viernes, 28 de octubre de 2016

Un sable que vino del mar para ser llamado Bolognesi 

Pertenecía al primer buque del siglo XX que el Perú adquirió para repotenciar su armada, fui forjado en acero y llevaba el orgullo de tener el nombre de un héroe que participó en “la Guerra del Guano y del Salitre”. No tenía mucho tiempo aquí en este buque y ya podía respirar el placer de ser llamado como él. 

Me trajeron en un poderoso crucero en 1907 y fui recibido con honores, nadie se perdió mi llegada, la algarabía y bullicio se escuchaban fuertemente pese a que aún estábamos lejos. Veníamos desde Inglaterra junto con nuestro buque gemelo, el Almirante Grau. Un imponente y majestuoso escudo peruano en la popa del crucero señala que esta muralla flotante pertenece a un país cuyas heridas de la guerra comienzan a sanar lentamente.

Al llegar al puerto del Callao el 10 de agosto de 1907, una multitud nos esperaba. El Almirante Grau fue el primero en botar sus enormes anclas y fue recibido con calurosos aplausos, una bienvenida reconfortante hacía presagiar lo que me esperaba dentro del crucero en el que me encontraba.

¡El Coronel Bolognesi hace su ingreso!, se escucha decir a lo lejos. Un marino me sostiene y me lleva a la cubierta del buque. Ver la cantidad de personas de todas las edades recibiéndonos con música, gritos y aplausos fue indescriptible. ¡Viva el Perú!, grita el marino y me eleva al cielo, sosteniéndome fuertemente como señal de orgullo.
Sable de abordaje perteneciente al Crucero Bolognesi.
(Parte de la colección del INEHPA)

Coronel Bolognesi me llamaba y cuando pensé que nada sería más fuerte que mi acero, observé a cada una de las personas que se encontraban en el Callao. En sus miradas podía ver más que una cálida bienvenida, podía ver temple y coraje. Era un simple sable de abordaje pero eso no me impidió conocer a los mártires de la guerra. Uno a uno iba escuchando sus nombres entre las conversaciones de los marinos. 

De todos se contaban grandes hazañas, pero sin duda la del viejo señor cuyo nombre está marcado en mi acero me impresionó más. Pudo rendirse y no lo hizo, la decisión no fue solo suya, sino de todos los defensores del morro de Arica. ¡Qué honor llevar este nombre!

El Crucero Bolognesi pone el ancla y se prepara para desembarcar a sus tripulantes. Uno a uno fueron recibidos y uno de ellos me llevaba orgullosamente, dando vivas al Perú. Luego de ese gran recibimiento, el crucero partió a diversas misiones, una de ellas fue a Chile. Es curioso, el Coronel Bolognesi y el Almirante Grau visitaron el país sureño convertidos en grandes buques de guerra.

Esa fue la única misión a la que asistí. Lamentablemente, fui alejado del Crucero Bolognesi poco tiempo después, para ser exhibido en otro lugar y me dejaron sin comprender que ese crucero y yo éramos uno solo. Entre las diversas charlas que se daban a mi alrededor, me enteré que el Coronel Bolognesi recibiría su bautizo de fuego en el conflicto contra Colombia en 1932.

No podía expresar mi enojo, el crucero había partido sin mí y yo solamente podía escuchar las noticias que se contaban a mi alrededor. Como sable de abordaje mi misión era servir al crucero Bolognesi y no ser depositado en una vitrina como adorno.

Por si fuera poco, el crucero participa también en la guerra contra Ecuador en 1941, sin duda alguna el Coronel Bolognesi hizo gala de su nombre y participó cuando siempre se le necesitó. Vino desde Inglaterra pero respiró peruanidad a cada instante y fue testigo de que un apellido así como Bolognesi, no se lo dan a cualquiera. Fui su sable de abordaje pero nunca tuve tanto reconocimiento como ese majestuoso crucero.

Puedo dar fe que este imponente buque sirvió al Perú poco más de cincuenta años y siempre estuvo preparado para cualquier encomienda. Se le modernizó en una oportunidad pero jamás perdió su esencia de servir al Perú, pues Bolognesi se llamaba y nunca tuvo excusa o demora en poner su escudo al viento y surcar los mares.

