domingo, 26 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos y los bomberos italianos (Segunda parte)


Muchos italianos residentes en Chorrillos aceptaron la convocatoria del coronel del ejército peruano Domingo Ayarza, para hacerse cargo de una bomba a brazos contra incendios, el 9 de octubre de 1872 para la formación de una compañía de bomberos voluntarios en el distrito. A partir de ese entonces Chorrillos estuvo protegido, formando días después la sexta Compañía de Bomberos Voluntarios que se establecía en el país. 

Bautizados con el nombre de un insigne patriota italiano llamado Giuseppe Garibaldi, los nuevos bomberos chorrillanos asumieron la gran responsabilidad de proteger al distrito de cualquier emergencia. La Batalla de San Juan puso a prueba sus convicciones y entre fuegos cruzados tenían la misión de hacer valer su juramento y salvar a Chorrillos del desastre...

Siendo rebasada la línea de defensa de San Juan ya nada le impedía al enemigo pasar por Chorrillos y desatar su ira. Los pocos soldados peruanos que sobrevivieron a la batalla se refugiaban en el balneario, en busca de protección. Algunos cansados, ya sin ninguna fuerza que los impulse, pedían una poca de agua, mientras que otros de desplomaban en las calles sin alcanzar a pedir ayuda.

Mi casa, que estaba muy cerca a la ambulancia instalada bajando el zig zag del morro, era una de las primeras que presenciaba los primeros actos de desbande. La batalla ya había concluido, sin embargo, para el invasor recién comenzaba. Pasaron por la ambulancia sin siquiera mirarla y desataron su furia con los primeros hogares que ahí se encontraban. ¡Auxilio!, se escuchaba cerca de mi ventana. Eran algunas mujeres que se resistían ante golpes e insultos. 

Aún no caía la noche y eran los vecinos de Chorrillos que libraban su guerra. Las casas se habían convertido en pequeños fortines en donde cada familia se defendía como podía. Palos contra fusiles, cuchillos de cocina frente a sables. Todo lo que pudiera ser utilizado como arma servía para amedrentar al enemigo y salvar la vida.

Ninguno de los invasores se acobardó ante tanta muestra de valor, por el contrario, ingresaban a los hogares con más furia, cada casa y cada familia pasaba por diferentes tormentos. Hasta con floreros se defendían con tal de sobrevivir, sin embargo, esos actos de coraje eran imperdonables para el enemigo que pasaba a cuchillo a todo aquel que oponga resistencia.

¡Bárbaros!, les gritaba en forma de rugido. Los que me escuchaban se asustaban y huían, los que no, entraban a las casas cargando con lo que podían. Me habían salvado de un incendio, pero la familia a la cual yo pertenecía no sé si corrió con la misma suerte. Mientras los escombros me sepultaban podía escuchar sus gritos de dolor. Garras y colmillos que de nada me sirvieron pudieron calmar la rabia de la impotencia.

De pronto, un balde lleno de agua fue colocado cerca de mí. Entre gritos y disparos oigo voces: ¡De prisa, rompan esa puerta! ¡Sáquenlos de ahí! Algunos arrieros les proporcionaban agua a los bomberos italianos que llegaban a socorrer a los dueños de la casa, a los que consideraba mi familia. Jamás olvidaré ese balde, fue como un milagro entre tanta desgracia.

Los arrieros, quienes habían perdido sus mulas a causa de tanto alboroto, ayudaban a los italianos a cargar las pesadas bombas que contenían agua. Para peor de los males, el líquido era escaso, no alcanzaba para tantas casas que se incendiaban. Algunos vecinos intentaban ahogar el fuego con tierra y arena, sin embargo, casi todo deseo de controlar los incendios era en vano.

Entonces, un bombero toma el balde que había sido dejado cerca de mí y decide echarse toda el agua al cuerpo y entrar como sea a la casa para rescatar a mi familia. Luego de unos momentos, el bombero sale con Catalina en sus brazos. ¡Ignacio!, me dije. ¿Dónde está Ignacio?

Catalina clama por su esposo e intenta regresar a la casa, entre los continuos jaloneos que le daba el bombero para evitar que ingrese al lugar. Había que huir, Catalina no entendía que la guerra continuaba y que ahora debía pensar en su hijo que está por nacer. Algunos vecinos la llevan prácticamente a rastras, lejos de Chorrillos, mientras que los italianos se quedan para controlar el fuego.

Casa por casa los bomberos jalaban sus bombas, algunas se atoraban entre lodo y escombros, lo cual hacía imposible su movimiento. Recuerdo que otra sufre un golpe con una piedra, haciendo que la rueda de la bomba se salga de su eje y caiga fuertemente al suelo. Sin embargo, esto no desalentó a los italianos que con baldes de agua y hasta con tierra, corren para auxiliar a cuanto hogar esté siendo devorado por el fuego.

Algunos vecinos arriesgan sus vidas tratando de rescatar sus pertenencias que arden en llamas, otros luchan desesperadamente contra el enemigo, con el único afán de sobrevivir.

Había caído la noche y el cielo resplandecía por causa del intenso fuego. Todavía disparos y gritos se podían escuchar, mientras los bomberos ya exhaustos seguían trabajando, pese a algunas advertencias que les hacía el enemigo para no apagar los incendios.

¡Que Chorrillos arda!, se escuchaba entre los soldados invasores que no dudaban en propagar las llamas con antorchas. El calor era tan intenso que muchos de los baldes se derretían en poco tiempo. Ya se imaginarán las manos de los italianos, en carne viva estaban, aun así, no abandonaron sus puestos.


Balde de bombero que se utilizaba para controlar incendios,
parte de la colección del INEHPA
¡Señores, de la manera más atenta les ruego no interferir!, les informó un oficial chileno. Los italianos se miraron entre ellos y pese a la advertencia siguieron con su trabajo. El oficial no toleró la indiferencia y ordenó capturarlos.

¡Solo la muerte es el pago por desafiarnos!, dijo el oficial enemigo mientras se acercaba a las bombas que traían los italianos. ¡Destruyan todas sus herramientas!, y con esta orden los soldados invasores quemaron también los materiales que los bomberos utilizaban para combatir el fuego.

Uno de los italianos no soporta tal ultraje e intenta golpear al oficial. Sin embargo, uno de los soldados le corta el paso con un feroz culatazo en el estómago. Los bomberos buscaban zafarse de sus captores y ayudar al caído, pero el oficial no entiende de razones y los manda a golpear para luego llevárselos al malecón.

Con las manos sobre la nuca, los bomberos marchaban hacia el ocaso de sus vidas, su destino era ser pasados por las armas por desobedecer órdenes. Todo aquel bombero que intentara apagar los incendios de Chorrillos será fusilado, ese fue el mensaje que corrió por todo el distrito. No obstante ningún italiano se asustó, por el contrario sabían que tenían un compromiso como bomberos y fueron en busca de más hogueras que había dejado el enemigo.

Era la madrugada del 14 de enero y los bomberos italianos marchaban hacia su última misión. Recuerdo que uno de ellos antes de ser capturado toma el balde que estaba junto a mí para hacer el último esfuerzo en apagar el fuego de una casa. Lo llenó con arena mientras se cortaba la mano con pedazos de vidrio que yacían en el suelo. Y antes de arrojar la arena sobre una casa, es golpeado y llevado también al malecón.

Cuando Chorrillos dejaba de gritar para dar paso un pequeño silencio, se da la orden de abrir fuego. Los bomberos habían cumplido ya con su deber y pese a nunca despedirse entre ellos, en sus miradas se pudo ver el abrazo que tanto deseaban darse. El abrazo por haber servido fielmente a una causa que siempre consideraron noble...  


