El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Tercera parte)
1879, la
guerra se nos viene e Iquique comienza a respirar aires de intranquilidad. Aquí nos enteramos de la ocupación chilena del puerto boliviano de
Antofagasta. ¡Es terrible!, todo el litoral del país vecino se halla en manos
de Chile.
Todos los vecinos salen de sus hogares, algunos colocan la bandera nacional en la fachada de sus casas, gritando ¡viva el Perú! Otros, quienes son más cautelosos atinan a cerrar sus negocios y refugiarse en sus casas. De pronto, una señora de traje muy elegante corre con dirección a la municipalidad, su rostro reflejaba angustia y temor. Era la madre de nuestro alcalde, doña Rosa Vernal.
¿Viste
quién ingresó al municipio?, me preguntó Lucila. Es la madre de Ugarte y al
parecer está muy preocupada, respondí. ¡Claro! La guerra se nos viene encima,
¡debemos hacer algo!, exclamó mi mujer. ¿Debemos? ¿Quiénes? le pregunté. ¡Todos
debemos defender la patria si el enemigo llega hasta aquí!, explica Lucila.
¿Crees que los indígenas que fueron golpeados por sus capataces van a pelear
esta guerra por nosotros?, le cuestioné a Lucila. Ella calla y me mira como
diciendo: ¡Qué Dios nos ayude!
Nos
refugiamos en nuestra casa, decidí no abrir la zapatería hasta que Iquique se
calme un poco. A la mañana siguiente se nos comunicó que habrá una junta entre
todos los vecinos encabezados por Alfonso Ugarte. Lucila y yo nos alistamos
rápidamente y asistimos a la plaza entre la impaciencia de la gente. ¡Pueblo de
Iquique, el Perú los necesita! ¡Formaré un batallón con mi dinero y lo formaré
al servicio de la patria!, dijo Ugarte a todos los vecinos. Se supo luego que
este gallardo caballero quien me perdonó la cárcel, renunció a su viaje a
Europa para quedarse. No es militar, es tan civil como yo y pudiendo con toda
su fortuna huir está aquí arengando al pueblo.
¡Quién está
conmigo!, grita Ugarte. No pasó mucho tiempo para que los vecinos notables se
registraran al batallón, otros preferían enrolar a sus cholos para que peleen
por ellos. Muchos de estos indígenas no sabían el concepto de patria, otros
pensaban incluso que Chile era un señor que venía para matarlos. ¡Pobres!, no
saben a lo que se están metiendo, me dije.
Mi posición
con respecto a la guerra era indiferente, mientras que la gente siga viniendo a mi
zapatería no me importaba lo demás. Esta postura a Lucila le incomodaba, ella
quería que yo fuera a inscribirme y formar parte del batallón que Ugarte está
creando. ¿No harás nada? ¿Te quedarás aquí mientras los chilenos levantan armas
contra el Perú?, me preguntó enojada Lucila. ¡Los chilenos no me han hecho
nada!, le dije. Además quién sabe, si vienen hasta aquí querrán cambiar las
suelas de sus zapatos, de seguro me pagarán bien, le expliqué. ¡Qué pedazo de
bestia eres! ¡Una mula tiene más vergüenza que tú!, replicó Lucila. ¡Bah! Ya
vengo y me fui azotando la puerta.
Al caminar
sentí la necedad de pensar en mis palabras y las de Lucila, en ese momento, la
madre de Ugarte discute con sus amigas. ¿Qué será lo que están hablando?, me
pregunté. Lo mejor será acercarme con cautela y oír sus pláticas.
Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección del INEHPA) |
Esos días
entre tambores de guerra e intranquilidad fueron incómodos, Lucila seguía
enojada conmigo, la clientela empieza a disminuir y algunos productos de
primera necesidad comienzan a escasear. Ugarte ya
no es más el alcalde, es tan sólo un civil quien con un grupo de amigos entre
los que destacan el buen Ramón Zavala, fiel cliente de mi zapatería, están
formando un batallón cuyo nombre me es aún desconocido. Al llegar a mi negocio,
abrí como de costumbre invitando a cuanto caballero cruce, la vereda sin
percatarme que el pañuelo que me regaló Lucila se me había caído. ¡Jamás pierda
sus prendas, y menos cuando son regalos, señor!, me dijo Zavala mientras me
devolvía el pañuelo.
