martes, 30 de agosto de 2016

Una 'Rosa' en el Huáscar

Guía al Huáscar hacia la luz y aleja la arrogancia de sus victorias, hazlo fuerte frente a sus enemigos y deja que surque el mar tan sólo una vez más, pues las correrías de este buque son la esperanza de todo un pueblo…

Recuerdo que poco antes del combate en Iquique del 21 de mayo de 1879 eso fue lo que me dijo. Yo no le respondí, tan solo lo miré y pude ver en su rostro el temor del fracaso, el miedo en sus palabras pero la entereza para soportarlas.

¡No temas Miguel! ¡Ánimo! Las correrías de tu buque aún no terminan, tienes un compromiso con todos nosotros y debes cumplir, sé que tienes miedo pero tu deber está por encima de todo, hasta el temor a la muerte. Prometiste no regresar al Callao si no traes el triunfo,  ¿recuerdas?, el Huáscar sigue su curso y espera tus órdenes, le dije.

Miguel se despide de mí con una reverencia, se coloca su gorra de almirante, toma su espada y antes de retirarse de su camarote prende una vela y la deja junto a mi imagen. Recuerdo nunca haberle dicho que estaría con él, recuerdo que le prometí que no estaría a bordo del Huáscar por mucho tiempo. Escucharía sus ruegos, ¡sí!, pero no calmaría dudas. Caminaría por la cubierta de su buque, mirando a cada tripulante observando su dedicación y amor por una causa, recordando sus rostros pero sin mencionarles si quiera susurrarles palabra alguna.

Al término del combate y mientras la Esmeralda se hundía cada vez más en el océano, me fuiste agradecido. Adjudicaste mi victoria a mi fuerza. ¡No, Miguel! No fue mi fuerza, sino la fuerza del espolón que destruyó el buque rival. Recuerdo que pensaste en mí cuando tus enemigos se ahogaban, estuve en el bote que mandaste para salvarlos. ¡Sí Miguel! yo recuerdo todo.  

Tras la captura del transporte Rímac te acercaste a mí y me diste las gracias. Supe que esa pequeña victoria fue importante no solo para ti, sino para el Perú. Nunca fuiste arrogante y en todo momento fuiste humilde y agradecido. Yo solamente sonreía mientras te despedías, nuevamente con tu amable y cálida reverencia.

Una vela que estuvo siempre encendida fue mi acompañante, un buque de metal llamado Huáscar fue el tuyo. Quise entender el porqué de ese respeto y admiración de cada tripulante hacia ti, así que me tomé la molestia de ver en cada uno de sus corazones. ¡Tú eras el Huáscar Miguel! , no había dudas de eso.

Cada victoria del Huáscar era celebrada en Lima, era tanta tu influencia que el Perú ya te daba por héroe. ¿Qué respondes a eso Miguel? ”Si todos los héroes fuesen como yo, declaro que no hay héroes en el mundo”, te escuché una vez decir.

Era una tranquila noche en el Huáscar, las olas rompían suaves en el casco del monitor, la brisa refrescaba las caras de los pocos que quedaban aún en cubierta, cuando te veo escribir una carta. Tu esposa y tus hijos nublan tu mente Miguel, pese a tener tareas por hacer te das un tiempo para ellos, y aunque estés muy lejos de casa, la educación de tus hijos es tu principal preocupación. De algunas cartas que le enviaste a Dolores recuerdo una escrita en mayo en la que mencionaste que eras infeliz.
Imagen sacada del libro "El Corresponsal
del Huáscar", de Luis Enrique Cam

Miguel, ahora en setiembre, ¿piensas lo mismo? El Huáscar con todo en su contra sigue navegando firme y tus enemigos se desesperan cada vez más, supiste mantenerlos donde querías y los llevaste al límite y así ¿eres infeliz? No importa cuántas victorias tenga el Huáscar, ni cuanto mérito te den por ello, si no ves a tu familia tu desdicha es cada vez más grande.

Recuerdo que de un puerto tuviste la delicadeza de comprarme algunas flores y pidiéndome perdón porque no conseguiste una rosa hiciste tu amable reverencia. Esperé a que salieras de tu camarote para sonreír. Me tomé la molestia de salir de la imagen para tomar las flores y olerlas.

Como olvidar el día en que el mar estaba embravecido y mientras tratabas de encender mi vela te quemaste la mano y se te escapó una mala palabra, te arrodillaste y me pediste mil perdones, ¿lo recuerdas? Por si fuera poco, como el mar azotaba fuertemente al Huáscar, al momento de hacer tu reverencia tambaleaste y te golpeaste duramente la cabeza con la mesita donde yo reposaba. No sabes la risa que me dio verte salir de la habitación sobándote la cabeza.

Es octubre de 1879 y como presagiando el fin me pides fuerzas, sabías bien que no te las daría pero sin embargo fuiste agradecido. Pediste por tu tripulación pero sabías que mi tiempo en este buque terminó. Suplicaste que no olvidara sus rostros, te disculpaste por si pensabas que en algún momento me ofendiste. Traté de consolarte Miguel, pero no pude.

