viernes, 25 de marzo de 2016

Una banca y el valor de un escudo

¡Qué aburridas son las Iglesias! Cánticos, sermones, rezos y las mismas historias de siempre. Y es que en Iquique la vida de los vecinos era muy predecible, antes de la llegada e invasión de la 'Estrella Solitaria', gente de buena posición venía a menudo aquí, para expiar sus culpas o pedir algún favorcito que les mejore algún negocio.

Me encuentro en la Iglesia Matriz colocada junto con algunas bancas más, a la espera de un valiente que ose poner su humanidad en mí y se atreva a contar sus más íntimos secretos en un confesionario.

Algunas de las bancas tenían celos de mí, sabían que no era un asiento cualquiera, poseía una distinción que me destacaba entre las demás. La vicuña, el árbol de la Quina y la Cornucopia forman mi escudo y reflejan la tremenda riqueza del Perú. 

Sin embargo, en ese entonces mi fervor patriótico no era el mejor. Las preocupaciones u otras negativas emociones no me importaban, simplemente por mí no pasaban las penas y nada ni nadie podían romper esa apacible calma, ni soberbia dejadez.

Mis días eran rutinarios, salvo cuando llegaba don Jeremías quien era un apostador compulsivo y siempre en las mañanas llegaba contento para pedir fortuna y en las tardes para pedir ayuda.

Los rezos de este singular caballero eran poco comunes, porque cada vez que perdía su dinero en juegos de azar, don Jeremías le imploraba al señor que le ayude a cambiar de vida y dejar las apuestas: ¡Oh poderoso Señor, ayúdame a no malgastar mi dinero, si lo haces, te apuesto a que seré mejor!

Al parecer ese pedido no surtió efecto en Dios, porque siempre el viejo apostador no dejaba de regresar para lamentarse. Por otro lado, no todo era apacible para mí. Nunca faltan las señoras con trajes largos y sombreros de gala que en vez de inclinar sus cabezas y ponerse a rezar, se sentaban a cuchichear sobre modas y estilos. ¡Ah y claro!, hablar de la amiga que se vistió mal en alguna reunión.

Lo admito, era divertido escucharlas a lo lejos, pues siempre había alguien a quien fulminar con sus chismes. Un día, toda esa diversión se acaba cuando una de ellas decidió sentarse sobre mí, Catalina se llamaba y era la vecina más gorda de todo Iquique. Había visto pasar y sentarse a decenas de personas, pero jamás había sentido el tonel de aquella señora.

Recuerdo haber escuchado decir que yo era de madera fuerte, capaz de aguantar una carreta con todo y caballo, hoy doña Catalina pondrá aprueba ese dicho. A medida que la voluptuosa mujer se acercaba notaba cada vez más su gigantez, ¡Dios bendito!, creo que es momento de ponerme a rezar también.

La señora me da la espalda y empieza a inclinarse, mientras invitaba a sus amigas a sentarse sobre mí también. El enorme trasero de la mujer nublaba mi vista y por momento noté que hasta el Cristo crucificado cerca del altar, hizo un milagro para llevarse las manos a la cara y taparse los ojos para no ver mi calvario.

No llevaba ni diez segundos soportando a doña Catalina y yo ya estaba pidiendo piedad. El crujido de mi madera no se hizo esperar, no sabía cuánto tiempo más iba a soportar. A Dios gracias que el párroco me salva y llama a confesión. No sé si cabe la expresión en mí, pero yo ¡estaba sudando frío!

Si bien es cierto, doña Catalina regresaba a la iglesia todos los viernes por la tarde, pero ya no se sentaba sobre mí. Quiero pensar que en la última confesión, el padre le absolvió todos sus pecados con la condición de que no se vuelva a sentar en ninguna de sus bancas.


Banca que perteneció a la iglesia Matriz en Iquique. Parte de la colección del INEHPA.

En aquel tiempo Iquique era pequeño y todo lo que acontecía se sabía, nada quedaba sin cabo suelto. Siempre había buenas y malas noticias que contar, pero nunca entendí porque la Iglesia Matriz era el lugar ideal para narrarlas.

Recuerdo a un notable caballero, cuya serenidad y sencillez podía cautivar al más incrédulo e impaciente vecino. Este notable señor se caracterizaba por tener una barba prominente y porte señorial, pero su mirada tierna reflejaba calidez y bondad. Un día, este hidalgo quien era marino, se sentó en mi regazo y pidiendo perdón por todos sus pecados y por la salud de su numerosa y amada familia empieza a rezar. Sin embargo, su rezo se me hacía extraño, pues luego de pedir por  su esposa e hijos, ora también por su buque:

“Señor, guía al Huáscar hacia la luz y aleja la arrogancia de sus victorias, hazlo fuerte frente a sus enemigos y deja que surque el mar tan sólo una vez más. Pues las correrías de este buque son la esperanza de todo un pueblo…”.

