Moctezuma, un indomable montonero
Tenía yo 18 años cuando seguíamos batallando contra la
Estrella Solitaria. Lima había caído hace dos años y la campaña de La Breña era
ahora el escenario de cruentas y brutales justas. Uno a uno los amigos de mi
abuelo, a quienes yo conocía desde pequeño, iban cayendo en las diversas luchas
en defensa de la patria.
Cada noche cuando mi abuelo llegaba al pueblo y entraba a la
casa cansado y con heridas importantes, temía por su vida. Sabía muy bien que
en una de esas él no iba a regresar. Recuerdo que mi padre corría para
limpiarle las heridas, por si fuera poco, papá había sido también lacerado, una
fuerte explosión lo había dejado sordo en la batalla del Alto de la Alianza.
¡Abuelo, deja de pelear! Tú y papá ya dieron todo por un
país que no nos dio nada, le dije enojado. No perteneces a un ejército
entrenado, ni siquiera usas un fusil. Y tomando su lanza que no era más que un
palo con un cuchillo atado, continué reprochándole: ¡Esto, contra fusiles y
sables!
Mi abuelo, quien en épocas doradas había sido un oficial
reconocido, ahora padece de alucinaciones, cree que una batalla decisiva se
aproxima y que lo mejor que queda del Perú se presentará y dará la más
encarnizada contienda de La Breña. ¡No puedo morir sin ver una vez más a
Moctezuma! ¡No puedo morir!, me dijo.
¡Cáceres!, le grité. ¿Todo esto es por el comandante
Cáceres? Mi abuelo se aparta de mí, cojeando hasta su dormitorio y antes de
cerrar la puerta me mira con una sonrisa cómplice. Quién o qué era Moctezuma,
no dejaba de repetirme.
Era 1883 cuando la guerrilla se convirtió en la mejor manera
de combatir al invasor. Luchar frente a frente con un ejército mejor armado
significaría un suicidio. Sin embargo, ¿cuánto más el Perú resistirá? El entusiasmo
sobra en cada pueblo donde se recluta gente, pero la escasez de armamento nos
dice que ya no podemos aguantar más.
Si en mis manos estuviera el destino del Perú me hubiese
rendido, para que la patria no se siga desangrando. Los ricos huyen y los
pobres mueren, aquí algunos pelean más por intereses propios que por el país
mismo. La causa no vale si de por medio hay un arreglo o un beneficio
individual. La indiferencia por esta guerra corría ya por mis venas y aunque
jóvenes como yo no dudaban en marchar, prefería esconderme, sin pena ni gloria.
¡Aquí Cáceres es el único que nos guía!, le gritaba a mi
abuelo cada vez que él tomaba su improvisada lanza para unirse a los
montoneros. Un día, al escuchar los mismos reproches de siempre, mi abuelo optó
por responder: ¡Cuando veas sus cadáveres regados en los campos de batalla, tal
vez recuerdes sus nombres y sabrás que hay más de uno!
Era julio de 1883 y mi pueblo, Huamachuco, se alistaba para
la última de las batallas. Sin embargo, no solo guerra es lo que se respiraba, sino también había admiración. ¡El taita Cáceres ha llegado al pueblo!, y antes de que
su caballo pasara por las calles, las mujeres colocaban hermosas telas,
mientras los hombres hacían reverencias descubriendo sus cabezas.
Mi abuelo no dudaba en vitorear no solo a Cáceres, quien ya
tenía fama de brujo con poderes mágicos, sino también a un tal Isaac Recavarren
a quien todo Huamachuco le gritaba al pasar, ‘León’. Por si fuera poco, el
hombre que había llevado al monitor Huáscar a convertirse en el enemigo más
querido del Perú en 1877, tras enfrentarse contra buques peruanos en Pichalo y
rebelarse en Pacocha contra poderosas naves inglesas, Luis Germán Astete, llegó
siendo recibido con un respeto digno de resaltar. El general del ejército que
resistió en Lima, Pedro Silva, también había llegado. En su mirada había
entusiasmo, mientras que algunos lo culparon por los desastres ocurridos en la
Batalla de San Juan, aquí en Huamachuco se le respetaba y veneraba. Los que
iban a morir aquí no podían ser juzgados.
A pesar de la indiferencia que sentía por esta guerra, debía
reconocer que estos señores tenían bien merecido el título: ¡defensores del
Perú!
La multitud perseguía a sus héroes, sin embargo, mi abuelo
no se movía de su lugar. Quieto y en silencio permaneció por un buen rato, como
esperando a alguien. No ha venido Moctezuma, decía. Y cada vez que hablaba
dejaba notar su forma rara de pronunciar las palabras.
