Palmatoria: luz y sombra de una familia limeña
Recuerdo que en mis mejores épocas alumbraba un rincón de la
casa, olvidado de día pero siempre atendido de noche, pude ser testigo de la tranquilidad
de un hogar limeño común. Sin embargo, esa calma se rompe ferozmente ante la
ocupación. Ha pasado exactamente un mes desde que el invasor puso pie en el
mismo centro de Lima y solamente el miedo fue el único que salió a recibirlo.
Mi estancia en aquel pasivo
rincón de la sala fue trasladada al centro del comedor. A las nueve de la noche y cuando los niños ya
dormían, una vela era encendida y colocada religiosamente en mi soporte, para
alumbrar reuniones familiares en las que se revelaban los secretos más profundos
y que no podían ser contados a plena luz del día.
Los ojos y oídos del enemigo cabían en todas partes, los vecinos de Lima se
atrincheraban en sus casas, pues era el único lugar seguro en donde se podía respirar calma. Casas y negocios cerrados eran la principal característica
de la ocupación. Aunque no por la fuerza, el rechazo al invasor se hacía sentir
cada vez más.
Palmatoria fabricada en el siglo XIX |
¡Si no lo atiende un médico se nos muere!, dijo la madre,
sin embargo, los hospitales eran ocupados por los extranjeros, si descubren que
el muchacho participó en los reductos es probable que el enemigo tome venganza.
Esta idea era compartida por muchos limeños, quienes preferían atender sus males
en sus propias casas. No importa la gravedad de la herida o la tortura de una
enfermedad, se prefería sufrir antes que mostrarse.
Casi todas las noches de febrero de 1881, las reuniones en
el comedor tomaban un tema diferente, la luz que poseía me dejó ver la
desesperación en cada uno de sus rostros. Era cuestión de tiempo para que esta
familia que en un principio se mostraba muy unida, se quebrara a pedazos. Poco
a poco, sus conversaciones iban convirtiéndose en gritos y llantos.
¡Ya vendrán tiempos mejores!, era la oración que daba siempre el punto final
a las pláticas nocturnas. Una mañana y
mientras yo dormía, se llevaron de emergencia al muchacho. La herida en la
pierna era ya insostenible, algunos hospitales transitorios que se encontraban
en San Juan y Miraflores fueron trasladados al Callao. Debo suponer que el
chiquillo fue instalado allá.
Era ya tarde y daban las diez de la noche, pero la casa se
encontraba vacía, nadie vino como de costumbre a dejarme una vela prendida para
que yo la sostenga. ¿Habrá pasado algo con el muchacho?, no dejaba de
preguntarme. Era la primera noche que pasé sin compañía, me sentía inútil, sin
luz soy un inservible objeto de bronce, en el que mi peor enemigo, el óxido,
podría reclamarme en cualquier momento.
En la mañana escucho el sonido estridente de una puerta
azotada, la familia hace un apurado ingreso. Quería preguntar por el muchacho,
pero no sabía cómo hablar, tal vez si espero la noche pueda indagar alguna
noticia.
No puedo negar la felicidad al observar que encendían una vela a
la misma hora de siempre y colocarla en mi soporte, las sillas crujían por el
movimiento desesperado de sus ocupantes. Me tranquilizó saber que el muchacho
fue atendido, sin embargo, la inquietud de conseguir servicios de primera
necesidad como es el caso de alimentos, se hacía cada vez más insostenible.
La familia comenta que las calles de Lima están desiertas,
si bien es cierto, algunos se atreven asomarse desde sus balcones, el miedo era
tan intenso que la calma de la ciudad era incluso aterradora.
Pasaba el primer mes desde que Lima fue invadida por la ‘Estrella
Solitaria’ y pude escuchar una anécdota que demuestra la tensión que se vivía
en esos momentos. El propio naturalista italiano Antonio Raimondi, cuenta que
el miedo ante la ocupación era tan intenso, que hasta los propios invasores se
mostraban temerosos e inseguros ante posibles atropellos e incidentes, obligándose
a utilizar con mayor razón el peso de su bandera como protección.
La familia comenta que incluso el propio naturalista tuvo
que proteger sus bienes que no eran materiales, sino plantas y otros elementos,
además de minerales que había recogido durante sus viajes para estudios
científicos. El italiano lamenta que la ciencia y cultura sufra graves daños
por parte del invasor.
Poco a poco los vecinos limeños salen de sus casas, se
quiera o no, la vida de Lima tiene que continuar y muchos que se refugiaban en
Ancón o en diversas instituciones con banderas neutrales regresaban a las
calles. Hoy en la tarde se me trajo una nueva y última vela. Esta sería la última
noche que alumbraría la casa.
La familia llega como todas las noches a reunirse alrededor mío, ¡nos iremos a la sierra!, se le escucha decir a uno de ellos. En la capital la comunicación era restringida, sin embargo, se había corrido la voz sobre una reorganización en la sierra para preparar una resistencia. ¿Cómo?, si no queda nada, ignoraba por completo qué se planeaba.
El sonido de baúles y de objetos moviéndose me hace
presagiar que será un viaje sin retorno. Al igual que una vela, mi tiempo como
símbolo de luz estaba contado. El brillo dorado de mi color se mancha por la
suciedad de lo que más temía, el óxido.
Así como esta familia, entendí que tenía que adaptarme y a
esperar como ellos esos tiempos mejores. Poco a poco la vela que sostenía en el platillo se
hacía cada vez más tenue. Si se apaga, la esperanza que le ofrecía a esta casa se
convertirá en vacío. Únicamente me queda desear que Lima vuelva a recuperar ese
brillo que estoy perdiendo y si alguien desea preguntar por mí, estaré a la
espera de ser la luz de alguien más.
La noche se me hizo larga y mientras pensaba en mi futuro, escucho un grito en una de las habitaciones: ¡Resistencia, la sierra será el gran bastión de nuevos defensores! Tuve el presentimiento de que pese a toda esta penumbra ellos no eran una familia cualquiera y aunque nunca me lo dijeron ese grito fue una promesa.
La noche se me hizo larga y mientras pensaba en mi futuro, escucho un grito en una de las habitaciones: ¡Resistencia, la sierra será el gran bastión de nuevos defensores! Tuve el presentimiento de que pese a toda esta penumbra ellos no eran una familia cualquiera y aunque nunca me lo dijeron ese grito fue una promesa.
Me duermo en el más profundo silencio, mientras uno de
los habitantes sopla mi vela y se marcha. Al verlo partir, noté que nunca cerró la puerta de la casa, la dejó entreabierta, como diciéndome que algún día alguien regresará a colocarme una nueva luz, pero una luz diferente que alumbre el camino de lo que sería un nuevo amanecer para esta guerra...
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
Bibliografía: "La ocupación de Lima", de Margarita Guerra Martiniere. (Colección bibliográfica del INEHPA)
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