población.

El gobierno del Perú, harto de la osadía del Huáscar, organizó una División Naval compuesta por la fragata Independencia, al mando de Juan Guillermo Moore, el monitor Atahualpa, a cargo de Gregorio Miró Quesada y la corbeta Unión por Nicolás del Portal. La consigna era una sola: ¡darle caza al monitor rebelde!    

El once de mayo se inició la búsqueda partiendo del Callao hacia Iquique, en donde para mala suerte del Huáscar, la Pilcomayo decidió unirse a la cacería. Pero no todo era desfavorable para el monitor rebelde. Pese a que la División Naval estaba compuesta con los mejores buques del Perú, estos se encontraban en muy mal estado. El Atahualpa iba remolcado por el transporte Limeña, porque no poseía andar propio. La Independencia pese a ser nuestro más poderoso buque, tenía las calderas en mal estado y apenas andaba. Los otros buques restantes no eran rivales para el Huáscar. 

Conociendo estas carencias, el presidente del Perú Mariano Ignacio Prado, pidió al gobierno chileno su ayuda para capturar o destruir al Huáscar, sin embargo, este se negó. Para 'La Estrella Solitaria' su intervención era contrario al Derecho Internacional, así que solo se limitaría a aplicarle las reglas de la neutralidad si arribaba a sus puertos.

Diario El Comercio 1877, parte de la colección del INEHPA
La suerte parece acabársele al monitor rebelde. Punta Pichalo fue testigo del desafío del Huáscar a la División Naval que lo había encontrado. El Atahualpa tuvo que ser dejado en Iquique porque era demasiado lento y no sería oponente para el monitor rebelde en caso de enfrentarse. 

El cerco iba apretando, al Huáscar no le quedó más opción que hacerle frente a la Independencia, Unión y Pilcomayo, rompiendo fuegos por la tarde. La lucha duró una hora habiendo llegado incluso a acercarse a tiro de fusil. El monitor rebelde toma ventaja de su velocidad y sale del alcance de la fragata Independencia. Solo la corbeta Unión podía alcanzarlo.

Jamás la Independencia había sido severamente castigada como en aquel combate. El Huáscar era un enemigo tan poderoso, que la fragata tuvo que mantener distancia para no seguir recibiendo daños. La Unión también recibió proyectiles, aunque sin mayor riesgo.

28 de mayo de 1877, no lo olvides nunca. El monitor salió victorioso ante la mirada impotente de buques peruanos que no pudieron hacer nada para detenerlo. La Unión no quiso perseguirlo por temor a quedarse sola, la Independencia y Pilcomayo no podían ya combatir.

Pero, ¿quién era el hombre que había hecho del Huáscar un buque temible? Era el Capitán de Fragata Luis Germán Astete, un experimentado marino a quien el destino le tendría preparado un heroico desempeño en la Guerra del Guano y del Salitre. Piérola, seguía a bordo del monitor rebelde y estaba complacido con la destacada participación del comandante Astete.

Pese al duro encuentro contra la flota peruana, el Huáscar no tendría descanso y un día después se vería las caras con un terrible oponente, la escuadra inglesa.

La escuadra extranjera que se encontraba en el Pacífico, ya le había advertido al Huáscar en reiteradas ocasiones que pare con los actos ilegales que venía cometiendo contra buques y propiedades británicas, de lo contrario el monitor rebelde sería tratado como buque pirata y su destino sería el fondo del océano.

¿Sabes qué hizo el Huáscar ante esta amenaza? ¡Alzó aún más alto el pabellón peruano y presentó bandera de combate! Y así fue, el 29 de mayo de 1877 se libró el combate de Pacocha. 

Dos poderosos buques de la escuadra inglesa, el Shah y el Amethyst no dudaron en enfrentarlo. Piérola arenga a sus tripulantes y los motiva a defender ya no una revolución, sino su pabellón.

El combate comienza con una gran persecución entre el Shah y el Huáscar. Germán Astete tenía la idea de hacer encallar al buque inglés, llevándolo a zonas rocosas, mientras que eran atacados con todo el poder que representaba un buque de tal categoría.

Los tiros más certeros que le llovían al Huáscar provenían del Amethyst, sin embargo, no pudieron parar su velocidad. El Huáscar intenta hacer uso de su espolón, pero los buques ingleses eran tan rápidos como el monitor peruano. La contienda se iba describiendo como ¡titánica!

La mayoría de cañonazos fueron esquivados por el Huáscar, sin embargo, la ametralladora Gatling de los ingleses cobró importantes daños. El Huáscar debía ser rematado, así que el Shah hace uso de un arma desconocida para el Perú, un torpedo Whitehead fue lanzado para destruir al monitor. Todo el avance tecnológico que la época podía ofrecer era lanzado contra el Huáscar.

