Julio César Escobar, el niño que se convirtió en árbol
Fui testigo mudo y tuve que observar a la fuerza una
terrible ejecución. Presencié por algunos días momentos importantes de su vida
y gocé con cada entusiasmo que este angelito demostraba en defensa de mi
tierra. Lo veía subir y bajar a cada instante por mis ramas más fuertes y no
temía a mi gran altura. Albergaba yo a pájaros, roedores e insectos pero jamás
había compartido tan dulces momentos con un niño.
Él no era un chiquillo común, era soldado y servía a mi
tierra perteneciendo a un grupo de vigías que debían anunciar la llegada del
enemigo en caso era avistado. Yo tenía más de 300 años y nunca antes un niño me
demostraba tal cariño por su patria, San Juan sería escenario de una cruenta
guerra, pero donde muchos veían a la muerte aproximarse yo veía paz y una
tranquilidad que solamente este pequeñín podía darme.
Casi nunca intercambiábamos palabra alguna, sin embargo en
sus ratos libres y mientras él me quitaba las hojas secas, me contaba que
trabajaba como repartidor de periódicos y que algún día quería ser útil al
Perú. Por más que deseaba, jamás pude decirle una palabra de aliento o un
consuelo en sus momentos de agonía, lo menos que podía hacer era darle sombra, protegerlo del arenal y del tan despiadado sol.
Fueron pocos días pero disfruté cada minuto que pasaba con
él y mientras trepaba rogaba que no se resbalara porque no sería capaz de
atraparlo. ¡Ten cuidado!, quería decirle cuando ascendía por mi tronco o ¡gracias
por tu amistad!, cuando me regalaba una poca de agua. Pensé que era tan solo
un pino pero con él soñaba que era algo más y que a pesar de que no podía
moverme podía sentirme vivo. A su lado aprendí a respirar no solamente aire
sino libertad, dicha, felicidad.
Pino en el que Julio César Escobar servía como vigía |
Quería saber su nombre pero no sabía preguntar, quería
abrazarlo pero nunca aprendí cómo hacerlo, simplemente me dediqué a ser feliz
con él, sin presagiar lo que ocurriría después. Recuerdo permanecer firme en la
hacienda San Juan Grande que servía como refugio a soldados de mi coronel Andrés
Avelino Cáceres, conocer sus pesares y júbilos me hacían creer que era parte de
ellos, no podía portar un arma pero estaba lleno de patriotismo como todos.
Esa calma y tranquilad se rompe el 13 de enero de 1881,
sabía que estábamos en una riña pero ignoraba quién era el enemigo. Escuché a
los soldados renegar de su destino y culpar a un tal Chile de la hecatombe,
espero que nuestros defensores y Chile o como se llame ese digno señor dejen
sus diferencias y algún día regresen como hermanos a retozar bajo mi sombra.
Logro divisar fuego en Chorrillos, muchos de mis defensores
buscan asilo en la hacienda, el conflicto todavía no llegaba aquí pero era
cuestión de horas para que se desate la tragedia en este lugar, que por ahora era
seguro. Mi pequeño amigo toma su puesto en lo más alto de mi follaje y se
mantiene firme como esperando el momento decisivo. ¡Corre!, quería decirle,
este lugar no estará a salvo por mucho tiempo, la incertidumbre se aproxima y
no hay nada que yo pueda hacer para protegerle.
¡Enemigo a la vista!, grita el pequeñín con voz firme. Era
cierto, seres humanos iguales a nuestros defensores llegaban produciendo un
ruido ensordecedor que venía de una especie de rama puntiaguda. Lo único que
los diferenciaba de los nuestros era una bandera de colores azul, rojo y blanco.
Quién de todos ellos será el señor Chile, quería preguntarle a mi amiguito, tal
vez si me ve y observe el árbol majestuoso en el que me he convertido quiera
soltar esas ramas que portan sus soldados y que causan tanto ruido, a tal punto
que su sonido hace dormir a muchos de mis defensores.
Trataba de comprender los hechos, en ese tiempo jamás
conocía la muerte, ni mucho menos oído hablar de ella. Para mí tenía otro significado, era un sereno descanso
por el que todos íbamos a pasar algún día. El miedo era simplemente para mí una
respiración agitada y cúmulo de sensaciones, pero mi valiente amigo lo sentía
de otra manera, su rostro reflejaba desesperación y pánico.
Los extranjeros rodearon la hacienda y prendían fuego a cada cosa que se les atravesaba.
Recuerdo que trataba de esconder a mi angelito entre mis ramas pero fue en
vano, los forasteros lo divisaron y lo bajaron a la fuerza. Yo no entendía que
delito había cometido o qué pudo haber hecho para que el pequeño sea tratado de
esa manera.
Trataba de preguntar pero una vez más no sabía cómo, las
palabras por más que las sentía no las podía pronunciar. Arrimaron a mi pequeño
amigo a mi lado y mientras me miraba con la inocencia propia de su edad fue
ultimado. No podía llorar porque tampoco sabía cómo, solamente observé como la
vida abandonaba al niño que me trató como un amigo y no como un simple pino.
Desde aquel 13 enero mi vida no fue la misma, vi pasar
generaciones pero ninguno de los que pasaron me hicieron sentir como un amigo.
Tal vez siempre fui un árbol y como un árbol debía morir. Caí en el 2001 y morí
en la más triste soledad, tuve que secarme para entender que la soledad no es
la que mata sino el olvido.
Muy buena publicación, me emocione mucho, es todo un homenaje para los soldados heroes sin nombres del ayer y de hoy. Orgullo peruano
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, esperamos seguir por ese camino, el camino de un Perú mejor, saludos.
ResponderEliminarQue hermosa historia y que final tan conmovedor, tantos héroes que lucharon y que no conocemos, gracias por mostrarnos así la historia!!!
ResponderEliminarNo Jessica, las gracias a ti por leerla y difundirla. Saludos.
EliminarDurante mi infancia tuve la oportunidad de visitar esta iglesia que albergaba al famosísimo pino histórico. Casi me saltan las lagrimas el leer el texto.
ResponderEliminarCuál es la direccion?
EliminarExcelente, mis más sinceras felicitaciones
ResponderEliminarOjalá muchos traten de imitar a Julio César Escobar un gran héroe
ResponderEliminaryooo queria un resumen ........
ResponderEliminarConmovedor relato.
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