viernes, 29 de julio de 2016

Ruraq Maki: todo el Perú en un único lugar

El Instituto de Estudios Históricos del Pacífico (INEHPA) visitó la feria de arte tradicional peruano conocido como Ruraq Maki, ubicado en Ministerio de Cultura. En esta exposición pudimos recorrer el Perú en un solo lugar. Diversos productos hechos a mano fueron la principal atracción causando gran impresión en propios y extraños.

En este recorrido encontramos hermosos retablos ayacuchanos, así como también cerámicas, textiles y hasta sabrosos panes provenientes de Arequipa. Sin embargo, entre tanta maravilla hubieron algunos objetos que nos llamaron poderosamente la atención, además de las increíbles historias de personas que se esconden detrás de sus productos y son las causantes de que su arte cobre un misticismo característico y vida propia.

Marco Reymundo
Marco Reymundo quien es de Huancavelica, lleva con orgullo el escudo nacional en la mayoría de sus textiles. Él nos comentó que llevar los símbolos patrios en sus prendas es un honor tan grande que le es imposible describir con palabras. Cada vez que mostraba alguno de sus productos lo hacía con un cariño especial, sin embargo, cuando le pedimos ver los objetos que tenían el escudo del Perú, el rostro de Marco nos regaló una alegría digna de resaltar. Una linda chalina y una hermosa manta son sus máximos orgullos. ¿Por qué? Pues porque el árbol de la quina, la vicuña y la cornucopia se muestran en su arte. Por si fuera poco, Marco ofrece al público chullos, guantes, manteles y hasta llaveros decorados con vistosos colores.


Tiodoro Pacco
Así como Marco, pudimos conocer también al buen Tiodoro Pacco Choque proveniente de Puno, quien es un experto confeccionador de textiles. Uno de sus objetos más solicitados es una enorme manta con el escudo nacional. Tiodoro nos cuenta que estos productos son los que más se venden, ya que son del agrado de muchos turistas que no dudan en adquirirlos. Para este talentoso artesano textil no tener en sus creaciones algún símbolo patrio es no darle vida a su arte. Por tal motivo, se empeña en dar a conocer nuestra identidad.

Las mujeres no se quedan atrás, sin ellas la alegría de la feria no estaría completa. Por ello, tienen un importante rol en el Ruraq Maki. Su talento en el manejo de bordados y tejidos son las máximas atracciones y le dan ese toque acogedor y cálido que una exposición como esta necesita.

Lucila Sifuentes
Es así como conocimos a Lucila Sifuentes Valderrama nacida en Huamachuco y su principal aporte: un hermoso morral con el escudo peruano nos cautivó de principio a fin. Este producto es uno de los preferidos del público, si usted tiene pensado ir al Ruraq Maki para verlo, le sugerimos que vaya lo antes posible porque estos lindos morrales salen como 'pan caliente'. Los bolsos no se quedan atrás pues el símbolo patrio resalta a la vista. Cuando le consultamos si el escudo en sus bordados es tan sólo por motivos de fiestas patrias ella nos respondió tajantemente que no. Pues nos narra que al Perú se le recuerda siempre y no únicamente en fechas específicas.


Carmen Vargas
Asimismo, Carmen Vargas Castillo de Huancavelica, nos muestra el orgullo de ser peruana por medio de un lindo bordado con el escudo nacional en su sombrero, para ella la identidad de nuestro país está por encima de todo y nos lo hace ver en sus confecciones. Ella elabora tejidos como: chalinas, guantes, gorras, chompas de alpaca y ovino con crochet y palitos. 

Como ven, la feria Ruraq Maki ofrece productos para todos los gustos y recuerden que que va hasta el 31 de julio de 10 de la mañana hasta las 7 de la noche en el Ministerio de Cultura, el ingreso es libre. 


Don tomás Pilco y una pasión hecha con fuerte madera

El Ruraq Maki una feria artesanal que por diez años ha mostrado al Perú su propia identidad, reveló al Instituto de Estudios históricos del Pacífico toda  su mágica alegría y fervor patrio. Por tal motivo, fuimos recibidos con los brazos abiertos, mostrándonos cada uno de sus encantos. Cada puesto de artesanía era una historia diferente, contado por sus propios protagonistas que no dudan en regalarnos una cálida sonrisa.

Admirando y conociendo sus variados productos nos llamó la atención un amable cusqueño, quien es un experto tallador de madera. Con él, descubrimos algunos elementos relacionados a la "Guerra del Guano y el Salitre", que fueron indispensables para abastecer a nuestros soldados de recursos alimenticios.

Don Tomás Pilco se ha convertido en un maestro en el tallado de madera y nos muestra sus cucharas que son muy similares a las que utilizaban las tropas peruanas para alimentarse, durante la defensa de nuestro país. Él nos comenta que su pasión nació desde que veía a otras personas elaborar sus impresiones en madera. "Mucha paciencia y práctica", nos dice que se necesita para imprimir el arte que lo caracteriza. Sin pensarlo, nos dimos cuenta que la historia que contamos  de  los dos hermanitos que no gustaban de la comida de mamá en “Mi cuchara favorita”, el amable tallador la había hecho realidad.