Afortunadamente el torpedo fue esquivado por el monitor rebelde, que pudo escapar sin rendirse. Fue la única vez que un buque peruano encaró a dos buques ingleses, saliendo airoso y una vez más desafiante.

Dos días después de aquél mítico combate, el Huáscar por cuenta propia decide rendirse, poniendo punto final a sus tremendas historias. Si no te lo contaron, ahora puedes correr a gritarlo: ¡el Huáscar tuvo vida propia y nos regaló inimaginables aventuras!

Terminado el relato, mi abuelo, quien había sido uno de los tripulantes de aquel monitor rebelde, durmió tranquilo para no despertar jamás. Nunca supo que dos años más tarde, aquel buque pirata nos regalaría una vez más grandes correrías en la Guerra del Guano y del Salitre, pero esa es otra historia...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la Marina de Guerra del Perú", Manuel Vegas. (Colección bibliográfica del INEHPA)

sábado, 4 de marzo de 2017

La Plaza Elguera y el misterio de una bala 

Para Fernando Vidal, un joven que no poseía escrúpulos, ni moral, las calles del centro de Lima eran de su propiedad. No había pleito nocturno del que no estaba involucrado. Este muchacho de veintidós años era de esos jóvenes indeseables que si se muriese nadie lo iba a llorar. Una carga menos para lo sociedad, como se diría hoy en día.

Pese a tener aspecto de niño, Fernando era un experto carterista, que usaba la avenida Wilson como su centro de operaciones. Utilizando la noche y la tenue iluminación, ‘El Mudo’, como se le conocía en la zona, aterraba a muchas mujeres golpeándolas para arrebatarles sus carteras o cuanta cosa de valor podían llevar. Ninguna fémina sin distinción de edad se salvaba de ser atrapada. Una vez consumado el delito, el muchacho huía tirando por algún lado las carteras que estaban rotas producto del intenso forcejeo.

El dinero robado era gastado en discotecas o en los llamados bares de mala muerte. En esos lugares se emborrachaba hasta perder el control. Ni las botellas que compraba con licor adulterado se salvaban y eran arrojadas con tal fuerza que, al impactar contra la pared, los pedazos de vidrios se disparaban como esquirlas, dañando el rostro de algunos inocentes transeúntes que simplemente pasaban cerca de él.

Hasta los monumentos históricos eran víctimas preferidas de Fernando. Muchos de ellos sufrían grandes daños producto de los botellazos que les propinaba. Por si fuera poco, como un ensañamiento a distintas figuras de héroes de “la Guerra del Guano y del Salitre”, el joven sacia su instinto salvaje miccionando las efigies, ante la mirada atónita de algunos vecinos que son despertados por tal alboroto.

Una noche y como es su costumbre, Fernando transita por la avenida Wilson. Con botella en mano y fuera de sus cabales, decide acabarse el licor en un rinconcito de la plaza Elguera. Como era de esperarse, el joven pretende vaciar su vejiga en un angosto muro y entre frases incoherentes acompañadas de palabras de grueso calibre, empieza su accionar…

Munición para fusil Comblain. Parte de la colección
del INEHPA
¡Deténganlo!, dijo un oficial que venía escoltado por cuatro efectivos. ¿Este es el que mató a Iturriaga?, preguntó. ¡Sí, señor! ¡Este es!, respondió uno de los que lo acompañaban. Fernando, asustado por la brusca intervención, jura inocencia: ¡No sé de qué me hablan! ¡Yo no he matado a nadie! ¡Ni siquiera conozco al tal Iturriaga! 

El oficial, enfurecido por la respuesta, replica: ¡Después que lo asaltaste lo mataste! ¡Ahora morirás como un perro! Mientras los efectivos lo amarraban de pies y manos, el jefe de la patrulla continúa amenazándolo. Serás fusilado aquí mismo, por asesinar a uno del regimiento de artillería. El muchacho, asustado por todo lo que estaba ocurriendo, no comprendía si quiera a qué se referían estos señores. ¿Regimiento de artillería? ¡Yo no sé nada!, no dejaba de repetir.

Por órdenes de nuestro comandante, Patricio Lynch, serás pasado por las armas como escarmiento. ¡Alzar tu mano contra un soldado chileno significa la muerte! ¡Preparen los fusiles!, sentenció.

Los nervios traicionaban cada vez más a Fernando, a penas y podía hablar. El desconcierto por lo que ocurría, sumado a balas que eran colocadas en antiguos artefactos bélicos que él nunca había visto en su vida, era demasiado frustrante. ¿Qué te pasa muchachito, jamás habías visto un fusil?, le dijo uno de los soldados.

