El soldado que tuvo el Detente de Dios
Dime, ¿aún estás molesto conmigo? Más que molesto estoy apenado, me respondió. Y es que juraste que me protegerías, que estarías conmigo en el momento de la batalla, te pedí que me aliviaras de la muerte y que siguieras mis pasos, continuó.
¿Y acaso no estuve contigo?, pregunté. No te sentí cerca, tuve miedo en todo momento, me dispararon a quemaropa y remataron mi cuerpo con un culatazo en la cabeza, cómo quieres que me sienta, estoy algo decepcionado de ti, me replicó mientras lágrimas caían de sus ojos.
Me senté a su lado, en el mismo cerro donde cayó. La batalla de San Juan del 13 de enero de 1881 fue el punto final de su historia como hombre y aunque era casi un niño entre dieciséis y diecisiete años, nadie le dijo que a pesar de su fin empezaba su inmortalidad.
¿Recuerdas cuando supiste que el invasor se acercaba a la ciudad de Lima? ¡Claro que lo recuerdo!, me respondió enérgico. El uniforme blanco y los zapatos negros que me apretaban un poco, mi fusil un tanto pesado, prosiguió.
Tus padres tenían miedo pero jamás te retuvieron y fuiste por voluntad propia al campo de batalla, le recordé. No comprendo, ¿a qué viene todo esto?, me cuestionó. Así como tus padres, te di la libertad de decidir si huías o peleabas, pero nunca te abandoné.
Detente encontrado en la ropa del Soldado Desconocido, actualmente enterrado en el Congreso. Parte de la colección del INEHPA. |
Dices que te dejé morir, sin embargo vives mil y un veces con la frase con la que el Perú te describe: "Desconocido es tu nombre pero inmortal tu hazaña en defensa de la patria".
Piensas que perdiste, pero cómo puede alguien perder si lo da todo por amor, te encomendaste ante mí y nunca me aparté. El cerro Gramadal fue testigo de tu arrojo y mojaste el arenal con tu sangre. Sé que sufriste porque estuve ahí, sé del miedo que te embargaba mientras venía el remate, sin embargo, tu rostro no reflejó otra emoción o sentimiento más que el orgullo.
Dices que no te alivié de la muerte, pero tú mismo sabías que era mejor morir de pie que vivir arrodillado, el pedestal del héroe tiene un alto precio, pero el sólo hecho de tu presencia en el campo de batalla bastó para alcanzarlo.
¿Y entonces por qué no tengo nombre?, me preguntó. Secándole las lágrimas y mientras lo abrazaba le dije: Porque la nobleza de pelear por una causa perdida vale más que un nombre propio, son esos actos los que te definen.
¿Necesitas un nombre?, llámate Perú. ¿Piensas que no tienes nada?, ahora tienes una nación libre y orgullosa. ¿Piensas que no estuve en el final? Toma el Detente. ¿Piensas que nadie te recuerda? Acuérdate de la familia que te encontró enterrado y te tuvo como un hijo más, abriéndote de par en par las puertas de su casa. Te regalaron un uniforme, ese mismo que ahora luces con orgullo, te dieron una bandera con la que te abrigaron en tus noches de frío y al momento de tu partida al Congreso de la República, esa misma familia te lloró con un poquito de pena pero también con lágrimas de alegría.
Sé muy bien que cada vez que puedes vas a verlos para saber cómo están, a veces te sientes solo pero todo un país cree en ti. Ese mismo país que sabe que hubo valientes como tú, que demostraron que a pesar de todo un holocausto siempre el hombre puede sacar lo mejor de su humanidad.
De pronto, el joven soldado se levanta coge el Detente y lo guarda en su bolsillo. El rostro le cambia y su pecho se infla tanto que le cabe la felicidad. ¡Gracias!, me dijo. Y besando mis manos se marchó por el arenal.
Nunca me lo dijo, pero el soldado me dio las gracias porque nunca me permitió estar en el cañón de su fusil, sino porque me dejó entrar en la nobleza de su corazón.
Me levanto del desierto y mirando las pisadas que dejó el soldado decido seguirlas, pues aunque él no lo sepa, siempre estaré hasta en las huellas del que da todo sin pedir nada…
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
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