¿Quién es Moctezuma?, le pregunté. ¡Es mi coronel!, me
respondió. Y mi abuelo se marcha dando la espalda a toda la gente que perseguía
a sus defensores. Nunca me lo dijo, pero ese día él estaba triste, caminaba encorvado mirando al suelo arrastrando su palo hecho lanza.
El tal Moctezuma había despertado mi curiosidad, sin embargo, no
quería interrogar a mi abuelo, la tristeza le había tocado el corazón. Habían
pasado ya tres años de guerra y pese a tener edad para combatir, yo no tenía
intenciones de morir por una causa que ya estaba perdida. El destino que enseña
a no dar nada por sentado, de a pocos me iba diciendo que mis ojos verán la
guerra de cerca y que si no estaba preparado para matar, tenía que estar
preparado para morir.
Tan solo recordar que una vez mi abuelo llegó con una
bayoneta partida enterrada en su brazo me causa terror. Todos aquí decían que
Huamachuco sería escenario de la última resistencia. Los más bravos que habían
peleado en toda la guerra, incluso hasta contra España, estaban aquí, menos el
tal Moctezuma, del que mi abuelo con su típica y rara voz que no es propia de
los lugareños de Huamachuco, no dejaba de nombrar.
Por las noches entre sueños me decía que tenía que combatir,
que la muerte llegaría a Huamachuco y que el infierno se alojaría en cada casa
buscando no solo a nuestro ejército, sino también a nuestras familias. Ya se
había dictado la sentencia, Huamachuco pelea hasta el final.
Días previos a la batalla, Cáceres ordena a sus tropas y
realiza distintas estrategias con el fin de confundir al enemigo, que ya se
aproximaba a las órdenes del coronel Gorostiaga. La Estrella Solitaria se había
adueñado del cerro Sazón, cerca de donde nos encontrábamos.
Mi abuelo acude rápidamente al llamado de la patria y toma
su lanza artesanal y se apresura. Mi padre no acudió a la marcha, pues se hallaba triste, sordo y sin fuerzas ya para combatir. Con un cuchillo improvisado en la
mano me miraba fijamente, no tuvo que decir palabra alguna para saber que era
mi turno de participar, yo era indiferente a la guerra, sin embargo, la
guerra se acordó de mí.
Tomé el cuchillo de mi padre y fui en busca de mi abuelo.
Tenía tanto miedo que no podía gritarle, solo apurar el paso y alcanzarlo era
lo importante. Al llegar a su lado me toma del hombro y marchamos juntos a la
guerra. En todo el camino no dejaba de contarme sus viajes y grandes batallas
en las que participó. Llevaba puesto un uniforme viejo y rasgado, no tenía
fusil o revólver, era oficial en otras épocas, pero hoy era como él decía: ¡un
orgulloso montonero!
La sonrisa alivia la tensión de la muerte y así caminamos
riendo y abrazándonos a cada momento.
9 de julio de 1883, algunas compañías de Cáceres estaban en
el pueblo y se acercaban al cerro Sazón precisamente al centro de las fuerzas
del invasor, intercambiando fuegos contra el enemigo que se encontraba en lo
más alto. Ese fue el preludio de lo que sería una de las más encarnizadas
batallas.
Aquella noche no pude dormir, sabiendo que el enemigo que
contaba con poderoso armamento podía atacar en cualquier momento. En las afueras del campamento mi abuelo estaba reunido con
muchos vecinos del pueblo, todos escuchaban atentos lo que él contaba. Fue
raro, todos lo felicitaban por pelear con nosotros. No es tu guerra le decían,
pero estás aquí y eso te convierte en hijo de esta nación. No podía entender
los halagos que recibía mi abuelo quien solo atinaba a agradecer. Era blanco de
bromas por su extraña manera de hablar, pero era tan querido que hasta el mismo
Andrés Avelino Cáceres no solo lo saludaba marcialmente, sino que también le
hacía una reverencia.
10 de julio de 1883, el primer estruendo comenzó a cobrar
vidas. Las mujeres y niños comenzaron a buscar desesperadamente algún refugio.
Impactante espectáculo fue ver a las madres con sus bebés en brazos, algunas
corriendo sin rumbo fijo, otras tropezando y cayendo fuertemente al suelo a
causa de la desesperación.
Era ya mediodía y la batalla de Huamachuco se libraba en
todas partes. ¡Moctezuma!, gritaba mi abuelo. ¡Dónde estás!, no dejaba de
repetir. ¡No vendrá!, le respondía mientras intentaba llevarlo a buen recaudo.
Las balas llovían de lado a lado, de arriba, de abajo, no había lugar donde
correr sin ser herido. El proyectil que impactaba con las enormes rocas era
aterrador. La bomba se convertía en cientos de esquirlas que se incrustaban en la
piel de nuestros soldados. ¡Dios mío! La batalla apenas comenzaba y ya los
profundos charcos de sangre no tardaban en aparecer.