¡Yo no sé nada…!, dijo Fernando. ¡Cállate, mierda!, le dijo un chileno y colocándole la culata del fusil en el cuello, le advierte: Te voy a disparar en medio de la frente, peruanito.

Uno de los que le había amarrado las manos, decide sacar un pañuelo de su bolsillo para vendarle los ojos. ¡No!, dijo el oficial. ¡Quiero que vea venir a la muerte! Las lágrimas de Fernando no conmovían en lo más mínimo al jefe de la patrulla.

¡Dos tiros en el pecho y dos en la cabeza!, fue el mandamiento para los soldados que ya se habían alejado de Fernando para apuntar con sus fusiles. ¡A mi orden!, dijo el oficial, mientras desenvainaba su sable. Aquellos segundos eran de terror para Fernando, los recuerdos de su triste vida comenzaban a pasarle por la mente.

¡Fuego! Las balas le explotan el cuerpo a Fernando, quien cae agonizante. El golpe que se dio contra la pared producto del impacto de la munición, le había desatado las manos. Inmediatamente el joven decide tocarse el abdomen y siente como un líquido calentaba cada vez más su estómago.      

 No era sangre, sino su propia orina lo que había sentido. Me quedé dormido, todo fue una terrible pesadilla, dijo. Y al tratar de ponerse de pie, lleva una de sus manos al suelo como apoyo y siente un dolor intenso. Tal vez se había sostenido en una pequeña piedra, sin embargo, al coger lo que le había causado tal dolor, le llevó una macabra sorpresa. Había recogido una bala. Por si fuera poco, al revisar al detalle el objeto, el joven encontró un nombre escrito en ella: Fernando Vidal.

Al levantarse por causa del terrible susto, Fernando descubre una cruz en el muro de la plaza. La noche era a cada instante más oscura cuando decidió abandonar el lugar, no sin antes darle un último vistazo al símbolo religioso. Dejando la bala cerca a esa pared, el muchacho corre asustado, deteniéndose en cada cuadra para recoger botellas de licor y colocarlas en los basureros.

Al poner la última botella de la avenida Wilson en la basura, Fernando es felicitado por un viejo que pasaba tranquilo por el lugar. ¡Es usted un ejemplo! ¡Ojalá y todos los jóvenes fueran así! Una pequeña sonrisa se le nota a Fernando, ¿Cuál es su nombre, señor?, le pregunta. Juan Antonio Iturriaga, responde el viejo, quien se desvanece en la lejanía…

La plaza Elguera se había convertido en una terrorífica leyenda. Todas las noches cerca a esa cruz, muchos vecinos oyen disparos bajo órdenes de: ¡fuego!, sin embargo, pocos se atreven a contarlo y revelar su misterio.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Memorias del Contra-Almirante Patricio Lynch. Operaciones norte del Perú". (Colección bibliográfica del INEHPA)


PREGUNTAS PARA EL SORTEO:

Coloca en el posteo de Facebook de este relato las respuestas y participa en el sorteo de una botella de Pisco de Uvina.

1. ¿Cómo se apellidaba el chileno al que Fernando fue acusado de matar?

2. ¿Cuál es el apodo con el que se le conocía a Fernando en el centro de Lima?

3. En el relato: "Los rugidos de Chorrillos, segunda parte", ¿de qué nacionalidad eran los bomberos? 


domingo, 26 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos y los bomberos italianos (Segunda parte)


Muchos italianos residentes en Chorrillos aceptaron la convocatoria del coronel del ejército peruano Domingo Ayarza, para hacerse cargo de una bomba a brazos contra incendios, el 9 de octubre de 1872 para la formación de una compañía de bomberos voluntarios en el distrito. A partir de ese entonces Chorrillos estuvo protegido, formando días después la sexta Compañía de Bomberos Voluntarios que se establecía en el país. 

Bautizados con el nombre de un insigne patriota italiano llamado Giuseppe Garibaldi, los nuevos bomberos chorrillanos asumieron la gran responsabilidad de proteger al distrito de cualquier emergencia. La Batalla de San Juan puso a prueba sus convicciones y entre fuegos cruzados tenían la misión de hacer valer su juramento y salvar a Chorrillos del desastre...

Siendo rebasada la línea de defensa de San Juan ya nada le impedía al enemigo pasar por Chorrillos y desatar su ira. Los pocos soldados peruanos que sobrevivieron a la batalla se refugiaban en el balneario, en busca de protección. Algunos cansados, ya sin ninguna fuerza que los impulse, pedían una poca de agua, mientras que otros de desplomaban en las calles sin alcanzar a pedir ayuda.