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia del Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Perú 1860-2000", Julio César Coz Vargas. (Colección bibliográfica del INEHPA)



viernes, 10 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos (Primera parte)

¡Ya vienen los chilenos!, dijo la esposa de Ignacio, mi dueño. Él era el único que conocía el valor de la figura que yo representaba. Los chilenos bajarán por el morro y encontrarán nuestro hermoso balneario, destruirán todo a su paso y no dejarán nada, Chorrillos quedará reducido a cenizas y sucumbirá bajo el fuego invasor, explicó nervioso Ignacio. 

La esposa de mi dueño, Catalina, toma una manta y trata de convencer a Ignacio de salir cuanto antes de la casa. Las arengas del enemigo se escuchan cerca a de aquí, eso significa que San Juan ha caído y el morro fue la última resistencia de tantos patriotas que pelearon hasta el momento final. Sin embargo, Ignacio no obedeció la orden de su esposa, desesperadamente se movía por toda la casa como buscando algo. ¡Mi sello! ¡Dónde está mi sello!, no dejaba de repetir. ¿Cuál sello? ¿De qué hablas?, vámonos, gritaba Catalina ante la terquedad de Ignacio por quedarse.

¡Un sello con forma de León! ¡No me puedo ir sin haberlo encontrado!, dijo mientras tiraba los cajones al suelo. Tus hermanos han muerto y ¿te quedarás aquí buscando un simple objeto? Nuestro hijo va a nacer en poco tiempo, ya no nos queda nada, ¡vámonos!, suplicaba Catalina. Aquí estoy quería gritarle, pero no podía. Estaba frente a sus ojos, pero la desesperación de mi búsqueda fue la culpable de que no me viera.

¡Revisen casa por casa y maten a todo aquel que se resista!, oigo decir a un soldado. Al mirar por la ventana observo a algunos de nuestros defensores rodar por el morro, abatidos por fuego de fusilería, el enemigo había llegado al balneario, rompiendo puertas, maldiciendo y sacando a la fuerza a los ocupantes de casas aledañas a la nuestra.

Ya es tarde, se lamentó Ignacio, el enemigo está aquí. Catalina estaba aterrada, pálida, por instinto sabía que ella y el hijo que llevaba en su vientre corren un gran peligro. ¡Pronto!, vamos a la ambulancia, tal vez si nos ocultamos ahí nuestras vidas serán respetas, dijo mi dueño quien se había resignado a perderme.

Sello de agua encontrado en Chorrillos
Por la ventana observo como escapan tomados de la mano. Los incendios comienzan a manifestarse, casa por casa la destrucción se hacía presente. No me queda más que esperar lo peor, mientras comienzo a recordar a Ignacio y sus hermanos, jóvenes trabajadores a quienes la vida había golpeado una y otra vez, sin embargo, supieron salir adelante a base de esfuerzo y dedicación, siendo reconocidos como los mejores costureros de Lima. Llegaron desde Jauja con una maleta llena de promesas e ilusiones que felizmente pudieron cumplir, ahora esos sueños se convierten en pesadillas. Los hermanos de Ignacio han desaparecido y ahora él me abandona junto con su esposa. No les guardo rencor, me hubiese gustado conocer al niño que esperan.

Nunca antes había tenido la necesidad de luchar por mi existencia, hoy en plena Batalla de San Juan, era tiempo de mostrar colmillos y garras, pues león era y como león debía pelear. Estaba listo, sabía que en cualquier momento el enemigo entraría, de pronto diviso por la ventana que Ignacio suelta a su esposa, metiéndola en la casa que servía como ambulancia y regresando hasta aquí. ¡Qué haces tonto, vete!, quería decirle. Las garras nunca aparecieron y el animal temible al cual yo simbolizaba no se manifestó.

Ignacio entra a la casa y continúa con mi búsqueda, al encontrarme me toma entre sus manos e intenta salir del lugar, sin embargo, un chileno le cierra el paso. Aquí hay un soldado peruano que intenta acuartelarse en esta casa, alertó a sus compañeros mientras le apuntaba con un fusil. ¡Quieto carajo o te vuelo la cabeza!

Ignacio tenía miedo, lo supe cuando las manos que me sostenían le empezaban a temblar. De pronto un grupo de chilenos irrumpe en la casa, algunos empujaban a Ignacio preparándose para darle una golpiza, otros saqueaban y robaban todo lo que podían. Cuadros, floreros y retratos de lo que fue una familia quedó reducido a escombros.

Ignacio, en un acto de valentía golpeó a un chileno en la cabeza, utilizando la fuerza y dureza de mi contextura, partiéndole el cráneo y causando su muerte. Entre el caos que provocó este hecho una bala me alcanza rompiendo una parte de mí. Caigo al suelo herido mientras observo como se ensañan con Ignacio por haber matado a un chileno. Golpe tras golpe, mi dueño peleaba por su vida.

Poco a poco la fuerza de Ignacio iba desapareciendo, estaba ensangrentado a penas y podía mantenerse consciente. ¡Morirás como un perro!, se escuchó decir a un chileno mientras sacaba un corvo. ¡Espera!, dijo otro de los soldados. ¡Quiero que ella lo vea morir!, y entre las puertas de la casa traen de los pelos a Catalina, quien no dejaba de suplicar por su vida.

El invasor al ver que Ignacio trataba de recomponerse, optó por ultrajar a Catalina. Comenzaron a arrancar a la fuerza sus vestiduras y al tratar de ser besada ella logra arrancarle un pedazo de la mejilla a un soldado, causando aún más la furia del grupo.

Jamás había visto tanta crueldad, quería hacer algo, pero no podía moverme. La impotencia me invade, soy solo un sello con cabeza de león, me decía. Un símbolo de fortaleza, ¡nada más! En ese momento, cuando creí haber visto suficiente maldad, se le oye decir al soldado que fue mordido por Catalina: ¡Préndanle fuego a la casa! ¡Quemen todo, con ellos adentro!

Catalina abraza a Ignacio quien ensangrentado trataba de consolarla. Ella se toma el vientre y con un te amo deciden despedirse. Cuando se prende la primera antorcha la desdichada familia observa sus vidas pasar en pequeños rayos de luz, no había garras ni colmillos que pudieran salvarlos.

De pronto, una extraña voluntad me invade y decido por primera vez en mi larga existencia gritar de rabia. Un estruendoso sonido a manera de rugido rompe los tímpanos de los invasores, quienes se habrían paso entre las llamas para escapar. Ignacio, con las pocas fuerzas que le quedaban me toma entre sus manos llenas de sangre y decide arrojarme por la ventana en un intento por salvarme.

Las llamas consumían la casa y lo único que podía hacer era mirar. En ese momento entre la intensa humareda observo a unas personas que intentan entrar rompiendo la puerta trasera. ¿Serán soldados peruanos o chilenos? Tal vez sea el enemigo que intenta rescatar un objeto de valor, ¡no lo sé!, a penas y puedo ver. El fuego comienza a consumir toda la casa, ya no había nada que hacer. Presumo que Catalina e Ignacio han muerto en el incendio.

¡De prisa! ¡Traigan más agua!, me pareció escuchar, mientras a lo lejos oigo el llanto y desesperación de civiles, los vecinos de Chorrillos eran presa de diversas formas de crueldad. Antes de que los escombros me entierren en el olvido decido dar el último rugido, haciendo notar que un león intentó salvar al distrito más hermoso de Lima de aquel entonces…



Colaboración Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La última resistencia", Juan Carlos Flórez - Ernesto Linares. (Colección bibliográfica del INEHPA)



sábado, 4 de febrero de 2017

¡Yo quiero ser como el Centauro de las Vilcas!

Tenía yo casi doce años cuando me contaron su historia. Vivíamos en tiempos difíciles en que el Perú no dejaba de batallar frente a ‘la Estrella Solitaria’ y aunque la desgracia se nos venía encima por ser una etapa ya de ocupación en la sierra, aún quedaba tiempo para divertirme con mis amigos, correr por las pequeñas callecitas de mi pueblo y jugar a ser un soldado justiciero que defendía al Perú del asedio enemigo.

