miércoles, 2 de mayo de 2018


Bajo la Palma de Ricardo y el héroe del dos de mayo


Hace un par de años en la antigua Biblioteca Nacional había conversado con don Ricardo, un simpático viejito que guarda en su memoria miles de historias de notables personajes que dejaron huella en el Perú.

Para quienes no lo recuerdan, este singular anciano de aspecto socarrón, es escritor y lo conocen muy bien con el apodo de ‘Bibliotecario Mendigo’. ¿Ya saben a quién me refiero? Conocido como un gran tradicionalista se esconde casi siempre en los pasillos de la biblioteca, ocultándose de la gente, esperando la noche para sentarse a leer, utilizando una vela a sabiendas que hay luz eléctrica.

Todavía llevo marcado los bastonazos que me dio en la cabeza, sin embargo, para evitarlos, esta vez voy a visitarlo preparado. Leí muchos libros de historia y sé que hoy es un día muy especial, así voy a ver a don Ricardo con la esperanza de que me cuente una historia más.

¡Se ha ido a la plaza Dos de Mayo!, no debe tardar, me dijo el administrador de la Biblioteca Nacional. ¿Se fue? ¿Y solo?, le pregunté. Sí, intentó subirse a un micro pero por poco agarra a bastonazos al cobrador, me respondió. No pude evitar sonreír, qué le habrá dicho el cobrador para que don Ricardo se haya molestado.

Tomé un taxi para alcanzarlo, un tanto preocupado. Como sabrán las calles son peligrosas y más para un anciano, caminar hasta la plaza es un riesgo que al parecer don Ricardo no tomó en cuenta. Mirando a todos lados bajé del carro dispuesto a bordear la plaza para encontrarlo. No había nadie cerca al monumento, deduje entonces que pudo haberse extraviado.

Las bocinas de los carros se hacían cada vez más insoportables, un intenso tráfico se genera, los conductores pierden la paciencia y lanzan improperios, los transeúntes miran hacia un solo lugar, generando la atención de más curiosos que no tardan en aglomerarse. ¿Quién o qué era el causante de tal desastre? Era don Ricardo que trataba de cruzar la pista con dirección al monumento. ¡Bájate de ese caballo mecánico para que sepas lo que es bueno!, amenazaba el viejo a un conductor.

No tarde ni un segundo en correr hacia él para ayudarlo, don Ricardo buenos días, ¿se acuerda de mí?, le pregunté. ¡No recuerdo ni de lo que desayuné esta mañana y me voy a acordar de ti!, llévame al monumento, respondió. Mientras caminábamos trataba de hacerle recordar a don Ricardo quien era yo, parecía venirse una lucha casi perdida, pero el viejo me miraba atentamente, llevando a ratos su vista al bastón que llevaba.

¡Ahh! ¡El bellaco!, me dijo. El cabezón atarantado que me vino a visitar hace algún tiempo, continuó. Sí don Ricardo, ese mismo: ¡el cabezón!, le respondí mientras me tomaba la cabeza. Vino a honrar a los héroes del Combate 2 de Mayo, le comenté. Así es muchacho, pero sobre todo vine para mostrar mis respetos a un gran amigo. ¿Amigo?, ¿de qué habla?, no tardé en cuestionar. Si supieras muchacho, que este hermoso monumento inaugurado en 1874 ha reflejado en mármol y en bronce la gloria y la inmortalidad.

El gobierno peruano abrió un concurso que tenía como finalidad erigir un monumento para perpetuar la victoria de aquel combate. Francia fue la cuna de su construcción, un jurado europeo eligió este modelo como el mejor de todos, y no se equivocaron. ¡Míralo! Contempla cada uno de sus pormenores, siente en sus detalles la magia de su historia.  

José Gabriel Gálvez Egúsquiza


Está olvidado don Ricardo, mire el polvo y la suciedad, solo nosotros dos sabemos lo que pasó un día como hoy. Su amigo debe estar enterrado en el recuerdo, le mencioné. Don Ricardo contempla el monumento pasando sus dedos sobre el descuidado mármol y mirando a la gente pasar sin siquiera detenerse unos segundos y observar la majestuosidad de su construcción, me responde: No lo ven, sin embargo sus corazones lo sienten, mi amigo está enterrado pero está en el recuerdo. Y señalando una parte de la edificación continuó, este es mi amigo el gran Ministro de Guerra y de Marina José Gabriel Gálvez Egúsquiza, orgulloso cajamarquino que no dudó en luchar contra la opresión española. Jamás había oído hablar de él, le interrumpí, había leído de un tal Gálvez combatiente en la guerra con Chile de 1879, ¿habrá sido él? De pronto, don Ricardo me mira fijamente y levanta el bastón con todas sus fuerzas, supe en ese momento que había dicho una tremenda tarugada. ¿Recuerdan que dije que vine preparado? Pues bien, una gorra gruesa llevaba puesta, la cual reduciría el dolor considerablemente.

¡Sácate ese cachivache de la azotea!, me dijo el viejo y colocando el bastón en posición, me lo acomodó fuertemente en cabeza exclamando sabias palabras: ¡Serás de mula!  

Ese es su hijo, José Gálvez Moreno, explicó. ¡No te confundas!, continuó. De acuerdo don Ricardo, lo recordaré para toda la vida, le dije mientras me sobaba la cabeza. Cuénteme, ¿qué le pasó a su amigo? Estábamos en la torre de La Merced, donde la explosión de una granada llenó de oscuridad el combate, eran casi la una de la tarde del 2 de mayo de 1866. Otras veintiséis personas corrieron con misma suerte que Gálvez, todos comprometidos con la causa, ninguno retrocedió. Pero, si usted estaba ahí ¿cómo se salvó? Estuve con el ministro Gálvez en la torre, salí de la torre unos minutos antes de la explosión. Esa fue la última vez que lo vi, estrechamos un fuerte apretón de manos antes del combate y rápidamente nos dirigimos a nuestros puestos.

¿Qué pasó con todos esos héroes, qué fue de los que sobrevivieron?, le pregunté al viejo. Los que sobrevivieron continuaron sus luchas personales hasta que La Guerra del Guano y del Salitre los volvió a juntar trece años más tarde. Niños que se iniciaron en el fragor del combate se volvieron hombres en la guerra de 1879, como Leoncio Prado y tantos otros.

Con este monumento se inició todo, debemos estar felices de que esté aquí, y yo sería más feliz si al menos colocaran una vereda para llegar hasta este lugar. ¿Te imaginas, cuántos ancianos como yo quisieran llegar al monumento de sus padres y abuelos, pero por culpa de este caos no pueden?, me explicó.

¿Lo llevo a casa don Ricardo?, le pregunté. ¡No! Llévame a Barrios Altos, quiero ir al Presbítero Maestro, ahí está el mausoleo de Gálvez y parte de su familia. He visto algunas sillas que caminan con solo la voluntad de los viejos, se ven cómodas para viajar, dijo el anciano. Son sillas de ruedas eléctricas, don Ricardo, le expliqué soltando una risa.