Pero don Tomás nos indica que cucharas no es lo único que sabe hacer, por eso nos muestra su gran variedad de productos en madera: vasos, tazas, copas, keros y platos son algunos objetos que él ha realizado. Con tan sólo un cuchillo traza con cariño sus expresiones, mostrándonos el aprecio por lo que hace.

Si desean conocerlo los invitamos al Ruraq Maki ubicado en el Ministerio de Cultura de 10 de la mañana a 7 de la noche hasta el 31 de julio. No pierdan esta gran oportunidad de verlo, el ingreso es libre. Y si desean adquirir sus productos también pueden llamarlo a los teléfonos: 983 047 005 / 984 554 974.

  

martes, 7 de junio de 2016

El morro que defendimos con la fuerza de un fusil

5 de junio, 1880. Eran las siete de la mañana cuando el enemigo llegó a nuestra plaza, vendado con un pañuelo común de bolsillo, todos lo miramos sin expresar palabra alguna, venía montado en un caballo y a galope lento. Todo era silencio, el único sonido que se podía oír resonar era el andar del corcel. Algunos miraban al invasor con indiferencia, otros como yo, con odio, ya bastante sangre se había derramado para que ahora nos toque a nosotros. Era el mayor del grueso ejército invasor, José de la Cruz Salvo, quien se acercaba tras cubrírsele los ojos a parlamentar rendición.

“Señor, el general en jefe del ejército de Chile, deseoso de evitar un inútil derramamiento de sangre, después de haber vencido en Tacna al ejército aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos en hombres, víveres y municiones conocemos”, dijo el emisario enemigo. 

“Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré quemando el último cartucho”, contrapuso Bolognesi.

“Entonces mi misión está cumplida, dijo el emisario, levantándose del sofá en el que mi viejo coronel le invitó a descansar.

“Lo que he dicho a usted es mi opinión personal, pero debo consultar a los jefes y a las dos de la tarde mandaré mi respuesta al cuartel general chileno”, dijo el peruano.

Esa respuesta era inadmisible para Salvo, quien con voz tajante se opuso: “No, señor comandante. Esa demora está prevista, porque la situación en que respectivamente nos hallamos, una hora puede decidir la suerte de esta plaza, Me retiro”.

“Dígnese usted aguardar un instante”, insistió mi coronel. “Voy a hacer la consulta aquí mismo y en presencia suya”. Agitó entonces una campanilla y ordenó a un ayudante llamar a consejo a todos los jefes.

Mientras los oficiales llegaban, estaban sentados los dos durante algunos minutos, Salvo y Bolognesi, uno al frente del otro. ¿Qué se habrán dicho? Cuán larga habrá sido esa espera para el chileno y qué tan corta era para el viejo peruano, cuyas preocupaciones por la llegada de refuerzos que al final nunca llegaron lo agobiaban y eran la diferencia entre la victoria o la aniquilación. 

"Golpes de campana trágica", así mi coronel describió la situación en una carta. Poco a poco los jefes llegaron a la sala. El primero en ingresar fue Juan Guillermo More, vestido de civil en señal de luto por haber perdido nuestro más poderoso buque, el Independencia. A pesar de la indiferencia de una nación, él está aquí dispuesto a pagar el naufragio con su vida. En seguida llegó el humilde millonario Alfonso Ugarte, el honrado y modesto José Joaquín Inclán, el viejo y valiente Justo Arias y Aragüez, los coroneles Marcelino Varela, Ricardo O´Donovan y Mariano Bustamente, el jovencito y querido amigo Ramón Zavala, el argentino que vino a pelear por el Perú Roque Sáenz Peña, el capitán del monitor Manco Cápac José Sánchez Lagomarsino, entre otros.   

Bolognesi no tardó mucho en hacer la consulta a todos los oficiales y cuando el coronel había decidido pelear, More se levanta y dijo: “Esa es también mi opinión”, seguido por los demás oficiales. “Decidle a vuestro general que me siento orgulloso de mis jefes, que la guarnición de Arica no se rinde”, sentenció el viejo soldado. Ahí tuvo su respuesta, el emisario chileno cumplió su misión.  

7 de junio de 1880. Una extraña pero apacible calma se rompe por el primer ataque del día, el cerco apretaba y el enemigo iba rodeándonos cada vez más. Estamos siendo acorralados, mi Batallón Iquique sale en busca del enemigo, corrí con todas mis fuerzas pero mi fusil era pesado, mientras buscaba posición para efectuar disparos más certeros, maldecía mi suerte por sentir que estábamos solos. El miedo me corría por las venas, había escuchado entre el regimiento que el enemigo tenía 6 mil hombres, ¡6 mil!, nosotros a duras penas éramos 1,600. El zumbido de las balas rozando mi cabeza se volvía cada vez insoportable, ¡aguanta!, me decía, ¡no te levantes!
Fusil Remington Rolling Block, parte de la colección del INEHPA.

