Chorrillos: el distrito que ardió con el fuego de la esperanza
El fuego era tan intenso que el 13
de enero luego de la batalla de San Juan, la noche se había convertido en un espectáculo
aterrador. Lenguas incandescentes se divisaban a lo lejos y eran tanto su destello
que iluminaba por completo el distrito. Llantos y gritos se confundían en una
sola súplica, ¡auxilio!
Los reductos de Miraflores
estaban muy lejos y no podían prestarnos ayuda, ¡los odio!, mi familia muere y
ellos son testigos privilegiados de saqueos, violaciones e incendios. Era tanta
mi desesperación, que mi ira recaía en mis compatriotas, atrincherados en la
segunda línea de defensa. Todos corrían de un lado a otro, las mujeres eran
repartidas entre los soldados chilenos mientras que ancianos eran pasados por
cuchillo.
Los escombros se hacían tan
espesos que era imposible pasar sobre ellos, casas hacienda que adornaban el
bello balneario eran recuerdos de la clase y linaje limeño. Las paredes iban
cayendo una por una y yo seguía sin encontrar a mi esposa e hijos. Los busqué
sin cesar, mientras los soldados chilenos reclamaban como suya cualquier cosa
que les sea valiosa.
No sabía a quienes preguntar por
mi familia, todos mis vecinos corrían o lloraban pero nadie estaba quieto. No
podíamos resistir, la única palabra que pude escuchar tan claramente entre
tantos lamentos fue ¡misericordia!
Los gritos desgarradores me hacían
presagiar lo peor, mi casa estaba destruida, mi familia no estaba. Buscando entre
los pedazos de madera y algunos restos de metal pude ver a mi esposa muerta, su
vestido estaba roto, como rasgado, su rostro inerte reflejaba pavor, mientras sus manos sostenían un escapulario.
¡Miserables!, grite en silencio.
Sabía muy bien que si me oían podían ensañarse conmigo, jamás había llorado
tanto pero tenía que reponerme, mis hijos me necesitaban y tenía que ir por
ellos. Únicamente me quedaba orar para que estuvieran ocultos y a salvo. No
pude enterrar a mi esposa, tenía que esconderme pues era blanco fácil, mi
uniforme de soldado me delataba y tenía que ser precavido. ¡Hasta siempre mi
amor!, es lo único que le pude decir y
con un beso tuve que marcharme en busca de mis hijos.
No tenía pistola o un fusil,
solamente la punta de una bayoneta era mi línea de vida. No podía gritar el nombre
de mis hijos por temor a ser escuchado, tenía que pasar entre los restos de
Chorrillos y por encima de algunos cadáveres escondiéndome a cada paso que
daba.
Chorrillos después del incendio (Archivo Courret) |
No tenía fuerzas y por ratos
sentía que la vida me abandonaba, mis lágrimas se habían secado y la
resignación de haberlo perdido todo estaba latente. Mi batallón aniquilado, mi
casa destruida, mi esposa muerta y mis dos hijos perdidos. Mi incertidumbre era
tal que no sabía si culpar a Chile por atacar o al Perú por no defender. Regresé
al lado de mi esposa, quien yacía entre los escombros y me tiré al suelo justo al lado de ella, tomé su
mano y esperé a que la muerte se apiade
de mí y me lleve cuanto antes.
En ese momento sucedió lo
impensado, ¡levántate!, me dijeron, ¡tenemos que resistir en Miraflores! Era
uno de mis hijos, que portando una hermosa bandera del Perú me arengó hasta
ponerme de pie. Mientras lo abrazaba noté que mi otro hijo me esperaba escondido
en un rincón.
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