Así como el Crucero Almirante Grau, este buque tenía la noble misión de cuidar al Perú tal vez no eternamente pero siempre cuando se le necesitó…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Cruceros, buques de la marina de Guerra del Perú desde 1884", Capitán de Corbeta Jhon Rodríguez Asti

viernes, 21 de octubre de 2016



Los binoculares que vieron al noble crucero Lima

La noticia era inminente, al crucero Lima se le había encomendado una noble misión, repatriar los restos de los caídos en la guerra de 1879. Debía viajar al puerto de Valparaíso en una comisión encabezada por Guillermo Billinghurts, Manuel de la Torre y el capitán de navío Melitón Carvajal.


Su partida del puerto del Callao fue algo triste, sabíamos todos para qué se marchaba y para qué regresaría. “El Lima” parte al sur por la tarde, era un 14 de junio de 1890 y las heridas de una trágica guerra aún estaban abiertas. El crucero no fue solo, lo acompañó el transporte Santa Rosa en un cortejo fúnebre imposible de olvidar.


Las noticias no dejaban de informar cada uno de sus movimientos. Creo que después del monitor Huáscar, El Lima y el Santa Rosa eran en ese momento los buques más queridos del Perú. El crucero Lima había llegado a nuestras costas en el año 1889, tenía apenas un año de instalarse en el Callao y ya tenía una importante tarea por cumplir. 


Tras una larga espera los buques vuelven, el Santa Rosa trae a los caídos en Tarapacá, llegando a nuestro puerto el 30 de junio. Un momento, ¿por qué no desembarca los restos de nuestros héroes? ¿Qué espera? Decenas de limeños se preguntan lo mismo que yo, todos los vecinos de la capital se habían conglomerado en una masa enorme de gente, nadie quería perderse este acontecimiento que fue triste pero importante.


El Santa Rosa se mantenía a la espera, yo me estaba volviendo impaciente, quería ser el primero en ver al Lima, tal vez el transporte a la espera del crucero no ha decidido desembarcar. Recuerdo que mi abuelo tenía unos binoculares, de esos que sirven para ver a distancia, estaba seguro que muy poca gente tenía uno de esos, por eso es que me apresuré en alejarme de la gran cantidad de gente que había en el puerto y que solamente atinaban a preguntar por el crucero Lima.


¡Tontos!, les decía despacito. ¡Yo veré al Lima primero que todos! Busqué por toda la casa hasta encontrar el bendito aparato, en ese momento, ese objeto se había convertido en la pieza más importante de mi hogar. ¿Dónde estás?, preguntaba, gritaba y maldecía. Los binoculares no aparecían y estaba comenzando a perder la paciencia. Pero como por arte de magia, el objeto estaba en una caja esperando tan solo a ser recogido.


Con los binoculares en la mano corrí lo más rápido al puerto, no quería que nadie viera al Lima, sentía que yo debía verlo primero. Al llegar al Callao todos miraban al horizonte, preguntándose si el crucero llegará. Llevé los binoculares a mis ojos y fijé el mar como mi objetivo. Sin embargo, no había señales del Lima, tal vez hoy no llegaría.


El crucero Lima estaba trayendo consigo los restos de Grau, su demora se debía a la cantidad de ceremonias que en territorio chileno se realizaban. Una comitiva oficial peruana acompañada por cuerpos de infantería y caballería, así como también autoridades del país que ahora es nuestro vecino, rindieron un reconocido homenaje al buen almirante. Los días pasaban y aún no había señales del crucero más esperado del Perú.



Un humo casi negro anunciaba a lo lejos la llegada del crucero Lima, nadie lo notaba, solo yo. A medida que se acercaba podía ver su triste llegada, ni siquiera el sonido de las olas chocando con el casco, lograban un ruido fuerte. Nada interrumpía la serenidad y tristeza del crucero.


No solo a Grau traía, el Lima realizó viajes a Antofagasta, Mejillones, Iquique y Arica, embarcando los restos de otros importantes héroes. Bolognesi era repatriado, acompañado también por buques chilenos que no dudaron en despedirlo. Era 14 de julio a las once la de mañana y el Lima estaba llegando. ¡Viva el crucero Lima!, grité con el pecho inflado de orgullo, ocultando la pena por todos los valientes caídos.


