viernes, 16 de marzo de 2018


¡No me falles, corbeta Unión! (Primera parte)

¡Es una misión suicida, padre! ¡No lo lograremos!, le dijo. La discusión se había prolongado durante varias horas. Solo al joven Alfredo se le escuchaba increparle una y otra vez al nuevo comandante de la corbeta Unión. Corría el mes de marzo de 1880 y una orden expresa del mismo Nicolás de Piérola, había dictado la sentencia de todo aquel noble marino que estuviera a bordo de un débil buque de madera.

¡No me falles, corbeta Unión! Parecía querer gritar el nuevo líder de la esperanza, pues Grau ya no estaba y el peso del océano había caído en los hombros de Manuel Villavisencio. Sin embargo, se mantenía impávido, los años de experiencia en altamar lo habían convertido en un marino temible, pero él no lo sabía; le importaba más la idea de servirle al Perú utilizando su propia vida si fuese necesario, pero la tarea que se le había encomendado era tal vez más de lo que le hubiese gustado cumplir.

¡Confío que sabrá cumplir su misión! Fueron las palabras de Piérola a Villavicencio, mientras le estrechaba la mano y le mostraba la salida de su oficina. Esa escena Manuel no pudo olvidar, Alfredo seguía reclamándole; sin embargo, lo hacía cada vez más calmado, como entendiendo que su padre debía cumplir la orden y él a su vez debía obedecer, pues el muchacho también era tripulante de la corbeta Unión.      
      
Nunca se le vio o escuchó reclamar a Manuel Villavisencio; por el contrario, todas las tareas que se le ordenaron cuando tenía a cargo el transporte Chalaco las realizó notablemente, ya era capitán de navío en ese entonces.

Alfredo abraza a su padre como resignándose a la muerte; pues para él, la corbeta de madera era la pequeña oveja que iba directo a las fauces de no de uno, sino de una manada de lobos. Sabes que es una misión que solo una escuadra completa podría realizar, le comentó el muchacho. ¡Lo sé!, respondió su padre.

Deberá viajar al sur e ingresar Arica para dejar pertrechos, suministros y la lancha torpedera Alianza que servirá para la defensa del puerto, le encomendó Piérola. ¡No me falles, corbeta Unión!, pensó Villavisencio, si la nave es destruida la fuerza en el mar estaría en grave peligro, la corbeta representaba todo nuestro poderío naval, con la Independencia destrozada y el Huáscar en poder del enemigo, el buque de madera tendría que ser a la fuerza la nueva patria flotante.        

Así como su hijo Alfredo, Manuel sabía que la tarea de por sí era una locura, el puerto de Arica está bloqueado por blindados, por si fuera poco, el viaje es peligroso porque el enemigo puede estar en cualquier parte para tenderle una emboscada. Sin embargo, padre e hijo eran la corbeta Unión y el Perú los observaba.

11 de marzo de 1880, la Unión iba siendo equipada con cargamentos y se le colocó la torpedera Alianza. El comandante Villavisencio observaba el trabajo de sus tripulantes, el calor y el cansancio parecía no importar a todos los vecinos del Callao quienes abarrotaban la dársena, vitoreando sin cesar a los marinos.

Ahí parado entre la gente, como si fuera uno más, estaba Manuel Villavisencio, observando a su hijo, Alfredo. Quince años tenía el muchacho y ya había acompañado a su padre en todas las travesías del transporte Chalaco, guardiamarina era, pero tenía temple de comandante.

¿Revancha de Angamos?, se le acercó preguntando a Manuel el segundo al mando de la corbeta Unión, Arístides Aljovín. Villavisencio atinó a sonreír: son muy jóvenes, respondió, mientras miraba el rostro de sus marinos, entre ellos su hijo, Alfredo.

Tal vez sea conveniente cambiar a los guardiamarinas antes de zarpar, reflexionó Aljovín. Muchos, por no decir todos, no regresarán, continuó. Villavisencio tenía el peso de la patria encima y no deseaba cargar también con la muerte de quienes deberán reconstruir al país cuando acabe la guerra. Todos eran hijos de amigos a quienes el comandante de la Unión estimaba.


Un cúmulo de pensamientos comenzaron a invadir a Manuel, pero fue el pensamiento de su esposa, María Ayllón, que lo conmovió. Ella tuvo que soportar la angustia de las correrías del Huáscar, pues su hijo mayor de diecisiete años, Grimaldo, acompañó a Miguel Grau hasta el combate de Angamos, pese a que sobrevivió, su madre no pudo superar su intranquilidad. Alfredo tuvo dos hermanos más: Miguel de seis años y el pequeño Dimas Federico.

¡Estoy listo y a sus órdenes comandante!, le dijo Alfredo a su padre. No se dio cuenta, pero el muchacho de quince años se había convertido en todo un hombre y su decisión no podía ser discutida ni arrebatada. Desde ese momento, Manuel Villavisencio entendió que la trágica travesía del último buque peruano había dado comienzo, los cánticos del pueblo en señal de victoria ocultaban la preocupación de enviar también al sacrificio a su propio hijo. De pronto, una refrescante brisa marina baña a la corbeta Unión y al rostro de su comandante, pareciera como si el propio Grau abordara el buque para darle fuerzas y partir con la confianza de una nueva correría.

Al día siguiente, Piérola se presenta al muelle para despedir a la Corbeta Unión. Pareciera no darse cuenta la tarea que le había encomendado a un solo buque. De cualquier modo, si la corbeta se salva y regresa al Callao él sería el héroe, por haber mandado ayuda al ejército del sur liderado por Lizardo Montero. Sus ayudantes y seguidores lo aplaudían como si fuese el comandante del viaje, otros lo miraban preocupados, nadie se atrevía a reprochar su actitud.

Manuel Villavisencio hizo lo que Grau en su momento, le dio vida a su buque. Teníamos en ese entonces la capacidad de darle alma a todo objeto inanimado. Los barcos neutrales de países extranjeros que observaban el transcurso de la guerra, creían que otra nave como el Huáscar el Perú no poseía, y tenían razón, pues teníamos ahora a la corbeta Unión.

¡Buena suerte señores! ¡El Perú los espera de vuelta!, dijo Piérola antes de retirarse. La algarabía de los pierolistas no se hizo esperar. Villavisencio lo observaba sin emitir algún gesto. Nunca le expresó su disconformidad, por el contrario, se mostró obediente, aunque a la muerte se lo llevase.

¡No me falles, corbeta Unión! Le dijo entre dientes al buque, acariciando su casco de madera. ¡No me falles, por favor! Al infortunio nos vamos y solo tú puedes sacarnos, le susurró. Y dándole una palmada gritó con fuerza: ¡Tripulantes de la Unión, zarpamos de inmediato!

 Aljovín replica la orden de su comandante, padres e hijos, grandes y pequeños, ¡todos!, abordamos el buque. El ancla se eleva y la corbeta empieza a moverse lentamente. Poco a poco se iba alejando del muelle. Los gritos de la multitud acompañaron el pasivo andar de la nave, mientras esta crujía con el débil golpe del agua. Y cada vez que la corbeta golpeaba con su casco las olas, Manuel Villavisencio, mirando al horizonte se animó por fin a pronunciar lo que tanto andaba pensando: ¡No me falles, corbeta Unión!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Moriremos en el mar", Hernándo Carpio Montoya. "Diccionario biográfico marítimo peruano", Jorge Ortíz Sotelo, Alicia Castañeda. "Cripta de los Héroes de la guerra de 1879", Centro de Estudios Histórico - Militares del Perú.
   

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