Mi casa, que estaba muy cerca a la ambulancia instalada bajando el zig zag del morro, era una de las primeras que presenciaba los primeros actos de desbande. La batalla ya había concluido, sin embargo, para el invasor recién comenzaba. Pasaron por la ambulancia sin siquiera mirarla y desataron su furia con los primeros hogares que ahí se encontraban. ¡Auxilio!, se escuchaba cerca de mi ventana. Eran algunas mujeres que se resistían ante golpes e insultos. 

Aún no caía la noche y eran los vecinos de Chorrillos que libraban su guerra. Las casas se habían convertido en pequeños fortines en donde cada familia se defendía como podía. Palos contra fusiles, cuchillos de cocina frente a sables. Todo lo que pudiera ser utilizado como arma servía para amedrentar al enemigo y salvar la vida.

Ninguno de los invasores se acobardó ante tanta muestra de valor, por el contrario, ingresaban a los hogares con más furia, cada casa y cada familia pasaba por diferentes tormentos. Hasta con floreros se defendían con tal de sobrevivir, sin embargo, esos actos de coraje eran imperdonables para el enemigo que pasaba a cuchillo a todo aquel que oponga resistencia.

¡Bárbaros!, les gritaba en forma de rugido. Los que me escuchaban se asustaban y huían, los que no, entraban a las casas cargando con lo que podían. Me habían salvado de un incendio, pero la familia a la cual yo pertenecía no sé si corrió con la misma suerte. Mientras los escombros me sepultaban podía escuchar sus gritos de dolor. Garras y colmillos que de nada me sirvieron pudieron calmar la rabia de la impotencia.

De pronto, un balde lleno de agua fue colocado cerca de mí. Entre gritos y disparos oigo voces: ¡De prisa, rompan esa puerta! ¡Sáquenlos de ahí! Algunos arrieros les proporcionaban agua a los bomberos italianos que llegaban a socorrer a los dueños de la casa, a los que consideraba mi familia. Jamás olvidaré ese balde, fue como un milagro entre tanta desgracia.

Los arrieros, quienes habían perdido sus mulas a causa de tanto alboroto, ayudaban a los italianos a cargar las pesadas bombas que contenían agua. Para peor de los males, el líquido era escaso, no alcanzaba para tantas casas que se incendiaban. Algunos vecinos intentaban ahogar el fuego con tierra y arena, sin embargo, casi todo deseo de controlar los incendios era en vano.

Entonces, un bombero toma el balde que había sido dejado cerca de mí y decide echarse toda el agua al cuerpo y entrar como sea a la casa para rescatar a mi familia. Luego de unos momentos, el bombero sale con Catalina en sus brazos. ¡Ignacio!, me dije. ¿Dónde está Ignacio?

Catalina clama por su esposo e intenta regresar a la casa, entre los continuos jaloneos que le daba el bombero para evitar que ingrese al lugar. Había que huir, Catalina no entendía que la guerra continuaba y que ahora debía pensar en su hijo que está por nacer. Algunos vecinos la llevan prácticamente a rastras, lejos de Chorrillos, mientras que los italianos se quedan para controlar el fuego.

Casa por casa los bomberos jalaban sus bombas, algunas se atoraban entre lodo y escombros, lo cual hacía imposible su movimiento. Recuerdo que otra sufre un golpe con una piedra, haciendo que la rueda de la bomba se salga de su eje y caiga fuertemente al suelo. Sin embargo, esto no desalentó a los italianos que con baldes de agua y hasta con tierra, corren para auxiliar a cuanto hogar esté siendo devorado por el fuego.

Algunos vecinos arriesgan sus vidas tratando de rescatar sus pertenencias que arden en llamas, otros luchan desesperadamente contra el enemigo, con el único afán de sobrevivir.

Había caído la noche y el cielo resplandecía por causa del intenso fuego. Todavía disparos y gritos se podían escuchar, mientras los bomberos ya exhaustos seguían trabajando, pese a algunas advertencias que les hacía el enemigo para no apagar los incendios.

¡Que Chorrillos arda!, se escuchaba entre los soldados invasores que no dudaban en propagar las llamas con antorchas. El calor era tan intenso que muchos de los baldes se derretían en poco tiempo. Ya se imaginarán las manos de los italianos, en carne viva estaban, aun así, no abandonaron sus puestos.


Balde de bombero que se utilizaba para controlar incendios,
parte de la colección del INEHPA
¡Señores, de la manera más atenta les ruego no interferir!, les informó un oficial chileno. Los italianos se miraron entre ellos y pese a la advertencia siguieron con su trabajo. El oficial no toleró la indiferencia y ordenó capturarlos.

¡Solo la muerte es el pago por desafiarnos!, dijo el oficial enemigo mientras se acercaba a las bombas que traían los italianos. ¡Destruyan todas sus herramientas!, y con esta orden los soldados invasores quemaron también los materiales que los bomberos utilizaban para combatir el fuego.

