domingo, 27 de noviembre de 2016

El gallinazo que cambió la carne por hojas de coca

Sobrevuelo Tarapacá en busca de comida, el sol que no conoce de misericordia sofoca el poco aire frío que pudiera refrescar mi plumaje. El desierto no perdona y escasea el alimento, ningún animal agoniza sediento en la zona, no hay nada que pueda saciar el hambre que se siente luego de días sin comer.

Me tomo la molestia de descender y descansar unos momentos entre rocas y arena de pequeños cerros, con la finalidad de recobrar fuerzas y seguir en la búsqueda. Al bajar a tierra me encuentro con otro gallinazo, que también descansaba en el terreno.

Qué calor, ¿verdad?, le dije un tanto nervioso. De pronto, el ave que era más grande que yo se pavonaba agitando sus alas y con un fuerte bostezo me responde: Sí, hace mucho calor pero con abundante comida dejar este desierto es imperdonable.

¿Abundante comida?, mira a tu alrededor, apenas y hay dónde buscar. Muchas avecillas que mueren se calcinan en poco tiempo dejando más que huesos y plumas secas, le repliqué. ¡Eres un tonto!, me dijo. Te conformas buscando pequeñas aves cuando la carne de soldados es un banquete incomparable. ¡Para lamerse las garras de las patas!, me explicó.

¿Soldados? ¿Qué soldados?, pregunté. ¡Pues los soldados peruanos, bolivianos y chilenos! ¡Tres países en un solo festín y todos saben deliciosos!, me dijo mientras se arreglaba el negro plumaje con el pico. Mi última cena con estos suculentos caballeros fue en la batalla de San Francisco el 19 de noviembre, los ejércitos de estos tres países se enfrentaron en una refriega sin cuartel. Muchos soldados que llevaban bandera roja, blanca, azul decían que eran los ganadores de aquel enfrentamiento… ¿Y quién ganó en realidad?, lo interrumpí. Desde luego que ¡yo!, me respondió con una sonrisa.

Pero debes saber desgarrar la tela que envuelven sus cuerpos. Uniformes les llaman y si no tienes cuidado puedes picotear algún botón que adorna el atuendo, me explicó al detalle. ¡Por eso yo empiezo por picar los ojos!, continuó. Y a medida que me explicaba los pasos para arrancar la carne, sentía que se me hacía agua el pico y me imaginaba el sabor y la textura de un soldado, ¡sencillamente un manjar incomparable!

¿Y por qué los humanos se pelean entre si? ¿Cuál es el motivo de la guerra?, cuestioné. ¡Eso no interesa! ¿Tienes hambre o no?, replicó el gallinazo grande. Síguelos en cada batalla y serás un ave gorda y feliz, me dijo. Pero somos peruanos, no deberíamos comernos a los nuestros, le aconsejé. ¡Cuando tienes hambre no les preguntas quién es chileno, boliviano o peruano, si tienen el mismo sabor! Además no creo que ninguno te responda con la abundante sangre brotando de sus bocas, me respondió. Y así cayó la noche imaginando lo que sería este delicioso banquete.

Saco pequeño que contiene hojas de coca,
parte de la colección del INEHPA
A la mañana siguiente decidí seguir a mi nuevo compañero, esta gran ave me comentó que habrá pronto otra importante batalla en la que debíamos participar, ¡no como soldados!, sino como invitados a una cena memorable por llamarlo de alguna manera.

 Pasamos primero por algunas zonas rocosas para afilar el pico. Mantener los elementos que serán útiles para comer como el pico y las garras es vital para disfrutar sin problemas.  Muchos humanos creen que somos desagradables, feos y sin plumas en la cabeza, pero ¿qué esperaban? ¡Comemos carroña!, no esperen que seamos canarios grandes con vivos colores. Tenemos plumas negras, de lo contrario andaríamos siempre manchados de sangre, al menos modales para comer tenemos. ¡Ah!, casi lo olvido, tenemos la cabeza desnuda y arrugada, pero esto es para evitar que las plumas se contaminen por la carne en descomposición. Tal vez tengan razón y seamos desagradables, pero estoy seguro que ustedes serían sabrosos  y muy agradables si se pudren en algún desierto como Tarapacá.