Terminado este pedido un oficial entra apurado a la iglesia y le dice: ¡Miguel, el enemigo se acerca, es hora de marcharnos! El honorable marino se levanta y besa la Cruz erigida en el altar, y colocándose nuevamente el sombrero se marcha para nunca más volver.

Un tiempo después y cuando creí que hombres como este buen marinero no volverían a sentarse sobre mí, llega un viejo coronel con paso elegante y marcial, las personas que lo observaban caminar por la iglesia prácticamente le hacían reverencia. ¡Coronel Bolognesi, es un honor tenerlo aquí!, le decían los vecinos. Asintiendo con una sonrisa y gran humildad, el viejo soldado se acerca hacía a mí y tras acariciar el escudo de mi respaldar parte hacia Arica.

En seguida y saludando con un fuerte abrazo al viejo coronel Bolognesi, un joven millonario quien fuera también alcalde de Iquique, hace su entrada y descansa sobre mi cómoda madera. Es extraño, un acaudalado señor comportándose como todo un pueblerino, pues su humildad era tan grande que todos los vecinos no sólo lo querían, sino lo admiraban. Nunca quiso que lo llamaran con alguna cortesía, ¡llámenme Alfonso y nada más!, decía. Sin embargo y pese a sus pedidos, todo el mundo lo conocía como señor Ugarte, el generoso millonario que gustaba compartir su dinero con todos.
   
Los días pasan y jamás había condenado ni apreciado a los vecinos de Iquique, sólo estaba aburrida de lo mismo, no volví a saber de Miguel, Alfonso, ni de Francisco y me sumergí nuevamente en la rutina, deseaba a toda costa algo diferente. Tal vez como esperando una lección de mi soberbia. Las campanas suenan anunciando misa, pero el sonido no venía sólo sino también con aroma a muerte.

Nos habían declarado la guerra hace mucho, sin embargo no lo sabía o tal vez no me importaba. Tomé conciencia de este catastrófico hecho cuando en 1880 la ‘Estrella Solitaria’ pone sus pies sobre nuestro suelo sagrado. Iquique iba a ser tomada y los vecinos lo sabían, el pánico emerge y todo se convierte en caos.

Únicamente me queda esperar lo mejor, estaba segura que si el enemigo venía hasta aquí iba hacer respetuoso con la casa de Dios y no se atrevería a causar desmanes, ni mucho menos lo que todos temíamos: incendiar la iglesia.

Las campanas redoblan aún más fuerte, el invasor está tomando posesión de todo Iquique, algunos huyen con lo que pueden cargar, otros se quedan a pelear y son asesinados sin contemplación. Doña Catalina, la voluptuosa mujer a la que odié por sentarse sobre mí, es ultimada por defender a su esposo y don Jeremías, el viejo apostador, fue acuchillado por no dejar que le robaran su cuantioso dinero ganado en una apuesta y que por azares del destino no pudo disfrutar.

De permanecer a la sombra y cobijo de una iglesia, ahora quedo a merced del inclemente sol, pues el enemigo, al ver el escudo peruano en mi respaldar, no dudó en deshacerse de mí al instante. Felizmente junto a desperdicios fui encontrada, desafortunadamente otras bancas no corrieron la misma suerte.

El destino tenía para mí otros planes, pues ahora me encuentro nuevamente en la sombra y por una gran coincidencia cerca de una enorme campana. Estoy segura que llegado el momento, esa misma campana volverá a sonar fuerte, tal vez no para llamar a misa, sino para invitar al Perú a que venga a conocer su verdadera historia.

A pesar de mi soberbia y un poco de egoísmo, nunca comprendí porque el escudo peruano siempre me elegía para posarse en mi respaldar. Ahora en este lugar llamado distrito de San Isidro, puedo entender el propósito del símbolo patrio, pues sabe que a pesar de mis defectos, aquí en este país siempre tendré la oportunidad de cambiar y ser mejor...


Colaboración Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Atlas geográfico del Perú", Mariano Felipe Paz Soldán (Colección bibliográfica del INEHPA)


jueves, 17 de marzo de 2016

El soldado que tuvo el Detente de Dios

Dime, ¿aún estás molesto conmigo? Más que molesto estoy apenado, me respondió. Y es que juraste que me protegerías, que estarías conmigo en el momento de la batalla, te pedí que me aliviaras de la muerte y que siguieras mis pasos, continuó. 