¡Entonces llévame primero donde venden esos artefactos y cómprame uno!, exclamó Ricardo. La risa se me borró del rostro pues, un artefactito de esos me iba a salir un ojo de la cara. Mientras caminábamos por la intensa congestión vehicular, traté de convencer a don Ricardo Palma que mejor era tomar un taxi y saber un poco más del tal José Gálvez, héroe del Combate 2 de Mayo...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Gálvez en el sesquicentenario de su muerte heróica", Fuero Militar Policial, "Historia y odisea de monumentos escultóricos conmemorativos, José Antonio Puertas Gamarra, "El combate del 2 de mayo de 1866 en el Callao", José Ramón García Martínez. Libros que pertenecen a la biblioteca especializada del INEHPA.   

lunes, 19 de marzo de 2018

¡No me Falles, corbeta Unión! (Segunda parte)


Hace un día había partido, la corbeta Unión se balanceaba suavemente con el vaivén de las olas, ocultando un secreto dentro de su débil coraza de madera. Sin embargo, al mando de ¡a toda máquina!, el buque mostraba su verdadera capacidad. Tal vez la nave no tenía la piel de león, pero sí la del zorro, sigilosa y astuta, esperando a ser emboscada por lo desconocido.

Los barcos extranjeros seguían cada paso de la corbeta, ni tan cerca como para acompañarla, ni tan lejos como para perderse su triste final. Manuel Villavisencio los miraba tratando de descifrar el rostro de sus tripulantes, todos ellos a salvo y sin preocupaciones, mientras que él a su mando, tenía a los que seguro iban a morir.

Manuel sabía que de todos los buques enemigos, habían dos gemelos de los que debía tomar extremas precauciones: el Cochrane y el Blanco Encalada. Dos blindados modernos dispuestos a devorar a la Unión si la encuentran. Entre la tripulación peruana se corría el rumor que al menos un buque enemigo debían echar a pique. Ante la pregunta de cuál debía ser, la respuesta fue realmente conmovedora: ¡el Huáscar!             

No debía haber tregua para aquel monitor que cayó en posesión del enemigo. Para la dotación de la Unión, el Huáscar era tan solo un pedazo de metal cuyas nobles correrías habían quedado en el pasado. A pesar de no contar con el mando de Grau, el monitor era un enemigo de cuidado para la corbeta, de llegar a enfrascarse en un combate directo, nuestra nueva patria flotante no tendría oportunidad. 

No solo de los blindados enemigos debía cuidarse Villavisencio, los fuertes vientos y el mar embravecido podían causar serios daños a la corbeta, incapacitando su única carta bajo la manga: velocidad. Los maquinistas mantenían firme al buque, haciendo grandes esfuerzos por evitar contratiempos. Arica aún estaba lejos y la posibilidad de presentar combate en cualquier momento estaba siempre latente.  

Por extraño que parezca, la corbeta y su comandante habían estrechado un gran vinculo. El buque cargaba con el peso de pertrechos, suministros y la torpedera Alianza, Villavisencio cargaba con la esperanza de todo una nación. ¿Para cuál de los dos su significativa carga era más pesada? 

La Unión marchaba pegada a la costa recibiendo los aplausos de la gente que la avistaba, su pabellón se lucía al viento, como saludando y agradeciendo la compañía. Esos días eran de intensa calma, los inexpertos grumetes y algunos guardiamarinas se sentían aliviados, pero para Manuel Villavisencio y su segundo al mando, Arístides Aljovín era el preludio de lo que podría ser el encuentro entre el león y el zorro. 

Era la madrugada del siniestro 17 de marzo de 1880, cuando el día aún era sombrío. Villavisencio ya había advertido que Arica estaba siendo bloqueada y que entrar al puerto no iba ser nada fácil. El enemigo estaba seguro que si la Unión merodeaba cerca lo haría tocar el fondo del océano. El león solo debía esperar a que la presa se acerque. Los buques bloqueadores estaban en sus posiciones.

La Unión se encontraba en las puertas de Arica, ¡alto a las máquinas!, gritó su comandante. La corbeta se detiene,  Villavisencio trata de encontrar algún punto débil, las naves enemigas estaban cerca, pero no daban señales de aparición. ¡Es una trampa!, exclamó Emilio Benavides, el tercero al mando.

De pronto, noticias recibidas hacen palidecer a Villavisencio, el máximo de sus temores se había convertido en realidad, el Cochrane fue avistado, pero lejos del bloqueo. Era el momento de entrar, el factor sorpresa era crucial para el ingreso. Lentamente la corbeta se movilizó, ninguna de sus luces fue encendida, todo estaba calculado, el zorro entraba lentamente a la guarida del León, el más mínimo error y la Unión debía prestarse a combatir con la seguridad de ser vencida.

De pronto, una luz divisa a la Unión y se acerca al buque. ¡Nos han descubierto!, gritó Aljovín. ¡Toquen zafarrancho de combate!, continuó. ¡Aguanten la orden!, dijo Villavisencio con catalejo en mano. Era la lancha boliviana Sorata, que los recibe y escolta cerca al monitor Manco Cápac, cuyos cañones de 500 libras ofrecían la seguridad que la noble corbeta estaba esperando.

Eran las 6 de la mañana y los leones se acercan al puerto de Arica, la neblina y la oscuridad que habían ocultado el ingreso del astuto zorro habían desaparecido, revelando su posición. El enemigo divisa a la corbeta Unión, anclada en la rada del puerto, como burlándose de su bloqueo descargando sus suministros. 

Así como el enemigo, los barcos neutrales no podían creer que al despertar del día, la corbeta ya estaba en Arica dejando la misión que se le había encomendado. Algunos extranjeros se tomaban la cabeza no pudiendo creer lo que veían sus ojos. Otros se preguntaban qué fue lo que había pasado. 

Todos los tripulantes de la Unión vitoreaban su pequeño triunfo, ¡todos!, menos Manuel Villavisencio. Las naves enemigas sintiéndose burladas intercambian señales. El Huáscar ordena al Matías Cousiño traer refuerzos para un ataque fulminante y definitivo contra la corbeta. Se escapó en Angamos, no se salvará en Arica pensaron.

El Huáscar izó su pabellón al tope, luciendo su bandera para intentar desmoralizar una vez más a los de Arica, saliendo del alcance de las baterías del morro, como buscando la mejor posición para atacar. ¡Si el Huáscar decide abalanzarse sobre nosotros estaremos indefensos!, dijo Villavisencio a sus oficiales. La corbeta seguía desembarcando su preciada carga. Para peor de sus males, la Unión debía abastecerse de carbón. La pequeña victoria de la nave peruana se iba convirtiendo cada vez más en una tragedia.

Sin embargo, la Unión reveló otro de sus secretos: ¡su nombre! El monitor Manco Cápac se une a la corbeta y se coloca delante para protegerla. Sus poderosos cañones eran formidable adversario para el Huáscar. Pero ¿cuánto tiempo más podían resistir las naves peruanas? El Matías Cousiño no tarda en traer refuerzos y lo hará con sus máximos blindados.

Villavisencio da la orden de alistar la artillería, él sabía que sus cañones Voruz no harían daño suficiente para presentar combate. Había que suspender la carga de carbón, si los refuerzos enemigos llegan, el Manco Cápac no podría enfrentarse a ellos. Nuevamente la zozobra e incertidumbre golpearon el corazón del comandante de la Unión.