Uno de los italianos no soporta tal ultraje e intenta golpear al oficial. Sin embargo, uno de los soldados le corta el paso con un feroz culatazo en el estómago. Los bomberos buscaban zafarse de sus captores y ayudar al caído, pero el oficial no entiende de razones y los manda a golpear para luego llevárselos al malecón.

Con las manos sobre la nuca, los bomberos marchaban hacia el ocaso de sus vidas, su destino era ser pasados por las armas por desobedecer órdenes. Todo aquel bombero que intentara apagar los incendios de Chorrillos será fusilado, ese fue el mensaje que corrió por todo el distrito. No obstante ningún italiano se asustó, por el contrario sabían que tenían un compromiso como bomberos y fueron en busca de más hogueras que había dejado el enemigo.

Era la madrugada del 14 de enero y los bomberos italianos marchaban hacia su última misión. Recuerdo que uno de ellos antes de ser capturado toma el balde que estaba junto a mí para hacer el último esfuerzo en apagar el fuego de una casa. Lo llenó con arena mientras se cortaba la mano con pedazos de vidrio que yacían en el suelo. Y antes de arrojar la arena sobre una casa, es golpeado y llevado también al malecón.

Cuando Chorrillos dejaba de gritar para dar paso un pequeño silencio, se da la orden de abrir fuego. Los bomberos habían cumplido ya con su deber y pese a nunca despedirse entre ellos, en sus miradas se pudo ver el abrazo que tanto deseaban darse. El abrazo por haber servido fielmente a una causa que siempre consideraron noble...  


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia del Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Perú 1860-2000", Julio César Coz Vargas. (Colección bibliográfica del INEHPA)



viernes, 10 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos (Primera parte)

¡Ya vienen los chilenos!, dijo la esposa de Ignacio, mi dueño. Él era el único que conocía el valor de la figura que yo representaba. Los chilenos bajarán por el morro y encontrarán nuestro hermoso balneario, destruirán todo a su paso y no dejarán nada, Chorrillos quedará reducido a cenizas y sucumbirá bajo el fuego invasor, explicó nervioso Ignacio. 

La esposa de mi dueño, Catalina, toma una manta y trata de convencer a Ignacio de salir cuanto antes de la casa. Las arengas del enemigo se escuchan cerca a de aquí, eso significa que San Juan ha caído y el morro fue la última resistencia de tantos patriotas que pelearon hasta el momento final. Sin embargo, Ignacio no obedeció la orden de su esposa, desesperadamente se movía por toda la casa como buscando algo. ¡Mi sello! ¡Dónde está mi sello!, no dejaba de repetir. ¿Cuál sello? ¿De qué hablas?, vámonos, gritaba Catalina ante la terquedad de Ignacio por quedarse.

¡Un sello con forma de León! ¡No me puedo ir sin haberlo encontrado!, dijo mientras tiraba los cajones al suelo. Tus hermanos han muerto y ¿te quedarás aquí buscando un simple objeto? Nuestro hijo va a nacer en poco tiempo, ya no nos queda nada, ¡vámonos!, suplicaba Catalina. Aquí estoy quería gritarle, pero no podía. Estaba frente a sus ojos, pero la desesperación de mi búsqueda fue la culpable de que no me viera.

¡Revisen casa por casa y maten a todo aquel que se resista!, oigo decir a un soldado. Al mirar por la ventana observo a algunos de nuestros defensores rodar por el morro, abatidos por fuego de fusilería, el enemigo había llegado al balneario, rompiendo puertas, maldiciendo y sacando a la fuerza a los ocupantes de casas aledañas a la nuestra.

Ya es tarde, se lamentó Ignacio, el enemigo está aquí. Catalina estaba aterrada, pálida, por instinto sabía que ella y el hijo que llevaba en su vientre corren un gran peligro. ¡Pronto!, vamos a la ambulancia, tal vez si nos ocultamos ahí nuestras vidas serán respetas, dijo mi dueño quien se había resignado a perderme.

Sello de agua encontrado en Chorrillos
Por la ventana observo como escapan tomados de la mano. Los incendios comienzan a manifestarse, casa por casa la destrucción se hacía presente. No me queda más que esperar lo peor, mientras comienzo a recordar a Ignacio y sus hermanos, jóvenes trabajadores a quienes la vida había golpeado una y otra vez, sin embargo, supieron salir adelante a base de esfuerzo y dedicación, siendo reconocidos como los mejores costureros de Lima. Llegaron desde Jauja con una maleta llena de promesas e ilusiones que felizmente pudieron cumplir, ahora esos sueños se convierten en pesadillas. Los hermanos de Ignacio han desaparecido y ahora él me abandona junto con su esposa. No les guardo rencor, me hubiese gustado conocer al niño que esperan.

