¡Gracias por la cantimplora!
Falta poco para que den las seis de la tarde y casi todo
está consumado, las últimas compañías pertenecientes al Pichincha ofrecen lo
último que les queda. En ellos había caído todo el peso de la guerra en los
últimos momentos de la Batalla de Miraflores. Uno a uno mis compañeros fueron
cayendo y los que intentaban levantarse fueron pasados a cuchillo.
Un pedazo de metal a causa de una terrible explosión me
había destrozado la pierna, los oídos comienzan a sangrarme por el fuerte
estallido. Estaba desorientado, ni siquiera podía quejarme, el dolor fue tan
brutal que se le olvidó hacerme sufrir. Tal vez la muerte se había apiadado de
mí.
Mi vista se despeja por breves segundos y puedo ver como la sangre brota por
toda mi pierna, el dolor se manifiesta y mis gritos se confundían entre arengas
enemigas. Miraflores había caído y el invasor se apropió de todo lo que el
distrito ofrecía. No podía escuchar nada, banderas que no eran de nuestros
colores comenzaban a flamear y el suelo estaba plagado de cadáveres,
reconocerlos era imposible.
Cantimplora de metal del siglo XIX, parte de la colección del INEHPA |
Parecía que a la batalla había marchado solo, mis compañeros
se confundían entre cuerpos destrozados y enormes charcos de sangre, nadie con
uniforme peruano quedó en pie, los que agonizaban convulsionaban hasta que la
muerte decidía llevárselos y los que habían muerto horas antes de finalizada la
contienda, eran la cena de algunos gallinazos que se habían acomodado pacientemente
en lo más alto de los árboles a esperar turno de participación.
Tan solo me queda esperar a que la muerte me recoja, en ese
momento un chileno se me acerca con un corvo dispuesto a darme el golpe final,
sin embargo algo lo hizo retroceder, no podía escuchar qué era, alcé la mirada para
ver qué había espantado al soldado, por un momento creí ver a un animal, no
podía distinguir qué era exactamente, solo ahuyentó al enemigo y siguió su
camino.
No sé cuánto tiempo permanecí tirado entre cadáveres y
gallinazos, esperé a la muerte pero al parecer ella se había olvidado de mí, tenía
mucho frío pese a ser una tarde de verano y pequeños espasmos comenzaban a
manifestarse, gracias a ellos sabía que a pesar de tener la pierna llena de
esquirlas, al menos tenía el cuerpo completo.
Luego del frío fue una intensa sed que hace presencia, como
diciéndome que un poco de agua no caería mal en estos momentos. Sin embargo, al
llevar mi mano a la cintura donde tenía atada mi cantimplora esta no estaba.
Traté de arrastrarme con mucho cuidado, algunos chilenos aún quedaban en el campo
de batalla, recogiendo a sus heridos y otros enterrando a sus muertos. Otra
cosa que me preocupaba al momento de arrastrarme era no aplastar a ningún
soldado que yacía en el suelo, puede que no esté muerto y si se queja o grita me
condenaría al repase.
¡Daba la vida por un poco de agua!, si quiera para remojar
los labios resecos por el polvo, el calor y amargos por el sabor de la sangre.
¿Dónde estás? Quería gritar, cada centímetro que recorría era un calvario, la
cantimplora era lo único que tal vez me podía mantener con vida un poco más.
De pronto, como una señal divina, encuentro mi cantimplora
no muy lejos de donde me encontraba, sin embargo, el mismo animal que asustó al
chileno vuelve para enfrentarme. No podía distinguir qué animal era, tan solo
notaba una masa enorme de cuatro patas y orejas puntiagudas. Desde el suelo mi
posición era vulnerable y las terribles heridas que tenía me incapacitaban por
completo.
Poco a poco mi visión se iba aclarando y la enorme masa iba
tomando forma, unos colmillos enormes sobresalían de su hocico. Un intenso gruñido
del animal despertó por algunos segundos mis sentidos, no podía detenerme en
observarlo, debía arrastrarme y coger mi cantimplora, calmar la sed era lo
único que me importaba.
En ese momento, la bestia decidió avanzar hacia mí y se
colocó entre la cantimplora y yo. Estiré el brazo lo más que pude para
tratar de alcanzarla, pero la poca fuerza que me quedaba empezaba a
abandonarme, mis dedos rozaban el tan preciado objeto, pero no lograba
sujetarlo, por el contrario lo alejaba más.