A medida que nos acercábamos a uno de los ejércitos involucrados decido hacer una interesante pregunta al enorme gallinazo que se había convertido en mi guía: Entre tantos soldados que de seguro caerán, ¿a cuál debo elegir? El gran gallinazo responde, si fuera tú elegiría a un joven empeñoso, valiente y decidido, los soldados que tienen esas características normalmente mueren en cualquier batalla. Mira ahí tienes a uno, y señalándolo con una de sus enormes alas lleva mi vista hacia el coronel Alfonso Ugarte
.
¡Imposible!, yo lo conozco, es de Iquique. ¡No pienso almorzarme a uno de los míos! Todos aquí son peruanos y están defendiendo la tierra en la cual volamos, le respondí enérgicamente. Bueno está bien, y qué te parece este soldado, se ve apetitoso, ¿no lo crees?, me dice llevando nuevamente su ala hacia otra posible víctima. ¡Por las plumas de mi madre! ¡Es Roque Sáenz Peña!, exclamé. Es argentino, ¡no pienso engullirlo! Pero no es peruano, me dijo mi compañero. ¡Pero vino a pelear por el Perú, si cae no lo comeré!

Con la marcha de este ejército entendía cada vez más el propósito de defender nuestro suelo, tal vez esperar la caída de muchos de estos soldados no era lo correcto. ¿Y si vamos a buscar al ejército invasor? Dices que todos tienen el mismo sabor, ¿qué tal si nos alimentamos de ellos?, pregunté. ¡Ni hablar!, ya estamos aquí y con ellos nos quedamos, cuando se enfrenten todos se mezclarán y no sabrás si quiera quienes son peruanos, me respondió enojado.

 Momentos previos a la batalla, decido posarme cerca de soldados peruanos para conocer sus aventuras y desventuras. Al acercarme descubro que ellos son más que carne de la que me puedo alimentar, cada uno tiene un sueño, una ideal, que ni siquiera este terrible sol es capaz de arrebatarles. En sus relatos oigo los nombres de Francisco Bolognesi, Justo Pastor Dávila y Andrés Avelino Cáceres, cada uno con un tremendo amor a esta tierra a la que le entregarán todo.

Mientras más los conozco, menos ganas tengo de alimentarme de ellos. El estómago me dolía y mis fuertes alas comenzaban a pesarme. Poco a poco sentía que las plumas se me caían. Tenía muchos días sin comer y lo que en algún principio imaginé un festín ahora será mi batalla entre el respeto y el hambre. Antes de irme noto que algunos soldados se reparten de un saquito hojas de coca, ya tuve la mala experiencia en comer una de esas hojas y su sabor era repulsivo. Tiene propiedades medicinales para los humanos pero una de las cosas que había aprendido a odiar en esta vida era precisamente eso: hojas de coca.

Levanto vuelo para no seguir identificándome con estos valientes soldados. Volar se me hacía agotador y a diferencia de mi compañero comenzaba a perder las ganas de celebrar este banquete. ¡Te relacionaste con estos humanos y ahora eso será tu perdición!, me dijo el gran gallinazo, déjalos que se maten, esta no es nuestra guerra y si no comes ¡morirás!, me advirtió.

Ya es demasiado tarde, estos soldados llevaban una bandera que se había clavado en mi pequeño corazón, pensé. Pasaron algunos días más y mi situación se iba agravando, estaba cada vez más flaco y sentía que por momentos la vida me abandonaba.

El 27 de noviembre se lleva a cabo la Batalla de Tarapacá, un enfrentamiento brutal en la que dejó cientos de muertos. Las balas llovían y los gritos de dolor de muchos atraían a decenas de gallinazos que ya sobrevolaban la zona haciendo grandes círculos. El gran gallinazo tenía razón, muchas aves carroñeras se relamen el pico y en cada una de sus miradas noto las ansias y egoísmo de comer hasta saciarse.

Juan Buendía comandó a las fuerzas peruanas, mientras que Luis Arteaga lideró al ejército enemigo. Al menos un conocedor en lo que a nombres y rangos respecta me había convertido. Relacionarme con soldados y oficiales me habían transformado sin saberlo en un ave horrorosa pero sabia.