“Apure Leiva, todavía es posible hacer estrago en el enemigo victorioso. Arica no se rinde y resistirá hasta el último sacrificio”, fue el último mensaje que mi viejo coronel Bolognesi le escribió desesperadamente a los refuerzos que se encontraban acuartelados en Arequipa, deben estar aquí, con ellos sé que podremos resistir, ¡yo se los juro!

Busqué y miré a todos lados, pero el Coronel Segundo Leiva y sus hombres nunca llegaron, mi latente luz de esperanza se iba apagando cada vez más y para peor de los males algunas minas que colocamos en todo el morro nunca detonaron. Pude ver como algunos de mis compañeros corrían y nos los culpo y los que estaban deseosos de morir por el sueño de todo un país eran masacrados. ¡No te levantes!, me decía despacito, ¡no te levantes más!

Ver a mi humilde millonario Alfonso Ugarte tomar el pabellón de mi Batallón Iquique y seguir en la lucha arengando y gritando, me dio esa fuerza necesaria para tomar una bala de mi bolsillo y continuar con los disparos. La coloqué en mi fusil Remington Rolling Block y al jalar el gatillo mi arma se trabó. Tuve que esperar a que mi compañero de al lado muera para tomar su arma y seguir peleando.

Observar el avance de los chilenos subiendo al morro, al último baluarte peruano después de una reñidísima refriega y ver a mis tan queridos amigos siendo pasados a cuchillo era desgarrador. Pero ahí en el medio estaba mi coronel Bolognesi, quien decidió de corazón sucumbir antes que poner una rodilla al suelo. No pude aguantar más y cargué a bayoneta al centro, quería huir, pero la fuerza animosa de Ugarte me hizo llegar al fuego nutrido. Al llegar, vi al jefe del batallón Granaderos de Tacna, el viejo y querido Justo Arias y Aragüez siendo rodeado por el enemigo. ¡Ríndase coronel!, le dijo el adversario. ¡No me rindo carajo, viva el Perú!, se opuso el peruano. Su respuesta fue contestada con siete heridas de bala y dos de bayoneta. El digno Arias y Aragüez, cae para no levantarse más. Ya el Fuerte del Este había sucumbido también, las baterías del coronel José Joaquín Inclán, comandante general de la 7ª división peruana, no soportó el embate, y él y sus hombres murieron.

El Teniente Coronel Ramón Zavala, jefe del batallón Tarapacá Nº 23, murió allá arriba en el morro y el argentino Roque Sáenz Peña fue herido en el brazo y tomado prisionero. Ver caer con honor a Juan Guillermo More, aquel que la patria no perdonó por perder el Independencia, redimirse y venir a morir con orgullo al lado de Bolognesi fue indescriptible, imposible relatar con palabras.

No puedo recordar si logré dispararle a alguien, solamente recuerdo que mientras levantaba mi fusil, para acertar un golpe de bayoneta, un estridente ruido me explotó en el pecho y mientras enterraba las rodillas en el arenal vi como remataban a mi viejo Coronel Bolognesi de un culatazo. El atento y digno señor dejó Arica para siempre. Mi humilde millonario Ugarte se lanzó del morro con el pabellón en la mano. Poco antes del asalto a nuestra plaza, me enteré que él había organizado un almuerzo para ratificar el juramento de morir antes que abandonar el sitio. Fue alcalde de Iquique y parte su fortuna la utilizó para la compra armas. Desobedeció a su madre cuando ella le ordenó que huya a Europa y se case con su prima, a quien dejó por defender el morro. 

Ya no queda nada, Arica es tomada por el enemigo, únicamente me queda recostarme en el suelo y esperar que la muerte haga su trabajo, la vida me abandona y la sangre tibia que alguna vez me dio la vida, hoy me deja para simplemente mojar el arenal…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "El Coronel Alfonso Ugarte", Geraldo Arosemena Garland. (Colección bibliográfica del INEHPA)




sábado, 21 de mayo de 2016

Huáscar, un monitor tan pequeño que cabe en el corazón de todo un pueblo

Pasaron muchos años desde que la guerra con 'la Estrella Solitaria' había concluido con resultados catastróficos para el Perú, sin embargo, supimos salir a flote y restablecer la tranquilidad en casi todo el país. Lima había recuperado su majestuosa ciudad antaño y poco a poco sus casonas, balcones, calles y pasajes volvían a tener esa imponente clase merecedora del paso de reyes.