El cansancio termina con mi insistencia y no me queda más
remedio que seguir en el suelo y respirar polvo. Miro fijamente a la bestia y le
doy una pequeña sonrisa como aceptando que se acabó y que puede empezar a devorarme
cuando guste. Entonces, fue ahí cuando un milagro ocurre, ya con la mirada en
el cielo comienzo a sentir que algo mueve mis dedos insistentemente, al llevar
la vista a mi mano descubro que la bestia empujaba la cantimplora con su hocico
llevándola a mi alcance.
La sed fue tan grande que empiezo a beber desesperadamente
ahogándome en cada trago que daba. El agua que tenía esa cantimplora me hizo
sentir más vivo que nunca, ¡Dios, qué sabrosa estaba!
Poco a poco mi vista se recupera y noto cada vez más que la
bestia va tomando forma, los grandes colmillos deciden ocultarse para dar paso
a una lengua viscosa que no dejaba de lamerme la cara, un perro callejero era el temible animal que había espantado al chileno. ¡Gracias amigo!, le dije
mientras lo acariciaba y acercándose cada vez más a mí, movía más rápido su
cola, de lado a lado, sin parar.
¿De dónde saliste?, le pregunté, pero no sé si me escuchaba,
yo mismo a duras penas podía oír mi voz, mientras que el perro se acurrucaba
entre mis brazos. De pronto, dos chilenos se acercan como buscando algo que pudiera
llenar sus bolsillos y comienzan a rebuscar cosas de valor entre los cuantiosos
soldados que yacían tras haber defendido al Perú.
¡Vete!, le grité al perro, en ese momento uno de ellos
reconoce al animal y decide cobrar venganza por el susto que le dio. Colocando
la bayoneta en el cañón de su fusil sale al encuentro del perro para acabar con
su vida.
¡Huye!, le grité tan fuerte que el otro chileno se entera que sigo con vida y se acerca para liquidarme. Empujo al perro para que se
vaya, pero el animal se aferra a mí e intenta defenderme. El chileno, a quien el
furioso animal había asustado, trata de ensartarle la bayoneta pero no lo
logra, el perro ágilmente había esquivado el ataque y se lanza para derribarlo.
El otro soldado quien ya estaba dispuesto a darme el golpe
de gracia, se percata que su compañero está en apuros y acude en su auxilio. Un
feroz culatazo golpea al embravecido animal que cae al suelo, la fuerza del
golpe fue tal que el pobrecito dio varias vueltas sobre la tierra.
El chileno que había sido mordido se incorpora para darle
una patada al valiente perro que ya estaba imposibilitado de defenderse. ¡Miserable!,
le grité y comencé hacer mucho ruido para que los dos chilenos no se ensañaran
con el perro, que me miraba impotente.
Lo único que me quedaba es morir por este animal que también
era el Perú, salvó a un soldado y estuvo presente en la Batalla de Miraflores. Aunque mi destino estaba sellado, este valiente perro tenía una misión, ayudar a
la resistencia, pues Lima ha caído, pero el Perú sigue en pie de lucha. Así que
mientras el chileno estira los brazos para asestarme un culatazo, me despido de
este valiente defensor.
¡No te muevas!, le dije, todo estará bien. Y mientras el perro
me observaba, noto que una lágrima cae al suelo, la valiente y feroz bestia se
estaba despidiendo de mí. ¡Gracias por la cantimplora!, fue lo último que le
dije y antes que pudiera acariciarlo, el ruido de la culata partiéndome la
cabeza, pone fin a una corta pero gran amistad entre un soldado peruano y un
valiente perro.
Un día después de la gesta de Miraflores, la guardia urbana
conformada por extranjeros recoge los cadáveres peruanos, uno de los
extranjeros se percata de un perro en pleno campo de batalla recostado al lado
de un cadáver con el cráneo partido… El perro no me había abandonado, por el
contrario, se las ingenió para quedarse a mi lado y su recompensa fue ser
salvado por un inmigrante que no dudó en apiadarse y llevárselo para curar sus
heridas.
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
Bibliografía: "Apuntes sobre la Batalla de Miraflores", Jorge Ortíz Sotelo. (Colección bibliográfica del INEHPA)
Tremenda historia. Ese perro es el Perú carajo. Siempre al lado de uno aunque mal le tratemos.
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