El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Segunda Parte)
Tras un devastador terremoto que azotó Iquique en 1868 nuestro pueblo se recompuso de forma considerable y ahora con la llegada del tal Ugarte las posibilidades de un futuro mejor se hacen cada vez reales. Eran otros tiempos, tiempos de paz y tranquilidad. Seguridad para los ancianos y futuro prometedor para los jóvenes, sin embargo, la noticia de no poder tener hijos con mi esposa Lucila me ha entristecido bastante.
Trato de ser fuerte y así como este pueblo, recomponerme lo más rápido posible. Por otro lado, Lucila, quien está más sensible, se hace la fuerte de día pero se destruye por las noches. Cada mañana y antes de salir a trabajar, le adorno nuestra habitación con las mejores rosas que podía conseguir. ¿De dónde las conseguía? Bueno, la municipalidad de Iquique tiene en las afueras de sus puertas un jardín hermoso, el tal Ugarte no se molestaría si le quitaba algunas cuantas.
Si supieran el placer que era para mí acabar con el jardín del tal Ugarte, pero tanto tenté al destino que un día el alcalde me pilló: ¡Oiga! ¿A dónde va usted con mis rosas?, me preguntó. No sabía qué decir, quedé helado. Disculpe la molestia señor alcalde, solamente quería rosas para mi esposa, respondí nervioso.
Y si tanto las necesita por qué no entró a la municipalidad para pedírmelas, no que entra como ladronzuelo y destruye el jardín, rebatió Ugarte. ¡Por favor señor, no me haga arrestar!, solo quiero alegrar las mañanas de mi esposa, trataba de explicarle.
Como amigo podría perdonar pero como alcalde debo hacer cumplir la ley, me dijo Ugarte. ¡No señor, me equivoqué! Sé que mi acción es reprochable pero lo hice por mi esposa, insistí.
Sabías que esto tendría un castigo y sin embargo lo hiciste. Si la razón es amor supongo que es justo cualquier riesgo, explicó el alcalde. ¡Ahí vienen los guardias!, me advirtió. En ese momento y cuando estuve a punto de aceptar el castigo el burgomaestre me dice: Antes de que te vayas, llévate las moradas también, son hermosas y no se ven a menudo en otra parte, sonrió Y haciéndole una reverencia tomo las flores y huyo de la escena.
Un día al llegar al trabajo tuve curiosidad de ver el pañuelo y quitar la tela que cubría los versos, pero me mantuve fuerte y desistí de mi inquietud. La clientela fue buena conmigo hoy, como dije antes, nadie se quejaba de mi trabajo y más personas venían a mi zapatería. La economía en Iquique iba mejorando cada vez más y se hacía sentir en mis bolsillos. Al salir del trabajo, compré algunas frutas para llevárselas a Lucila y alegrarla un poco más.
Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección del INEHPA) |
Al llegar, ella me esperaba mirando al vacío, su rostro a duras penas expresaba una pequeña sonrisa al verme. La tristeza nos embarga nuevamente para sentarnos llorar en un rinconcito abrazados. Mañana Ugarte saldrá a compartir con los pobres, me enteré en el diario. ¿Vamos Lucila?, le dije. Si escondes la barriga y caminas como él, ¡vamos!, me respondió. ¡Eso me pasa por hablador!, repliqué y ambos pasamos el mal rato con risas.
A la mañana siguiente Lucila se levanta muy temprano para arreglarse. ¡Caray!, estaba hermosa, pensé. Es la mujer más bella de Iquique, ni siquiera en nuestra boda se había arreglado tanto como ahora. ¡Ugarte algún día me tendrá que rendir cuentas! ¡Hace favores a los demás y a mí no me hace el favor de irse a vivir a otra parte!, vociferaba. ¡A callar bellaco! ¡Que la idea de salir a verlo fue tuya!, contestó Lucila. Ambos reímos sin parar.
Como siempre ella se complacía cuando le daba rosas por la mañana, si supiera dónde las consigo es capaz de mandarme a fusilar. Al llegar a la municipalidad el tal Ugarte hace gala de su fino andar y no tardó en saludar al pueblo: ¡Muy buenos días Iquique! Saludo que todos no tardaron en contestar con cariño: ¡Buenos días, señor alcalde!