Nadie podía ver nada, sin embargo los binoculares de mi abuelo eran mágicos, podía ver claramente al Lima llegando apaciblemente a lo lejos en el horizonte. Poco a poco las personas comienzan a divisarlo, con lágrimas en los ojos y gritos ensordecedores era recibido, los aplausos no se hicieron esperar.

Los buques se encontraron, el Santa Rosa y el Lima habían cumplido la misión más noble de todas. Cortejos, reconocimientos y homenajes no se hicieron esperar. Todos los caídos recibieron una cálida bienvenida que se prolongó por días. Por la cantidad de gente que se acerba a decirles adiós y gracias, no pude asistir a ningún homenaje, tan solo me quedo con el recuerdo de ser el primero en verlo. 

No sé si alguien más vio al crucero Lima antes que yo, pero quiero pensar que fui el primero. Saber que el crucero con la misión más importante de todas fue el Lima me deja tranquilo. Un año tiene el Lima de ser peruano y ya lo admiro como si hubiese sido el Huáscar…

 

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Cruceros, buques de la marina de Guerra del Perú desde 1884", Capitán de Corbeta Jhon Rodríguez Asti


sábado, 8 de octubre de 2016

Huáscar, un monitor hecho para Elías Aguirre

Hoy no hubo arengas ni grito de victoria. El enemigo se acerca y la muerte navega hacia nosotros en forma de buques blindados. Nuestro comandante Grau ni siquiera nos dijo sus enérgicas palabras: ¡Valientes del Huáscar…! Tan solo atinó a mirarnos desde la proa del monitor, como contemplando por última vez a quienes estuvieron a bordo de lo que para muchos fue una muralla móvil. Un apretón de manos con Diego Ferré sella el final de la cordialidad. Había que ser fuertes frente a la muerte y Grau lo sabía.

Yo era joven y recuerdo que a pocos días del 8 de octubre recién me crecía barba, una barba tan poco pronunciada que motivó las bromas de Enrique Palacios y Pedro Gárezon, quienes eran oficiales de extensa trayectoria pese a no pasar los treinta años. Hasta el propio Grau sonreía al oír sus bromas y como dándome consuelo me decía: ¡Ya crecerá más, no se preocupe grumete!

El Huáscar era más que un buque, era patria tripulada por una familia. Sin embargo, sus correrías hoy tendrían fin. ¡A tu puesto grumete!, me dijo Elías Aguirre, segundo comandante del Huáscar, y guiñándome el ojo me dio fuerza para luchar. Camino a mi puesto diviso algunos marineros observar perplejos como nuestro buque de apoyo, la Unión, se retira velozmente. ¡Allá van los que viven, aquí se quedan los que mueren!, oigo gritar a un grumete entre lágrimas y desesperación. Grau había dado la orden de su escape, ¡el Huáscar aquí se queda a combatir!

Nuestra bandera se iza en lo más alto del mástil, hoy 8 de octubre esa bandera estaba más roja y blanca que de costumbre. Su escudo como obligándonos a no rendirse, se pavoneaba con el viento. El Huáscar había lanzado ya su primer disparo, era cuestión de esperar la respuesta del “Cochrane”, un buque chileno preparado para hacernos frente.

Una fuerte explosión en la torre de mando desata el pánico, no sabía dónde correr o esconderme, no había un rinconcito seguro, el Huáscar estaba rodeado y a penas el combate había empezado. Grau muere en esa explosión, y ya no había nada que hacer, podía ver cómo los oficiales corrían por todo el buque, algunos se resbalaban con la sangre que comenzaba a bañar la cubierta. Suelto las municiones que tenía en las manos, el miedo me paralizó.

Sin Grau, el Huáscar no podrá pelear más, pensé… ¡Valientes del Huáscar, un combate no asusta, si es por causa justa! ¡No se rindan, carajo! ¡El Perú los ama!, se escucha entre balas impactando en el monitor. ¿Será nuestro almirante Grau? ¡Está vivo!, grité a mis compañeros, ¡Grau está vivo! Me llevo las manos a la cara para quitarme el sudor y el humo negro que enceguecía mi vista. Elías Aguirre, segundo comandante en quien cayó la sucesión del mando, había sido el de las fuertes arengas. No era Grau, era Aguirre.

