El último cartucho del pequeño Bolognesi
Era médico y en mis tantos años de carrera nunca había sido
testigo de una agonía tan nostálgica, como la que sufrió este jovencito de apenas
diecisiete años. Me apuraron pues a la casa de un señor, cuyo hermano había
sido nombrado como el Titán del Morro. Mariano Bolognesi me recibió
atento pero devastado.
Buenas tardes señor, dígnese usted a pasar, me dijo,
mientras me conducía al cuarto del muchacho. Este es mi sobrino, Augusto y ha sido herido en la batalla de San Juan. Tres proyectiles de ametralladoras le han herido el
pecho y un fragmento de bomba le ha destrozado la tibia, continuó.
Mariano no sabía bien cómo explicar la situación, su voz se entrecortaba
y las lágrimas que ya bañaban su rostro lo ahogaban en un profundo vacío. ¡Ayúdelo!,
me suplicaba, vi morir a su hermano Enrique hace algunos días. ¡A él no lo dejes morir,
no me lo quites por favor!, su llanto era desgarrador.
Augusto Bolognesi Medrano |
Había oído hablar de Francisco Bolognesi, pero nunca de sus
hijos, según me contaba la familia, la lucha de Enrique y Augusto era tan
ferviente, que todos los que pudieron verlos en los campos de batalla querían
seguirlos hasta al final. No era para menos, eran Bolognesi y ese apellido era
un peso tan grande que únicamente ellos podían cargar.
Haré lo que esté en mis manos don Mariano, le dije, mientras algunos de mis colegas examinaban al jovencito cuidadosamente. Observé al detalle las terribles heridas
que había recibido Augusto y cuando le secaba el sudor de la frente le dije: ¡Estarás
bien!
Augusto me deja ver una pequeña sonrisa y mueve lentamente
su cabeza como sabiendo la verdad de su suerte. Nunca supe si se enteró que su hermano
había muerto algunos días atrás, tal vez no pudo, la fiebre aumentaba y algunos
delirios se le podían escuchar: "¡Carguen!
¡Fuego! ¡A la bayoneta!".
No había nada por hacer, le dije a don Mariano y mientras
los demás doctores se retiraban impotentes, decidí quedarme un rato más, tal
vez podría presenciar un milagro y Augusto presente mejoría.
Pasaron algunos días y la esperanza me iba abandonando, su rostro palidecía y
la muerte rondaba cerca de su lecho. El pequeño defensor se muere y yo únicamente podía mirar.
El 26 de enero de 1881 Augusto hace gala de su última acción
de coraje, pues un Bolognesi era y como un Bolognesi debía morir. El muchacho en su agonía intenta levantarse, quién sabe qué quería o qué buscaba, pero su mirada estaba fija en una sola cosa: un sable.
Quería pensar que el joven Augusto deseaba seguir resistiendo, no sé si sabía que el ejército chileno ya estaba en el centro de Lima, pero sí sabía que si la capital lo escuchaba rugir, todos volveríamos a lucha. Como médico no podía permitir que se levante pero como peruano quería alentarlo.
¡Vamos Bolognesi!, le grité, el Titán del Morro quiere que resistas un poco más. Demuéstrame que eres peruano y toma el sable, el Perú te necesita y yo también.
Augusto cae de la cama y la resignación hace entristecer mi corazón. No puede más, pensé, el pequeño hizo suficiente y engrandeció más su apellido. Cuando quise ayudarlo y llevarlo de vuelta a la cama, Augusto se impulsa y toma el sable desde el suelo, el rugido que tanto le pedí en silencio, hizo estremecer Lima, dejando en claro al enemigo que había un Bolognesi más que seguía en pie de guerra.
Su rugido fue largo y conmovedor, las lágrimas de un pequeño guerrero a punto de morir quiebran hasta el más duro acero. Ni siquiera Mariano Bolognesi fue testigo de tanto arrojo, solamente yo puedo dar fe de tanta determinación, pues sabía que antes de certificar su muerte podía certificar su valentía, un coraje que únicamente un Bolognesi podía tener.
La fiebre le quiebra la voluntad y las medicinas no podían hacer nada más, las oraciones se podían oír afuera de su habitación. Todos deseaban su mejoría, pero sería yo el villano que destruiría esa fe.
Comuniqué la gravedad del asunto y únicamente podía agachar la cabeza. Familiares y amigos entran a despedirse del pequeño defensor, mi trabajo por más insignificante que fue, estaba hecho. Prometí regresar a despedirme de Augusto pero por ahora debía marcharme.
Quería pensar que el joven Augusto deseaba seguir resistiendo, no sé si sabía que el ejército chileno ya estaba en el centro de Lima, pero sí sabía que si la capital lo escuchaba rugir, todos volveríamos a lucha. Como médico no podía permitir que se levante pero como peruano quería alentarlo.
¡Vamos Bolognesi!, le grité, el Titán del Morro quiere que resistas un poco más. Demuéstrame que eres peruano y toma el sable, el Perú te necesita y yo también.
Augusto cae de la cama y la resignación hace entristecer mi corazón. No puede más, pensé, el pequeño hizo suficiente y engrandeció más su apellido. Cuando quise ayudarlo y llevarlo de vuelta a la cama, Augusto se impulsa y toma el sable desde el suelo, el rugido que tanto le pedí en silencio, hizo estremecer Lima, dejando en claro al enemigo que había un Bolognesi más que seguía en pie de guerra.
Su rugido fue largo y conmovedor, las lágrimas de un pequeño guerrero a punto de morir quiebran hasta el más duro acero. Ni siquiera Mariano Bolognesi fue testigo de tanto arrojo, solamente yo puedo dar fe de tanta determinación, pues sabía que antes de certificar su muerte podía certificar su valentía, un coraje que únicamente un Bolognesi podía tener.
La fiebre le quiebra la voluntad y las medicinas no podían hacer nada más, las oraciones se podían oír afuera de su habitación. Todos deseaban su mejoría, pero sería yo el villano que destruiría esa fe.
Comuniqué la gravedad del asunto y únicamente podía agachar la cabeza. Familiares y amigos entran a despedirse del pequeño defensor, mi trabajo por más insignificante que fue, estaba hecho. Prometí regresar a despedirme de Augusto pero por ahora debía marcharme.
Dejo la habitación con sentimientos encontrados, pues ni mis
años de médico pudieron crear una cura para la desazón. ¿Cabe el perdón en esta
guerra?, por ahora no podré responder, prefiero dejarle esta pregunta a las
incontables generaciones por venir.
Era 27 de enero de 1881 y decidí visitar al pequeño
Bolognesi, tal vez una diminuta luz alumbre
su destino. Al intentar pasar a su habitación don Mariano me detiene y mientras
que en el cuarto se escuchaban lamentos, me dice con profundo abatimiento: Mi
pequeño defensor quemó ya su último cartucho…
Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico
Bibliografía: "Bolognesi y sus hijos, familia de héroes" de Ismael Portal (Colección bibliográfica del INEHPA)
Para nunca olvidar.
ResponderEliminarRealmente, para nunca olvidar. Todo el texto debería de ser plasmado en audio y liberado en la red.
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