A las 9 de la mañana se avistan humos enemigos, sin embargo, no se distinguían como para saber cuál sería el que desataría el infierno. De pronto, el Huáscar decide hacer su primer disparo. Fuera del alcance del Manco Cápac el monitor enemigo tenía la tranquilidad de descargar su ira contra la corbeta.

El terrible golpe impresionó a los tripulantes de la Unión, aunque fue un impacto negativo, la corbeta no pudo contraatacar. Las baterías del morro debían esperar que el Huáscar se acercara más. Un segundo cañonazo pasa cerca de la corbeta, levantando enormes cantidades de agua. El buque de madera seguía aún lejos del enemigo. Dos terribles disparos van contra los peruanos, pero esta vez el monitor enemigo cambió de blanco, el Manco Cápac sufre sus primeros impactos de la contienda.

La corbeta Unión permanecía quieta, intentando repeler los ataques con sus débiles cañones. Pareciera que el Huáscar se divertía afinando puntería, hasta que llegaran los refuerzos. Momentos después, el monitor enemigo cesa el fuego y se aleja para dar paso a los blindados más poderosos. La Unión decide continuar con su abastecimiento de carbón.

Villavisencio se reunió con los jefes para debatir sobre la situación. Entre ellos, el comandante de la corbeta se encuentra cara a cara con Juan Guillermo More, quien fue acusado por perder la Independencia, nuestro mejor blindado. ¡Debí morir juntó con mi nave!, finalizó More la discusión con el comandante de la corbeta.

Lizardo Montero, jefe del ejército del sur se mostraba preocupado, la incertidumbre de conocer cuál de los blindados enemigos podía llegar lo fastidiaba. ¡Atacarán sin piedad a la Unión!, reflexionó. ¡Pues no estarán solos!, dijo José Sánchez Lagomarsino, comandante del monitor Manco Cápac. ¡Protegeremos a la corbeta hasta donde nos sea posible!, sentenció. Un apretón de manos le brindó Villavisencio y se retiró al muelle.

Las tretas del noble zorro se habían acabado, la Unión estaba cercada y si para entrar a Arica fue una terrible angustia, para salir sería el suicidio colectivo del que Villavisencio trataba de escapar.

El Cochrane y el Amazonas habían llegado a Arica, la ratonera estaba lista. La burla ante los barcos neutrales no será tolerada y si entró campante al puerto no podrá salir jamás. El Huáscar había regresado como pidiendo ser parte del festín. Poco a poco el cerco apretaba, fuera del alcance de las baterías de morro, los blindados enemigos tenían el tiempo que les otorgaba la vida para hacer disparos y afinar punterías.

De todos los cañonazos que le enviaron a la Unión, eran los del Cochrane de los que debía tener más que cuidado. Los disparos del Manco Cápac le dicen al enemigo que hay otro buque peruano en la contienda. A pesar de los impactos que fueron a parar al agua, fueron suficientes para que la corbeta se moviera de un lado a otro, tambaleante.

¡Llego la hora! ¡Fuego!, gritó Villavisencio, disparando sobre el Cochrane. Sin embargo, los proyectiles rebotan en el impenetrable casco del blindado enemigo. Diversos disparos le llovían a la Unión, algunos con resultados aterradores. Los buques se enlazaron en brutal cañoneo, toda Arica retumbaba bajo el sonido incesante de la artillería.

Entre todos los impactos que recibe la corbeta, fue uno solo que mantuvo con el corazón en la mano a Manuel Villavisencio. Uno de los disparos sacudió a su hijo Alfredo, dejándolo aturdido e imposibilitado de incorporarse. Para tranquilidad del comandante, no fue más que un fuerte susto que se llevó. Mientras que para el muchacho, fue el pánico de ser el próximo en caer.

Los heridos comienzan a aparecer, algunos con heridas perturbadoras, poco a poco la dotación de la Unión comenzaba a sentir el castigo de su osadía. La corbeta comenzaba a incendiarse, los maquinistas se esforzaban en apagar los incendios. Los blindados enemigos ni siquiera tenían la necesidad de acercarse más. Manteniendo buena distancia bastaba para ocasionar daños importantes a la nave peruana. Pareciera que los leones se divertían con su indefensa presa, jugando con ella, hasta arrebatarle todo.

Boquetes de gran tamaño se podían ver en la cubierta de la Unión, Villavisencio es herido en uno de los impactos y se rehúsa a abandonar su puesto de combate. Ya nada había por hacer, la respuesta de la Unión era insignificante, pero gritándole al enemigo que seguía en pie de lucha. De pronto, una cañonazo sacude al Cochrane, brindando un respiro a la Unión. Era una de las baterías del morro a cargo de More, como cobrándose así una pequeña parte de su venganza personal.

Las naves enemigas formaron un rodeo sobre la corbeta. El Amazonas, el Huáscar y el Cochrane se preparaban para el golpe final. La Unión se encontraba en el medio, agonizando entre incendios e intenso humo. Esto pareció dejar satisfecho al enemigo... por el momento.

Un alto al fuego hizo respirar a los tripulantes de la corbeta. La idea de hundirla pasó por la mente de Villavisencio. Sin embargo, utilizarla como carnada y hacer que explote contra un blindado enemigo era una opción no tan descabellada.

Se llama a consejo para decidir el futuro del combate. Los oficiales de Arica se reunieron para discutir las opciones. Los barcos extranjeros se mantenían expectantes, nadie se quería perder el desenlace de la corbeta. La Unión ha sufrido serios daños, dijo Villavisencio al consejo, sin embargo, podrá navegar, sentenció. ¿Navegar? Los cuestionamientos no se hicieron esperar, las burlas tampoco. ¿Y a dónde pretende ir? ¿Al Callao? ¿Tal vez a Chile?, le preguntaban sarcásticamente.

¡Voy a romper el bloqueo y pasaré entre los buques enemigos!, respondió firme Villavisencio. Las risas de algunos no se hicieron esperar. Comandante, seamos sensatos, la suerte le acompañó en la entrada, pero no le acompañará en la salida, le dijo Lizardo Montero. ¡Es un suicidio!, sentenció. 

Tomaré las oportunidades que se me presenten, respondió el líder de la corbeta, mientras abandonaba la sala. Sin embargo, esta valiente respuesta no podía ser resuelta sin la consulta a su tripulación. Una vez reunidos en la maltrecha cubierta, Villavisencio mira cada uno de los rostros de sus marinos, entre ellos el de su hijo, Alfredo. Se miran como tratando de descifrar sus pensamientos, Ambos saben qué les espera y asintiendo con la cabeza, el muchacho convence a su padre de morir.

Manuel Villvisencio se acerca a sus marinos y mezclándose entre ellos, como lo hizo con la gente del Callao, aprieta el puño y les grita: ¿Tripulación de la Unión, quieren morir en la tierra o en el mar? Jamás se había escuchado en Arica un rugido tan fuerte, que estremeció a todo aquel que estuviera a bordo de la noble corbeta de madera.

¡En el mar! Gritaron todos. ¡Moriremos en el mar! Fue el grito que escuchó el Perú, el mismo que llegó a oídos extranjeros, barcos neutrales que esperaban la salida del herido zorro. Sin embargo, había que engañar nuevamente a los leones, pero ¿cómo?

