La mejor Navidad del pequeño Augusto
Los vecinos de Lima quienes estaban conscientes del inminente peligro contaban los días para que la guerra no tocara las puertas de sus casas. Era diciembre de 1880 y era una de las peores navidades que le tocó vivir a la capital. La Navidad de ese entonces era muy distinta a la que conocemos ahora, se vivía una verdadera fiesta religiosa llena de entusiasmo, alegría y regocijo. Las iglesias se atiborraban de gente para orar por la prosperidad, sin embargo, esta vez acudían para pedir un solo deseo: que los soldados ya instalados en San Juan contengan al invasor.
¡Señor, mantén mi casa segura! ¡Líbranos del enemigo! Se escuchaba
el rezo de algunos. Algunas mujeres entre sus oraciones no podían contener el
miedo y una de ellas entra en pánico y lanza un grito aterrador. Absolutamente
todos tenían un familiar en el ejército de reserva, sus cantos y alabanzas iban
hacia ellos. Pocos se acordaban de los provincianos que venían desde lejos para
resistir en San Juan.
Las noticias de la primera línea de defensa corrían gracias
a niños que pregonaban a viva voz los acontecimientos de nuestro ejército.
Ningún limeño era ajeno a estos hechos y se apresuraban a comprar los
periódicos, que en pocos minutos se agotaban. Es ahí donde un pequeño niño que
acababa de cumplir doce años hace su aparición en esta historia.
Augusto, era un vendedor de periódicos muy querido por los
vecinos, en especial de un notable caballero respetado por todo Lima. ¿Quién no
lo conocía? Casi todos sabían quién era este señor y digo casi porque el
pequeño Augusto desconocía su nombre.
Todas las mañanas este educado caballero le compraba el periódico
a Augusto y al término de la compra el distinguido personaje se despide
haciéndole un curioso pero imponente saludo militar. Por razones que Augusto
ignoraba, una mañana el importante hidalgo no aparece para comprar el diario y
saludarlo como era costumbre, hecho que entristeció al pequeño, ya que el señor
era su más fiel cliente.
Las noticias de la guerra corrían cada vez más rápido y
aunque Augusto no sabía leer, pudo enterarse que el ejército peruano se
instalaba en San Juan para una tenaz resistencia. Esta noticia generó en el
niño un gran sentimiento patrio, sentimiento que le había despertado cuando el
Huáscar surcaba los mares antes de caer en Angamos.
A pocas horas de la Navidad, Augusto sabía que la
oportunidad de ver al ejército peruano se le presentaría solamente una vez y no
debía desaprovecharla. Pero, ¿cómo llegar hasta San Juan?, se preguntaba el
niño. ¡Es muy lejos!, no dejaba de repetir.
Caminar desde Lima era casi una travesía imposible para el
chiquillo, quien solamente tenía unas pocas monedas producto de su trabajo.
Para quienes no conocen al pequeño Augusto, él era un niño bastante respetuoso
y muy pegado a las buenas costumbres. Jamás cobraba por un favor, ni mucho
menos aceptaba una venta por más dinero de lo que valía un periódico.
Augusto no pensaba en obsequios, ni propinas como cualquier
niño de su edad pensaría actualmente, para quienes lo conocían sabían, que su
mayor anhelo era ver a nuestro ejército, siempre pedía a las personas que le
compraban sus periódicos que le leyeran alguna vivencia de nuestros soldados.
Si lo hubieran visto, quietecito se quedaba, cuando alguien le narraba sobre el
paso de nuestro ejército. Sentado y con brillo en los ojos lo veían cada vez
que le hablaban de nuestros defensores.
¡Tienes la valentía de un Bolognesi!, una vez le dijeron
cuando comentó que quería defender la patria. Y aunque Augusto no recordaba muy
bien los nombres, él sabía que el tal Bolognesi había hecho algo grande por el
Perú.
Como un niño humilde, Augusto pasaba días y noches sin comer
y aunque siempre llevaba un plato, este la mayor parte del tiempo estaba vacío.
Tal vez un poco de pan le cubría el fondo pero nunca la comida rebalsaba los
bordes.