¿Y acaso no estuve contigo?, pregunté. No te sentí cerca, tuve miedo en todo momento, me dispararon a quemaropa y remataron mi cuerpo con un culatazo en la cabeza, cómo quieres que me sienta, estoy algo decepcionado de ti, me replicó mientras lágrimas caían de sus ojos.

Me senté a su lado, en el mismo cerro donde cayó. La batalla de San Juan del 13 de enero de 1881 fue el punto final de su historia como hombre y aunque era casi un niño entre dieciséis y diecisiete años, nadie le dijo que a pesar de su fin empezaba su inmortalidad.

¿Recuerdas cuando supiste que el invasor se acercaba a la ciudad de Lima? ¡Claro que lo recuerdo!, me respondió enérgico. El uniforme blanco y los zapatos negros que me apretaban un poco, mi fusil un tanto pesado, prosiguió.

Tus padres tenían miedo pero jamás te retuvieron y fuiste por voluntad propia al campo de batalla, le recordé. No comprendo, ¿a qué viene todo esto?, me cuestionó. Así como tus padres, te di la libertad de decidir si huías o peleabas, pero nunca te abandoné.

Detente encontrado en la ropa del Soldado
Desconocido, actualmente enterrado en el
Congreso. Parte de la colección del INEHPA.
¿Por qué me dejaste morir?, ¡sufrí mucho sabes!, sentí que me explotaba el vientre, el dolor era inimaginable, recordarlo es volverlo a sentir y el golpe en la cabeza fue estremecedor. En ese momento y mientras que el joven soldado se sumergía en la más profunda nostalgia, saqué entre mis atuendos un Detente: ¿Lo recuerdas?, lo llevaste en tu pecho y cada vez que sentías miedo mi imagen tocaba siempre tu corazón. Te probé tantas veces a través del temor, trataba de detenerte pero tu amor hacia una causa justa te impulsaba y jamás me demostraste lo que tú querías sino lo que yo necesitaba de ti, esperanza.

Dices que te dejé morir, sin embargo vives mil y un veces con la frase con la que el Perú te describe: "Desconocido es tu nombre pero inmortal tu hazaña en defensa de la patria".

Piensas que perdiste, pero cómo puede alguien perder si lo da todo por amor, te encomendaste ante mí y nunca me aparté. El cerro Gramadal fue testigo de tu arrojo y mojaste el arenal con tu sangre. Sé que sufriste porque estuve ahí, sé del miedo que te embargaba mientras venía el remate, sin embargo, tu rostro no reflejó otra emoción o sentimiento más que el orgullo.

Dices que no te alivié de la muerte, pero tú mismo sabías que era mejor morir de pie que vivir arrodillado, el pedestal del héroe tiene un alto precio, pero el sólo hecho de tu presencia en el campo de batalla bastó para alcanzarlo.

¿Y entonces por qué no tengo nombre?, me preguntó. Secándole las lágrimas y mientras lo abrazaba le dije: Porque la nobleza de pelear por una causa perdida vale más que un nombre propio, son esos actos los que te definen.

¿Necesitas un nombre?, llámate Perú. ¿Piensas que no tienes nada?, ahora tienes una nación libre y orgullosa. ¿Piensas que no estuve en el final? Toma el Detente. ¿Piensas que nadie te recuerda? Acuérdate de la familia que te encontró enterrado y te tuvo como un hijo más, abriéndote de par en par las puertas de su casa. Te regalaron un uniforme, ese mismo que ahora luces con orgullo, te dieron una bandera con la que te abrigaron en tus noches de frío y al momento de tu partida al Congreso de la República, esa misma familia te lloró con un poquito de pena pero también con lágrimas de alegría.

Sé muy bien que cada vez que puedes vas a verlos para saber cómo están, a veces te sientes solo pero todo un país cree en ti. Ese mismo país que sabe que hubo valientes como tú, que demostraron que a pesar de todo un holocausto siempre el hombre puede sacar lo mejor de su humanidad.    

De pronto, el joven soldado se levanta coge el Detente y lo guarda en su bolsillo. El rostro le cambia y su pecho se infla tanto que le cabe la felicidad. ¡Gracias!, me dijo. Y besando mis manos se marchó por el arenal.

Nunca me lo dijo, pero el soldado me dio las gracias porque nunca me permitió estar en el cañón de su fusil, sino porque me dejó entrar en la nobleza de su corazón.