Este experimentado comandante quien había participado en el combate naval de Abtao contra la flota española en 1866, era el más indicado para levantar al Huáscar que estaba golpeado más no vencido. Pero ¿quién es este señor que no le tembló la mano para tomar el control y continuar en la lucha? 

Aguirre había nacido en Chiclayo y fue subdirector de la Escuela Naval. Cuando se desató la guerra no dudó en reincorporarse voluntariamente a la marina en donde se embarcó en la corbeta Unión. Este marino era tan hábil que Grau no dudó en pedirlo para que fuese su segundo comandante. Grau no se equivocó, había elegido bien, en caso él muera sabía que el Huáscar seguiría en la lucha porque tiene a Aguirre, y así fue.

El cerco apretaba y estábamos siendo asediados por el enemigo que no dejaba si quiera darnos un respiro. El Blanco Encalada se acerca más de lo necesario, ¡era momento de actuar! Pese a la intensa humareda y gran daño que había recibido, el Huáscar tenía más por ofrecer.
Tarjeta de visita, Elías Aguirre.
Parte de la colección INEHPA

Aguirre sabía que el viejo monitor era más que cañones y fusiles haciendo fuego, así que decidió utilizar un arma letal que los chilenos conocen muy bien: el espolón. Esa especie de lanza que el monitor tenía en la proa y que había sido el causante que en Iquique la Esmeralda toque el fondo del Pacífico.

La decisión estaba tomada, el Huáscar pone al máximo sus máquinas y tambaleante embestiría al Blanco Encalada. Escuchar como rompían las olas en el casco del monitor haciéndolo moverse fuertemente de un lado a otro era aterrador. La fuerza del mar hacía caer de la cubierta a los muertos que se hundían lentamente.  Yo me aferré a lo que pude, el impacto sería inminente.

Estábamos tan cerca que se podía ver al enemigo moviéndose de un lado a otro, disparando sin cesar para no impactar contra ellos. Lamentablemente y en plena maniobra de embestida, Elías Aguirre fue alcanzado por una granada, la cual acabó con su vida. Había nacido un 10 de octubre de 1843 y a pocos días de su cumpleaños, nuestro segundo comandante deja el Huáscar para siempre.

El monitor era una coladera, muchos oficiales murieron, de los cuales ni siquiera se les podía reconocer, cuerpos destrozados y mezclados entre ellos dejaban una escena imborrable. Aun así, este obstinado monitor tenía combate por ofrecer, uno a uno los oficiales fueron sucediendo, todos hicieron que el Huáscar a pesar de estar destrozado siguiera en la lucha, hasta que ya no pudo más.

Fui testigo que si no fuese porque el Huáscar no podía más, estos hombres sangrantes, y en muchos casos mutilados continuaban en la lucha. Pero así como ellos, este fue el único monitor en el mundo que era de carne y hueso.

El Huáscar no era solo de Grau, era de Elías Aguirre fue él quien tomó la decisión de continuar, si se hubiese rendido, los oficiales que le sucedieron nunca habrían entrado en acción. Fue Aguirre quien dio el ejemplo y obligó moralmente a los nuestros pronunciando unas palabras que pensé que solamente Grau podía decirlas: ¡Valientes del Huáscar…!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "Héroes y marinos notables, apuntes biográficos", Museo Naval del Perú. Colección bibliográfica del INEHPA.


lunes, 19 de septiembre de 2016



El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Tercera parte)

1879, la guerra se nos viene e Iquique comienza a respirar aires de intranquilidad. Aquí nos enteramos de la ocupación chilena del puerto boliviano de Antofagasta. ¡Es terrible!, todo el litoral del país vecino se halla en manos de Chile.

Todos los vecinos salen de sus hogares, algunos colocan la bandera nacional en la fachada de sus casas, gritando ¡viva el Perú! Otros, quienes son más cautelosos atinan a cerrar sus negocios y refugiarse en sus casas. De pronto, una señora de traje muy elegante corre con dirección a la municipalidad, su rostro reflejaba angustia y temor. Era la madre de nuestro alcalde, doña Rosa Vernal.