Nunca antes había tenido la necesidad de luchar por mi existencia, hoy en plena Batalla de San Juan, era tiempo de mostrar colmillos y garras, pues león era y como león debía pelear. Estaba listo, sabía que en cualquier momento el enemigo entraría, de pronto diviso por la ventana que Ignacio suelta a su esposa, metiéndola en la casa que servía como ambulancia y regresando hasta aquí. ¡Qué haces tonto, vete!, quería decirle. Las garras nunca aparecieron y el animal temible al cual yo simbolizaba no se manifestó.

Ignacio entra a la casa y continúa con mi búsqueda, al encontrarme me toma entre sus manos e intenta salir del lugar, sin embargo, un chileno le cierra el paso. Aquí hay un soldado peruano que intenta acuartelarse en esta casa, alertó a sus compañeros mientras le apuntaba con un fusil. ¡Quieto carajo o te vuelo la cabeza!

Ignacio tenía miedo, lo supe cuando las manos que me sostenían le empezaban a temblar. De pronto un grupo de chilenos irrumpe en la casa, algunos empujaban a Ignacio preparándose para darle una golpiza, otros saqueaban y robaban todo lo que podían. Cuadros, floreros y retratos de lo que fue una familia quedó reducido a escombros.

Ignacio, en un acto de valentía golpeó a un chileno en la cabeza, utilizando la fuerza y dureza de mi contextura, partiéndole el cráneo y causando su muerte. Entre el caos que provocó este hecho una bala me alcanza rompiendo una parte de mí. Caigo al suelo herido mientras observo como se ensañan con Ignacio por haber matado a un chileno. Golpe tras golpe, mi dueño peleaba por su vida.

Poco a poco la fuerza de Ignacio iba desapareciendo, estaba ensangrentado a penas y podía mantenerse consciente. ¡Morirás como un perro!, se escuchó decir a un chileno mientras sacaba un corvo. ¡Espera!, dijo otro de los soldados. ¡Quiero que ella lo vea morir!, y entre las puertas de la casa traen de los pelos a Catalina, quien no dejaba de suplicar por su vida.

El invasor al ver que Ignacio trataba de recomponerse, optó por ultrajar a Catalina. Comenzaron a arrancar a la fuerza sus vestiduras y al tratar de ser besada ella logra arrancarle un pedazo de la mejilla a un soldado, causando aún más la furia del grupo.

Jamás había visto tanta crueldad, quería hacer algo, pero no podía moverme. La impotencia me invade, soy solo un sello con cabeza de león, me decía. Un símbolo de fortaleza, ¡nada más! En ese momento, cuando creí haber visto suficiente maldad, se le oye decir al soldado que fue mordido por Catalina: ¡Préndanle fuego a la casa! ¡Quemen todo, con ellos adentro!

Catalina abraza a Ignacio quien ensangrentado trataba de consolarla. Ella se toma el vientre y con un te amo deciden despedirse. Cuando se prende la primera antorcha la desdichada familia observa sus vidas pasar en pequeños rayos de luz, no había garras ni colmillos que pudieran salvarlos.

De pronto, una extraña voluntad me invade y decido por primera vez en mi larga existencia gritar de rabia. Un estruendoso sonido a manera de rugido rompe los tímpanos de los invasores, quienes se habrían paso entre las llamas para escapar. Ignacio, con las pocas fuerzas que le quedaban me toma entre sus manos llenas de sangre y decide arrojarme por la ventana en un intento por salvarme.

Las llamas consumían la casa y lo único que podía hacer era mirar. En ese momento entre la intensa humareda observo a unas personas que intentan entrar rompiendo la puerta trasera. ¿Serán soldados peruanos o chilenos? Tal vez sea el enemigo que intenta rescatar un objeto de valor, ¡no lo sé!, a penas y puedo ver. El fuego comienza a consumir toda la casa, ya no había nada que hacer. Presumo que Catalina e Ignacio han muerto en el incendio.

¡De prisa! ¡Traigan más agua!, me pareció escuchar, mientras a lo lejos oigo el llanto y desesperación de civiles, los vecinos de Chorrillos eran presa de diversas formas de crueldad. Antes de que los escombros me entierren en el olvido decido dar el último rugido, haciendo notar que un león intentó salvar al distrito más hermoso de Lima de aquel entonces…



Colaboración Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La última resistencia", Juan Carlos Flórez - Ernesto Linares. (Colección bibliográfica del INEHPA)



sábado, 4 de febrero de 2017

¡Yo quiero ser como el Centauro de las Vilcas!

Tenía yo casi doce años cuando me contaron su historia. Vivíamos en tiempos difíciles en que el Perú no dejaba de batallar frente a ‘la Estrella Solitaria’ y aunque la desgracia se nos venía encima por ser una etapa ya de ocupación en la sierra, aún quedaba tiempo para divertirme con mis amigos, correr por las pequeñas callecitas de mi pueblo y jugar a ser un soldado justiciero que defendía al Perú del asedio enemigo.