Mientras esperaba el desenlace de la batalla escondido y sin surcar los aires por el cansancio, analizo el sentido de esta guerra y que para aves como nosotros, así como también para este despiadado sol, todos los soldados, peruanos chilenos y bolivianos son iguales. La batalla concluye con una escena inolvidable, muchos cadáveres se confunden entre si y así como dijo el ave guía era imposible reconocer de qué bando eran.

Decenas de gallinazos descienden con desesperación, el festín había comenzado y todo carroñero estaba invitado. Decido acudir al campo de batalla caminando, arrastrando una de mis patas y salivando constantemente. Es curioso, al pasearme entre los caídos muchos gallinazos se dan de picotazos entre sí, peleando y discutiendo como si la comida aquí escaseara, el egoísmo era tal que no se daban cuenta que bastaba y sobraba para todos. De pronto, a los lejos veo como mi gallinazo guía arrancaba los ojos de un soldado moribundo.

No podía ser parte de esto, camino pisando los cuerpos de muchos soldados pero no me atrevo a dar el primer bocado pese a que mi vida dependía de ello. Mis patas se iban cubriendo de sangre y mis garras se sumergían prácticamente en fluidos corporales. Moría de hambre a cada instante, solo podía mirar a varios gallinazos arrancar la ropa para llegar a la carne y mirar a los muchos soldados regados, algunos pidiendo ayuda.

Uno de los cadáveres tenía entre sus bolsillos un saquito con hojas de coca, esas hojas que aprendí a odiar. Había tomado la decisión de no comer ningún cadáver sabiendo muy bien que mi vida corría peligro. Rompo el saquito y dejo al descubierto las hojas y sin ninguna muestra de asco y con el máximo de mis respetos empiezo a comerlas, una por una hasta terminarlas.


El estómago me dolía cada vez más y ya no podía siquiera levantar mis alas. Los gallinazos que ya estaban gordos no podían volar descansan entre charcos de sangre. Tomo la decisión de acostarme en una bandera con el escudo peruano y esperar la muerte, tal vez ninguna ave lo sepa pero ese 27 de noviembre de 1879 ganamos en Tarapacá. Pongo el pico en la tela y cierro los ojos con la esperanza de que algún otro gallinazo se alimente de mí en vez de estos valientes peruanos.    


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



viernes, 18 de noviembre de 2016

La venganza de un pequeño revólver

Todo había terminado, luego de las batallas de San Juan y Miraflores a Lima no le queda otra opción más que ceder. El enemigo había marchado por la calle Mercaderes y puesto su bandera en Palacio de Gobierno, impuso su ley en cada casa, en cada negocio, en cada lugar donde se respire un poco de rebeldía y resistencia.

El alcalde de Lima Rufino Torrico había instalado un hospital de sangre para los heridos que habían luchado en las batallas por la defensa de la capital, fue la única autoridad que en representación del estado mantuvo comunicación con los jefes chilenos, para lograr que la ocupación sea de forma civilizada. ¡Civilizada! El invasor masacró a mi padre, hermano y amigos en Miraflores, no dejó sin opciones, rebasó nuestras líneas y arrasó cuanto pudo, ¡eso es ser civilizado!

Había que deponer las armas, sin embargo yo guardé el revólver de mi padre. Lo recuperé del campo de batalla en Miraflores y no había nada que me sacara de la mente los enormes charcos de sangre que había dejado su cuerpo. Lima estaba desierta, había quedado sumergida bajo un luto eterno.

Nadie sabía cuánto tiempo el enemigo estaría aquí, observándonos en silencio. Nadie les preguntaba y nadie nos respondía. ¿Qué pasará con los heridos? cuando el invasor los reconozca es posible que sean pasados por las armas. Los extranjeros querían imponer su ley y nadie podía impedir su desbande.

Mamá me advertía que no saliera de casa, ya que si me ven los chilenos podrían reconocerme y matarme, sin embargo yo tenía otros planes para ellos. El revólver de mi padre haría justicia y tal vez la venganza podría calmar en algo mi pena. El arma era pequeña fácil de ocultar, el alcance del tiro es corto, así que tendré que acercarme lo más posible, si un chileno si quiera se asoma a mi casa verá la muerte de cerca.

Se comunica a todos los vecinos de Lima desarmarse y entregar cualquier arma en un plazo establecido. Los soldados que habían sobrevivido y civiles quienes poseían algunas pistolas personales debían entregarlas, las leyes extranjeras se comenzaban a imponer y guste o no se debían acatar.