La mañana del 23 de diciembre el pequeño decidió gastarse el
poco dinero que tenía, decidido a ir a San Juan, Augusto toma sus periódicos y
sube a al tren con destino a Miraflores. Al llegar a la estación se pone a
vender gritando lo poco que sabía de la guerra. No pasó mucho tiempo hasta que
el gentil caballero a quien Augusto extrañaba hace su aparición, saludándolo
militarmente.
¡Deberías estar en Lima, muchacho! ¿Qué haces aquí? Y antes
que Augusto pudiera responder, el señor toma el plato vacío del niño y coloca
pan, tamales y humitas. Jamás el plato del chiquillo tenía tanto alimento, a
tal punto que pedacitos de comida caían al piso. ¡Quiero ver al ejército
peruano, señor!, no dejaba de repetir el infante.
¡Terco como mi sobrino!, dijo el caballero, mientras le
revolvía el cabello. ¡Hasta el mismo nombre tienes!, continuó diciendo el
señor. ¿Y dónde está su sobrino?, pregunta el niño. Debe estar en San Juan, es
oficial de infantería, respondió el hidalgo. La alegría de Augusto era inmensa,
un defensor del Perú se llamaba como él. ¡Ándate a Lima, es peligroso estar
aquí!, le dijo el caballero mientras se alejaba.
¡Suerte pequeño amigo!, se despidió el señor con saludo
marcial. Augusto, agradecido por la abundante comida, decide devolver el saludo
con gallardía. Nadie se lo dijo o quizá Augusto en el fondo lo sabía, pero el distinguido
señor a quien el pequeño quería, era nada menos que Mariano Bolognesi hermano del “Titán
del Morro”.
El niño se sienta en un rinconcito de la estación de
Miraflores y resuelve comerse el gran banquete que le habían obsequiado, al
partir el pan, Augusto se arrepiente y toma una hermosa decisión. ¡Les llevaré
toda esta comida a los soldados! ¡Deben tener más hambre que yo! Y aguantándose
las ganas de probar si quiera un bocado se las ingenia para subir al tren con
destino a Chorrillos sin pagar, claro que a manera de pago, a cambio el pequeño
deja un tamalito al cobrador de la estación.
Plato encontrado en San Juan, parte de la colección del INEHPA. |
Al llegar a Chorrillos, el pequeño Augusto sigue a unas
rabonas que cargaban agua para los soldados con destino a San Juan. Al ver al
ejército peruano trabajando bajo un fuerte sol de verano en el desierto, corre
rápidamente teniendo cuidado de no botar del plato su preciado y sabroso
tesoro. No sé cómo le hizo, pero buscó la manera de repartir toda la comida
entre los soldados, algunos le hablaban en quechua idioma que Augusto no
entendía, atinando solo a sonreír.
¡Augusto!, respondía con saludo marcial cuando le preguntaban
cómo se llamaba. Tienes el mismo nombre que el valiente jovencito que está ahí
parado, le dijo un soldado, refiriéndose a Augusto Bolognesi, uno de los hijos
del defensor de Arica. Si hubieran visto la cara del niño cuando escuchó ese
comentario.
Sabemos que fue la Navidad más triste que pasó Lima, pero
para el pequeño Augusto quien no era más que un vendedor de periódicos, esta
Navidad fue especial. Dicen que al inicio de la Batalla de San Juan el niño
decidió quedarse y se las ingenió para repartir municiones. Siempre con su
plato vacío esperando que alguien se lo llenara con algo para comer.
Al término de la batalla y con el paso de las ambulancias, un
soldado perteneciente a la cruz roja, reporta haber visto un niño de doce años
ensangrentando y aún con lágrimas en los ojos cerca de algunas municiones. Algunas
balas le habían atravesado el abdomen, su pequeño cuerpo aún estaba tibio y se
había aferrado fuertemente al platito vacío. Al certificar la muerte del
pequeño niño acurrucado y sosteniendo su plato, se topan con un enigmático
mensaje, el utensilio tenía una fecha escrita: 23 de diciembre de 1880.
Nadie pudo saber qué significado guardaba ese mensaje en el
niño. Sin embargo para los que conocieron al pequeño Augusto, sabían que esa
fecha significó tener el mejor de los regalos, ver a los defensores de su
patria por única vez.
Bibliografía: "Bolognesi y sus hijos", Ismael Portal. (Colección bibliográfica del INEHPA)
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