Jamás había disfrutado tanto de Lima como cuando era niño, ese frío de invierno y esas mañanas oscuras como a la espera de los primeros rayos solares eran hermosas. El silencio se rompía por el paso de vehículos y de algunas carretas. Así era la capital de 1930, moderna e histórica a la vez, jamás el pasado y el futuro estaban tan unidos como los años en los que viví. 

Mi infancia con cada día que pasaba iba terminando, sin embargo, no me cansaba de escuchar todas las noches y antes de dormir, los relatos de mi padre sobre un monitor legendario y su valiente comandante. Cada noche escuchaba atentamente lo que papá tenía que decir: ¡Miguel y el bravo Huáscar!, así empezaban sus historias.

Ni en el colegio prestaba tanta atención como a mi padre, siempre Miguel y el bravo Huáscar, eran sus gritos, hasta mamá tenía que pedirle que se callara para no molestar a algún vecino quisquilloso. Tuvieron que pasar muchas historias para darme cuenta que el bravo Huáscar era un monitor, ya que mi padre me juraba que tenía vida propia. ¡Es el alma de todo un pueblo!, me explicaba. ¡Un monitor a la medida!, me decía. Y cuando le preguntaba por Miguel, papá sentenciaba: ¡Era la sangre de lo que significaba ser peruano!

Cada noche era una hazaña, cada momento del relato era una aventura, las correrías del Huáscar empezaban y no había sueño o cansancio que me hiciera perder un juramento o una promesa de Miguel. Nunca lo conocí, es más, ni una sola foto vi de él, pero lo admiraba y quería como si fuera parte de la familia. 

Recuerdo que mi padre guardaba en su armario un sable y que un día lo saqué para jugar. ¡Soy el valiente Miguel!, decía, mientras lo alzaba y blandía sin temor. De pronto, una estatuilla que no entendió que yo era el valiente Miguel, cae al suelo producto de un sablazo, rompiéndose en varios pedazos. Así como el adorno, un florero tampoco entendió mi valentía y se acostó en el piso quebrándose en trozos pequeños.

No sabía qué decir o qué hacer, traté desesperadamente de ocultar a los cobardes caídos que no resistieron el poder de mi sable y a esconder el arma de vuelta en el armario de mi padre. Al colocarlo en su lugar, encontré una caja cerrada con un pequeño candado, al momento de sostener el objeto en mis manos mi padre entra y ve el desorden. El susto de su presencia me hizo soltar la caja que cayó estrepitosamente.

Trozo de plancha y remache del Monitor Huáscar. Parte de la
colección del INEHPA.
Papá se enfadó tanto por lo ocurrido que hizo despertar mi rebeldía. Mis gritos tan solo daban fe que mi niñez terminó y el orgullo propio de la adolescencia sacó lo peor de mí. No soporté los regaños de mi padre y no dejaba de responderle. Cuando creí que la discusión no podía llegar más lejos, papá me advirtió que de ahora en adelante no habrían más relatos de Miguel y el Huáscar por las noches. Advertencia a la que aún más furioso respondí: ¡Mejor, porque tú no eres ni la sombra de él!

Aquella noche jamás me sentí tan vacío y solo. Papá no entró a mi recamara para empezar gritando al viento: ¡Miguel y el bravo Huáscar! Mi madre tampoco llegó a decirme si quiera buenas noches, solamente se dedicaba a atender a mi padre que sufría desde hace un tiempo una severa enfermedad respiratoria. 

Toda la noche y mientras yo meditaba lo sucedido, mi padre no dejaba de toser y quejarse. Ignoraba por completo que en la mañana la vida me daría una terrible lección. Era 8 de octubre y hacía más frío que de costumbre. Papá estaba internado en el hospital, mamá lloraba desconsoladamente y yo tan solo podía mirar, sin decir palabra alguna.

Jamás me despedí de él, jamás pudo contarme el desenlace de Miguel y el bravo Huáscar. Estuve quieto, mudo, muerto en vida. Sin embargo, el entierro de papá fue especial. La Marina de Guerra se hizo presente para darle una gran ceremonia. Gente que nunca había visto o conocido se acercaban al féretro para dejarle flores y decirle: ¡valiente marino!

Uno de los presentes nos recuerda que era  8 de octubre, día del célebre Combate de Angamos, en el que el bravo Huáscar se enfrentó a todo el poderío naval enemigo. No lo sabía, ignoraba por completo aquel suceso, mi padre nunca pudo contarme esa historia, tal vez, se estaba reservando para este día, día en el que murió.

Un contralmirante empieza a aclamar uno a uno a los tripulantes del Huáscar que estuvieron presentes en el Combate de Angamos 8 de octubre de 1879, uno de los aclamados fue Miguel Grau, de quien por fin supe su apellido, otro de esos valientes fue mi padre. ¡Sí!, mi padre. Nunca me lo dijo, ni siquiera me lo mencionó. Se despidieron de él como uno de los últimos sobrevivientes de aquel mítico y bravo monitor, y yo no lo sabía.