Quiero un incendio controlado dentro del buque, el enemigo debe pensar que estamos imposibilitados de navegar. Aguardaremos un descuido, indicó Villavisencio. Las maquinas no estaban listas para su máxima potencia, sin embargo, el comandante ordenó a sus expertos repararlas a como dé lugar, jugarla el todo por el todo era la consigna. 

De pronto, los jefes enemigos comenten el error que Villavisencio estaba buscando, todos los oficiales de los tres buques rivales se reúnen en el Cochrane, para planear el final de la corbeta. ¡A toda máquina! ¡Es ahora o nunca! Exclamó. Y levantando las anclas sin salir de la superficie del agua, para que creyeran que aún seguía sin movimiento, la Unión utiliza su máxima velocidad para salir del bloqueo, dejando por segunda vez en menos de un día, la guarida de los leones, quienes sorprendidos trataban de maniobrar para alcanzarla, pero era imposible, sus oficiales no estaban en sus puestos, dándole los minutos tan preciados que el buque peruano necesitaba.

Jamás los de Arica olvidaron los aplausos de los extranjeros, los de la Unión recibieron las palmas y gritos de victoria de todos los barcos neutrales que parecían ser peruanos, pues no esperaron que un zorro herido haría tambalear a una escuadra completa. 

Todos se enfrascaron en conmovedores abrazos, Alfredo y Manuel se miraron alegremente, mientras que Arístides Aljovín trataba de buscar su quepí que perdió por la algarabía del momento, no sabía que se le había caído al mar, mismo mar en el que estos valientes de la corbeta Unión deseaban morir.



Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "Moriremos en el mar", Hernándo Carpio Montoya. "Diccionario biográfico marítimo peruano", Jorge Ortíz Sotelo, Alicia Castañeda. "Cripta de los Héroes de la guerra de 1879", Centro de Estudios Histórico - Militares del Perú, "La lancha torpedera Alianza en la epopeya de Arica", Museo Naval del Perú, "La corbeta Unión, diario de guardia de la Guerra del Pacífico, historial y documentos", Lorena Toledo Valdez y Jorge Ortíz Sotelo.              
    

                         
       

viernes, 16 de marzo de 2018


¡No me falles, corbeta Unión! (Primera parte)

¡Es una misión suicida, padre! ¡No lo lograremos!, le dijo. La discusión se había prolongado durante varias horas. Solo al joven Alfredo se le escuchaba increparle una y otra vez al nuevo comandante de la corbeta Unión. Corría el mes de marzo de 1880 y una orden expresa del mismo Nicolás de Piérola, había dictado la sentencia de todo aquel noble marino que estuviera a bordo de un débil buque de madera.

¡No me falles, corbeta Unión! Parecía querer gritar el nuevo líder de la esperanza, pues Grau ya no estaba y el peso del océano había caído en los hombros de Manuel Villavisencio. Sin embargo, se mantenía impávido, los años de experiencia en altamar lo habían convertido en un marino temible, pero él no lo sabía; le importaba más la idea de servirle al Perú utilizando su propia vida si fuese necesario, pero la tarea que se le había encomendado era tal vez más de lo que le hubiese gustado cumplir.

¡Confío que sabrá cumplir su misión! Fueron las palabras de Piérola a Villavicencio, mientras le estrechaba la mano y le mostraba la salida de su oficina. Esa escena Manuel no pudo olvidar, Alfredo seguía reclamándole; sin embargo, lo hacía cada vez más calmado, como entendiendo que su padre debía cumplir la orden y él a su vez debía obedecer, pues el muchacho también era tripulante de la corbeta Unión.      
      
Nunca se le vio o escuchó reclamar a Manuel Villavisencio; por el contrario, todas las tareas que se le ordenaron cuando tenía a cargo el transporte Chalaco las realizó notablemente, ya era capitán de navío en ese entonces.

Alfredo abraza a su padre como resignándose a la muerte; pues para él, la corbeta de madera era la pequeña oveja que iba directo a las fauces de no de uno, sino de una manada de lobos. Sabes que es una misión que solo una escuadra completa podría realizar, le comentó el muchacho. ¡Lo sé!, respondió su padre.

Deberá viajar al sur e ingresar Arica para dejar pertrechos, suministros y la lancha torpedera Alianza que servirá para la defensa del puerto, le encomendó Piérola. ¡No me falles, corbeta Unión!, pensó Villavisencio, si la nave es destruida la fuerza en el mar estaría en grave peligro, la corbeta representaba todo nuestro poderío naval, con la Independencia destrozada y el Huáscar en poder del enemigo, el buque de madera tendría que ser a la fuerza la nueva patria flotante.        

Así como su hijo Alfredo, Manuel sabía que la tarea de por sí era una locura, el puerto de Arica está bloqueado por blindados, por si fuera poco, el viaje es peligroso porque el enemigo puede estar en cualquier parte para tenderle una emboscada. Sin embargo, padre e hijo eran la corbeta Unión y el Perú los observaba.

11 de marzo de 1880, la Unión iba siendo equipada con cargamentos y se le colocó la torpedera Alianza. El comandante Villavisencio observaba el trabajo de sus tripulantes, el calor y el cansancio parecía no importar a todos los vecinos del Callao quienes abarrotaban la dársena, vitoreando sin cesar a los marinos.

Ahí parado entre la gente, como si fuera uno más, estaba Manuel Villavisencio, observando a su hijo, Alfredo. Quince años tenía el muchacho y ya había acompañado a su padre en todas las travesías del transporte Chalaco, guardiamarina era, pero tenía temple de comandante.

¿Revancha de Angamos?, se le acercó preguntando a Manuel el segundo al mando de la corbeta Unión, Arístides Aljovín. Villavisencio atinó a sonreír: son muy jóvenes, respondió, mientras miraba el rostro de sus marinos, entre ellos su hijo, Alfredo.

Tal vez sea conveniente cambiar a los guardiamarinas antes de zarpar, reflexionó Aljovín. Muchos, por no decir todos, no regresarán, continuó. Villavisencio tenía el peso de la patria encima y no deseaba cargar también con la muerte de quienes deberán reconstruir al país cuando acabe la guerra. Todos eran hijos de amigos a quienes el comandante de la Unión estimaba.


Un cúmulo de pensamientos comenzaron a invadir a Manuel, pero fue el pensamiento de su esposa, María Ayllón, que lo conmovió. Ella tuvo que soportar la angustia de las correrías del Huáscar, pues su hijo mayor de diecisiete años, Grimaldo, acompañó a Miguel Grau hasta el combate de Angamos, pese a que sobrevivió, su madre no pudo superar su intranquilidad. Alfredo tuvo dos hermanos más: Miguel de seis años y el pequeño Dimas Federico.

¡Estoy listo y a sus órdenes comandante!, le dijo Alfredo a su padre. No se dio cuenta, pero el muchacho de quince años se había convertido en todo un hombre y su decisión no podía ser discutida ni arrebatada. Desde ese momento, Manuel Villavisencio entendió que la trágica travesía del último buque peruano había dado comienzo, los cánticos del pueblo en señal de victoria ocultaban la preocupación de enviar también al sacrificio a su propio hijo. De pronto, una refrescante brisa marina baña a la corbeta Unión y al rostro de su comandante, pareciera como si el propio Grau abordara el buque para darle fuerzas y partir con la confianza de una nueva correría.