Algunos de mis amigos querían ser Grau, otros discutían por ser Cáceres o Bolognesi y como yo era el menor de todos no me dejaban escoger a cualquiera de ellos, pues los nombres de estos grandes defensores ya estaban apartados. ¡Escoge a otro!, me decían, mientras ellos discutían por el derecho.

Admito que llegaba a casa molesto, al no conocer algún otro defensor popular no me quedaba más que ser un simple soldado que solo se limitaba a recibir órdenes, mientras que el principal honor de morir por la patria siendo un oficial reconocido estaba en disputa por niños mayores que yo. ¿Y por qué no juegas a ser el Centauro de las Vilcas?, me dijo mi padre.

¿Y quién es ese?, le pregunté. ¡Aah!, es un temible jinete que tiene fama de fantasma, me respondió. Hijo, ¿no te gustaría desaparecer y aparecer como él, sorprendiendo al enemigo? ¡No!, respondí a secas. Bueno tú te lo pierdes, pero si yo fuera tú, sería el Centauro de las Vilcas, me dijo mientras me revolvía el cabello.

Ni siquiera sabía qué era un centauro y si no le pregunté a papá fue porque no quería escuchar sus terribles historias que duran toda la noche. Sin embargo, con el pasar de los días, el apodo del Centauro de las Vilcas iba tomando fuerza. Cada vez que salía a jugar a ser el mismo soldadito obediente recibiendo órdenes de todos mis amigos, empezaba a escuchar entre la gente el nombre de Gregorio Albarracín.

Pero quién era este señor que poco a poco estaba en boca de todos aquí en el pueblo, ¿será que tiene algo que ver con ese tal Centauro de las Vilcas? ¡Con su sable corta las cabezas del enemigo! ¡Algunos afirman haberlo visto en dos lugares al mismo tiempo! ¡Su caballo es más rápido que el viento!, fueron algunas declaraciones de los mismos pobladores que no tardaban en correr la voz y acrecentar la fama del tal Albarracín.

Sable de caballería, parte de la colección del INEHPA

Uno de esos días, cuando el nombre de Gregorio Albarracín y sus increíbles hazañas sonaba con más fuerza, salí a la calle a jugar con mis amigos. Yo soy ¡Miguel Grau a bordo del temible Huáscar!, dijo un niño. ¡Yo seré el invencible Cáceres!, se le oye a otro. ¡Seré como Bolognesi para no rendirme nunca!, exclamó otro niño. Y como yo estaba harto de ser un simple soldadito grité a puño cerrado: ¡Yo seré Gregorio Albarracín y cortaré las cabezas del enemigo!

Todos mis amigos se miraron las caras horrorizados por lo que había dicho, nadie atinó a decir nada, después de un par de minutos empezó la discusión: ¿Quién es Albarracín?, me preguntaban, ¡nadie lo conoce!, se decían entre ellos. Un hacendado quien había escuchado nuestra conversación, nos interrumpe para decirnos que Gregorio Albarracín era el temible Centauro de las Vilcas.

Nadie de nosotros dijo una palabra, más bien escuchábamos al extraño decir que Gregorio Albarracín era un oficial excepcional. ¡Arrastraba chilenos con su caballo!, nos decía ¡y con su sable les arrancaba la cabeza!, explicaba mientras imitaba el manejo de la afilada arma con su mano. ¡Es un gigante que no teme defender al Perú! ¡Todos en el pueblo saben que es mitad hombre y mitad caballo!, finalizó su discurso. Tal vez el extraño señor no lo sabía, pero nos había causado un pánico indescriptible. Todos volvimos a corriendo a casa, nadie quería encontrarse a ese tal Albarracín, qué tal si decide cortarnos la cabeza a mis amigos o a mí, pensé.

¡Papá, ya sé quién es ese fantasma, es Gregorio Albarracín!, grité apenas llegué. Todos en el pueblo hablan de él, ¡capaz venga y nos corte la cabeza! Luego de una risa prolongada, papá explica que solo gusta cortar cabezas del enemigo y a los niños que se portan mal. Estaba asustado mientras que mi padre no dejaba de reír, pórtate bien que puede rondar por nuestro pueblo, sentenció, causándome un susto tremendo.

Tenía que ser cauteloso, hacer cosas buenas y obedecer a papá eran mi primera línea de defensa, contra este gigante que gusta arrancar cabezas, la mía era pequeña por lo que un cuchillo basta para sacármela del cuerpo. Me sentía una presa fácil.

Sin embargo, los juegos hacen olvidar estos malos momentos y por no quedar en el olvido siendo un simple soldadito, afirmo ser nuevamente Gregorio Albarracín, el terrible Centauro de las Vilcas, nombre que causa terror en mis amigos, haciéndome de una posición importante en el juego.

¡Yo soy el Centauro de las Vilcas!, exclamaba. Admito que al principio me provocó miedo decirlo, pero al ver el asombro de la gente al gritar que yo era Gregorio Albarracín me causó placer, como si tuviera poderes. Algunos vecinos me preguntaban entre risas si yo era verdaderamente el jinete fantasma, interrogante que respondía con mi afilada espada que no era más que un simple palo de madera, que ¡sí!

Pasaron los días y tanto exclamé ser el temible centauro, que un día jugando como siempre a ser un defensor del Perú, el jinete fantasma llega al pueblo, generando el más grande de los respetos y una profunda admiración. Mientras que muchos vecinos optaban por hacer reverencias y descubrirse la cabeza ante un defensor del Perú, que había participado incluso en el Combate del 2 de Mayo frente a España, yo seguía en lo mío gritándole a la gente y a mis amigos que era el Centauro de las Vilcas.

¿Así que tú eres el temible Centauro de las Vilcas, el monstruo mitad hombre y mitad animal?, me preguntó un señor montado en su caballo, con pronunciada barba y de gran estatura. ¡Así es señor!, le respondí en el acto. ¿Y dónde está tu mitad caballo?, continuó. No sabía que decir y lo único que se me ocurrió fue: ¡La olvidé en casa, señor!, respuesta que le generó al caballero una prolongada risa. ¿Y dónde está tu sable con el cortas la cabeza al enemigo?, preguntó. Y enseñando el palo de madera respondí, ¡aquí está!

El longevo señor continúa con su risa mientras desenvaina un enorme sable que era incluso más grande que yo. ¡Esto es un sable!, me dijo y con esto yo corto la cabeza del enemigo, explicó. En ese momento recordé lo que me dijo mi padre, sobre que Albarracín gustaba decapitar al enemigo y a los niños que se portaban mal. Me tomo el cuello en señal de pánico, no había dudas, este señor era el Centauro de las Vilcas. Sin embargo, no era mitad animal, andaba en un enorme caballo, si bien es cierto, este señor era de tamaño gigantesco no era un centauro, era un viejo que podía ser mi abuelo.

Pese a no ser mitad animal su sable era aterrador, el hecho de ver el arma pasar cerca de mí me hizo pensar que sería el fin de mis días, pese a haberme portado bien. Este es un sable que le arrebaté a un chileno en la Batalla del Alto de Alianza, me dijo y con este mismo sable le corté la cabeza, explicó levantando la voz. En ese momento no sentí lástima por el chileno, total ya estaba muerto, era mi vida la que me preocupaba. He oído que hay en el pueblo un muchachito que dice ser Gregorio Albarracín, ¡de manera que eras tú! ¿Sabes lo que hago cuando alguien se quiere pasar de vivo e intenta jugar con mi nombre?, me dijo mientras apuntaba el enorme sable que le había quitado al chileno hacia mi cuello.

En ese momento cuando estuve a punto de botar una lágrima del susto le dije: ¿me va a cortar la cabeza, señor? ¿Tú qué crees?, me preguntó. Creo que si me deja vivir cuando crezca le puedo ser muy útil en la defensa del Perú, le comenté. Gregorio Albarracín se baja del caballo y con una tierna sonrisa me toma del hombro y me dice, seguro que sí.