La muerte alcanza más rápido a los más indefensos: niños y
hasta mujeres embarazadas que a duras penas podían moverse exhalaban su último
aliento antes de caer masacrados. La falta de municiones en nuestro ejército
rompía algunas líneas para el contraataque. Muchos de los nuestros debían
correr puesto que la munición se les había acabado, el enemigo que no tenía
contemplación alguna, los perseguía hasta matarlos. Uno a uno caían, nadie se
levantaba.
Algunos batallones peruanos resistían tenazmente, otros eran
rebasados por falta de refuerzos. Era un desastre, el entusiasmo no alcanzaba,
había que replegarse para buscar oportunidades.
Recuerdo que tomé el fusil de un peruano muerto y busqué en
su morral alguna bala que le pudiera haber quedado. El soldado había caído
disparando todo lo que tenía, un detente con la imagen de la virgen se podía
ver entre su camisa cubierta de sangre. Mi abuelo me toma del brazo y me obliga
a correr.
El enemigo nos perseguía por todos lados y en nuestra rápida
huida pude ver cómo fusilaban a los rendidos. No había perdón por parte de la
Estrella Solitaria, para ellos enemigo alcanzado era enemigo muerto.
Dos de la tarde, el invasor comenzaba a apropiarse de todo
lo que el pueblo podía ofrecer, sus riquezas, sus mujeres, sus niños, todo era
violentado por una masa de soldados enceguecidos por la ira. Ningún chileno
perdonó lo que había pasado en el combate de Concepción hace un año atrás.
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Coronel Leoncio Prado |
En nuestro intento por escapar mi abuelo fue alcanzado por
una bala en la espalda. Tomando su lanza como bastón él intenta levantarse, al
querer ayudarlo una fuerte explosión me derriba. Estaba desorientado, por todos
lados donde mis ojos me llevaran había muerte. Recuerdo que mientras me
recuperaba observo cómo matan al caballo de Pedro Silva, un bello corcel al
que Silva le tenía mucho cariño. Al retornar la mirada hacia mi abuelo no me
percato de la muerte de este gran militar que buscó redimirse por lo ocurrido
en Lima, cayendo con el máximo de los respetos hoy en Huamachuco.
Me arrastro lentamente hacia mi abuelo. ¡Agáchate, viejo
tonto! le decía, pero él no me escuchó, se levantó y con un fuerte rugido, como
cuando arengaba por su independencia, estremeció todo Huamachuco. Un soldado
chileno desenfundó un corvo con la intención de aplacar su grito y alzando el
brazo intenta degollar a mi abuelo. No logró su propósito, un oficial toma al
enemigo por sorpresa y le encesta un fuerte puñetazo.
¡Moctezuma!, decía mi abuelo, ¡haz venido a salvarme! El tal
Moctezuma no era más que un joven. Verlo luchar frente
a dos chilenos que se le abalanzaron luego de salvar la vida de mi abuelo fue
heroico. Salió airoso de la contienda y no dudó en cargar a mi abuelo. Los
llevaré a un lugar seguro, dijo. ¡Deje a este pobre viejo, Moctezuma!, salve a
mi nieto, ¡déjeme morir aquí!, no dejaba de repetir. ¿Por qué quieres que te
deje aquí viejo tonto, si todavía le sirves al Perú? Mi último deseo era verlo
aquí, mi coronel, ya puedo descansar en paz. Una lágrima baña la mejilla de mi
abuelo. ¿Por qué un viejo militar de casi setenta años le rendía tanta
pleitesía a un muchacho que pudo también ser uno de sus nietos?, era la
pregunta que se me vino a la mente.
El joven coronel nos lleva a buen recaudo, nos consiguió
unos caballos y nos alejó del fuego nutrido. ¡Ven con nosotros!, le dije. De
pronto, Moctezuma saca una pequeña condecoración que tenía guardada en su
bolsillo y me dice: Cuando tu abuelo se reincorpore de sus heridas dale esto y
dile que siempre he de recordar las proezas que hizo por su país. ¡Gracias,
coronel!, le dije. Moctezuma sonríe y mientras miraba a mi abuelo quien estaba
sobre el caballo casi inconsciente, se despide de mí: ¡Ya no soy coronel, soy
un simple y orgulloso montonero! Y dando una fuerte palmada a los caballos para
que se pusieran a andar, regresa al campo de batalla.
A cada galope noto cómo mataban a los vecinos de Huamachuco.