Al día siguiente, Piérola se presenta al muelle para despedir a la Corbeta Unión. Pareciera no darse cuenta la tarea que le había encomendado a un solo buque. De cualquier modo, si la corbeta se salva y regresa al Callao él sería el héroe, por haber mandado ayuda al ejército del sur liderado por Lizardo Montero. Sus ayudantes y seguidores lo aplaudían como si fuese el comandante del viaje, otros lo miraban preocupados, nadie se atrevía a reprochar su actitud.

Manuel Villavisencio hizo lo que Grau en su momento, le dio vida a su buque. Teníamos en ese entonces la capacidad de darle alma a todo objeto inanimado. Los barcos neutrales de países extranjeros que observaban el transcurso de la guerra, creían que otra nave como el Huáscar el Perú no poseía, y tenían razón, pues teníamos ahora a la corbeta Unión.

¡Buena suerte señores! ¡El Perú los espera de vuelta!, dijo Piérola antes de retirarse. La algarabía de los pierolistas no se hizo esperar. Villavisencio lo observaba sin emitir algún gesto. Nunca le expresó su disconformidad, por el contrario, se mostró obediente, aunque a la muerte se lo llevase.

¡No me falles, corbeta Unión! Le dijo entre dientes al buque, acariciando su casco de madera. ¡No me falles, por favor! Al infortunio nos vamos y solo tú puedes sacarnos, le susurró. Y dándole una palmada gritó con fuerza: ¡Tripulantes de la Unión, zarpamos de inmediato!

 Aljovín replica la orden de su comandante, padres e hijos, grandes y pequeños, ¡todos!, abordamos el buque. El ancla se eleva y la corbeta empieza a moverse lentamente. Poco a poco se iba alejando del muelle. Los gritos de la multitud acompañaron el pasivo andar de la nave, mientras esta crujía con el débil golpe del agua. Y cada vez que la corbeta golpeaba con su casco las olas, Manuel Villavisencio, mirando al horizonte se animó por fin a pronunciar lo que tanto andaba pensando: ¡No me falles, corbeta Unión!


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Moriremos en el mar", Hernándo Carpio Montoya. "Diccionario biográfico marítimo peruano", Jorge Ortíz Sotelo, Alicia Castañeda. "Cripta de los Héroes de la guerra de 1879", Centro de Estudios Histórico - Militares del Perú.
   

sábado, 15 de julio de 2017

Moctezuma, un indomable montonero

Tenía yo 18 años cuando seguíamos batallando contra la Estrella Solitaria. Lima había caído hace dos años y la campaña de La Breña era ahora el escenario de cruentas y brutales justas. Uno a uno los amigos de mi abuelo, a quienes yo conocía desde pequeño, iban cayendo en las diversas luchas en defensa de la patria.

Cada noche cuando mi abuelo llegaba al pueblo y entraba a la casa cansado y con heridas importantes, temía por su vida. Sabía muy bien que en una de esas él no iba a regresar. Recuerdo que mi padre corría para limpiarle las heridas, por si fuera poco, papá había sido también lacerado, una fuerte explosión lo había dejado sordo en la batalla del Alto de la Alianza.

¡Abuelo, deja de pelear! Tú y papá ya dieron todo por un país que no nos dio nada, le dije enojado. No perteneces a un ejército entrenado, ni siquiera usas un fusil. Y tomando su lanza que no era más que un palo con un cuchillo atado, continué reprochándole: ¡Esto, contra fusiles y sables!    
                  
Mi abuelo, quien en épocas doradas había sido un oficial reconocido, ahora padece de alucinaciones, cree que una batalla decisiva se aproxima y que lo mejor que queda del Perú se presentará y dará la más encarnizada contienda de La Breña. ¡No puedo morir sin ver una vez más a Moctezuma! ¡No puedo morir!, me dijo.

¡Cáceres!, le grité. ¿Todo esto es por el comandante Cáceres? Mi abuelo se aparta de mí, cojeando hasta su dormitorio y antes de cerrar la puerta me mira con una sonrisa cómplice. Quién o qué era Moctezuma, no dejaba de repetirme.

Era 1883 cuando la guerrilla se convirtió en la mejor manera de combatir al invasor. Luchar frente a frente con un ejército mejor armado significaría un suicidio. Sin embargo, ¿cuánto más el Perú resistirá? El entusiasmo sobra en cada pueblo donde se recluta gente, pero la escasez de armamento nos dice que ya no podemos aguantar más.

Si en mis manos estuviera el destino del Perú me hubiese rendido, para que la patria no se siga desangrando. Los ricos huyen y los pobres mueren, aquí algunos pelean más por intereses propios que por el país mismo. La causa no vale si de por medio hay un arreglo o un beneficio individual. La indiferencia por esta guerra corría ya por mis venas y aunque jóvenes como yo no dudaban en marchar, prefería esconderme, sin pena ni gloria.

¡Aquí Cáceres es el único que nos guía!, le gritaba a mi abuelo cada vez que él tomaba su improvisada lanza para unirse a los montoneros. Un día, al escuchar los mismos reproches de siempre, mi abuelo optó por responder: ¡Cuando veas sus cadáveres regados en los campos de batalla, tal vez recuerdes sus nombres y sabrás que hay más de uno!

Era julio de 1883 y mi pueblo, Huamachuco, se alistaba para la última de las batallas. Sin embargo, no solo guerra es lo que se respiraba, sino también había admiración. ¡El taita Cáceres ha llegado al pueblo!, y antes de que su caballo pasara por las calles, las mujeres colocaban hermosas telas, mientras los hombres hacían reverencias descubriendo sus cabezas.

Mi abuelo no dudaba en vitorear no solo a Cáceres, quien ya tenía fama de brujo con poderes mágicos, sino también a un tal Isaac Recavarren a quien todo Huamachuco le gritaba al pasar, ‘León’. Por si fuera poco, el hombre que había llevado al monitor Huáscar a convertirse en el enemigo más querido del Perú en 1877, tras enfrentarse contra buques peruanos en Pichalo y rebelarse en Pacocha contra poderosas naves inglesas, Luis Germán Astete, llegó siendo recibido con un respeto digno de resaltar. El general del ejército que resistió en Lima, Pedro Silva, también había llegado. En su mirada había entusiasmo, mientras que algunos lo culparon por los desastres ocurridos en la Batalla de San Juan, aquí en Huamachuco se le respetaba y veneraba. Los que iban a morir aquí no podían ser juzgados.

A pesar de la indiferencia que sentía por esta guerra, debía reconocer que estos señores tenían bien merecido el título: ¡defensores del Perú!    

La multitud perseguía a sus héroes, sin embargo, mi abuelo no se movía de su lugar. Quieto y en silencio permaneció por un buen rato, como esperando a alguien. No ha venido Moctezuma, decía. Y cada vez que hablaba dejaba notar su forma rara de pronunciar las palabras.

¿Quién es Moctezuma?, le pregunté. ¡Es mi coronel!, me respondió. Y mi abuelo se marcha dando la espalda a toda la gente que perseguía a sus defensores. Nunca me lo dijo, pero ese día él estaba triste, caminaba encorvado mirando al suelo arrastrando su palo hecho lanza.