Asegúrate de creer en tus palabras y defender al Perú hasta con la vida y cuando llegue ese momento enfrenta la guerra con esto. No lo podía creer, el Centauro de las Vilcas me estaba dando el enorme sable. ¿Pesa?, me preguntó, demasiado señor, le respondí. ¡Consérvalo! Y cuando deje de ser pesado no dudes en seguirme, pues habrá un puesto para ti.

Gracias señor, le dije mientras le estrechaba la mano. El jinete fantasma vuelve a su caballo y me dice: ¡Nos veremos algún día, Centauro de las Vilcas!, y mientras el caballo se erguía colocándose en dos patas mostrando su belleza y enorme tamaño, Albarracín desaparece con fuerte galope.

Al terminar de despedirlo miro el sable que me regaló, ante el asombro de mis amigos quienes se iban acercando, voy a casa con una inolvidable sonrisa porque sobreviví a un encuentro con el Centauro de las Vilcas, debí demorarme porque el sable era pesado y lo arrastraba por todo el camino, estoy seguro que lo volveré a ver cuando pueda levantarlo y poner su filo al viento con una sola mano…


Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico

Bibliografía: "Albarracín. El Centauro de las Vilcas", Francisco Antonio Vargas Vaca 


viernes, 27 de enero de 2017

Kallpa, la mula peruana que también quiso probar un buen pisco

Luego de comprobar que el trago "Salvavidas" volvía inmortal a todo aquel que lo bebía, Juan e Ignacio por fin pudieron enterarse que la Batalla de Tarapacá fue un triunfo nuestro, motivo que como sabrán es digno de celebración. El ejército peruano se había retirado y sin embargo este par de bellacos aprovechaban para seguir en el festejo.

La situación en el sur era crítica, pero para estos valientes borrachos la idea de expulsar al enemigo estaba siempre vigente y en cada conversación nocturna en cualquier cantina que tuviera el valor de acogerlos. Ambos eran insoportables, pero fue Juan quien hacía alarde de sus proezas en Tarapacá, según este desatinado muchacho, él había matado a tantos chilenos en dicha batalla que muchos batallones enemigos se negaban a enfrentarlo. ¡Las balas traspasaban mi ropa, pero ni una me llegó a tocar!, decía. ¡A palazos los hice correr! ¡Nadie me dio un fusil! ¡Tuve que batirme a puño limpio!, vociferaba. Poco a poco iba captando la atención de muchos. Algunos preguntándose quién era ese loco y otros más incómodos, oraban para que alguien lo callara a punta de golpes.

Sin embargo, y pese a que la mayoría deseaba golpearlo, captaba asombro en algunos rostros que creían en sus hazañas, nadie sabía en realidad que cuando apenas comenzó la Batalla de Tarapacá, el muy torpe, en un intento de bravura, se tropezó y se golpeó la cabeza con una piedra perdiendo el conocimiento en el acto. Golpe que lo dejó dormidito durante toda la batalla. Mientras tanto, Ignacio, al ser también un "héroe de Tarapacá", no dejaba de aplaudir el discurso de su amigo.

Cada vez que Juan terminaba de describir una de sus valientes anécdotas sobre aquella gesta, Ignacio remataba el discurso gritando: ¡Viva el Perú!, lamentablemente para Ignacio ninguna respuesta de ¡viva! se hizo escuchar entre toda la muchedumbre.

Ante la negativa de la gente en querer reconocer las brillantes hazañas de estos “vencedores de Tarapacá”, Juan e Ignacio decidieron marcharse, no sin antes agenciarse una botija de barro que contenía pisco. No sabemos qué culpa tenía el dueño de la cantina de que los demás no aplaudan las proezas de estos dos borrachos, pero una de sus más preciadas botijas fue sustraída para ser colocada en Kallpa, fuerza en quechua significaba, y era la mula más debilucha de todo el territorio nacional.     
Recipiente hecho de barro, parte de la colección del INEHPA
A duras penas podía con su vida el pobre animalito para ponerle encima una pesada botija de barro. Como recordarán en el anterior relato de estos borrachos, si la mula no huyó del campo de batalla en Tarapacá fue porque ni fuerzas tenía para caminar, imagínense ahora con peso adicional.

¡Vamos! ¡Anda! ¡Muévete!, le decían los dos borrachos, pero la mula ni caso hacía. Tal vez sea mucho peso para ella, dijo Ignacio. ¡Con peso o sin peso nunca se mueve, este condenado animal nos ha traído solo problemas! ¡En nada nos ayuda!, replicó Juan. ¡Con un buen latigazo no para hasta Lima, insistió!

Creo que ya se lo merece, nunca le pusimos un dedo encima, ¡pero ahora sabrá lo que es bueno!, dijo Ignacio. Y tras bajar la botija de barro y colocarla en el suelo, Juan cambia de estrategia y decide darle un furioso puntapié. Fue tan dura la patada que no solo la mula se tambalea sino también el propio Juan y como el animal no se quedaría tan campante le devuelve el favorcito con otra patada. Bien dice la frase: ¡Pega como mula!, porque la patada que le dio Kallpa a Juan fue tan fuerte que lo mandó al país de los sueños. Recordando nuevamente la experiencia que tuvo Juan con la piedra al inicio de la Batalla de Tarapacá.

Ignacio trató de reanimar a su amigo quien tenía la huella de la pata en la frente. ¡Ni se te ocurra morirte, bellaco! Le dice a Juan. La noche pasaba y mientras Juan seguía durmiendo a causa de la feroz patada de Kallpa, a Ignacio no se le ocurrió mejor idea que beberse un trago de pisco y como su acompañante se encontraba fuera de combate, decidió tomar con la mula, bebida que al parecer no le disgustaba para nada, por el contrario le dio la fuerza suficiente como para hacer gruñidos extraños y saltos increíbles.

Parece que el pisco era el hidratante perfecto para la flacuchenta mula, lo cual generó una gran idea en Ignacio. Como la mula empezó a moverse como loco, tal vez ahora sí quiera cargar peso, sin embargo había un problema. ¿Qué pondría en el lomo de Kallpa? Si a la botija que contenía el pisco o Juan que yacía inconsciente en el suelo.

Ignacio se caracterizaba por ser más cuerdo y amable que Juan, así que decidió no dejar a su buen amigo y llevárselo con él. Por eso colocó la pesada botija de barro en el lomo de Kallpa y amarró a Juan de la cintura con una cuerda. Por todo el arenal la mula llevó el pisco en el lomo y arrastraba como un trapo viejo a Juan quien dormía plácidamente pese a toda la tierra que tenía ya en el cuerpo.

El destino de estos valientes borrachos era seguir al ejército del Perú a donde quiera que vaya, así que buscarlos era la misión. Cada vez que Kallpa dejaba de caminar Ignacio la rehidrataba con pisco, y siempre que pasaban por un lugar con botijas de barro la mula brincaba hasta el hartazgo.

A la mañana siguiente andando por algún desierto sureño del Perú en busca del ejército nacional, Juan despierta con un terrible dolor de cabeza y no se le ocurrió una mejor idea que increparle a la mula por el fuerte porrazo que le acomodó en la cabezota. ¡Ahora vas a caminar mula maldita!, le recriminó, mientras se preparaba para encestarle otra patada. ¡Espera Juan, no le pegues! Kallpa ya nos sacó del pueblo, además no quiero que te mande a dormir con otro patadón, le dijo Ignacio.

Tal vez Juan no lo sabía, pero le habían salvado la vida, Kallpa podrá ser flacuchento, pero otra de esas certeras patadas e Ignacio estaría enterrando a su buen amigo. Vamos a Tacna, puede que el ejército esté por allá, concluye Ignacio. Pero cómo vamos a ir si la mula no quiere andar, replicó Juan. ¡Dale pisco!, sabrás que es fuerte y veloz, le respondieron.