¿Viste quién ingresó al municipio?, me preguntó Lucila. Es la madre de Ugarte y al parecer está muy preocupada, respondí. ¡Claro! La guerra se nos viene encima, ¡debemos hacer algo!, exclamó mi mujer. ¿Debemos? ¿Quiénes? le pregunté. ¡Todos debemos defender la patria si el enemigo llega hasta aquí!, explica Lucila. ¿Crees que los indígenas que fueron golpeados por sus capataces van a pelear esta guerra por nosotros?, le cuestioné a Lucila. Ella calla y me mira como diciendo: ¡Qué Dios nos ayude!


Nos refugiamos en nuestra casa, decidí no abrir la zapatería hasta que Iquique se calme un poco. A la mañana siguiente se nos comunicó que habrá una junta entre todos los vecinos encabezados por Alfonso Ugarte. Lucila y yo nos alistamos rápidamente y asistimos a la plaza entre la impaciencia de la gente. ¡Pueblo de Iquique, el Perú los necesita! ¡Formaré un batallón con mi dinero y lo formaré al servicio de la patria!, dijo Ugarte a todos los vecinos. Se supo luego que este gallardo caballero quien me perdonó la cárcel, renunció a su viaje a Europa para quedarse. No es militar, es tan civil como yo y pudiendo con toda su fortuna huir está aquí arengando al pueblo.


¡Quién está conmigo!, grita Ugarte. No pasó mucho tiempo para que los vecinos notables se registraran al batallón, otros preferían enrolar a sus cholos para que peleen por ellos. Muchos de estos indígenas no sabían el concepto de patria, otros pensaban incluso que Chile era un señor que venía para matarlos. ¡Pobres!, no saben a lo que se están metiendo, me dije.


Mi posición con respecto a la guerra era indiferente, mientras que la gente siga viniendo a mi zapatería no me importaba lo demás. Esta postura a Lucila le incomodaba, ella quería que yo fuera a inscribirme y formar parte del batallón que Ugarte está creando. ¿No harás nada? ¿Te quedarás aquí mientras los chilenos levantan armas contra el Perú?, me preguntó enojada Lucila. ¡Los chilenos no me han hecho nada!, le dije. Además quién sabe, si vienen hasta aquí querrán cambiar las suelas de sus zapatos, de seguro me pagarán bien, le expliqué. ¡Qué pedazo de bestia eres! ¡Una mula tiene más vergüenza que tú!, replicó Lucila. ¡Bah! Ya vengo y me fui azotando la puerta.


Al caminar sentí la necedad de pensar en mis palabras y las de Lucila, en ese momento, la madre de Ugarte discute con sus amigas. ¿Qué será lo que están hablando?, me pregunté. Lo mejor será acercarme con cautela y oír sus pláticas.


Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección
del INEHPA)
¡Date cuenta Rosa!, convence a tu hijo que abandone la locura de ir a la guerra y huyan a Europa, estarán más seguros allá, dijo una de las amigas. La respuesta de doña Rosa fue digna de quitarse el sombrero: “Si todas las madres peruanas razonara con tal buen juicio, que apartaran a sus hijos de los peligros que corren en todos los combates que el enemigo les presente, ¿Quién defenderán su territorio?, ¿quién pondrá a salvo el honor nacional?, ¿quién impedirá que la soldadesca embrutecida y desenfrenada invada los hogares, y mancille el honor de sus mujeres?... Mi hijo quedará en su puesto, mientras haya un palmo de tierra que defender, un enemigo a quien atacar, y una arma para volverla contra el mal hermano, que así nos ha arrastrado a esta guerra. Mi hijo es peruano, antes que todo, y cumplirá con su deber. Yo como madre, no haré otra cosa que alentar sus entusiasmos, y llorarlo si la desgracia me lo arrebata”.


Esos días entre tambores de guerra e intranquilidad fueron incómodos, Lucila seguía enojada conmigo, la clientela empieza a disminuir y algunos productos de primera necesidad comienzan a escasear. Ugarte ya no es más el alcalde, es tan sólo un civil quien con un grupo de amigos entre los que destacan el buen Ramón Zavala, fiel cliente de mi zapatería, están formando un batallón cuyo nombre me es aún desconocido. Al llegar a mi negocio, abrí como de costumbre invitando a cuanto caballero cruce, la vereda sin percatarme que el pañuelo que me regaló Lucila se me había caído. ¡Jamás pierda sus prendas, y menos cuando son regalos, señor!, me dijo Zavala mientras me devolvía el pañuelo. 
 