¡Gracias,
señor! ¿Me trae un nuevo zapato?, le
pregunté. Hoy no, vine para preguntarle si ya se inscribió a nuestro batallón,
dijo Zavala. No señor, esta guerra no es para mí, le expliqué. Si esta guerra
no es para ti entonces ¿cuál?, respondió sonriendo. ¡Es tú deber igual que mío!, me dijo mientras
se marchaba.
Las
noticias de la guerra se hacían cada vez más cercanas, felizmente, la astucia
del comandante Grau ha llevado al límite al poderío naval enemigo. Las
correrías del Huáscar surten efecto y contienen a los chilenos, pero por
¿cuánto tiempo?
Mientras el
comandante Grau se batía duramente en el mar, aquí en tierra Iquique se prepara
tenazmente para combatir. Ugarte y Zavala provisionan a sus inexpertos soldados
con armamento, uniformes, caballos y todo lo indispensable para enfrentar al
enemigo. Todo, con dinero de sus propios
bolsillos.
Un día de
mayo todos los vecinos corren hacia la bahía de Iquique, no entendía el motivo,
¿será que el enemigo ya está aquí? De
pronto Lucila me grita a lo lejos diciéndome que me apure, el Huáscar está aquí
y romperá el bloqueo chileno de nuestras costas. Admito que la guerra no me
importaba pero por ver al comandante Grau y al Huáscar haría hasta lo
imposible.
Era tal
cual nos habían informado los diarios, el Huáscar era un buque convertido en
esperanza. Todos desde el puerto gritábamos: ¡Viva el comandante Grau! Jamás
había visto a Lucila tan eufórica, no se cansaba de animar al Huáscar e
insultar a los buques enemigos. La Esmeralda y Covadonga verán el fondo del mar
hoy, dijo Lucila mientras cerraba el puño.
El día
oscurece con victoria nuestra, ver a Lucila sonreír y bailar fue hermoso, los
cantos al Perú no se hacían esperar. El espolón del Huáscar nos dio el triunfo
e hizo pedazos a la Esmeralda. Esa victoria nos dio esperanzas, todos sabíamos
que mientras Grau esté en el mar ningún chileno pondrá si quiera un solo pie en
nuestro suelo.
El mes de
octubre acabó brutalmente con la espera, las correrías del Huáscar llegaron a
su fin cobrando la vida del comandante Grau. No había nada que hacer, los
chilenos invadirían al Perú en cualquier momento. ¡Valientes de Iquique, este
es su batallón! Ustedes bendecirán esta tierra con su con sangre, arengó Ugarte
a los suyos y marcharon hacia el encuentro del enemigo.
Lucila no
me perdonó aquel momento donde los hombres marchaban y yo me quedaba. Nuestro
matrimonio desde ese entonces no fue igual. Las campañas del sur habían
empezado y las noticias de batallas en Tarapacá y Tacna no se hicieron esperar.
Nuestro ejército estaba desmoralizado y diezmado, mientras que Lucila y yo
habíamos preferido huir lejos de Iquique.
Conforme
fueron pasando los meses las palabras de doña Rosa Vernal comenzaron a tocar mi
conciencia. El enemigo acordonaba Arica en donde el último bastión peruano
hacía flamear con orgullo el pabellón nacional. El batallón Iquique al mando de
Ugarte estaba allí como esperando alguna ayuda por más mínima que sea.
Un día, tomé
algunas cosas y busqué despedirme de Lucila, la patria me había convencido para
servirla en Arica, lugar donde el coronel Bolognesi aguardaba. Que Dios te
proteja linda princesita, le dije a Lucila, despidiéndome, y enseñándole el
pañuelo que me regaló me marché sin mirar atrás.
No recuerdo
cuántos días me tardé en llegar a Arica, sólo recuerdo al batallón Iquique
flamear su bello estandarte como dándome la bienvenida. Mientras Ugarte me
recibe con los brazos abiertos y el buen Zavala diciendo: ¡Ahora ya tengo quién
me arregle los zapatos después de la batalla!
Junio de
1880, luego de una reunión con un emisario chileno quien pidió la rendición de
la plaza, los oficiales reunidos en una sala comienzan a salir, Ugarte y Zavala
salen con el pecho inflado lleno de orgullo. ¡Arica no se rinde!, fue la
respuesta definitiva.