Me levanto del desierto y mirando las pisadas que dejó el soldado decido seguirlas, pues aunque él no lo sepa, siempre estaré hasta en las huellas del que da todo sin pedir nada…  


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico


jueves, 10 de marzo de 2016

Un niño, un tesoro y un morro 

Era un día caluroso de esos que no dan ganas de salir de casa, cuando un padre lleva a su hijo de paseo al Morro Solar. Era finales de los años ochenta y en aquella época el morro no era muy popular. Para muchos era solamente un cerro enorme en donde fumones y delincuentes podían hacer de las suyas, sin embargo, para un padre de familia que escalaba religiosamente todos los domingos, ese cerro era algo muy especial.

El padre al quien llamaremos don Manuel, era conocido por quienes se encontraban en la cercanía del morro, ya que siempre se le veía subir en las mañanas con nada más que un lápiz y un cuaderno. Muchos especulaban qué hacía tantas horas en el morro, sin embargo, nadie se atrevía a preguntárselo.

Como todos los domingos por la mañana don Manuel sube al morro, pero esta vez no lo hizo solo, lo acompañaba su pequeño hijo quien a regañadientes subía, como todo muchachito de su edad estas excursiones a los cerros no le llamaban mucho la atención.

Una vez arriba, el pequeñín se sorprendió con la vista imponente que tenía el morro, don Manuel pudo notar con alegría que la cara su hijo cambió por completo y parecía que el niño estaba en su propio parque de diversiones.

¿Qué puede hacer don Manuel con su hijo en un árido morro? No había nada, estaba desierto, estaban en medio de la nada. Piedras y arena es lo que predominaba en el lugar. De pronto, don Manuel sacó su cuaderno y examinando el terreno empieza a escribir.

Si nadie sabía lo que don Manuel hacía, mucho menos nadie sabía lo que escribía. Solamente con admirable calma escribía y caminaba. Entonces, al pasar las horas, nuevamente la furia entra en el niño obligándolo a hacer un épico berrinche.

Don Manuel se le acerca y trata de calmar la feroz pataleta con una pequeña brocha, de esas que sirven para pintar casas. ¡Ayúdame a desvestir al morro!, le dijo. El niño toma la brocha y se queda parado como tratando de descifrar lo que su padre le dijo.

Don Manuel se sienta en la tierra y comienza a escarbar con paciencia. El niño seguía parado como preguntándose qué hace su padre. Miraba la brocha y miraba a don Manuel, así se la pasó por varios minutos. En ese momento, su padre se le acerca y le dice al oído: Estoy buscando el tesoro del pirata. Al niño parece brillarle los ojos y olvidando la furia, se sumerge en el terreno. Nadie se los dijo, pero parecían dos topos haciendo madrigueras.

Escarbaron durante horas, mientras que algunos curiosos que subían los miraban como descifrando sus quehaceres. ¡Papá, seremos ricos!, decía el pequeño, quien buscaba en cada lugar que le señalaba su padre. De pronto, don Manuel encuentra lo que buscaba y llamando a su hijo, grita: ¡Encontré el tesoro!

El niño brinca de alegría, pues pensó en su imaginación que le compraría una nave espacial. Y acudiendo a su llamado, llega donde su padre y miró lo que había encontrado. ¿Dónde está el tesoro?, preguntó el niño. ¡Lo tengo en mi mano!, dijo don Manuel. Es un casquillo de bala que fue utilizada en la defensa del morro, allá por 1881. El niño queda paralizado como cuando miraba la brocha, no podía creer que habían escarbado tanto tiempo para esto.

El pequeño miraba a los curiosos que se encontraban ahí y viendo sus caras que contenían la misma decepción que él, la furia hace nuevamente presencia. Don Manuel, quien celebraba como un niño su hallazgo, no se percató que a su hijo le ganaba el enojo.

El pequeño tira su brocha y al verse timado comienza a llorar. Don Manuel al notar el llanto de su hijo le pregunta: ¿Por qué lloras? Yo quería encontrar un tesoro, le respondió. ¡Pues lo hemos encontrado!, le dice don Manuel.

¡Con este casquillo de bala salvamos la honra de nuestro país!, jóvenes, ancianos y hasta niños defendieron una causa a la que consideraron justa. Y aquí en este morro se peleó hasta el último soldado, le contó don Manuel y poniendo el casquillo entre las pequeñas manos de su hijo y dándole un tierno beso en la frente concluye: ¡Jamás lo olvides!

Casquillos de bala Peabody Martini encontrados en
el Morro Solar, parte de la colección del INEHPA 
Desde ese caluroso domingo en adelante, don Manuel seguía subiendo al morro, pero esta vez su hijo era quien pedía acompañarlo. Al llegar a la cima, don Manuel le asignaba a su hijo una tarea o misión como él gustaba decir. El pequeñín que cada domingo iba creciendo, aceptaba con gusto y aunque nunca encontraba nada, estaba feliz de desvestir como decía su padre al Morro Solar.