Antes de partir decidieron servir el buen pisco que se encontraba en la botija de barro, Juan, Ignacio y el flacuchento Kallpa, optaron por acampar y beber el abundante trago que cabía en el recipiente. Mientras que la mula saltaba sin control alguno, los dos borrachos afirmaban que ellos solitos bastaban para expulsar al invasor. ¡Lo hicimos en Tarapacá, lo haremos de nuevo!, se arengaban entre ellos.

Tanto bebieron que en una de esas la mula Kallpa dio su último salto para caer desplomado al suelo. ¡Fue su último brinco! ¡La vieja mula ha muerto!, dijo Juan mientras se sacaba el sombrero en señal de luto. ¡No seas bestia!, le dijo Ignacio, ¡mira!, está durmiendo con la lengua afuera, explicó.

¡Pero está patas arriba!, debemos hacerle los honores a un caído, continuó lamentándose Juan. ¡Si serás de animal!, mírale la panza, señala Ignacio. ¡Sí, ya está hinchada por las horas que lleva muerto!, insistió Juan. ¡Pedazo de animal!, pero tan solo pasó un minuto y no está muerto, está respirando mírale bien la panza, le dijo Ignacio. ¡Es un milagro de Dios! ¡La mula ha resucitado!, exclamó de rodillas Juan. Ignacio se toma la cabeza y dice: ¡Aparte de borracho, burro! Tienes razón, dijo Juan mientras se pone de pie, es borracho pero ¿qué Kallpa no es una mula?

Ignacio, ante la terca muestra de brutalidad de Juan, lo empuja haciéndolo tropezar, en la caída la cabeza de Juan se pega nuevamente, solo que esta vez con la botija de barro, para quedarse dormido toda la noche. Fue en ese momento que Ignacio comprendió el motivo por el cual Juan era un bruto de gran magnitud.

A la mañana siguiente ambos borrachos intentar colocar nuevamente la botija con pisco que aún quedaba en el lomo de Kallpa, pero esta vez no lo consiguen, la mula no quiso andar. Con pisco volverá a las correrías, dijo Ignacio y al darle un poco de bebida la mula ya no quiso tomarla y se quedó firme aferrándose más al suelo. Al parecer Kallpa había experimentado la peor de las borracheras y no quería saber más del asunto.

Juan estaba tan harto de la mula que no tenía reparos en pelearse a puño limpio con el animal, mientras que Ignacio comenzaba también a perder la paciencia. ¡Vamos a pegarle!, dice enojado Juan. ¡Claro, ve y dale otra patada de nuevo, total ya sabemos qué va a pasar!, respondió Ignacio. ¡No soy tonto!, afirmó Juan. Busquemos unos palos para luego darle una paliza, explicó.

¡Buena idea!, dijo Ignacio, pero amarra a la mula para que no se vaya mientras buscamos unos palos, continuó. Pero a dónde la amarro si aquí no hay nada, explicó Juan. ¡Todo tengo que pensar! Amárrala a lo primero que veas, replicó Ignacio.

Tras haber amarrado a Kallpa, Juan e Ignacio salen en busca de unos palos para propinarle una golpiza nunca antes vista. Cuando logran conseguirlos, ambos borrachos van al encuentro del animal. Sin embargo Kallpa ya sabía lo que le esperaba, podrá ser flacuchento y hasta borracho, pero bruto no era y apenas nota regresar a este par de bellacos, emprende una veloz escapatoria por el medio del arenal.

Ambos borrachos se paralizaron, sorprendidos al ver que la mula era más rápida que el viento. ¿Cómo, no la habías amarrado a algo?, pregunta Ignacio. Me dijiste que la amarrara a lo primero que vea y lo que vi era la botija de barro, respondió Juan. Ambos se miraron por unos segundos, mientras Kallpa corría arrastrando y derramando todo el pisco que había en el recipiente.

¿Y ahora? ¿Qué hacemos con los palos?, preguntó Juan. En ese momento, el sonido del viento se interrumpe por un fuerte ruido. Era Ignacio, que le había propinado un palazo tan fuerte a Juan, que por tercera vez su cabeza sufre las consecuencias, un porrazo se había ganado para terminar nuevamente en esta historia en el suelo, volviendo a dormir por un largo tiempo hasta que Kallpa algún día decida regresar...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico


PREGUNTAS PARA EL SORTEO DEL MORRAL 

Responde estas dos preguntas dentro del posteo de Facebook de esta historia y entra al sorteo para ganarte una reproducción de morral de La Guerra del Guano y del Salitre".

Después de la batalla de Tarapacá, ¿cuántos golpes sufrió Juan a lo largo de este relato?

Según el relato: "¡Gracias por la cantimplora!", ¿qué animal intentó proteger al soldado peruano en la Batalla de Miraflores?


viernes, 20 de enero de 2017

¡Gracias por la cantimplora!

Falta poco para que den las seis de la tarde y casi todo está consumado, las últimas compañías pertenecientes al Pichincha ofrecen lo último que les queda. En ellos había caído todo el peso de la guerra en los últimos momentos de la Batalla de Miraflores. Uno a uno mis compañeros fueron cayendo y los que intentaban levantarse fueron pasados a cuchillo.

Un pedazo de metal a causa de una terrible explosión me había destrozado la pierna, los oídos comienzan a sangrarme por el fuerte estallido. Estaba desorientado, ni siquiera podía quejarme, el dolor fue tan brutal que se le olvidó hacerme sufrir. Tal vez la muerte se había apiadado de mí.

Mi vista se despeja por breves segundos y puedo ver como la sangre brota por toda mi pierna, el dolor se manifiesta y mis gritos se confundían entre arengas enemigas. Miraflores había caído y el invasor se apropió de todo lo que el distrito ofrecía. No podía escuchar nada, banderas que no eran de nuestros colores comenzaban a flamear y el suelo estaba plagado de cadáveres, reconocerlos era imposible.

Cantimplora de metal del siglo XIX, parte de la colección
del INEHPA
Parecía que a la batalla había marchado solo, mis compañeros se confundían entre cuerpos destrozados y enormes charcos de sangre, nadie con uniforme peruano quedó en pie, los que agonizaban convulsionaban hasta que la muerte decidía llevárselos y los que habían muerto horas antes de finalizada la contienda, eran la cena de algunos gallinazos que se habían acomodado pacientemente en lo más alto de los árboles a esperar turno de participación.

Tan solo me queda esperar a que la muerte me recoja, en ese momento un chileno se me acerca con un corvo dispuesto a darme el golpe final, sin embargo algo lo hizo retroceder, no podía escuchar qué era, alcé la mirada para ver qué había espantado al soldado, por un momento creí ver a un animal, no podía distinguir qué era exactamente, solo ahuyentó al enemigo y siguió su camino.

No sé cuánto tiempo permanecí tirado entre cadáveres y gallinazos, esperé a la muerte pero al parecer ella se había olvidado de mí, tenía mucho frío pese a ser una tarde de verano y pequeños espasmos comenzaban a manifestarse, gracias a ellos sabía que a pesar de tener la pierna llena de esquirlas, al menos tenía el cuerpo completo.

Luego del frío fue una intensa sed que hace presencia, como diciéndome que un poco de agua no caería mal en estos momentos. Sin embargo, al llevar mi mano a la cintura donde tenía atada mi cantimplora esta no estaba. Traté de arrastrarme con mucho cuidado, algunos chilenos aún quedaban en el campo de batalla, recogiendo a sus heridos y otros enterrando a sus muertos. Otra cosa que me preocupaba al momento de arrastrarme era no aplastar a ningún soldado que yacía en el suelo, puede que no esté muerto y si se queja o grita me condenaría al repase.

¡Daba la vida por un poco de agua!, si quiera para remojar los labios resecos por el polvo, el calor y amargos por el sabor de la sangre. ¿Dónde estás? Quería gritar, cada centímetro que recorría era un calvario, la cantimplora era lo único que tal vez me podía mantener con vida un poco más.

