Curayacu:
la playa peruana que fue chilena
¡Viva Chile!, se
escucha fuerte en las puertas de Lima y es que el ejército sureño ya está aquí
y nada pudo hacerse para evitar que desembarcaran en una caleta al sur de la
capital llamada Curayacu, playa que hoy aún existe y es
utilizada por muchos veraneantes para permitirse un respiro y vivir un día de
tranquilidad, cuando el 22 de diciembre de 1880 se convirtió en una fecha de
terror.
Curayacu parecía
un lugar inhóspito como si no formara parte del Perú, ningún limeño o
provinciano se apresuró a impedir el desembarco de la ‘estrella solitaria’.
Chile está aquí y hace notar su imponente y desafiante presencia con arengas y
cantos de sus regimientos. Y es que son tantos, miles de soldados pisan tierra y
yo aquí, escondido entre las rocas sin poder hacer nada.
Ver a diversos
batallones elevando al viento banderas chilenas era desgarrador. No hay un solo
peruano quien se indigne si quiera ante tal osadía, ¡ni uno solo! No tengo
mucho dinero pero si el suficiente como para sacar a mi familia de Lima y huir
del país, es una sabía decisión. Tal vez cuando esto acabe podamos regresar y
reconstruir lo que se perdió.
Mientras debatía
si quedarme en Lima o escapar, pude ver como descargaban su artillería, ¡Dios
mío!, jamás había visto estos cañones, se ven pesados y potentes. Aquí ya no
hay guerra concluí, será una carnicería, la cantidad de armamento y soldados
que desembarcaban era impresionante. No hay más que decir, debo huir.
Saliendo
temeroso de mi escondite decidí regresar a Lima, mi casa ubicada en la calle
Mercaderes hoy Jirón de la Unión es mi destino. Las pocas casas que se
encontraban cerca del lugar estaban desiertas, los pocos lugareños optan por
irse llevando consigo lo que puedan cargar. Todos huyen, nadie se queda.
Playa Curayacu actualmente |
Ya estaba lejos
de aquella playa y aún se podía escuchar sus gritos de victoria, era tarde y
las luces de sus fogatas iluminaban el cielo. La caballería ha pisado tierra,
sus galopes estremecen el suelo por donde pisan. Estaba decidido a escapar y
comencé a apretar el paso, nada me haría cambiar de opinión, mi familia es
primero y aquí ya no se trata de defender una bandera, ni mucho menos de
patriotismo, aquí está en juego la vida de civiles, mujeres, ancianos y niños
sufrirán las consecuencias.
A medida que
llegaba a mi destino más convencido estaba en salir del Perú, algunos vecinos
de Lima se apresuran a tomar un arma o lo que sea que pudieran utilizar para
defenderse, pues se han inscrito en batallones de reserva. Gente de distintas
partes del país han llegado, algunos han formado sus compañías con su propio peculio. ¡Tontos!, les
gritaba, no saben lo que vi.
A pocas cuadras
de mi casa muchos jóvenes corren a alistarse en algunos regimientos, uno de
esos jóvenes era mi hijo… ¿Qué crees que estás haciendo?, le pregunté molesto. Padre
la patria me ha llamado y como hijo de esta tierra es mi deber defenderla, me
dijo con un arma en mano. Era el revólver de mi padre quien lo utilizó en el
combate del dos de mayo de 1866.
Tomé fuertemente
el brazo de mi hijo frenando su entusiasmo. ¡No puedes impedirlo!, me gritó, no
soy un niño… Eres mi niño lo interrumpí, con la voz entrecortada. En una guerra
de esta magnitud el enemigo no perdonará, no clasificará entre civiles y
militares si disparas contra ellos. Te matarán antes de que puedas hacer el
primer disparo, le expliqué.
¡Esta pistola
tiene más que balas!, me respondió, y entregándome el revólver mi hijo se
marcha a uno de los batallones de reserva.
Nada pude hacer,
pues es él es un hombre y su palabra se ha vuelto ley, su convicción en promesa y su orgullo en patriotismo.
Examinando el arma me doy con la sorpresa que no tiene ni una bala
cargada. Entonces y solamente entonces
abrí los ojos y entendí que esa pistola que perteneció a mi padre llevaba algo
más. Mi hijo tenía razón, este revólver no tiene balas pero tiene algo más
poderoso que ningún fuego de metralla jamás tendrá: ideales.
Regresé a casa y
pedí a mi familia que busque resguardo en algún convento, iglesia o barco
extranjero, que buques neutrales que han venido observando el desarrollo de
esta guerra. ¿A dónde vas?, me dijeron con temor. Tomé la bandera que había
tejido mi esposa y despidiéndome con un hasta pronto pronuncié: ¡Con mi hijo, a
defender este hermoso cielo, este mar azul y esta milenaria tierra!
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