¡Gracias, señor! ¿Me trae un nuevo zapato?, le pregunté. Hoy no, vine para preguntarle si ya se inscribió a nuestro batallón, dijo Zavala. No señor, esta guerra no es para mí, le expliqué. Si esta guerra no es para ti entonces ¿cuál?, respondió sonriendo. ¡Es tú deber igual que mío!, me dijo mientras se marchaba.


Las noticias de la guerra se hacían cada vez más cercanas, felizmente, la astucia del comandante Grau ha llevado al límite al poderío naval enemigo. Las correrías del Huáscar surten efecto y contienen a los chilenos, pero por ¿cuánto tiempo? 


Mientras el comandante Grau se batía duramente en el mar, aquí en tierra Iquique se prepara tenazmente para combatir. Ugarte y Zavala provisionan a sus inexpertos soldados con armamento, uniformes, caballos y todo lo indispensable para enfrentar al enemigo. Todo, con dinero de sus propios bolsillos.


Un día de mayo todos los vecinos corren hacia la bahía de Iquique, no entendía el motivo, ¿será que el  enemigo ya está aquí? De pronto Lucila me grita a lo lejos diciéndome que me apure, el Huáscar está aquí y romperá el bloqueo chileno de nuestras costas. Admito que la guerra no me importaba pero por ver al comandante Grau y al Huáscar haría hasta lo imposible.


Era tal cual nos habían informado los diarios, el Huáscar era un buque convertido en esperanza. Todos desde el puerto gritábamos: ¡Viva el comandante Grau! Jamás había visto a Lucila tan eufórica, no se cansaba de animar al Huáscar e insultar a los buques enemigos. La Esmeralda y Covadonga verán el fondo del mar hoy, dijo Lucila mientras cerraba el puño.


El día oscurece con victoria nuestra, ver a Lucila sonreír y bailar fue hermoso, los cantos al Perú no se hacían esperar. El espolón del Huáscar nos dio el triunfo e hizo pedazos a la Esmeralda. Esa victoria nos dio esperanzas, todos sabíamos que mientras Grau esté en el mar ningún chileno pondrá si quiera un solo pie en nuestro suelo.


El mes de octubre acabó brutalmente con la espera, las correrías del Huáscar llegaron a su fin cobrando la vida del comandante Grau. No había nada que hacer, los chilenos invadirían al Perú en cualquier momento. ¡Valientes de Iquique, este es su batallón! Ustedes bendecirán esta tierra con su con sangre, arengó Ugarte a los suyos y marcharon hacia el encuentro del enemigo.


Lucila no me perdonó aquel momento donde los hombres marchaban y yo me quedaba. Nuestro matrimonio desde ese entonces no fue igual. Las campañas del sur habían empezado y las noticias de batallas en Tarapacá y Tacna no se hicieron esperar. Nuestro ejército estaba desmoralizado y diezmado, mientras que Lucila y yo habíamos preferido huir lejos de Iquique.


Conforme fueron pasando los meses las palabras de doña Rosa Vernal comenzaron a tocar mi conciencia. El enemigo acordonaba Arica en donde el último bastión peruano hacía flamear con orgullo el pabellón nacional. El batallón Iquique al mando de Ugarte estaba allí como esperando alguna ayuda por más mínima que sea.


Un día, tomé algunas cosas y busqué despedirme de Lucila, la patria me había convencido para servirla en Arica, lugar donde el coronel Bolognesi aguardaba. Que Dios te proteja linda princesita, le dije a Lucila, despidiéndome, y enseñándole el pañuelo que me regaló me marché sin mirar atrás.


No recuerdo cuántos días me tardé en llegar a Arica, sólo recuerdo al batallón Iquique flamear su bello estandarte como dándome la bienvenida. Mientras Ugarte me recibe con los brazos abiertos y el buen Zavala diciendo: ¡Ahora ya tengo quién me arregle los zapatos después de la batalla!