Algunos saqueos comenzaban a realizarse, Lima era tierra nadie, a veces días de alboroto y a veces era un cementerio. Una noche un chileno ronda cerca de mi casa como buscando una oportunidad para entrar. Ordeno a mamá esconderse, rápidamente saco el revólver de mi padre y al escuchar la puerta siendo forcejeada decido disparar. El sonido del disparo a media noche fue ensordecedor. 

Revólver pequeño, parte de la colección del INEHPA
Le había disparado a un chileno y no había mejor venganza que esa, me acerco para observarlo, estaba tendido tomándose el pecho. Era uno de los asesinos de los reductos, lo reconocí por la cicatriz en su rostro. Mi hermano luchó contra él, y fue acuchillado, mientras se desangraba y pedía misericordia, el invasor no se la dio y le cortó el cuello. Al acercarme lentamente con el pequeño revólver en mano el chileno rogaba por su vida, no dudé en tirarle la foto de mi hermano, el soldado observa la imagen y antes que pudiera dar una respuesta aprieto el gatillo una vez más y le doy un tiro gracia en la cabeza. Algunas luces empiezan a encenderse, mi madre llega a la sala y grita asustada. ¡Vete de aquí! ¡Huye!, le dije. Los chilenos ya vienen por mí y verán lo que hice, no tiene sentido que te culpen a ti también, le expliqué. ¿Y tú qué vas hacer?, me preguntó. ¡Me reuniré con papá y mi hermano!, le respondí y llevándome el revólver a la boca pongo mi dedo una vez más en el gatillo dispuesto a acabar con mi vida.

Los soldados chilenos entran entre gritos e insultos a la casa y me ordenan soltar el arma, mientras golpean a mi madre. Intenté utilizar el revólver contra ellos pero un feroz culatazo en la cabeza me hace caer, para luego ser tomado prisionero.

Con la cabeza ensangrentada comienzo a pensar en mi familia, lo unidos que fuimos, lo felices que éramos y culpando a esta maldita guerra, pego un grito de rabia dentro de un cuarto oscuro donde me habían instalado. Como escarmiento se había decidido que yo fuese fusilado, como una advertencia ante otra posible rebelión.

Nadie abogó por mí, ni los vecinos que me conocían salieron a defenderme y suplicar por mi vida. Mi único pesar es que había arrastrado a mi madre a la muerte. A la mañana siguiente escuchó algunos gritos, no tardé mucho en reconocer los llantos de mi madre, la desesperación por saber dónde estaba me comía las entrañas. Entre tanto alboroto escucho la sentencia que se le había impuesto.

La muerte la aguardaba, mientras se ordenaba un pelotón de fusilamiento trataba de encontrar un espacio de luz en la pared donde pudiera verla, aunque sea por última vez. Al encontrar un pequeño agujero logro reconocer ese inolvidable sonido cuando se carga un fusil dispuesto a disparar, y a la orden de ¡fuego! mi madre cae sin vida, mojando el suelo con su sangre.

¡Miserables! ¡Asesinos!, les grito desesperadamente desde mi cautiverio. Todos los vecinos de Lima optan por callar. Mientras me arrastraban directo al paredón no dejaba de insultar a todos, pero mis gritos no eran solamente para los invasores sino para los propios limeños que sabiendo las muertes de sus familiares en Miraflores ninguno se atrevió a revelarse y continuarla lucha. ¡Cobardes!, les decía. Ustedes son tan culpables como ellos y señalándolos a todos empiezo a llorar de la impotencia.

Intentan ponerme una venda en los ojos, pido no ser cubierto. Quería mirar a todos y que todos me vieran, porque sabía que mi rostro era el de desesperación. ¡Mírenme, porque este es el rostro de la tristeza, misma que se reflejó en sus familiares al ser masacrados por estos asesinos!, y mirando la bandera enemiga flameando impune en Palacio de Gobierno, un estruendoso sonido silencia mi voz y ganas de resistir...   