Un domingo en la mañana y mientras don Manuel tomaba apuntes, su hijo hace un gran descubrimiento. Otro casquillo de bala de fusil es encontrado y aunque el niño no descubrió el tesoro de algún pirata, para él era un hallazgo increíble. Don Manuel lo había logrado, había inculcado la pasión de la historia en su hijo y estaba convencido de que el morro estaba a salvo en tanto su hijo, así como las generaciones venideras subieran a contemplar este grandioso campo santo.

¡Has encontrado el tesoro del Perú!, le dijo don Manuel, mientras se mandaba unos pasitos de baile por la alegría. Dime, ¿qué harás con ese casquillo de bala?, preguntó. El niño no sabía qué responder, únicamente miraba el tan valioso objeto que había encontrado.

Don Manuel, quien había pasado casi toda su vida entre arenales y piedras estudiando pacientemente cada rincón de lugares ocultos, se acerca a su hijo y le aconseja: Si te llevas el casquillo a casa que sea para estudiarlo, si sólo lo quieres para presumir, mejor déjalo donde estaba para que otra persona lo encuentre y le dé el valor que se merece. 

Nunca supe si el niño dejó o se llevó el casquillo de bala, lo que sí les puedo contar es que ese niño quien ahora es todo hombre y padre, lleva religiosamente los domingos a su pequeño hijo y les puedo asegurar que en tanto los padres lleven a sus hijos al Morro Solar, los muchos soldados peruanos que murieron en ese lugar estarán agradecidos, porque ese histórico cerro chorrillano guarda más que arena y piedras.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico


martes, 8 de marzo de 2016

Antonia Moreno: una rabona con temple de acero‏

Marchábamos por Huancavelica y aunque estuvimos poco tiempo, pude sentir su gélido clima. Para un limeño como yo, que había jurado seguir al ‘Taita’ Cáceres hasta los confines del mundo, estas largas caminatas a través de la sierra eran brutales, insostenibles para cualquiera, pero sabíamos que así iba a ser la resistencia frente a la ‘Estrella Solitaria’.

El musgo aquí crece congelado, nuestra marcha era cada vez más complicada. Algunos de nuestros soldados que son provenientes de los mismos andes no aguantan el frío y algunos caen para no levantarse más. Los pies que antes me dolían producto del intenso frío ahora ya no los siento, camino por inercia y mi fusil que está prácticamente congelado se me ha adherido fuertemente a mi mano, tratar de soltarlo me provoca mucho dolor.

No hemos probado alimento en días, no aguantaremos mucho tiempo, lo único que me mantiene caminando es la arenga de mi ‘Taita’. Andrés Avelino Cáceres era muy querido y respetado entre la comunidad indígena. Nadie lo cuestiona, ni mucho menos lo critica, Cáceres ordena y su palabra es ley.

¡Descansen muchachos!, fueron sus órdenes. Nuestra rápida salida de Jauja nos había dejado sin muchas provisiones, teníamos menos de lo necesario para guarecernos, así que tuvimos que improvisar un campamento, hacer fuego para no morir congelados era nuestra prioridad.

Acurrucándome con una pequeña y delgada manta, noto a una rabona que cosía ropa para sus hijas, el amor y cuidado con el que bordaba la tela era conmovedor, era como si se olvidara de la grave situación en la que nos encontrábamos, para dedicarse en cuerpo y alma a su tarea, me pregunto ¿quién será? 

A la mañana siguiente debíamos continuar, nuestro ejército estaba agotado, pero si queríamos llegar a Ayacucho debíamos apurar el paso. Todos pensábamos que ahí nos alimentaríamos bien y podríamos recuperar fuerzas. En la primera orden de alto, llegamos a una hacienda que le pertenecía a una tal Margarita Lozano. Creí que en dicho lugar íbamos a ser bien atendidos, sin embargo, la avaricia se apoderó de la dueña.

Todo el alimento que Margarita poseía nos lo había ocultado, tuvimos que suplicarle para que por lo menos alimente a las mujeres quienes nos acompañaban fielmente. Estaba encolerizado, no podía creer que le negara comida a quienes defendían la patria, marchamos desde tan lejos para ser recibidos con desgano. 

De pronto, mi ‘Taita’ nos reúne y nos brinda una sopa de agua con pan remojado y carnero, que tanto trabajo le costó suplicarle a la dueña, al probarlo y poner mi más fea cara, él me dice: ¡Lo sé, sabe horrible!