Recibí la
orden de resistir en el morro, mientras el viejo Bolognesi despachaba
telegramas reiterando la voluntad de sucumbir antes de entregar Arica. Mientras
los días pasaban Ugarte simpatizaba más conmigo, recordando con sonrisas
aquellos tiempos donde le robaba las rosas de su jardín. Gracias por venir, me
dijo. Lamento no traer ayuda, le respondí. ¡Tú eres la ayuda pedazo de
bellaco!, me refutó.
7 de junio
de 1880, la toma del morro empezó con los primeros claros del día. Los fuegos
se rompen y la batalla empieza mostrando su peculiar olor a muerte. Poco a poco
los nuestros comienzan a perecer, mezclando sus gritos de dolor con arengas de
resistencia. Jamás había sentido tanto miedo. Uno a uno mis superiores fueron
cayendo, empezando con el buen Ramón Zavala hasta el viejo coronel Bolognesi.
El batallón Iquique cae más no su mágico estandarte, que fue rescatado por
Ugarte quien no dejaba de alentar a los nuestros. No recuerdo si disparé si
quiera un tiro, sólo recuerdo que me escondí en una trinchera, mientras mi
uniforme se bañaba con sangre. El pánico era tal que me había paralizado, no
sabía si las balas iban o venían. Empecé a caminar sin rumbo pisando cadáveres
o heridos que aún se retorcían de dolor. Ver sus cuerpos mutilados aún
moviéndose era desgarrador.
El batallón
Iquique fue aniquilado, no había ya resistencia alguna, Ugarte me toma del
cuello y me dice: Aun te quedan rosas para tu esposa, ¡huye!, ya no hay nada
que hacer. ¡No te dejaré!, le dije. ¡Vete! ¡Es una orden soldado!, y dándome un
fuerte empujón el joven Ugarte toma el pabellón nacional y monta a caballo
distrayendo al enemigo para que yo pudiera huir.
Solté mi
fusil aquel que nunca disparé y corrí hacia la plaza en busca de refugio. Al
llegar la escena era terrible, los chilenos atacaban al pueblo y se ensañaban
con los rendidos o aquel que opusiera mínima resistencia. Fusilaban soldados y
repasaban a los heridos. Saqué el pañuelo como buscando consuelo, la sangre había
dañado sus hermosos dibujos pero me permitió ver el tercer verso que Lucila
había mandado hacer: “Si supiera la pena que era no verte me hubiera resignado
a no quererte”, decía. No aguanté más y empecé a llorar. El enemigo pasaba
frente a mí asesinando a cuanto soldado se cruce en su camino, por alguna
extraña razón, los chilenos me miraban con furia pero ni uno decidió ponerle
punto final a mi vida. La sangre caía de mi rostro encegueciendo mi visión. De
pronto vi como un chileno ultima a una familia, y mutila la manito de un niño
quien trataba de defender a sus padres.
Arica ardía
y yo solamente atinaba a mirar aquel niñito, ensangrentado y pidiendo ayuda en
medio de disparos y gritos de dolor. Tenía que salvarlo, por eso corrí hacia él
y buscando el pañuelo de Lucila para detener su hemorragia noté que se me había
caído, no había tiempo para buscarlo así que me quité el saco y abrigué al niño
y huí lo más que pude del lugar.
En el
camino, el pequeño iba perdiendo la conciencia, su rostro estaba pálido y yo a
duras penas podía cargarlo. Caí dos veces con él en mis brazos, felizmente una
tienda que servía de ambulancia nos prestó ayuda. Tardamos unos meses en
recuperarnos, cuando recobré la conciencia los doctores preguntaron por el
niño. Es el pequeño Alfonso, mi hijo, respondí.
El niño
tomó el nombre del hombre que inspiró a todo Iquique hacia un futuro mejor y
tras varios días de recuperación, partimos en busca de Lucila, sin pensarlo la
guerra nos había traído al hijo que tanto le pedimos a la vida…
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)
PREGUNTAS DEL CONCURSO PARA GANAR EL LIBRO DE "CÁCERES"
¿Qué cargo desempeñaba Alfonso Ugarte en el relato?
¿Cómo se llamaba la madre de Alfonso Ugarte?
Interesante relato
ResponderEliminarAlcalde,
Rosa vernal