De pronto, como una señal divina, encuentro mi cantimplora no muy lejos de donde me encontraba, sin embargo, el mismo animal que asustó al chileno vuelve para enfrentarme. No podía distinguir qué animal era, tan solo notaba una masa enorme de cuatro patas y orejas puntiagudas. Desde el suelo mi posición era vulnerable y las terribles heridas que tenía me incapacitaban por completo.

Poco a poco mi visión se iba aclarando y la enorme masa iba tomando forma, unos colmillos enormes sobresalían de su hocico. Un intenso gruñido del animal despertó por algunos segundos mis sentidos, no podía detenerme en observarlo, debía arrastrarme y coger mi cantimplora, calmar la sed era lo único que me importaba.

En ese momento, la bestia decidió avanzar hacia mí y se colocó entre la cantimplora y yo. Estiré el brazo lo más que pude para tratar de alcanzarla, pero la poca fuerza que me quedaba empezaba a abandonarme, mis dedos rozaban el tan preciado objeto, pero no lograba sujetarlo, por el contrario lo alejaba más.

El cansancio termina con mi insistencia y no me queda más remedio que seguir en el suelo y respirar polvo. Miro fijamente a la bestia y le doy una pequeña sonrisa como aceptando que se acabó y que puede empezar a devorarme cuando guste. Entonces, fue ahí cuando un milagro ocurre, ya con la mirada en el cielo comienzo a sentir que algo mueve mis dedos insistentemente, al llevar la vista a mi mano descubro que la bestia empujaba la cantimplora con su hocico llevándola a mi alcance.

La sed fue tan grande que empiezo a beber desesperadamente ahogándome en cada trago que daba. El agua que tenía esa cantimplora me hizo sentir más vivo que nunca, ¡Dios, qué sabrosa estaba!

Poco a poco mi vista se recupera y noto cada vez más que la bestia va tomando forma, los grandes colmillos deciden ocultarse para dar paso a una lengua viscosa que no dejaba de lamerme la cara, un perro callejero era el temible animal que había espantado al chileno. ¡Gracias amigo!, le dije mientras lo acariciaba y acercándose cada vez más a mí, movía más rápido su cola, de lado a lado, sin parar.

¿De dónde saliste?, le pregunté, pero no sé si me escuchaba, yo mismo a duras penas podía oír mi voz, mientras que el perro se acurrucaba entre mis brazos. De pronto, dos chilenos se acercan como buscando algo que pudiera llenar sus bolsillos y comienzan a rebuscar cosas de valor entre los cuantiosos soldados que yacían tras haber defendido al Perú.

¡Vete!, le grité al perro, en ese momento uno de ellos reconoce al animal y decide cobrar venganza por el susto que le dio. Colocando la bayoneta en el cañón de su fusil sale al encuentro del perro para acabar con su vida.

¡Huye!, le grité tan fuerte que el otro chileno se entera que sigo con vida y se acerca para liquidarme. Empujo al perro para que se vaya, pero el animal se aferra a mí e intenta defenderme. El chileno, a quien el furioso animal había asustado, trata de ensartarle la bayoneta pero no lo logra, el perro ágilmente había esquivado el ataque y se lanza para derribarlo.

El otro soldado quien ya estaba dispuesto a darme el golpe de gracia, se percata que su compañero está en apuros y acude en su auxilio. Un feroz culatazo golpea al embravecido animal que cae al suelo, la fuerza del golpe fue tal que el pobrecito dio varias vueltas sobre la tierra.

El chileno que había sido mordido se incorpora para darle una patada al valiente perro que ya estaba imposibilitado de defenderse. ¡Miserable!, le grité y comencé hacer mucho ruido para que los dos chilenos no se ensañaran con el perro, que me miraba impotente.

Lo único que me quedaba es morir por este animal que también era el Perú, salvó a un soldado y estuvo presente en la Batalla de Miraflores. Aunque mi destino estaba sellado, este valiente perro tenía una misión, ayudar a la resistencia, pues Lima ha caído, pero el Perú sigue en pie de lucha. Así que mientras el chileno estira los brazos para asestarme un culatazo, me despido de este valiente defensor.

¡No te muevas!, le dije, todo estará bien. Y mientras el perro me observaba, noto que una lágrima cae al suelo, la valiente y feroz bestia se estaba despidiendo de mí. ¡Gracias por la cantimplora!, fue lo último que le dije y antes que pudiera acariciarlo, el ruido de la culata partiéndome la cabeza, pone fin a una corta pero gran amistad entre un soldado peruano y un valiente perro.

Un día después de la gesta de Miraflores, la guardia urbana conformada por extranjeros recoge los cadáveres peruanos, uno de los extranjeros se percata de un perro en pleno campo de batalla recostado al lado de un cadáver con el cráneo partido… El perro no me había abandonado, por el contrario, se las ingenió para quedarse a mi lado y su recompensa fue ser salvado por un inmigrante que no dudó en apiadarse y llevárselo para curar sus heridas. 


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Apuntes sobre la Batalla de Miraflores", Jorge Ortíz Sotelo. (Colección bibliográfica del INEHPA)



viernes, 13 de enero de 2017

El niño más veloz del Reducto Nro 3

No te preocupes muchacho, el enemigo no llegará hasta Miraflores, en San Juan nuestro ejército detendrá a los chilenos que recibirán castigo por habernos arrastrado hasta aquí. Todos sabemos lo que tenemos que hacer y nadie defraudará al Perú, me dijo un muchacho de apenas diecisiete años, quien se encontraba limpiando su fusil.

La línea de defensa de San Juan ya se había establecido y los tantos jóvenes y niños como yo fueron listos y convencidos en servir a la patria. Debo admitir que tengo miedo, algunos compañeros aquí en el reducto tratan de mantenerme en mejor ánimo, haciéndome una broma o escondiendo mi quepis entre sus uniformes. Pese a la tensión de saber qué podía pasar en San Juan, aquí en Miraflores todo estaba tranquilo.

Nuestro comandante, el señor Narciso de la Colina se preocupaba por cada uno de nosotros, tal vez él no lo sabía pero se había convertido en un padre para todos, compartiendo con el batallón y también regalándonos frutas que le traían. Recuerdo que Narciso, como quería siempre que lo llamáramos me llamaba por las noches a un rinconcito de nuestra posición para invitarme un pan de chocolate.

Cada vez que me llamaba casi calladito, yo ya sabía de qué se trataba. Al principio pensaba que era para darme un arma, el arma que yo quería para pelear, pero nunca fue así. Siempre me llamaba y me decía: ¡Muchacho, ven y prueba este delicioso pan!

Jamás había probado un pan de chocolate, con razón el señor Narciso sonreía cada vez que lo comía, tenía un sabor especial. ¿Cuándo me dará un fusil?, recuerdo que le pregunté en una de mis tantas pláticas con él.

Si te doy un fusil, ¿matarás a un chileno?, me preguntó. ¡Mataré a dos, señor!, le respondí poniéndome de pie y haciendo todo el ruido posible. ¿Y por qué te debería dar un fusil a ti, si se lo puedo dar a otro que pueda matar tres chilenos?, cuestionó mi respuesta el comandante, respuesta que tomé con tristeza pues lo que más quería era ayudar en la defensa.

No necesitas un fusil para resistir aquí, he visto lo rápido que corres, así que te daré estas municiones para que llegado el momento las distribuyas al batallón. Sé que vienes del Colegio Guadalupe como muchos otros aquí, tienes mucho entusiasmo muchacho pero no eres un soldado, me dijo mientras me regalaba el último pedazo del pan de chocolate.

Narciso se levanta de la incómoda piedra donde se sentó y mientras se alejaba de mí, le grité: ¡Usted tampoco es un soldado, señor! El comandante detiene su andar y voltea a verme, con una pequeña sonrisa me responde: ¡Aquí, nadie lo es!, y se retira sin decir más.