El tal Moctezuma había despertado mi curiosidad, sin embargo, no quería interrogar a mi abuelo, la tristeza le había tocado el corazón. Habían pasado ya tres años de guerra y pese a tener edad para combatir, yo no tenía intenciones de morir por una causa que ya estaba perdida. El destino que enseña a no dar nada por sentado, de a pocos me iba diciendo que mis ojos verán la guerra de cerca y que si no estaba preparado para matar, tenía que estar preparado para morir.

Tan solo recordar que una vez mi abuelo llegó con una bayoneta partida enterrada en su brazo me causa terror. Todos aquí decían que Huamachuco sería escenario de la última resistencia. Los más bravos que habían peleado en toda la guerra, incluso hasta contra España, estaban aquí, menos el tal Moctezuma, del que mi abuelo con su típica y rara voz que no es propia de los lugareños de Huamachuco, no dejaba de nombrar.

Por las noches entre sueños me decía que tenía que combatir, que la muerte llegaría a Huamachuco y que el infierno se alojaría en cada casa buscando no solo a nuestro ejército, sino también a nuestras familias. Ya se había dictado la sentencia, Huamachuco pelea hasta el final.

Días previos a la batalla, Cáceres ordena a sus tropas y realiza distintas estrategias con el fin de confundir al enemigo, que ya se aproximaba a las órdenes del coronel Gorostiaga. La Estrella Solitaria se había adueñado del cerro Sazón, cerca de donde nos encontrábamos.

Mi abuelo acude rápidamente al llamado de la patria y toma su lanza artesanal y se apresura. Mi padre no acudió a la marcha, pues se hallaba triste, sordo y sin fuerzas ya para combatir. Con un cuchillo improvisado en la mano me miraba fijamente, no tuvo que decir palabra alguna para saber que era mi turno de participar, yo era indiferente a la guerra, sin embargo, la guerra se acordó de mí.

Tomé el cuchillo de mi padre y fui en busca de mi abuelo. Tenía tanto miedo que no podía gritarle, solo apurar el paso y alcanzarlo era lo importante. Al llegar a su lado me toma del hombro y marchamos juntos a la guerra. En todo el camino no dejaba de contarme sus viajes y grandes batallas en las que participó. Llevaba puesto un uniforme viejo y rasgado, no tenía fusil o revólver, era oficial en otras épocas, pero hoy era como él decía: ¡un orgulloso montonero!    

La sonrisa alivia la tensión de la muerte y así caminamos riendo y abrazándonos a cada momento.

9 de julio de 1883, algunas compañías de Cáceres estaban en el pueblo y se acercaban al cerro Sazón precisamente al centro de las fuerzas del invasor, intercambiando fuegos contra el enemigo que se encontraba en lo más alto. Ese fue el preludio de lo que sería una de las más encarnizadas batallas.

Aquella noche no pude dormir, sabiendo que el enemigo que contaba con poderoso armamento podía atacar en cualquier momento. En las afueras del campamento mi abuelo estaba reunido con muchos vecinos del pueblo, todos escuchaban atentos lo que él contaba. Fue raro, todos lo felicitaban por pelear con nosotros. No es tu guerra le decían, pero estás aquí y eso te convierte en hijo de esta nación. No podía entender los halagos que recibía mi abuelo quien solo atinaba a agradecer. Era blanco de bromas por su extraña manera de hablar, pero era tan querido que hasta el mismo Andrés Avelino Cáceres no solo lo saludaba marcialmente, sino que también le hacía una reverencia.

10 de julio de 1883, el primer estruendo comenzó a cobrar vidas. Las mujeres y niños comenzaron a buscar desesperadamente algún refugio. Impactante espectáculo fue ver a las madres con sus bebés en brazos, algunas corriendo sin rumbo fijo, otras tropezando y cayendo fuertemente al suelo a causa de la desesperación.

Era ya mediodía y la batalla de Huamachuco se libraba en todas partes. ¡Moctezuma!, gritaba mi abuelo. ¡Dónde estás!, no dejaba de repetir. ¡No vendrá!, le respondía mientras intentaba llevarlo a buen recaudo. Las balas llovían de lado a lado, de arriba, de abajo, no había lugar donde correr sin ser herido. El proyectil que impactaba con las enormes rocas era aterrador. La bomba se convertía en cientos de esquirlas que se incrustaban en la piel de nuestros soldados. ¡Dios mío! La batalla apenas comenzaba y ya los profundos charcos de sangre no tardaban en aparecer.

La muerte alcanza más rápido a los más indefensos: niños y hasta mujeres embarazadas que a duras penas podían moverse exhalaban su último aliento antes de caer masacrados. La falta de municiones en nuestro ejército rompía algunas líneas para el contraataque. Muchos de los nuestros debían correr puesto que la munición se les había acabado, el enemigo que no tenía contemplación alguna, los perseguía hasta matarlos. Uno a uno caían, nadie se levantaba.

Algunos batallones peruanos resistían tenazmente, otros eran rebasados por falta de refuerzos. Era un desastre, el entusiasmo no alcanzaba, había que replegarse para buscar oportunidades.

Recuerdo que tomé el fusil de un peruano muerto y busqué en su morral alguna bala que le pudiera haber quedado. El soldado había caído disparando todo lo que tenía, un detente con la imagen de la virgen se podía ver entre su camisa cubierta de sangre. Mi abuelo me toma del brazo y me obliga a correr.

El enemigo nos perseguía por todos lados y en nuestra rápida huida pude ver cómo fusilaban a los rendidos. No había perdón por parte de la Estrella Solitaria, para ellos enemigo alcanzado era enemigo muerto.

Dos de la tarde, el invasor comenzaba a apropiarse de todo lo que el pueblo podía ofrecer, sus riquezas, sus mujeres, sus niños, todo era violentado por una masa de soldados enceguecidos por la ira. Ningún chileno perdonó lo que había pasado en el combate de Concepción hace un año atrás.    

Coronel Leoncio Prado
En nuestro intento por escapar mi abuelo fue alcanzado por una bala en la espalda. Tomando su lanza como bastón él intenta levantarse, al querer ayudarlo una fuerte explosión me derriba. Estaba desorientado, por todos lados donde mis ojos me llevaran había muerte. Recuerdo que mientras me recuperaba observo cómo matan al caballo de Pedro Silva, un bello corcel al que Silva le tenía mucho cariño. Al retornar la mirada hacia mi abuelo no me percato de la muerte de este gran militar que buscó redimirse por lo ocurrido en Lima, cayendo con el máximo de los respetos hoy en Huamachuco.

Me arrastro lentamente hacia mi abuelo. ¡Agáchate, viejo tonto! le decía, pero él no me escuchó, se levantó y con un fuerte rugido, como cuando arengaba por su independencia, estremeció todo Huamachuco. Un soldado chileno desenfundó un corvo con la intención de aplacar su grito y alzando el brazo intenta degollar a mi abuelo. No logró su propósito, un oficial toma al enemigo por sorpresa y le encesta un fuerte puñetazo.