Mamá se me acerca entre lágrimas y me da un fuerte abrazo, tú llevarás la sangre del Huáscar de ahora en adelante, me dijo. ¿Cómo? le respondí. Entonces mi madre entre sus atuendos saca la caja que yo había dejado caer al suelo. Al abrirla, un pedacito del bravo monitor se deja ver con una foto de mi padre al lado de Miguel Grau y una notita que decía: 8 de octubre de 1879, el Huáscar sigue navegando firme en el corazón de todo un pueblo, en especial en ti...       

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

        

viernes, 29 de abril de 2016

El poder de un juego de cartas

Era uno de esos días donde el inclemente sol del desierto hace de las suyas en el mes de enero, había un calor insoportable y con muchos preparativos por hacer. !Apilen bien esos sacos que son nuestra línea de vida!, nos repetían los oficiales. Y es que para cualquier persona, soldado o civil, estar aquí en el arenal sofocante ya es una lucha constante en la que si se titubea o no se sigue una orden al pie de la letra, se puede pagar caro. Las órdenes eran claras y había que cumplirlas, el enemigo no perdona nuestros errores.

Sin embargo, no todo era el cumplimiento del deber, en los ratos de ocio había que mantener nuestras mentes fuera del temor de la guerra y algunos juegos de azar eran permitidos en nuestras precarias trincheras. Yo era un experto en las apuestas y mi fuerte eran los naipes. Nadie podía conmigo en cuanto a juegos de barajas y las Cartas Españolas eran mi principal medio para llevar a cabo sensacionales maniobras de trucos o engaños, que me permitieran vaciar los bolsillos de mis compañeros y llenar los míos.      

Cartas Españolas del siglo XIX, encontradas en una estación
de tren al sur del Perú. Parte de la colección del INEHPA.
Debo reconocer que haber visto varias veces a mi padre apostar con esta clase de cartas en las salitreras del sur, lugar donde muchas personas las conocen y dominan, me había convertido en una máquina de apuestas. Disculpen la soberbia, pero era imparable en todo sentido de la palabra. Por tal motivo, llevé este juego que era nuevo para muchos de mis compañeros a San Juan y pasar el tiempo libre en aplicar una jugarreta que me permita apropiarme de algunos centavos extras. 

Comencé pues a enseñar el uso de las Cartas Españolas, algunos entendían las reglas del juego y me apostaban, otros más osados no entendían nada, sin embargo se atrevían a jugarlo. De cualquier manera todos perdían sus monedas. Jamás olvidaré cuando un soldado que no pasaba los dieciséis años se me acercó mientras repartía las naipes para preguntarme qué jugábamos. Sin aspaviento alguno le respondí: jugamos con las cartas, muchacho. El chiquillo se molesta conmigo inexplicablemente y expresa su gracioso enojo. ¡Le diré a mi Taita Cáceres que juegas con la correspondencia! Inmediatamente todos los que estábamos ocultos en la trinchera empezamos a reír sin parar.

Admito que adoraba las tardes, la vista del desierto era hermosa, ignoraba por completo que el desastre estaba por venir. Era un nuevo año, tal vez 1881 era el año de la salvación del Perú. Me sentía muy optimista, claro, si ganaba en todas las apuestas mi ánimo no podía ser mejor. Al caer la noche siempre me dormía pensando que la línea de San Juan frenará de una vez por todas el avance de 'La Estrella Solitaria'.

Las tardes eran refrescantes y había buen ambiente de camaradería, hasta que de pronto, algunos compañeros que no aceptaban que me llevara su dinero refunfuñaban llamándome con adjetivos de todo tipo. ¡Tramposo! ¡Ladrón! ¡Timador! Me gritaban. No me había dado cuenta, pero toda la trinchera se me venía encima, muchos de mis compañeros no soportaron la derrota. ¿Qué culpa tengo yo de ser un experto en las apuestas? Muchos de ustedes duermen y se acurrucan al lado de su fusil, yo lo hago al lado de mis Cartas Españolas, trataba de explicarles.
   
¡Nos haces trampa! ¡Nunca pierdes! ¡Mentiroso! Continuaban bociferando. ¡Bah!, son unos malos perdedores, respondía. No se los mencioné, pero los trucos en las apuestas valen en tanto no te descubran. ¿Por qué en vez de quejarse apuestan de nuevo y tratan de recuperar lo perdido?, pregunté. Todos quedaron en silencio. ¿No hay ningún valiente? ¡Entonces no se quejen, perdedores!

En ese momento, cuando pensé que no había valientes, un joven soldado se ofreció a jugar conmigo. Mi carácter burlón hizo gala de soberbia y buscando asustarlo un poco le dije: ¿Qué apostamos, tu cuchillo? El muchacho esboza una sonrisa y me responde tajantemente. ¡Saca todo tu dinero de la bolsa que ahora lo pierdes todo!