Junio de 1880, luego de una reunión con un emisario chileno quien pidió la rendición de la plaza, los oficiales reunidos en una sala comienzan a salir, Ugarte y Zavala salen con el pecho inflado lleno de orgullo. ¡Arica no se rinde!, fue la respuesta definitiva.


Recibí la orden de resistir en el morro, mientras el viejo Bolognesi despachaba telegramas reiterando la voluntad de sucumbir antes de entregar Arica. Mientras los días pasaban Ugarte simpatizaba más conmigo, recordando con sonrisas aquellos tiempos donde le robaba las rosas de su jardín. Gracias por venir, me dijo. Lamento no traer ayuda, le respondí. ¡Tú eres la ayuda pedazo de bellaco!, me refutó.


7 de junio de 1880, la toma del morro empezó con los primeros claros del día. Los fuegos se rompen y la batalla empieza mostrando su peculiar olor a muerte. Poco a poco los nuestros comienzan a perecer, mezclando sus gritos de dolor con arengas de resistencia. Jamás había sentido tanto miedo. Uno a uno mis superiores fueron cayendo, empezando con el buen Ramón Zavala hasta el viejo coronel Bolognesi. El batallón Iquique cae más no su mágico estandarte, que fue rescatado por Ugarte quien no dejaba de alentar a los nuestros. No recuerdo si disparé si quiera un tiro, sólo recuerdo que me escondí en una trinchera, mientras mi uniforme se bañaba con sangre. El pánico era tal que me había paralizado, no sabía si las balas iban o venían. Empecé a caminar sin rumbo pisando cadáveres o heridos que aún se retorcían de dolor. Ver sus cuerpos mutilados aún moviéndose era desgarrador. 


El batallón Iquique fue aniquilado, no había ya resistencia alguna, Ugarte me toma del cuello y me dice: Aun te quedan rosas para tu esposa, ¡huye!, ya no hay nada que hacer. ¡No te dejaré!, le dije. ¡Vete! ¡Es una orden soldado!, y dándome un fuerte empujón el joven Ugarte toma el pabellón nacional y monta a caballo distrayendo al enemigo para que yo pudiera huir.


Solté mi fusil aquel que nunca disparé y corrí hacia la plaza en busca de refugio. Al llegar la escena era terrible, los chilenos atacaban al pueblo y se ensañaban con los rendidos o aquel que opusiera mínima resistencia. Fusilaban soldados y repasaban a los heridos. Saqué el pañuelo como buscando consuelo, la sangre había dañado sus hermosos dibujos pero me permitió ver el tercer verso que Lucila había mandado hacer: “Si supiera la pena que era no verte me hubiera resignado a no quererte”, decía. No aguanté más y empecé a llorar. El enemigo pasaba frente a mí asesinando a cuanto soldado se cruce en su camino, por alguna extraña razón, los chilenos me miraban con furia pero ni uno decidió ponerle punto final a mi vida. La sangre caía de mi rostro encegueciendo mi visión. De pronto vi como un chileno ultima a una familia, y mutila la manito de un niño quien trataba de defender a sus padres.


Arica ardía y yo solamente atinaba a mirar aquel niñito, ensangrentado y pidiendo ayuda en medio de disparos y gritos de dolor. Tenía que salvarlo, por eso corrí hacia él y buscando el pañuelo de Lucila para detener su hemorragia noté que se me había caído, no había tiempo para buscarlo así que me quité el saco y abrigué al niño y huí lo más que pude del lugar.


En el camino, el pequeño iba perdiendo la conciencia, su rostro estaba pálido y yo a duras penas podía cargarlo. Caí dos veces con él en mis brazos, felizmente una tienda que servía de ambulancia nos prestó ayuda. Tardamos unos meses en recuperarnos, cuando recobré la conciencia los doctores preguntaron por el niño. Es el pequeño Alfonso, mi hijo, respondí. 


El niño tomó el nombre del hombre que inspiró a todo Iquique hacia un futuro mejor y tras varios días de recuperación, partimos en busca de Lucila, sin pensarlo la guerra nos había traído al hijo que tanto le pedimos a la vida…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)


PREGUNTAS DEL CONCURSO PARA GANAR EL LIBRO DE "CÁCERES"

¿Qué cargo desempeñaba Alfonso Ugarte en el relato?

¿Cómo se llamaba la madre de Alfonso Ugarte?