Antonia Moreno en compañía de sus hijas
Todos tratábamos de hacerle los honores a la dueña de la hacienda para que no nos niegue el refugio, sin embargo, la rabona que vi coser ropa para sus hijas no le rendía pleitesía, al contrario, la miraba con repulsión. 

¡Si esa rabona tonta no cambia esa cara de desprecio, doña Margarita Lozano sacará a patadas a nuestro ejército!, comenté en voz alta. Fue en ese momento que una feroz cachetada en la mejilla me hace estremecer las ideas. ¡No vuelvas a insultar a esa dignísima dama, limeñito!, me dijo un soldado. Esa rabona que vez ahí es nada menos que doña Antonia Moreno, esposa de mi ‘Taita’ Cáceres, no te vuelvas a expresar así o te acomodaré otra vez la cara, continuó.

Con esta advertencia y un fuerte dolor de cabeza por el sacudón, quise averiguar un poco más de aquella señora por la que todos los soldados, civiles y campesinos, morirían sin dudarlo. Pese al hambre y al cansancio, el ambiente era el mejor, sin contar el golpe que me dieron por irrespetuoso, la camaradería y la amistad prevalecían en nuestro ejército. Y es que muchos de nosotros éramos jóvenes y nos manteníamos siempre con buen humor.

Tal es así, que correteábamos a escondidas por toda la hacienda en busca de alimentos, sin embargo, toda la comida que encontramos y una botella de buen pisco nunca la repartíamos entre nosotros, sino que se las ofrecíamos a nuestro ‘Taita’ y a su mujer: ¡General, vea usted el descubrimiento que hemos hecho, coma y beba pisco para que maten el frío usted y su esposa!

El ‘Taita’, lejos de reprendernos lo hicimos reír, sabíamos bien que Cáceres celebraba en el fondo como un niño nuestras travesuras. La dueña de la hacienda estaba muy enojada con nosotros, pero doña Antonia Moreno siempre salía en nuestra defensa, constantemente ella se comportó como una madre para todos nosotros y fue en ese momento que entendí qué papel fundamental ella desempeñaba, pues fue la única guerrera que combatía la incertidumbre con amor.

Doña Antonia no solamente velaba por mi ‘Taita’ o por sus hijas, sino también por todos nosotros, el rostro de nuestros soldados cambiaba cuando ella nos alentaba, pues la causa por defender al Perú se hacía más sublime si ella marchaba delante de nosotros. Es curioso, en Lima muchas rabonas marchaban atrás de la soldadesca pero aquí Antonia caminaba en primera fila.

Militarmente hablando siempre hay un respeto entre un general y su soldado, sin embargo, aquí el respeto era de un padre hacia un hijo. Absolutamente todos adorábamos a la familia Cáceres y creo que eso fue primordial para que la resistencia durara tanto tiempo.

Prueba de ello, fue una anécdota que nos ocurrió partiendo de la hacienda, el caballo de doña Antonia sufre un tropiezo y ella cae al agua helada de la puna, dejando su ropa empapada exponiéndola a coger una pulmonía. Ella no tenía otro vestido, pues como mencioné, teníamos todos muy pocos equipajes.

Al percatarnos de la caída, muchos de mis compañeros se prestaron a ayudarla y no dudaron en desvestirse prácticamente para brindarle sus atuendos. Algunos le proporcionaban zapatos, otros, camisas y diferentes prendas. Doña Antonia tuvo que vestirse detrás de unos peñascos que le sirvieron como biombo. ¡Mírenme, estoy convertida en un verdadero mamarracho!, dijo con una sonrisa.

De pronto, Cáceres, quien había ido busca de su elegante abrigo de piel, se percata de la vestimenta de su esposa y no pudiéndose contener se echó a reír a mandíbula batiente. La risa de mi ‘Taita’ fue tan extensa que ocasionó la ira de doña Antonia. Pero mujer no te enojes, ¡mírate!, pareces un personaje carnavalesco, comentó mi general con carcajadas.

Quería reírme, tuve que distraerme ayudando con el equipaje que había caído, si soltaba una pequeña sonrisa la mirada fulminante de doña Antonia podía atraparme, todos preferíamos enfrentarnos al enemigo que a su enojo.

Pero ¿quién era ese osado caballo que lanzó a nada menos que la esposa del ‘Brujo de los Andes’ al agua? ‘El Lunarejo’, se llamaba y era una bestia un tanto chúcara que doña Antonia no dejaba de culpar. Sin embargo, fiel a su orgullo, la esposa de mi ‘Taita’ vuelve a montar al caballo y lo amenaza con convertirlo en un delicioso guiso si se atrevía a volverla a lanzar al agua. Fue en ese momento que todos no pudimos más y nos tiramos al suelo a reír.