No lo niego, ese comentario me molesto. Dejemos las cosas claras, le dije. Si tu ganas te llevas todo lo que conseguí en las demás apuestas y si yo gano quiero ese hermoso cuchillo. Es cierto, el peso de la apuesta era desproporcionada y hasta loca si se quiere llamar así, pero la mirada de este muchacho era tan segura que sabía que no se negaría y así fue. ¡Acepto!, me dijo y nos dimos un apretón de manos.

Reparto las cartas mientras pensaba en una jugarreta que me permitiera llevarme ese cuchillo, mientras que el joven aparentaba calma y serenidad. Yo estaba confiado, había desvalijado a tantos soldados que uno más sería mi consagración. 

Comenzó el juego. Las Cartas Españolas fueron repartidas y ya no había marcha atrás, el muchacho demostraba que no era muy ducho en esto y no se le notaba seguro en lo que hacía. Los minutos pasaban y todas las trincheras habían venido a ver nuestro juego, por un momento creí que hasta Cáceres había llegado a mirar desde su enorme caballo. Cuando creí que todo me favorecía y podía llevarme la partida, el joven soldado me sonríe y decide que esto se acabó. Un silencio casi sepulcral invade el arenal y mostrando que no era un principiante en los juegos de azar, el muchacho me gana la contienda.

¡Devuelve el dinero a los soldados que engañaste, porque hoy llenarás tu bolsillo de arena!, me dijo. El Taita Cáceres sólo atina a sonreír y marcharse galopando al cerro Zig Zag. No lo podía creer, había perdido contra ese muchacho. ¡Viva Augusto Bedoya, vencedor en Tarapacá!, gritaron los soldados más jóvenes. Nunca supe la historia del tal Bedoya, tampoco de dónde venía, solamente opté por enterrar las cartas en el arenal y no volver a apostar nunca más.

Solamente supe que el tal Augusto Bedoya era ayudante de Cáceres y mientras lo veía marcharse por el arenal me di cuenta que debía conocerlo, pero eso es otra historia...
                                                                                            

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



sábado, 16 de abril de 2016

Mi cuchara favorita

Era una cuchara como todas, común y corriente. Un utensilio básico con el cual puedes llevarte los alimentos a la boca, sin embargo, en mi casa este objeto era utilizado para maliciosos propósitos. Éramos dos hermanos cuyo máximo deseo era algún día hacernos a la mar como nuestro padre. Él, era un marino con experiencia, con innumerables travesías y siempre nos contaba que navegaba con su gran amigo llamado Miguel. Al desatarse la guerra, papá acude al llamado de la marina y nos dio la orden de que antes de servir a la patria debíamos crecer fuertes comiendo todo lo que nos preparara mamá.

Precisamente esa era la cuestión, ni a mi hermano ni a mí nos gustaba lo que mamá cocinaba. Pero ¿cómo hacía nuestra madre para conseguir que nos alimentáramos, pese a que detestábamos su comida? Pues bien, ¿recuerdan la cuchara que les mencioné? Mi madre la utilizaba para que comiéramos todo lo que había en el plato. ¡Si no empiezan a comer les rompo la cuchara en sus cabezotas!, vociferaba.  

Para hermanos entre trece y once años esa amenaza siempre surtía efecto. Hasta el plato devorábamos con tal de que mamá no nos acomode un cucharazo. Una noche y a la hora de la cena, mi padre regresa por última vez a casa para luego zarpar en un buque en compañía de su gran amigo Miguel. Al momento de servir la mesa, mi padre nota en nuestras caras cierto desgano, él sabía que la comida de mamá era horrible. De pronto, mientras mi madre traía la cena, papá se nos acerca y nos susurra acompañado de una sonrisa cómplice: Prefiero comer tierra. 

Cuchara del siglo XIX, era hecha a mano y de
uso común. Parte de la colección del INEHPA
Los tres empezamos a reír, sin embargo, no contábamos que mamá tenía un buen oído y escuchó el comentario de mi padre. Paramos de reír en el acto, mientras que nos invade el temor. Qué curioso, papá participó en el Combate 2 de Mayo de 1866 y expulsó a los españoles valientemente y ahora le teme a la mirada fulminante de mi madre. ¡Y bueno, quién no! Porque mamá tomó la cuchara y la levantó como diciendo: si hay una risa más vayan despidiéndose de sus vidas. No sé ustedes, pero yo era joven y quería seguir viviendo, por eso, no gesticulé siquiera una sonrisa más.

A la mañana siguiente fuimos a despedir a mi padre al puerto del Callao. El lugar era una fiesta, cientos de personas vitoreaban y lanzaban gritos a favor de la patria, mientras valientes marinos marchaban frente a un conocido buque, que para muchos era pequeño de tamaño pero grande en coraje, era débil su blindaje pero sus ideales eran a prueba de balas. ¡Es un pedacito de patria!, dijo mi padre.