Es curioso, antes ningún burgomaestre se había atrevido si quiera a saludar a todo el pueblo, sin embargo, Ugarte era capaz de caminar hacia nosotros y saludarnos uno por uno si fuese posible.
¡Quiero agradecer a todo Iquique, sus muestras de cariño son la fuerza que me obliga a hacer las cosas bien!, ¡semana a semana caminaré con ustedes y veré con mis propios ojos sus tristezas y alegrías!, exclamó Ugarte. Palabras que cómo sabrán causaron gran algarabía en todo el pueblo, pero sobre todo en Lucila. Espero que nuestro alcalde traté de la misma manera a los indios, ella me comentó.
Admito que el alcalde era gentil con los pobres, los ayudaba y brindaba su apoyo. Al pasar por mi zapatería Ugarte pregunta quién era el dueño. Lucila y yo quedamos sorprendidos y al responderle que yo, Ugarte me mira y no tarda en reconocerme. Con una sonrisa cómplice se quita los zapatos y me dice: Por favor caballero, ¿puede componerlos?
Lucila no tardó en responder por mí: ¡Por supuesto señor! ¡Mi esposo no tardará en arreglarlos! ¡Mañana mismo estarán listos para usted! Ugarte se despide de mí con un fuerte apretón de manos y se quita el sombrero ante Lucila, haciéndole una elegante reverencia.
Ya se habrán imaginado cómo reaccionó ella ante tanta cortesía. Simplemente yo atiné a sonreír. Antes de despedirse del pueblo, Ugarte prometió atender las exigencias de todos en la brevedad posible e hizo una pequeña advertencia al destructor de jardín: ¡Iquique, tengan por seguro que en mí tienen a un amigo más que un alcalde y que cumpliré con sus necesidades para conseguir el progreso! Antes de retirarme, ¡ya atraparé a ese bellaco que se lleva mis rosas! Reconozco que pasé un buen susto, pero Ugarte me mira y sonríe.
Espero que no esté hablando de ti, me dice Lucila. Entre tantos aquí, ¿qué te hace pensar que soy yo el que se lleva las rosas de Ugarte?, le pregunté con cinismo. Pues porque dijo ¡bellaco!, y aquí el único del pueblo eres tú, me respondió. Admito nuevamente que esa broma no me gustó, pero ¡Dios bendito!, cómo me reí.
Llegando a casa vimos algunos indígenas siendo castigados severamente por sus capataces, Lucila quería interferir ante tal barbarie, pero yo tomé su mano y se lo impedí. ¿A dónde vas Lucila?, le pregunté. ¡A impedir que sigan golpeándolos!, respondió. No lo hagas, es probable que esos indígenas se lo merezcan por no cumplir su trabajo, le expliqué. Ningún discurso es aceptable para golpear a la gente, sea quien sea. ¡Cómo me hubiese gustado ver la reacción del Alcalde Ugarte ante semejante atrocidad!, dijo Lucila molesta. Aquel momento me dejó una valiosa lección.
Pasó un tiempo de aquel terrible suceso y yo seguía triste por mi accionar de ese día, así que camino al trabajo decido sacar el pañuelo y quité la tela que cubría uno de sus extremos revelándome un segundo verso: “Cuando te veo con pena en mí no reina la alegría, pues como te quiero tanto siento tu pena y la mía”
Estaba sorprendido, cómo Lucila se había anticipado a estos momentos y había mandado inscribir ese verso. Por otro lado, esas palabras golpearon mi corazón. Tenía a la mujer más cariñosa y buena de todo Iquique.
Cerré temprano el negocio y decidí irme a casa, claro no sin antes ir a arrancarle otras rositas al jardín de Ugarte. Sé que eso está mal, pero por favor, ¡déjenme ese pequeño placer!
Llegué a casa con una decena de rosas y mientras ella dormía arranqué algunos pétalos y se los coloqué a su alrededor, al despertar y notar mi presencia me recibe con un fuerte abrazo. Te amo con todas mis fuerzas, le dije. ¡No te cambiaría ni por mil Ugartes!, me respondió con lágrimas en los ojos. Aquel momento yo no lo olvidaría jamás…
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)
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