El héroe del monitor rebelde Huáscar hace alarde de su último acto
revolucionario, Luis Germán Astete muere al lado de todos sus soldados, dejando
para quien lo recuerde incontables historias dignas para la inmortalidad. El
coronel Juan Gastó, quien era uno de los militares más educados y respetuosos,
cae también valientemente: los más bravos de la patria iban pereciendo. Cómo es
la vida, libraron mil batallas y la muerte no pudo con ellos, hoy 10 de julio,
los reclama uno por uno.
La noche cae y la muerte se ensaña con los peruanos, el
coronel Emilio Luna, otro de intachable conducta, es tratado por el enemigo como
montonero y se le condena a ser pasado por las armas. Pese a que el señor Luna
se defiende diciendo que es tan coronel como cualquiera, se le había dictado
sentencia y antes de ser fusilado debía de tener vendado los ojos. El coronel se
negó, prefirió morir teniendo la mirada fija en sus verdugos.
Nos ocultamos en las montañas con un grupo de soldados y
vecinos de Huamachuco, salvamos a cuantos pudimos, hubiéramos deseado que
fuesen todos. Mi abuelo era atendido por un practicante de medicina, me dijo
que la herida no era de consideración, sin embargo, debía ser cuidadosamente
tratada. ¿Dónde está Moctezuma? ¿Vino con nosotros?, me preguntó. No abuelo, se
quedó en el campo de batalla. Todos bajaron la cabeza, sabían quién era el tal
Moctezuma, todos menos yo. Mientras sacaba de entre mi ropa la condecoración
del tal coronel, le pregunté a mi abuelo del significado y antes que pudiera
hablar, uno de los soldados que estaba herido se levanta y me dice: ¿No lo
sabes? Tu abuelo es héroe de Cuba, luchó
por su independencia. El viejo lloraba desconsoladamente, sabía que no volvería
a ver a Moctezuma. ¿Quién es ese coronel, de dónde viene?, le pregunté
mientras lo abrazaba. ¡Es el coronel Leoncio Prado!, responde otro soldado
poniéndose de pie. ¡Héroe de Cuba!, dijo una rabona mientras llevaba a su niño
herido en brazos. ¡Héroe de Abtao y el 2 de mayo!, exclamó uno de los
campesinos que había escapado junto con
un burrito que pudo salvar. ¡Héroe del Alto de la Alianza!, me dijo un coronel
mientras miraba su sable partido.
Leoncio Prado, declarado enemigo de España y siendo el más
buscado estaba en Huamachuco, dispuesto a entregar su vida por una causa que
creía perdida. Los sobrevivientes de aquel desastre quedamos marcados por una
gran cicatriz y aunque pudimos sanar nuestras heridas, no pudimos reponernos de
todos los que cayeron ahí, en el pueblo. La sangre nunca pudo desaparecer del
campo de batalla, algunos cadáveres yacían por varios días sin nadie quien los
reclame. El enemigo se llevó a sus heridos y enterró a sus muertos. Los
peruanos que fallecieron quedaron allí, a merced de perros callejeros y
animales de granja que no dudaban en mordisquearlos, el escena la describo
como grotesca.
Habían pasado meses luego de la batalla de Huamachuco y no
sabía nada de Pradito, como se le decía de cariño. Mi abuelo se sentaba por las
noches en una vieja silla en la puerta junto a mi padre, me senté junto con
ellos y pregunté el porqué de Moctezuma. Mi abuelo sonríe y me dice: Junto con
otros bravos cubanos, Prado y yo capturamos un buque español… ¡El Moctezuma!,
lo interrumpí y con una sonrisa el anciano asiente con la cabeza.
Pasado un año, mi abuelo, quien había nacido en Cuba y que fue defensor de su patria, muere sin saber las versiones de la muerte de su coronel
Leoncio Prado. Creo que fue mejor así, si lo fusilaron o no bajo su propia
orden bebiendo una taza de café, o si fue rematado sin contemplaciones, es algo que no le
hubiese importado. El viejo supo cómo vivió Pradito y eso basta. De todas las historias
que se contaron, cada 15 de julio se recuerda la historia de la taza, la
cuchara y el café, sin embargo, yo me aseguraré que los hijos de mis hijos
sepan de la historia de Moctezuma y empezaré contando lo que dijo el chileno
Nicanor Molinare sobre este indomable coronel:
“Si el Perú algún día quiere en el bronce recordar a
Huamachuco, copie la figura del coronel don Leoncio Prado y hará con ello
póstuma grande justicia. Sucumbir en la forma que murió el coronel Prado, no es
morir: ese soldado esculpió sencillamente su nombre con letras diamantinas en
la historia del Perú”.
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.
Bibliografía: "Huamachuco y sus desastres", José Abelardo Gamarra. "La batalla de Huamachuco", Nicanor Molinare. (Colección de la biblioteca del INEHPA)