Antes de abordar, mi papá nos presenta a su amigo, Miguel quiero que conozcas a mis hijos. Miguel se acerca dejando ver su prominente barba, su rostro reflejaba firmeza, temple y decisión. Su andar era la de un bravo hidalgo y su porte señorial infundía seriedad. Sin embargo, la cara le cambia para mostrarnos su cálida sonrisa y revoloteando nuestros cabellos nos saluda: ¡Muy buenos días marinos! Mi hermano y yo nos paramos firmemente y con saludo marcial respondimos gritando al cielo, ¡buenos días, Almirante Grau! Miguel simplemente atinó a reír.

Llego el momento de decir adiós. Mi padre se despide de mamá con un cálido beso, ella no paraba de llorar. Mi hermano menor y yo creíamos que él volvería, por eso no entendíamos tanta tristeza. Papá se dirige a nosotros y nos abraza tan fuerte que por un momento sentí que una vértebra me partía. ¿Volverás, verdad? Le pregunté. Mi padre toma con firmeza mi mano y me responde: Castigaremos a los malos y regresaremos. Le prometo decirle a Miguel que los lleve a pasear en su buque, mientras me daba la cuchara con la que mamá nos amenazaba. Toma, escóndela, así tu madre no tendrá con qué sacudirles la cabeza, me dijo. No pude aguantar más y lloré.

¡Papito, regresa pronto!, le gritábamos a lo lejos, mientras él abordaba el buque. De inmediato, el pedacito de patria flotante se pone en marcha, dejando una estela de promesas y un sinfín de sueños. Al pasar los meses me enteré de un juramento que hizo Miguel, el gran amigo de mi papá: “Si el Huáscar no regresa triunfante al Callao tampoco yo regresaré”.  Y así fue la historia, el viejo y querido Huáscar no regresó jamás…   


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



martes, 5 de abril de 2016

Una guerra a la vuelta de la esquina

Todo parecía presagiar que sería una mañana como todas, en donde la cuculí hace de las suyas con su canto madrugador y melodioso. Y es que la Lima de 1879 era así, tranquila por las mañanas y alegres por las tardes. Sus ingeniosos comerciantes no tardan en instalar sus negocios, la criollada que caracterizaba al capitalino, era propia de diversos vendedores que no escatimaban esfuerzos para atraer a su clientela.

Era 5 de abril y el canto de las aves es interrumpido por las campanas de la Catedral, su intenso repique alertó a propios y extraños. El sonido de las carretas surcando las calles se hacía constante y los pregoneros anunciaban un suceso inesperado.

Los vecinos salían de sus casas, algunos alertados por tanto bullicio lo hacían hasta en paños menores, nadie sabía lo que acontecía exactamente. Recuerdo que me asomé por el balcón de mi habitación para saber a ciencia cierta qué es lo que pasaba. 

¡La guerra está aquí! ¡La 'Estrella Solitaria' nos la ha declarado! ¡Es oficial, el Perú se va a la guerra! Fueron una de las tantas frases que los pregoneros anunciaban y lo hacían prácticamente a cada casa, tocando de puerta en puerta.

Mucha gente compraba los periódicos y se llenaba de entusiasmo, mientras el día se hacía cada vez más claro, ya toda Lima está en la Plaza Mayor, celebrando y comentando el inminente suceso.

¡Viva el Perú!, gritaban todos, mientras algunos sacaban diversas banderas o símbolos patrios para incentivar aún más el fervor de la gente. No podía evitarlo, el sentimiento y amor por esta tierra me ganan y desde el balcón comienzo a lanzar vivas de victoria e improperios contra el enemigo.

Bajé de inmediato en busca de mi bandera y salir a la calle a proclamar mi amor por el Perú. Sin embargo, estando cerca a la puerta mi padre impide que me marche: ¡Deja esa bandera! ¡Te quedas en casa!, me dijo enfadado.

¡Papá, estamos en guerra!, es hora de demostrar de qué estamos hechos. Escarmentaremos al mal hermano que nos arrastró a esto. ¡Guerra pidieron, guerra tendrán!, le expliqué. Lamentablemente mi padre era de pocas palabras y con un fulminante ¡no!, me obligó a tan sólo seguir mirando por el balcón. 

Mientras observaba la algarabía de la gente, pensaba en la reacción de mi padre, siendo un valiente soldado que participó en el Combate 2 de Mayo de 1866, pensé que él sería el primero en salir, sin embargo optó por callar y permanecer prudente sentado en su sillón.

Es curioso, 'La Estrella Solitaria' era uno de nuestros principales aliados en la lucha por la libertad frente al poderosa escuadra española y ahora nos ha declarado la guerra.

El nuevo impuesto boliviano a las empresas de nuestro próximo enemigo, fue un hecho que terminó colmando su paciencia y no tardó en amenazar la paz. Sabía que el Perú había firmado un tratado con el país altiplánico, que consta en mutua defensa viéndose obligado a intervenir.