Algunos de mis amigos querían ser Grau, otros discutían por ser Cáceres o Bolognesi y como yo era el menor de todos no me dejaban escoger a cualquiera de ellos, pues los nombres de estos grandes defensores ya estaban apartados. ¡Escoge a otro!, me decían, mientras ellos discutían por el derecho.

Admito que llegaba a casa molesto, al no conocer algún otro defensor popular no me quedaba más que ser un simple soldado que solo se limitaba a recibir órdenes, mientras que el principal honor de morir por la patria siendo un oficial reconocido estaba en disputa por niños mayores que yo. ¿Y por qué no juegas a ser el Centauro de las Vilcas?, me dijo mi padre.

¿Y quién es ese?, le pregunté. ¡Aah!, es un temible jinete que tiene fama de fantasma, me respondió. Hijo, ¿no te gustaría desaparecer y aparecer como él, sorprendiendo al enemigo? ¡No!, respondí a secas. Bueno tú te lo pierdes, pero si yo fuera tú, sería el Centauro de las Vilcas, me dijo mientras me revolvía el cabello.

Ni siquiera sabía qué era un centauro y si no le pregunté a papá fue porque no quería escuchar sus terribles historias que duran toda la noche. Sin embargo, con el pasar de los días, el apodo del Centauro de las Vilcas iba tomando fuerza. Cada vez que salía a jugar a ser el mismo soldadito obediente recibiendo órdenes de todos mis amigos, empezaba a escuchar entre la gente el nombre de Gregorio Albarracín.

Pero quién era este señor que poco a poco estaba en boca de todos aquí en el pueblo, ¿será que tiene algo que ver con ese tal Centauro de las Vilcas? ¡Con su sable corta las cabezas del enemigo! ¡Algunos afirman haberlo visto en dos lugares al mismo tiempo! ¡Su caballo es más rápido que el viento!, fueron algunas declaraciones de los mismos pobladores que no tardaban en correr la voz y acrecentar la fama del tal Albarracín.

Sable de caballería, parte de la colección del INEHPA

Uno de esos días, cuando el nombre de Gregorio Albarracín y sus increíbles hazañas sonaba con más fuerza, salí a la calle a jugar con mis amigos. Yo soy ¡Miguel Grau a bordo del temible Huáscar!, dijo un niño. ¡Yo seré el invencible Cáceres!, se le oye a otro. ¡Seré como Bolognesi para no rendirme nunca!, exclamó otro niño. Y como yo estaba harto de ser un simple soldadito grité a puño cerrado: ¡Yo seré Gregorio Albarracín y cortaré las cabezas del enemigo!

Todos mis amigos se miraron las caras horrorizados por lo que había dicho, nadie atinó a decir nada, después de un par de minutos empezó la discusión: ¿Quién es Albarracín?, me preguntaban, ¡nadie lo conoce!, se decían entre ellos. Un hacendado quien había escuchado nuestra conversación, nos interrumpe para decirnos que Gregorio Albarracín era el temible Centauro de las Vilcas.

Nadie de nosotros dijo una palabra, más bien escuchábamos al extraño decir que Gregorio Albarracín era un oficial excepcional. ¡Arrastraba chilenos con su caballo!, nos decía ¡y con su sable les arrancaba la cabeza!, explicaba mientras imitaba el manejo de la afilada arma con su mano. ¡Es un gigante que no teme defender al Perú! ¡Todos en el pueblo saben que es mitad hombre y mitad caballo!, finalizó su discurso. Tal vez el extraño señor no lo sabía, pero nos había causado un pánico indescriptible. Todos volvimos a corriendo a casa, nadie quería encontrarse a ese tal Albarracín, qué tal si decide cortarnos la cabeza a mis amigos o a mí, pensé.

¡Papá, ya sé quién es ese fantasma, es Gregorio Albarracín!, grité apenas llegué. Todos en el pueblo hablan de él, ¡capaz venga y nos corte la cabeza! Luego de una risa prolongada, papá explica que solo gusta cortar cabezas del enemigo y a los niños que se portan mal. Estaba asustado mientras que mi padre no dejaba de reír, pórtate bien que puede rondar por nuestro pueblo, sentenció, causándome un susto tremendo.

Tenía que ser cauteloso, hacer cosas buenas y obedecer a papá eran mi primera línea de defensa, contra este gigante que gusta arrancar cabezas, la mía era pequeña por lo que un cuchillo basta para sacármela del cuerpo. Me sentía una presa fácil.