Ver Cáceres y a su esposa cediendo por la risa, me hizo creer que éramos más que un ejército, éramos una familia. Entendí esa fuerza que nos mueve pese al frío, al hambre o al escarpado terreno. Ellos eran el verdadero significado de la resistencia y únicamente por ellos marchamos, por nadie más.

Al atardecer y con una fogata para calentarnos, el ‘Taita’ se sienta junto a mí, como si fuese un jovencito más comparte sus experiencias con nosotros y mientras su mujer y sus hijas dormían por el cansancio, le pregunté por qué deja que su esposa, sus hijas y las demás mujeres que nos acompañaban nos siguieran, exponiéndose a muchos peligros. Cáceres se recuesta y mirando las estrellas que alumbraban el firmamento me dijo: Ellas también tienen su propia guerra que librar, si no fuera por su temple, fortaleza y dulzura, la resistencia solamente estaría conformada por una soldadesca orgullosa pero sin ningún aliciente, con la mujer peruana nuestro ejército es más fuerte que una gran manada de leones.

Luego, Cáceres me pregunta: ¿Sabes qué se interpone entre las balas de nuestros enemigos y nosotros? No lo sé, le respondí. Pues la mujer peruana, afirmó mi ‘Taita’. Es ella quien sufre el primer impacto y se desangra al observar a su hombre caer, es ella quien muere mil veces cuando no recibe noticias de su esposo. Estoy seguro que somos hombres libres pero siempre estaremos subyugados a sus encantos y si en algún momento existiera un día para ellas, espero que se las recuerde siempre como las verdaderas defensoras del Perú.

Dicho esto, el ’Taita’ calla para encomendarse al más profundo sueño, dejándome con la esperanza que la patria estará segura en tanto exista siempre una mujer peruana…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Antonia Moreno de Cáceres, recuerdos de la campaña de la Breña", Luis Guzmán Palomino. (Colección bibliográfica del INEHPA)


jueves, 3 de marzo de 2016

El obsequio de una querida rabona

"A mi recordado esposo", era la dedicatoria que llevaba como símbolo de amor y lealtad, pues para Antonia, el significado de fidelidad es un juramento eterno que se guarda incluso después de la muerte.

No sabía a ciencia cierta qué papel ella había desempeñado en la defensa de la patria, pero sí sabía la dedicación y cariño que le tenía a su esposo. Estuve atento a todo lo que se decía de ella y aunque estaba oculto en un cajón, podía notar que no solamente era una abnegada esposa, sino una madre ejemplar.

Casi nunca intercambié palabras con Antonia, lo único que me dijo antes de colocarme en un cofrecito fue: "Serás el regalo perfecto". Jamás supe a quién me entregaría, de no ser por la dedicatoria que imprimió en mi metal dorado, tal vez nunca lo hubiera sabido.

Me encontraba en su alcoba y aunque no podía ver nada por permanecer en un cofre, por lo menos podía escuchar lo que en la habitación Antonia murmuraba: "Relájese mi taita que la guerra terminó, no reniegue".

Y es que su esposo, a quien aún yo no tenía el placer de conocer, se enojaba siempre cuando recordaba el poco aprecio que se le tenía a la comunidad indígena y resaltaba siempre sus aportes a la defensa del Perú: ¡Sin ellos la patria no hubiese resistido tanto tiempo, les debemos todo!, no dejaba de repetir.

Cálmese mi taita que le tengo un regalo, le dijo Antonia y abriendo el cajón donde me encontraba, le enseña el cofre en el que yacía. ¡Ábrelo!, que ahí verás algo que te será útil, le comentó.

Recuerdo haber estado nervioso, por lo que escuchaba de Antonia, su esposo era un veterano de muchas batallas y que si no fuese por él, la campaña de la Breña hubiese tomado un rumbo diferente. De pronto, una voz que se encontraba en lo más oscuro del cofre me dijo: Tendrás el honor de servirle al 'Brujo de los Andes'. ¿Brujo?, qué calificativo tan particular, pensé.

Al abrir el cofre pude sentir las manos tibias de Antonia, manos firmes y fuertes pero suaves y cálidas a la vez. En su mirada, se reflejaba tranquilad, esa calma que todo hombre busca en una mujer. Su rostro afirmaba el paso del tiempo, sin embargo, no aseguraba su vejez. A través de sus delicadas manos pude sentir ese espíritu indomable propio de una mujer peruana.