Los motivos ya no importaban, estábamos en una situación cuya solución era vencer. Dentro de poco habrán anuncios donde se llame a la creación de reservas, debía participar a como diera lugar, apenas tenía dieciséis años y debía consultarlo con mi padre. 

Esperé el momento de la cena, para darle la noticia que participaría en la reserva a penas se dé el llamado oficial. Mi padre se veía incómodo, incluso algo temeroso. ¿Por qué?, él era un soldado con experiencia, un 'viejo zorro'. Estaba seguro que se presentaría al llamado de la patria pese a ser un militar retirado.

Su plato de comida estaba intacto, no había tocado ni la cuchara si quiera, mientras yo iba por la repetición. La tranquilidad de la cena cesa y por gracioso que parezca la guerra estalla en mi casa…

¡Me alistaré en la reserva!, di la noticia a mi familia. Mi madre deja de comer, mis hermanos menores se contagian de mi entusiasmo y quieren participar y mi padre… Mi padre golpeó fuertemente la meza, derramando la chicha que mi mamá nos había preparado.

¡Nadie en esta casa hablará de la guerra, ni mucho menos se alistará en el ejército! No pude evitar mi frustración y me levanté rápidamente de mi silla y le dije: ¡Defenderé al Perú quieras o no!

Hace algunos meses mi padre estuvo en el país de la ‘Estrella Solitaria’ y cuando regresó no fue el mismo de siempre. Estuvo callado y cada vez cuando le preguntábamos por su viaje y de las cosas que vio, él siempre optaba por callar y salir de la casa. ¿Por qué? Era la pregunta que siempre me hacía.

La noche del 5 de abril fue la más incierta de todas, pese al fervor que sentía no dejaba de pensar también en la posible derrota. ¿Y si no todo sale como lo esperamos?, cavilaba en silencio. No lo quería reconocer pero la duda se apoderó de mí.

No podía dormir, así que decidí bajar al jardín para tomar aire, fue en ese momento cuando descubrí a mi padre sentado en su sillón favorito, fumando una vieja pipa que le había obsequiado mi abuelo.

Era ahora o nunca, tenía que saber qué es lo que aflige su corazón, ¿será el miedo? Siendo un soldado respetado y querido en todas partes, aclamado como el más patriota entre los patriotas, ahora prefiere el silencio e indiferencia.

¡Estamos en guerra!, le grité. Y es que ya no aguantaba más, su silencio, desidia y pasividad terminaron por colmar mi paciencia. ¡Si no limpias tu espada y te niegas a ponerla nuevamente al servicio del Perú, pensaré que eres un cobarde!, continué reprochándole. Creo que fue mala idea, pues mi padre se levanta haciéndome notar sus casi dos metros de estatura y levanta su brazo.

Pensé que me golpearía así que opte por cubrirme el rostro, pues con esa tremenda mano, una bofetada en la mejilla me podría costar cinco meses de rehabilitación en un hospital. De pronto, mi padre me señala un rincón del jardín y me dice: ¿Quieres ir la guerra? Ahí tienes mi espada.

¿Estás listo para matar? Asegúrate que sea por la razón justa y no por intereses propios. ¿Quieres servir al Perú? Vive entonces y no intentes morir tan sólo para alabar tu nombre. ¿Quieres la crueldad de la guerra? Pues ya la tienes.

Tomé la espada y blandiéndola por todo lo alto le pregunté sobre la ‘Estrella Solitaria’, tú estuviste en ese país, ¿podremos ganar? Mi padre no me respondió, tan sólo se marchó a un pasillo oscuro que daba a la sala de mi casa y mientras desaparecía me dijo: No estamos preparados.

De pronto, mis hermanos quienes habían escuchado la conversación que tuve con mi padre, bajaron para darme fuerzas, pues a pesar de que oyeron las advertencias de papá, no dudaron en querer buscar un lugar donde pudieran prestar sus servicios.

En ese momento mi padre sale de la penumbra pero no lo hace solo, una hermosa bandera que había flameado en el Combate 2 de Mayo lo acompaña e izándola en un palo de mi jardín nos dijo a todos: Si vamos a servir y morir por la patria entonces hagámoslo juntos.

¿Qué lo hizo cambiar de opinión? Tal vez mi insistencia o fervor lo hicieron recapacitar, no lo sé. A medida que la guerra avanzaba me di cuenta que mi padre tenía razón, no estábamos preparados, pero estoy seguro que a muchos de nosotros no le importaba, pues no había excusa que valga si el Perú llamaba. 

¿Qué pasó luego con mi padre? Murió con Bolognesi en Arica y mis hermanos cayeron en Miraflores, mientras que yo quedé solo con mi madre llorando siempre bajo esa bandera gloriosa del combate del 2 de mayo.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú" (1822-1933), Jorge Basadre (Colección bibliográfica del INEHPA)