Sin embargo, los juegos hacen olvidar estos malos momentos y por no quedar en el olvido siendo un simple soldadito, afirmo ser nuevamente Gregorio Albarracín, el terrible Centauro de las Vilcas, nombre que causa terror en mis amigos, haciéndome de una posición importante en el juego.

¡Yo soy el Centauro de las Vilcas!, exclamaba. Admito que al principio me provocó miedo decirlo, pero al ver el asombro de la gente al gritar que yo era Gregorio Albarracín me causó placer, como si tuviera poderes. Algunos vecinos me preguntaban entre risas si yo era verdaderamente el jinete fantasma, interrogante que respondía con mi afilada espada que no era más que un simple palo de madera, que ¡sí!

Pasaron los días y tanto exclamé ser el temible centauro, que un día jugando como siempre a ser un defensor del Perú, el jinete fantasma llega al pueblo, generando el más grande de los respetos y una profunda admiración. Mientras que muchos vecinos optaban por hacer reverencias y descubrirse la cabeza ante un defensor del Perú, que había participado incluso en el Combate del 2 de Mayo frente a España, yo seguía en lo mío gritándole a la gente y a mis amigos que era el Centauro de las Vilcas.

¿Así que tú eres el temible Centauro de las Vilcas, el monstruo mitad hombre y mitad animal?, me preguntó un señor montado en su caballo, con pronunciada barba y de gran estatura. ¡Así es señor!, le respondí en el acto. ¿Y dónde está tu mitad caballo?, continuó. No sabía que decir y lo único que se me ocurrió fue: ¡La olvidé en casa, señor!, respuesta que le generó al caballero una prolongada risa. ¿Y dónde está tu sable con el cortas la cabeza al enemigo?, preguntó. Y enseñando el palo de madera respondí, ¡aquí está!

El longevo señor continúa con su risa mientras desenvaina un enorme sable que era incluso más grande que yo. ¡Esto es un sable!, me dijo y con esto yo corto la cabeza del enemigo, explicó. En ese momento recordé lo que me dijo mi padre, sobre que Albarracín gustaba decapitar al enemigo y a los niños que se portaban mal. Me tomo el cuello en señal de pánico, no había dudas, este señor era el Centauro de las Vilcas. Sin embargo, no era mitad animal, andaba en un enorme caballo, si bien es cierto, este señor era de tamaño gigantesco no era un centauro, era un viejo que podía ser mi abuelo.

Pese a no ser mitad animal su sable era aterrador, el hecho de ver el arma pasar cerca de mí me hizo pensar que sería el fin de mis días, pese a haberme portado bien. Este es un sable que le arrebaté a un chileno en la Batalla del Alto de Alianza, me dijo y con este mismo sable le corté la cabeza, explicó levantando la voz. En ese momento no sentí lástima por el chileno, total ya estaba muerto, era mi vida la que me preocupaba. He oído que hay en el pueblo un muchachito que dice ser Gregorio Albarracín, ¡de manera que eras tú! ¿Sabes lo que hago cuando alguien se quiere pasar de vivo e intenta jugar con mi nombre?, me dijo mientras apuntaba el enorme sable que le había quitado al chileno hacia mi cuello.

En ese momento cuando estuve a punto de botar una lágrima del susto le dije: ¿me va a cortar la cabeza, señor? ¿Tú qué crees?, me preguntó. Creo que si me deja vivir cuando crezca le puedo ser muy útil en la defensa del Perú, le comenté. Gregorio Albarracín se baja del caballo y con una tierna sonrisa me toma del hombro y me dice, seguro que sí.

Asegúrate de creer en tus palabras y defender al Perú hasta con la vida y cuando llegue ese momento enfrenta la guerra con esto. No lo podía creer, el Centauro de las Vilcas me estaba dando el enorme sable. ¿Pesa?, me preguntó, demasiado señor, le respondí. ¡Consérvalo! Y cuando deje de ser pesado no dudes en seguirme, pues habrá un puesto para ti.

Gracias señor, le dije mientras le estrechaba la mano. El jinete fantasma vuelve a su caballo y me dice: ¡Nos veremos algún día, Centauro de las Vilcas!, y mientras el caballo se erguía colocándose en dos patas mostrando su belleza y enorme tamaño, Albarracín desaparece con fuerte galope.

Al terminar de despedirlo miro el sable que me regaló, ante el asombro de mis amigos quienes se iban acercando, voy a casa con una inolvidable sonrisa porque sobreviví a un encuentro con el Centauro de las Vilcas, debí demorarme porque el sable era pesado y lo arrastraba por todo el camino, estoy seguro que lo volveré a ver cuando pueda levantarlo y poner su filo al viento con una sola mano…


Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico

Bibliografía: "Albarracín. El Centauro de las Vilcas", Francisco Antonio Vargas Vaca