Me contaron que Antonia fue una guerrera de mil batallas, era una rabona de temer, pues combatía al invasor con el orgullo, algo que jamás nadie se lo podrá arrancar.

Monedero que Antonia Moreno le obsequió a  Andrés Avelino Cáceres
después de la guerra
Antonia sabía que la guerra era contra la 'Estrella Solitaria', pero también tenía otras batallas por librar. La angustia, la pena, la desazón y la incertidumbre, fueron sus principales enemigos. Pues un esposo tenía y debía velar por su bienestar. El 'Brujo de los Andes' era su temor, pese a tener un temple de acero, Antonia se quebraba cuando no recibía noticias de su esposo. Ella moría a cada instante ante una posible emboscada que los invasores le pudieran tender. También sabía que ningún brujo podía hacer una hechicería si no llevaba bien limpio el uniforme.

Ningún detalle era pasado por alto, era la mujer más fuerte y más dulce que tuve el placer de conocer. Fui el objeto más importante, aunque sea por ese momento. 

Risas y un buen ambiente percibía, tal vez la melancolía o la pena podían llegar en algún momento a esta casa, pero eran pasajeras, la tristeza no era bienvenida en hogar de héroes. No sé si era un buen obsequio para el 'Brujo de los Andes' pero estaba seguro que de algo podía servirle.

Antonia me sostiene ocultando cada parte de mí entre sus manos. En ese momento, el 'Brujo' extiende sus brazos y antes de recibirme la abraza fuertemente: ¡Qué hubiera sido de mi vida sin ti!, le dijo mientras le acariciaba el rostro. El héroe de la Breña me toma entre sus manos y ve la dedicatoria escrita. De pronto Antonia saca un pañuelo y le seca las lágrimas a su esposo, la emoción por el presente se apoderó él. Pues un brujo no se quiebra ante la adversidad pero sí ante el amor de su mujer.

Al anochecer, Antonia y su esposo se despiden con un beso y duermen tomados de la mano. Eran horas de la madrugada, cuando el Brujo se levanta de la cama, enciende una vela y se dirige a su escritorio. Un papel y un lápiz lo esperaban y sentándose en su silla favorita se pone a escribir, despacito y muy sigiloso para que Antonia no lo notara.

Al terminar, el brujo depositó el papel en mí y la guardó dentro. Yo era un monedero común, diseñado para guardar hasta cualquier cosa que podía ser útil, pero jamás pensé que guardaría un papel. ¿Qué habrá escrito?, no dejaba de preguntarme toda la noche.

A la mañana siguiente, Antonia y el 'Brujo de los Andes' tenían una ceremonia en donde la gala y el estilo eran infaltables en estas reuniones. Mientras su esposo trataba de acomodarse el uniforme, Antonia se peinaba cantando y al notar que el brujo no podía colocarse el saco, ella rápidamente deja sus quehaceres para ayudarlo. ¡Ha vivido grandes victorias mi taita y ahora no le gana ni a un saco! , le dijo, mientras ambos reían.

Al acomodarse el sable, el brujo le pide a Antonia que no se olvide de mí y que fuera a parar a su bolsillo. Ella, al tomarme entre sus manos dejó caer el papel que guardaba dentro de mí: Doña Antonia Moreno, sin usted mi guerra hubiera sido otra, antes que el enemigo que vino del sur, la tristeza e indiferencia me habrían vencido. Es la enemiga perfecta de fantasmas en mi cabeza y la compañera idónea para ser feliz, pues en tiempos de guerra, me mostraste lo maravilloso de la vida y que la palabra amor cabe y cabrá siempre incluso en tiempos difíciles. Tu esposo quien te venera con santidad, Andrés.

Antonia nunca pidió ser reconocida, se conformó siempre en ser la acompañante de un soldado peruano, pues una rabona era y para ella no cabían los halagos. Ella era una mujer peruana que supo cumplir lo que el amor y el deber le habían encomendado. Dicen que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, Antonia era peruana y como mujer peruana nunca estuvo atrás, sino al lado de Andrés.  

La historia no será esquiva con ella y cada vez que se le extrañe se le recordará con bravura, amor y coraje, pues si hay algo que diferencie a una mujer de un hombre, es la fortaleza de su alma y la suavidad de su corazón.

Pasaron muchos años y aunque Antonia, ni Andrés, ni mucho menos la nota que escribió, están, pese a todo, yo aún sigo aquí y puedo asegurar que así como sus hazañas nunca pasarán al olvido, su juramento de amor también será inmortal.

Y que el tiempo, el cual es eterno para mí, me enseñarán si tuve razón en decir que el honor se salvó también por la fortaleza y temple de una gran mujer...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico