El gallinazo que cambió la carne por hojas de coca
Sobrevuelo Tarapacá en busca de comida, el sol que no conoce
de misericordia sofoca el poco aire frío que pudiera refrescar mi plumaje. El
desierto no perdona y escasea el alimento, ningún animal agoniza sediento en la
zona, no hay nada que pueda saciar el hambre que se siente luego de días sin
comer.
Me tomo la molestia de descender y descansar unos momentos
entre rocas y arena de pequeños cerros, con la finalidad de recobrar fuerzas y
seguir en la búsqueda. Al bajar a tierra me encuentro con otro gallinazo, que
también descansaba en el terreno.
Qué calor, ¿verdad?, le dije un tanto nervioso. De pronto,
el ave que era más grande que yo se pavonaba agitando sus alas y con un fuerte
bostezo me responde: Sí, hace mucho calor pero con abundante comida dejar este
desierto es imperdonable.
¿Abundante comida?, mira a tu alrededor, apenas y hay dónde
buscar. Muchas avecillas que mueren se calcinan en poco tiempo dejando más que
huesos y plumas secas, le repliqué. ¡Eres un tonto!, me dijo. Te conformas
buscando pequeñas aves cuando la carne de soldados es un banquete incomparable.
¡Para lamerse las garras de las patas!, me explicó.
¿Soldados? ¿Qué soldados?, pregunté. ¡Pues los soldados
peruanos, bolivianos y chilenos! ¡Tres países en un solo festín y todos saben
deliciosos!, me dijo mientras se arreglaba el negro plumaje con el pico. Mi
última cena con estos suculentos caballeros fue en la batalla de San Francisco
el 19 de noviembre, los ejércitos de estos tres países se enfrentaron en una
refriega sin cuartel. Muchos soldados que llevaban bandera roja, blanca, azul
decían que eran los ganadores de aquel enfrentamiento… ¿Y quién ganó en
realidad?, lo interrumpí. Desde luego que ¡yo!, me respondió con una sonrisa.
Pero debes saber desgarrar la tela que envuelven sus cuerpos.
Uniformes les llaman y si no tienes cuidado puedes picotear algún botón que
adorna el atuendo, me explicó al detalle. ¡Por eso yo empiezo por picar los
ojos!, continuó. Y a medida que me explicaba los pasos para arrancar la carne,
sentía que se me hacía agua el pico y me imaginaba el sabor y la textura de un
soldado, ¡sencillamente un manjar incomparable!
¿Y por qué los humanos se pelean entre si? ¿Cuál es el
motivo de la guerra?, cuestioné. ¡Eso no interesa! ¿Tienes hambre o no?,
replicó el gallinazo grande. Síguelos en cada batalla y serás un ave gorda y
feliz, me dijo. Pero somos peruanos, no deberíamos comernos a los nuestros, le
aconsejé. ¡Cuando tienes hambre no les preguntas quién es chileno, boliviano o
peruano, si tienen el mismo sabor! Además no creo que ninguno te responda con
la abundante sangre brotando de sus bocas, me respondió. Y así cayó la noche
imaginando lo que sería este delicioso banquete.
Saco pequeño que contiene hojas de coca, parte de la colección del INEHPA |
A la mañana siguiente decidí seguir a mi nuevo compañero,
esta gran ave me comentó que habrá pronto otra importante batalla en la que
debíamos participar, ¡no como soldados!, sino como invitados a una cena
memorable por llamarlo de alguna manera.
Pasamos primero por
algunas zonas rocosas para afilar el pico. Mantener los elementos que serán
útiles para comer como el pico y las garras es vital para disfrutar sin
problemas. Muchos humanos creen que
somos desagradables, feos y sin plumas en la cabeza, pero ¿qué esperaban?
¡Comemos carroña!, no esperen que seamos canarios grandes con vivos colores. Tenemos
plumas negras, de lo contrario andaríamos siempre manchados de sangre, al menos
modales para comer tenemos. ¡Ah!, casi lo olvido, tenemos la cabeza desnuda y
arrugada, pero esto es para evitar que las plumas se contaminen por la carne en
descomposición. Tal vez tengan razón y seamos desagradables, pero estoy seguro
que ustedes serían sabrosos y muy
agradables si se pudren en algún desierto como Tarapacá.
A medida que nos acercábamos a uno de los ejércitos
involucrados decido hacer una interesante pregunta al enorme gallinazo que se
había convertido en mi guía: Entre tantos soldados que de seguro caerán, ¿a
cuál debo elegir? El gran gallinazo responde, si fuera tú elegiría a un joven
empeñoso, valiente y decidido, los soldados que tienen esas características
normalmente mueren en cualquier batalla. Mira ahí tienes a uno, y señalándolo
con una de sus enormes alas lleva mi vista hacia el coronel Alfonso Ugarte
.
¡Imposible!, yo lo conozco, es de Iquique. ¡No pienso
almorzarme a uno de los míos! Todos aquí son peruanos y están defendiendo la
tierra en la cual volamos, le respondí enérgicamente. Bueno está bien, y qué te
parece este soldado, se ve apetitoso, ¿no lo crees?, me dice llevando
nuevamente su ala hacia otra posible víctima. ¡Por las plumas de mi madre! ¡Es
Roque Sáenz Peña!, exclamé. Es argentino, ¡no pienso engullirlo! Pero no es
peruano, me dijo mi compañero. ¡Pero vino a pelear por el Perú, si cae no lo
comeré!
Con la marcha de este ejército entendía cada vez más el
propósito de defender nuestro suelo, tal vez esperar la caída de muchos de
estos soldados no era lo correcto. ¿Y si vamos a buscar al ejército invasor?
Dices que todos tienen el mismo sabor, ¿qué tal si nos alimentamos de ellos?,
pregunté. ¡Ni hablar!, ya estamos aquí y con ellos nos quedamos, cuando se
enfrenten todos se mezclarán y no sabrás si quiera quienes son peruanos, me
respondió enojado.
Momentos previos a la
batalla, decido posarme cerca de soldados peruanos para conocer sus aventuras y
desventuras. Al acercarme descubro que ellos son más que carne de la que me
puedo alimentar, cada uno tiene un sueño, una ideal, que ni siquiera este
terrible sol es capaz de arrebatarles. En sus relatos oigo los nombres de
Francisco Bolognesi, Justo Pastor Dávila y Andrés Avelino Cáceres, cada uno con
un tremendo amor a esta tierra a la que le entregarán todo.
Mientras más los conozco, menos ganas tengo de alimentarme
de ellos. El estómago me dolía y mis fuertes alas comenzaban a pesarme. Poco a
poco sentía que las plumas se me caían. Tenía muchos días sin comer y lo que en
algún principio imaginé un festín ahora será mi batalla entre el respeto y el
hambre. Antes de irme noto que algunos soldados se reparten de un saquito hojas
de coca, ya tuve la mala experiencia en comer una de esas hojas y su sabor era
repulsivo. Tiene propiedades medicinales para los humanos pero una de las cosas
que había aprendido a odiar en esta vida era precisamente eso: hojas de coca.
Levanto vuelo para no seguir identificándome con estos
valientes soldados. Volar se me hacía agotador y a diferencia de mi compañero
comenzaba a perder las ganas de celebrar este banquete. ¡Te relacionaste con
estos humanos y ahora eso será tu perdición!, me dijo el gran gallinazo,
déjalos que se maten, esta no es nuestra guerra y si no comes ¡morirás!, me
advirtió.
Ya es demasiado tarde, estos soldados llevaban una bandera
que se había clavado en mi pequeño corazón, pensé. Pasaron algunos días más y
mi situación se iba agravando, estaba cada vez más flaco y sentía que por
momentos la vida me abandonaba.
El 27 de noviembre se lleva a cabo la Batalla de Tarapacá,
un enfrentamiento brutal en la que dejó cientos de muertos. Las balas llovían y
los gritos de dolor de muchos atraían a decenas de gallinazos que ya
sobrevolaban la zona haciendo grandes círculos. El gran gallinazo tenía razón,
muchas aves carroñeras se relamen el pico y en cada una de sus miradas noto las
ansias y egoísmo de comer hasta saciarse.
Juan Buendía comandó a las fuerzas peruanas, mientras que
Luis Arteaga lideró al ejército enemigo. Al menos un conocedor en lo que a
nombres y rangos respecta me había convertido. Relacionarme con soldados y
oficiales me habían transformado sin saberlo en un ave horrorosa pero sabia.
Mientras esperaba el desenlace de la batalla escondido y sin
surcar los aires por el cansancio, analizo el sentido de esta guerra y que para
aves como nosotros, así como también para este despiadado sol, todos los
soldados, peruanos chilenos y bolivianos son iguales. La batalla concluye con
una escena inolvidable, muchos cadáveres se confunden entre si y así como dijo
el ave guía era imposible reconocer de qué bando eran.
Decenas de gallinazos descienden con desesperación, el
festín había comenzado y todo carroñero estaba invitado. Decido acudir al campo
de batalla caminando, arrastrando una de mis patas y salivando constantemente.
Es curioso, al pasearme entre los caídos muchos gallinazos se dan de picotazos
entre sí, peleando y discutiendo como si la comida aquí escaseara, el egoísmo
era tal que no se daban cuenta que bastaba y sobraba para todos. De pronto, a
los lejos veo como mi gallinazo guía arrancaba los ojos de un soldado
moribundo.
No podía ser parte de esto, camino pisando los cuerpos de
muchos soldados pero no me atrevo a dar el primer bocado pese a que mi vida
dependía de ello. Mis patas se iban cubriendo de sangre y mis garras se
sumergían prácticamente en fluidos corporales. Moría de hambre a cada instante,
solo podía mirar a varios gallinazos arrancar la ropa para llegar a la carne y
mirar a los muchos soldados regados, algunos pidiendo ayuda.
Uno de los cadáveres tenía entre sus bolsillos un saquito
con hojas de coca, esas hojas que aprendí a odiar. Había tomado la decisión de
no comer ningún cadáver sabiendo muy bien que mi vida corría peligro. Rompo el
saquito y dejo al descubierto las hojas y sin ninguna muestra de asco y con el
máximo de mis respetos empiezo a comerlas, una por una hasta terminarlas.
El estómago me dolía cada vez más y ya no podía siquiera
levantar mis alas. Los gallinazos que ya estaban gordos no podían volar
descansan entre charcos de sangre. Tomo la decisión de acostarme en una bandera
con el escudo peruano y esperar la muerte, tal vez ninguna ave lo sepa pero ese
27 de noviembre de 1879 ganamos en Tarapacá. Pongo el pico en la tela y cierro
los ojos con la esperanza de que algún otro gallinazo se alimente de mí en vez
de estos valientes peruanos.
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
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