¡Moctezuma!, decía mi abuelo, ¡haz venido a salvarme! El tal Moctezuma no era más que un joven. Verlo luchar frente a dos chilenos que se le abalanzaron luego de salvar la vida de mi abuelo fue heroico. Salió airoso de la contienda y no dudó en cargar a mi abuelo. Los llevaré a un lugar seguro, dijo. ¡Deje a este pobre viejo, Moctezuma!, salve a mi nieto, ¡déjeme morir aquí!, no dejaba de repetir. ¿Por qué quieres que te deje aquí viejo tonto, si todavía le sirves al Perú? Mi último deseo era verlo aquí, mi coronel, ya puedo descansar en paz. Una lágrima baña la mejilla de mi abuelo. ¿Por qué un viejo militar de casi setenta años le rendía tanta pleitesía a un muchacho que pudo también ser uno de sus nietos?, era la pregunta que se me vino a la mente.

El joven coronel nos lleva a buen recaudo, nos consiguió unos caballos y nos alejó del fuego nutrido. ¡Ven con nosotros!, le dije. De pronto, Moctezuma saca una pequeña condecoración que tenía guardada en su bolsillo y me dice: Cuando tu abuelo se reincorpore de sus heridas dale esto y dile que siempre he de recordar las proezas que hizo por su país. ¡Gracias, coronel!, le dije. Moctezuma sonríe y mientras miraba a mi abuelo quien estaba sobre el caballo casi inconsciente, se despide de mí: ¡Ya no soy coronel, soy un simple y orgulloso montonero! Y dando una fuerte palmada a los caballos para que se pusieran a andar, regresa al campo de batalla.

A cada galope noto cómo mataban a los vecinos de Huamachuco. El héroe del monitor rebelde Huáscar hace alarde de su último acto revolucionario, Luis Germán Astete muere al lado de todos sus soldados, dejando para quien lo recuerde incontables historias dignas para la inmortalidad. El coronel Juan Gastó, quien era uno de los militares más educados y respetuosos, cae también valientemente: los más bravos de la patria iban pereciendo. Cómo es la vida, libraron mil batallas y la muerte no pudo con ellos, hoy 10 de julio, los reclama uno por uno.   
     
La noche cae y la muerte se ensaña con los peruanos, el coronel Emilio Luna, otro de intachable conducta, es tratado por el enemigo como montonero y se le condena a ser pasado por las armas. Pese a que el señor Luna se defiende diciendo que es tan coronel como cualquiera, se le había dictado sentencia y antes de ser fusilado debía de tener vendado los ojos. El coronel se negó, prefirió morir teniendo la mirada fija en sus verdugos.

Nos ocultamos en las montañas con un grupo de soldados y vecinos de Huamachuco, salvamos a cuantos pudimos, hubiéramos deseado que fuesen todos. Mi abuelo era atendido por un practicante de medicina, me dijo que la herida no era de consideración, sin embargo, debía ser cuidadosamente tratada. ¿Dónde está Moctezuma? ¿Vino con nosotros?, me preguntó. No abuelo, se quedó en el campo de batalla. Todos bajaron la cabeza, sabían quién era el tal Moctezuma, todos menos yo. Mientras sacaba de entre mi ropa la condecoración del tal coronel, le pregunté a mi abuelo del significado y antes que pudiera hablar, uno de los soldados que estaba herido se levanta y me dice: ¿No lo sabes?  Tu abuelo es héroe de Cuba, luchó por su independencia. El viejo lloraba desconsoladamente, sabía que no volvería a ver a Moctezuma. ¿Quién es ese coronel, de dónde viene?, le pregunté mientras lo abrazaba. ¡Es el coronel Leoncio Prado!, responde otro soldado poniéndose de pie. ¡Héroe de Cuba!, dijo una rabona mientras llevaba a su niño herido en brazos. ¡Héroe de Abtao y el 2 de mayo!, exclamó uno de los campesinos que había escapado junto con un burrito que pudo salvar. ¡Héroe del Alto de la Alianza!, me dijo un coronel mientras miraba su sable partido.

Leoncio Prado, declarado enemigo de España y siendo el más buscado estaba en Huamachuco, dispuesto a entregar su vida por una causa que creía perdida. Los sobrevivientes de aquel desastre quedamos marcados por una gran cicatriz y aunque pudimos sanar nuestras heridas, no pudimos reponernos de todos los que cayeron ahí, en el pueblo. La sangre nunca pudo desaparecer del campo de batalla, algunos cadáveres yacían por varios días sin nadie quien los reclame. El enemigo se llevó a sus heridos y enterró a sus muertos. Los peruanos que fallecieron quedaron allí, a merced de perros callejeros y animales de granja que no dudaban en mordisquearlos, el escena la describo como grotesca.

Habían pasado meses luego de la batalla de Huamachuco y no sabía nada de Pradito, como se le decía de cariño. Mi abuelo se sentaba por las noches en una vieja silla en la puerta junto a mi padre, me senté junto con ellos y pregunté el porqué de Moctezuma. Mi abuelo sonríe y me dice: Junto con otros bravos cubanos, Prado y yo capturamos un buque español… ¡El Moctezuma!, lo interrumpí y con una sonrisa el anciano asiente con la cabeza.

Pasado un año, mi abuelo, quien había nacido en Cuba y que fue defensor de su patria, muere sin saber las versiones de la muerte de su coronel Leoncio Prado. Creo que fue mejor así, si lo fusilaron o no bajo su propia orden bebiendo una taza de café, o si fue rematado sin contemplaciones, es algo que no le hubiese importado. El viejo supo cómo vivió Pradito y eso basta. De todas las historias que se contaron, cada 15 de julio se recuerda la historia de la taza, la cuchara y el café, sin embargo, yo me aseguraré que los hijos de mis hijos sepan de la historia de Moctezuma y empezaré contando lo que dijo el chileno Nicanor Molinare sobre este indomable coronel: 

“Si el Perú algún día quiere en el bronce recordar a Huamachuco, copie la figura del coronel don Leoncio Prado y hará con ello póstuma grande justicia. Sucumbir en la forma que murió el coronel Prado, no es morir: ese soldado esculpió sencillamente su nombre con letras diamantinas en la historia del Perú”. 


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía:  "Huamachuco y sus desastres", José Abelardo Gamarra. "La batalla de Huamachuco", Nicanor Molinare. (Colección de la biblioteca del INEHPA)

  

lunes, 3 de abril de 2017

¡El enemigo más querido del Perú!

¡Ven! ¡Acércate! Te voy a contar una historia que no te la dirá alguien más y que sin duda, te hará creer que un buque también puede tener un corazón humano. Siéntate y escucha mis palabras porque la historia a veces se olvida y pocos se atreven a recordártela.

Era mayo de 1877, cuando un grupo de partidarios de Nicolás de Piérola abordó el Huáscar y a una sola voz gritaron: ¡rebelión! Saliendo del Callao inmediatamente al mando del Capitán de Corbeta Manuel María Carrasco.

Recuerdo que en apuros el Capitán de Navío Federico Alzamora, quien se encontraba en tierra y tenía el mando original del Huáscar, parte al puerto del Callao junto con una compañía con la esperanza de detener la partida del monitor rebelde y reducirlo al orden.

Lamentablemente para este capitán ya era demasiado tarde, el Huáscar estaba fuera de alcance. Así que decidió ponerle fin al asunto y usar a nuestro buque más poderoso: la fragata Independencia.

El teniente primero Federico Rincón, quien estaba al mando de ese buque, accede a la petición de encender las hornillas y preparar la artillería. Por si fuera poco, la corbeta Unión se unió también a la captura, pero ya el monitor rebelde había escapado. 

Sin embargo, el monitor no las tendría nada fácil, porque lidiaba con sus tripulantes, sus maquinistas ingleses se negaban a entrar en rebelión, por lo que el Huáscar tenía que utilizar solamente sus velas para escapar. Todo el combustible que tenía le alcanzaba solo para seis días.

Poco a poco los suministros se iban agotando, el Huáscar tenía las horas contadas sino se abastecía, lo que lo motivó a recalar a las islas Chinchas, en donde un barco guanero le proporcionó lo que necesitaba. Poco tiempo después padecería de la misma circunstancia, obligando al monitor a tomar del buque inglés Ynusina, cien toneladas de carbón, víveres y otros artículos.

Luego de cuatro días, hace su aparición Nicolás de Piérola abordando al Huáscar en Antofagasta, junto con otros revolucionarios. Para ese entonces, el monitor rebelde surcaba impunemente el mar, invadiendo puertos, desafiante ante cualquier amenaza que se le presentara.

Los maquinistas ingleses que no quisieron continuar con la rebelión fueron desembarcados, siendo reemplazados por dos franceses. Siguiendo con la marcha, el Huáscar fondea en Pisagua tomando el puerto pese a obtener resistencia de la población.

El gobierno del Perú, harto de la osadía del Huáscar, organizó una División Naval compuesta por la fragata Independencia, al mando de Juan Guillermo Moore, el monitor Atahualpa, a cargo de Gregorio Miró Quesada y la corbeta Unión por Nicolás del Portal. La consigna era una sola: ¡darle caza al monitor rebelde!    

El once de mayo se inició la búsqueda partiendo del Callao hacia Iquique, en donde para mala suerte del Huáscar, la Pilcomayo decidió unirse a la cacería. Pero no todo era desfavorable para el monitor rebelde. Pese a que la División Naval estaba compuesta con los mejores buques del Perú, estos se encontraban en muy mal estado. El Atahualpa iba remolcado por el transporte Limeña, porque no poseía andar propio. La Independencia pese a ser nuestro más poderoso buque, tenía las calderas en mal estado y apenas andaba. Los otros buques restantes no eran rivales para el Huáscar. 

Conociendo estas carencias, el presidente del Perú Mariano Ignacio Prado, pidió al gobierno chileno su ayuda para capturar o destruir al Huáscar, sin embargo, este se negó. Para 'La Estrella Solitaria' su intervención era contrario al Derecho Internacional, así que solo se limitaría a aplicarle las reglas de la neutralidad si arribaba a sus puertos.

Diario El Comercio 1877, parte de la colección del INEHPA
La suerte parece acabársele al monitor rebelde. Punta Pichalo fue testigo del desafío del Huáscar a la División Naval que lo había encontrado. El Atahualpa tuvo que ser dejado en Iquique porque era demasiado lento y no sería oponente para el monitor rebelde en caso de enfrentarse. 

El cerco iba apretando, al Huáscar no le quedó más opción que hacerle frente a la Independencia, Unión y Pilcomayo, rompiendo fuegos por la tarde. La lucha duró una hora habiendo llegado incluso a acercarse a tiro de fusil. El monitor rebelde toma ventaja de su velocidad y sale del alcance de la fragata Independencia. Solo la corbeta Unión podía alcanzarlo.

Jamás la Independencia había sido severamente castigada como en aquel combate. El Huáscar era un enemigo tan poderoso, que la fragata tuvo que mantener distancia para no seguir recibiendo daños. La Unión también recibió proyectiles, aunque sin mayor riesgo.

28 de mayo de 1877, no lo olvides nunca. El monitor salió victorioso ante la mirada impotente de buques peruanos que no pudieron hacer nada para detenerlo. La Unión no quiso perseguirlo por temor a quedarse sola, la Independencia y Pilcomayo no podían ya combatir.

Pero, ¿quién era el hombre que había hecho del Huáscar un buque temible? Era el Capitán de Fragata Luis Germán Astete, un experimentado marino a quien el destino le tendría preparado un heroico desempeño en la Guerra del Guano y del Salitre. Piérola, seguía a bordo del monitor rebelde y estaba complacido con la destacada participación del comandante Astete.

Pese al duro encuentro contra la flota peruana, el Huáscar no tendría descanso y un día después se vería las caras con un terrible oponente, la escuadra inglesa.

La escuadra extranjera que se encontraba en el Pacífico, ya le había advertido al Huáscar en reiteradas ocasiones que pare con los actos ilegales que venía cometiendo contra buques y propiedades británicas, de lo contrario el monitor rebelde sería tratado como buque pirata y su destino sería el fondo del océano.

¿Sabes qué hizo el Huáscar ante esta amenaza? ¡Alzó aún más alto el pabellón peruano y presentó bandera de combate! Y así fue, el 29 de mayo de 1877 se libró el combate de Pacocha. 

Dos poderosos buques de la escuadra inglesa, el Shah y el Amethyst no dudaron en enfrentarlo. Piérola arenga a sus tripulantes y los motiva a defender ya no una revolución, sino su pabellón.

El combate comienza con una gran persecución entre el Shah y el Huáscar. Germán Astete tenía la idea de hacer encallar al buque inglés, llevándolo a zonas rocosas, mientras que eran atacados con todo el poder que representaba un buque de tal categoría.

Los tiros más certeros que le llovían al Huáscar provenían del Amethyst, sin embargo, no pudieron parar su velocidad. El Huáscar intenta hacer uso de su espolón, pero los buques ingleses eran tan rápidos como el monitor peruano. La contienda se iba describiendo como ¡titánica!

La mayoría de cañonazos fueron esquivados por el Huáscar, sin embargo, la ametralladora Gatling de los ingleses cobró importantes daños. El Huáscar debía ser rematado, así que el Shah hace uso de un arma desconocida para el Perú, un torpedo Whitehead fue lanzado para destruir al monitor. Todo el avance tecnológico que la época podía ofrecer era lanzado contra el Huáscar.

Afortunadamente el torpedo fue esquivado por el monitor rebelde, que pudo escapar sin rendirse. Fue la única vez que un buque peruano encaró a dos buques ingleses, saliendo airoso y una vez más desafiante.

Dos días después de aquél mítico combate, el Huáscar por cuenta propia decide rendirse, poniendo punto final a sus tremendas historias. Si no te lo contaron, ahora puedes correr a gritarlo: ¡el Huáscar tuvo vida propia y nos regaló inimaginables aventuras!

Terminado el relato, mi abuelo, quien había sido uno de los tripulantes de aquel monitor rebelde, durmió tranquilo para no despertar jamás. Nunca supo que dos años más tarde, aquel buque pirata nos regalaría una vez más grandes correrías en la Guerra del Guano y del Salitre, pero esa es otra historia...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la Marina de Guerra del Perú", Manuel Vegas. (Colección bibliográfica del INEHPA)