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia de la República del Perú. 1822-1933", Jorge Basadre (Colección bibliográfica del INEHPA)


viernes, 11 de noviembre de 2016

El pañuelo de Lucila y el último viaje del Coronel Alfonso Ugarte


Era 1890 y el presidente Andrés Avelino Cáceres despachó un decreto supremo en el que ordena traer los restos de los que sucumbieron en Angamos, Tarapacá, Tacna, Arica y Huamachuco para ser depositados en un mausoleo erigido a nombre de la Nación. El mismo decreto dispone que zarpen al sur, el crucero “Lima” y al norte el transporte “Santa Rosa”.

Había escapado junto con mi esposa e hijo lejos de Arica, con el fin de evitar aquella sangrienta guerra que le costó la vida a miles de peruanos. Tuve la suerte de sobrevivir a la masacre ocurrida en el morro de Arica y logré huir de la mano de mi familia, lejos a donde nadie podía encontrarnos.

Nos mantuvimos ocultos hasta que supimos que el enemigo se había retirado a su tierra con un resultado terrible para el Perú. Cuando Cáceres asumió el poder sabíamos que una nueva patria podía nacer, pero primero debíamos traer a los héroes que se habían inmolado por nosotros.

Mi esposa y yo fuimos al Callao a recibir al crucero “Lima”, todos los vecinos de la capital miraban al horizonte pero nadie podía verlo, salvo un joven que sacó unos binoculares y avistó al buque a lo lejos. Aquel muchacho estaba tan feliz de ser el primero que hasta algunas lágrimas de emoción derramó.

La cantidad de personas que había en el puerto no permitieron que mi esposa y yo pudiésemos ver el féretro de Ugarte, así que nos fuimos tristes deseándolo rendirle un homenaje en algún momento. Entre la gran multitud nos cruzamos con la madre del héroe, Rosa Vernal, quien me reconoció por haber participado en la batalla de Arica. El gesto que tuvo conmigo no lo olvidaré jamás: besa mis manos y baña mi piel con sus lágrimas.

Pañuelo encontrado al sur del Perú.
(Parte de la colección INEHPA)
Luego del cálido recibimiento del Perú hacía el gran Ugarte, sus restos fueron colocados en el mausoleo del Mariscal Castilla. Poco tiempo después nos enteramos que la madre del héroe mandó a construir un monumento, en donde depositaría sus en el cementerio general de Lima.

Cuando el Mausoleo estuvo terminado los retos de Ugarte fueron depositados. Una estatua de una madre doliente se impone tristemente reflejando la terrible angustia de doña Rosa, su inmenso dolor se nota en cada rincón del monumento.

Un domingo mi esposa, mi hijo y yo decidimos llevarle flores a la tumba de Ugarte, una triste lápida marca el lugar donde yace un héroe que curiosamente también fue mi alcalde en Iquique. “Restos de Alfonso Ugarte muerto heroicamente en el morro de Arica el 7 de junio de 1880. Su inconsolable madre le dedica este monumento”.

¡Un sobreviviente de Arica le saluda, señor alcalde!, y volviendo a recordar aquellas épocas donde le robaba flores de su jardín comienzo a llorar profundamente. Mi esposa y mi hijo me abrazan y buscan consolarme. ¡Fue un joven ejemplar!, dice mi esposa y dejándole las flores que le trajimos le dedicó una oración.

Antes de irnos le pido a mi esposa que se adelante, que la alcanzaría en un momento. Fue entonces que del bolsillo saco el pañuelo que tanta vida me había traído, era el pañuelo de Lucila con un último mensaje por contar, un mensaje de amor que muchos peruanos ahora viven y recuerdan con pasión. No podía irme sin contarle a Ugarte un lindo secreto, Lucila, la valiente esposa que arengó mi lucha por la patria estaba embarazada. El doctor me había dicho que ella era estéril, sin embargo después de la guerra un milagro ocurrió y es que entre tanta desgracia y a pesar de todo entendí que la vida se abre paso, sin importar nada.

Con una sonrisa y un saludo marcial dejo el mausoleo de Ugarte para volver cada domingo y dejarle flores, en símbolo de agradecimiento por haberme salvado la vida. Algunos años más tarde una nueva inquilina del triste mausoleo hace su ingreso, era doña Rosa Vernal que había fallecido un treinta de agosto de 1903.        



Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "El Coronel Alfonso Ugarte", Geraldo ArosemEna Garland. (Colección bibliográfica del INEHPA)