Estaba algo molesto con mi comandante, mis compañeros del Batallón Nro 6 se reunían en las fogatas por las noches y contaban graciosas anécdotas, mientras que yo optaba por guardar silencio acostado en un rincón, mirando el cielo despejado. Ante la negativa de portar un fusil en el hombro, todas las noches me quedaba observando las estrellas, no lo quise contar a nadie pero una de esas noches lloré.

Mientras las lágrimas bañaban mi rostro miraba las estrellas, jamás había visto tantas, recuerdo que esa fue la última noche que pude vivir una pena tan grande, lo que viví desde ese momento en adelante fueron constantes pruebas de valor.

Muy temprano en la mañana del 13 de enero de 1881, fui despertado abruptamente por un sonido de cañón tan fuerte que pensé que el enemigo ya había llegado hasta aquí, me asusté tanto que comencé a repartir las municiones entre mis compañeros sin recibir orden alguna. Cajas y cajas de municiones se me cayeron por los nervios. ¡Cálmate muchacho! y mira a lo lejos, me dijo uno del regimiento, la Batalla de San Juan acaba de empezar.

Era increíble como los cañonazos se podían escuchar a pesar de que la batalla se libraba a kilómetros de Miraflores, por un momento me parecía escuchar hasta gritos de desesperación. Algunos de mis compañeros daban vivas al Perú, otros por el miedo se guarecían dentro del reducto a esperar que ese ruido se callase para no seguir cobrando vidas.

Caja donde se guardaba las municiones del fusil
Peabody Maritini, parte de la colección del INEHPA
Nuestro comandante, tuvo que pedir tranquilidad y esperar el resultado, nadie podía presagiar cuál era el destino de esa contienda. Entre tanto alboroto, unos de los nuestros arenga. Escuché que no había nada que temer pues los Bolognesi estaban en San Juan. Al pensar en eso recordé a un amigo que hace poco lo había conocido. Tiene la misma edad que yo, trece, y decía que era el niño que corría más rápido que cualquiera, afirmación que yo no estaba dispuesto a permitir, puesto que el más rápido era yo. Ambos prometimos que acabada esta lucha nos volveríamos a ver para saber quién era más veloz, él o yo.

Antes de subir al tren que lo llevaría a Chorrillos, este buen amigo no dudó en desearme suerte. ¡Nos vemos!, recuerdo que le dije, palabras que el destino me negó, porque esa fue la última vez que lo vi, nuestro acuerdo de correr entre los dos nunca se realizó. Néstor Batanero era el niño que me había retado.

Con el pasar de las horas comenzábamos a recibir noticias de San Juan, se corría la voz que estábamos ganando y que el enemigo se retiraba a Lurín, muchos de nosotros nos abrazábamos. ¡Pronto se acabará la guerra! decía un padre de familia. ¡Al fin regresaré a casa!, no dejaba de repetir.

¡Viva el Perú!, podía escucharse, la valentía de los nuestros estaba al límite hasta cuando llegó la densa humareda con olor a munición y pólvora que provenía de San Juan. Al paso de algunas horas pocos mantenían el espíritu, la llegada de los primeros heridos de la batalla comenzaba a aterrarme, sabíamos que llegarían, pero no imaginábamos verlos mutilados y agonizantes. Muchos no resistían y llegaban muertos a nuestros reductos.

Uno de los heridos dice que la línea se rompió muy rápido y que casi nada se pudo hacer para evitarlo. Otro nos acusa de culpables por no socorrerlos. ¡Dónde estaban!, nos decía y cada vez que llegaba un herido a nuestra línea culpándonos del desastre, solo atinábamos a mirar a nuestro comandante Narciso de la Colina, quien se le notaba triste pero firme en su puesto.

Los heridos que llegaban por la tarde confirmaban el desastre, la lucha se había concentrado en el Morro Solar, lugar que fue el centro de nuestras miradas y la densa humareda que cubría sus alturas nos confirmaba lo terrible de la situación.

Qué habrá sido de Néstor, ¿habrá sobrevivido?, los sobrevivientes de San Juan pedían a los comandantes de los tantos reductos instalados en Miraflores que les permitieran combatir cuando el enemigo llegue hasta aquí. Ese momento bastó para darme cuenta que la guerra nos tocaría a nosotros.

Una fuerte explosión el Morro Solar pone fin a una terrible batalla, San Juan fue testigo de coraje y entrega de nuestro ejército, pero no alcanzó para expulsar al enemigo. Ahora seremos los civiles quienes tendremos el peso de la guerra. Dios quiera salir bien librados de todo esto.

La noche del 13 de enero fue terrible, desde nuestras posiciones se podía ver incendios en Chorrillos, nadie sabía lo que estaba pasando. Restos del ejército quedaban y el enemigo no tendría piedad de los rezagados. Sabía que en Chorrillos había civiles y los llantos desgarradores a lo lejos no se hicieron esperar.

Aquella noche nadie pudo dormir, era cuestión de tiempo para verle la cara al invasor. Muchos recordaban a sus esposas, hermanas, madres y otros se abrazaban para orar. Barranco nos separaba de los chilenos y ya nadie podía salvarnos de esta situación, la patria observaba y no podíamos defraudar.

Estaba agotado, mirando las cajas de municiones del fusil Peabody Martini que pronto usaríamos, espero que todas estas balas den a parar al enemigo, pensaba. De mí dependía que mis compañeros siguieran disparando, me juré a mí mismo repartir todas estas cajitas, nadie del Batallón Nro 6 se quedaría sin disparar.

A la mañana siguiente fuertes arengas levantan rápidamente al batallón, un Bolognesi había llegado a los reductos y rápidamente se corrió la voz que combatiría pese a sus heridas, era Enrique quien se puso a disposición como un soldado más. Ver a ese muchacho levantar la bandera peruana fue un buen remedio para enfrentar a la muerte.

Recuerdo que se nos mandó a derribar algunos árboles para quitar resguardo al enemigo, una pequeña calma se había establecido, mientras que el humo consumía las últimas casas de Barranco y Chorrillos. Fue ahí cuando nuestro comandante nos reúne y nos dice:

En cualquier momento entraremos en batalla y ustedes serán los que decidan la suerte de Lima. No somos soldados, somos civiles pero que eso no reste valor para exponer la vida. Un militar lucha para vencer, ¡nosotros lucharemos para vivir! El Perú nos observa, que sienta que aquí ni una bandera se repliega. Jóvenes… ¡Viva el Perú!

Nuestra arenga fue tan fuerte en nuestra posición, que los demás reductos se unieron a los gritos. Chile estaba en Barranco, que sepa que aquí en Miraflores estamos listos, ¡que sepa que aquí están los civiles! Sentí como la sangre corría en las venas y ver la bandera moverse con el viento me dio el impulso que necesitaba para gritar con todas mis fuerzas: ¡Viva el Perú, Carajo!

Era 15 de enero y esa pequeña tranquilidad se rompe cuando por primera vez le vimos la cara al enemigo, se nos comunicó que el presidente estaba en no sé qué tratos con diplomáticos, cuando por la tarde, siendo las 2:30, se abre fuego.

Las primeras balas caen sobre nuestro improvisado reducto y parecía que resistía bien, el impacto se perdía entre las entrañas de nuestro fortín, comencé a correr para repartir mis cajitas, ¡apúrate muchacho!, me decían mis compañeros a quienes les alcanzaba las municiones. Parecía que todo iba bien y que nuestros reductos resistirían, hasta que llegaron las explosiones.

Estallidos que levantaban la tierra haciendo volar grandes trozos de piedra y esquirlas que mutilaban extremidades, en ese momento me di cuenta que podía estar viviendo mis últimos momentos. ¡No se detengan!, nos animaba Narciso de la Colina, ¡vamos pequeño!, continúa, me dijo con una sonrisa. Era el impulso que yo necesitaba pues ese aliento me duró durante toda mi participación en esa batalla. Cáceres se hizo presente en nuestra posición y no dudó en animarnos también. ¡Eso es muchachos! ¡Ya casi termina, un poco más!, gritaba. Sabíamos que no era verdad, pero verlo y escuchar su voz era un rayo de esperanza.

Corría por todos lados, repartiendo municiones y cuando veía que alguien se escondía no era por cobardía sino porque le faltaban balas y yo debía asistirlo para que siguiera disparando. Las explosiones eran tan fuertes que poco o nada podía escuchar las indicaciones que me daban, yo solo corría tan rápido como mis piernas lo permitían, cuando a duras penas escuchaba mi nombre corría más rápido, esquivando balas que llovían por todo el campo.

Mientras repartía las municiones una fuerte explosión seguida de una ráfaga de balas hace caer a nuestro comandante, el buen Narciso estaba tirado en el suelo intentando ponerse de pie, la sangre que le salía por el cuerpo le quitaba la poca fuerza que le quedaba.

Fue ahí cuando al acercarme me toma de la cabeza y me dice: Yo ya cumplí muchacho. ¡Te toca a ti, tú eres el Perú ahora! El comandante, aquel amigo del delicioso pan de chocolate nos había dejado, dándonos su última orden, seguir peleando. Muchos compañeros no resisten las lágrimas y mientras disparan escucho algunos llantos. En ese momento decidí tomar un fusil lleno de polvo que había en el suelo, pesaba demasiado y no podía sostenerlo por mucho tiempo, así que rápidamente rompo una de mis tantas cajitas con balas y decido cargarlo, al estar listo para el disparo un fuerte ruido me hace caer el piso, el suelo se baña rápidamente con mi sangre, ¡Dios mio, voy a morir!, el impacto de la bala quema mi cuerpo haciendo que el dolor sea cada vez más insoportable, cuando intento llevar mi mano hacia mi herida otro ruido mucho más fuerte rompe mis tímpanos y me destroza el cuerpo.

Nunca supe si ganamos la guerra, nunca supe si Lima resistió, tan solo supe que Miraflores fue la última resistencia de la capital, el último bastión de jóvenes y niños que como yo, vinieron aquí a resistir para no defraudar al Perú y aunque esté muerto es imposible dejar de escuchar en el Reducto Nro 3 las voces de mis compañeros gritándome, ¡vamos Manuel Bonilla, corre por el Perú!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia general", Jorge Basadre y "La Gesta de Lima", Ejército del Perú. (Colección bibliográfica del INEHPA)

sábado, 7 de enero de 2017

La Rinconada: una resistencia con cuchillo y a puño limpio

Señor General:

“He procedido a examinar todos los lugares que pueden ser vulnerables para el enemigo, así como también las fuerzas que en la actualidad defiende este lado de la Línea. En el estado que actualmente se encuentra, creo sumamente fácil y aún probable una invasión del enemigo por este lado, tanto por la carencia de elementos de artillería para su defensa, cuanto por el reducido número de tropa que los custodia, y sin ser esta de Línea, careciendo de instrucción y disciplina…” 

Así describió el Jefe Superior Militar Mariano Vargas la situación en la que nos encontrábamos, días previos al combate y es que defender La Rinconada con poco más de 300 hombres mal armados no era lo adecuado. Poseíamos 180 hombres de infantería cívica y formábamos el llamado Batallón Pachacamac a cargo del Coronel Manuel Miranda. Teníamos un escuadrón de 100 hombres de la 1era Brigada a pie y 50 hombres de la Tercera Brigada de caballería sin caballos. Así como se lee.

El armamento con el que contábamos eran rifles de sistema Minié. Sin embargo no todos teníamos dicho rifle, algunos como yo debían defender su posición a puño limpio. Felizmente un afilado cuchillo sería mi único aliado en la resistencia. Se nos ordenó construir una zanja de 2 metros de ancho y 1.50 metros de profundidad. En la parte posterior, a un metro de la zanja, se levantó un parapeto hecho con piedra de cantería y material extraído de la excavación. Delante de la zanja se colocaron rieles entrecruzados con la finalidad de crear un obstáculo adicional.
Cuchillo empleado en la defensa de Lima,
parte de la colección del INEHPA

Nuestras fuerzas se colocaron detrás del parapeto y la zanja servía como un impedimento más al enemigo. Éramos pocos y con escasa preparación, sin embargo no le será tan fácil al invasor pasar por aquí si desea hacerlo. Algunas vidas le costará y si hemos de morir pues que sea dignamente aunque muchos aquí tengamos miedo.

Cuando el enemigo se nos presenta un 9 de enero de 1881, los trabajos de construcción para la resistencia aún no estaban concluidos. Debía apresurarme en afilar el cuchillo con alguna piedra, la hoja debía estar en buenas condiciones y su filo tenía que ser una verdadera amenaza para mi oponente. Tal vez una bayoneta enemiga me traspase la carne, pero al menos un chileno me llevaré al otro mundo.

En la mañana del 9 de enero los cerros de La Molina estuvieron repletos de chilenos que con caballería e infantería decidieron atacarnos. Sin embargo su andar era sin temor ni apresuramiento, debido a que nuestras balas por la pésima calidad y alcance de los fusiles, no llegaban con efectividad a dichas alturas y más bien caían al suelo por gravedad.

Orozimbo Barbosa era el comandante del ejército invasor al que le fue impuesta la misión de hacer un reconocimiento del terreno en el que nos encontrábamos. El resultado del combate no fue más que una prueba de nuestras fuerzas, lo que venga después del Combate de la Rinconada será una prueba de nuestras debilidades.

El cuchillo sirvió para repeler la carga de un chileno enceguecido por la cólera. Sangre peruana es lo que deseaba. Yo no estaba dispuesto a morir pese a que me rozaban las balas, nunca antes había sentido tanto miedo, sin embargo sabía que si portaba este cuchillo algo podía hacer, mientras que algunos de nuestros defensores se iban a los puños con los chilenos. Esto ya no se trataba de un combate por la patria, sino una lucha por nuestras vidas. Nadie quería morir, el poder de la bayoneta era temible y caer desangrado era un espectáculo que nadie quería ni mirar. Nunca entendí como el filo de mi cuchillo ahuyentó a cuanto chileno quería matarme. Recuerdo que apuñalé a un oficial enemigo, pero lo hice en defensa propia, el miedo y la adrenalina corren tan rápido que lo único que me importó era salir bien librado de la pelea, un niño que se encontraba cerca a las haciendas fue testigo mudo de la muerte del oficial. ¡Dios! Espero que algún día entienda que lo hice en defensa propia. ¡Qué será de ellos cuando el enemigo decida atacar con todo su poderío a Lima!

¿Qué estará pasando en San Juan y Miraflores? Espero que estén preparados, el enemigo no viene dispuesto a perdonar nuestros errores. ¡Chile ya está aquí! Y lo único que los separa de nuestros hogares y familias somos nosotros. Un oficial y seis soldados muertos fue el resultado de la primera lucha por la defensa de Lima, quince heridos tuvimos de los cuales la mayoría no poseía armamento para defenderse.

La contienda en la que fuimos superados en número fue brutal, no quiero imaginarme si el enemigo decide atacar por nuestras costas, apoyado por su poderío naval debe ser aterrador, espero nuestras líneas resistan. Jóvenes y puede que hasta niños entren en batalla, si eso pasa espero que uno de ellos dé la talla.

Ganemos o perdamos me gustaría saber si un niño puede cambiar el destino por la defensa de Lima. Suerte a todos nuestros defensores, la verdadera lucha, aquí en Lima, recién está por comenzar…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia del distrito de La Molina", Municipalidad de la Molina en conjunto con el Instituto de Estudios Históricos del Pacífico. (Colección bibliográfica del INEHPA)