Era la mañana del 8 de octubre de 1879, traté de quedarme un momento más pero no podía. El cañoneo empezó y las balas traspasaban tu camarote. Miguel, no tuviste tiempo de decirme adiós. Te despediste de Diego Ferré con un apretón de manos. Salí de la imagen y vi como las balas atravesaban mi figura. Mientras me alejaba vi como el Huáscar sucumbía ante sus enemigos en un terrible escenario. Sangre peruana se derramaba en cubierta y yo solamente atiné a marcharme.

Recuerdo que Lima me culpó por no ayudar, recuerdo que algunos se apartaron de mí y me alejaron de sus oraciones o pensamientos. Dónde estuve se preguntaban muchos, qué hacía mientras el Huáscar era destrozado. Solamente me quedó llorar.

Recuerdo cuando Miguel me hizo prometer que velara por su familia y la familia de sus tripulantes, me hizo prometer que si uno sobrevivía estaría con él. Cuando Miguel me preguntó si moriría, yo le respondí que sí. Por eso me hizo jurar que no me quede en el Huáscar, que permanezca con sus hijos, con su esposa, dándoles fuerzas. Miguel me hizo prometer que llegado el momento abandone el buque y me quede con todos aquellos que creyeron en un país mejor y aunque nunca me regaló esa rosa que tanto quería, me hizo entender del porqué no debo abandonar la esperanza en el Perú cada vez que vea una “rosa de Lima”, sembrada en cualquier jardín como esperando a ser contemplada.

Luego del combate recuerdo haber regresado, a pesar de saber que Miguel estaba muerto, tenía la vaga idea de encontrarlo con vida. El Huáscar estaba destruido, reducido a lo que alguna vez fue. Moribundos quejándose de dolor pero a mi paso cambiaban sus llantos por una pequeñísima sonrisa. Todo terminó, les dije, ya pueden descansar valientes tripulantes de este viejo buque y antes de dejarlos partir les hice recordar que ellos son el Huáscar.

Algunos historiadores cuentan que luego de la guerra muchos me culparon, pues yo era la fuerza del Perú, sin saber que en todo momento surqué con Miguel Grau los mares a bordo del Huáscar y aprendí a su lado a respetar sus deseos.      

Rosa de Lima, guía al Huáscar hacia la luz y aleja la arrogancia de sus victorias, hazlo fuerte frente a sus enemigos y deja que surque el mar tan sólo una vez más, pues las correrías de este buque son la esperanza de todo un pueblo... Eso fue lo que Miguel Grau me dijo alguna vez.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico


viernes, 19 de agosto de 2016

Chullo, testigo mudo de una masacre

La tranquilidad de mi pueblito se rompe con la llegada de caballos, un señor con un sable brillante como el sol nos reúne a todos, advirtiéndonos que la guerra se nos viene. El enemigo que ya estaba en nuestro país llegaría a la sierra y quemaría nuestras casas si no vamos a Lima, nos insinuó. ¡Regístrense! ¡Es nuestro deber defender la patria!, nos dijo el extraño visitante.


Tomé mis cosas y todo lo necesario para sobrevivir. Me despido de mi esposa, sabíamos que si nos abrazábamos romperíamos en llanto. Hasta siempre mi chola, le dije únicamente con la mirada, mientras ella no dejaba de acariciarme el rostro. ¿Van a venir señores malos papá?, me pregunta mi hijo. ¡Sí, mi niño!, le respondí. 


La línea de San Juan era mi destino, tenía que defender la capital. Nunca había salido de mi pueblo, el simple hecho de coger ese palo grande que arroja balas y mucha bulla me da miedo. ¿Qué será de mi familia si la muerte me lleva? ¿Qué harán si el invasor llega a nuestro pueblo?


¡Cuídate y vuelve pronto!, me dijo mi chola mientras me veía caminar a lo lejos. Me alejé pensando en cómo sería la guerra, qué tipo de gente es la que tendríamos que asesinar, qué aspecto tendrá aquel que viene a quitarnos lo que es nuestro. Pero sobre todo, ¿estamos preparados para matar?


Una lágrima moja mi cara entumecida por la pena y el miedo. Algunos amigos se despiden de sus familiares entre fuertes gritos. Todos marchaban con un único deseo: “regresar vivos”. 


¡Papá, espera!, me grita mi wawa a lo lejos. Mi hijo corre desesperadamente con algo entre sus manos, traté de darle el alcance pero él tropieza y cae al piso fuertemente. El llanto de mi mujer se mezcla con el mío, ambos corrimos en su ayuda. Cada paso se me hacía largo, por un momento sentí que nunca lo alcanzaría. Mi niño estaba inmóvil en el suelo, mientras que yo trataba de correr lo más que podía. Mi chola fue la primera llegar al lugar donde él estaba, verla tratar de reanimar a mi pequeño fue más que conmovedor.


Yo no sabía qué hacer ni qué decir, tan solo atiné a observar, tomar su mano tibia era el único consuelo que le podía ofrecer. El terror se había apoderado de mí. ¡Vamos wawita!, le decía mientras él se movía a duras penas. Mi esposa cambió su rostro conmocionado por una hermosa sonrisa y mientras que mi pequeño se iba recuperando yo lo abracé.


Cuántas veces te he dicho que no corras, le dije. ¡Tendrás frío en las noches, por eso corrí para darte mi chullo!, me respondió. Al sujetar la prenda, mi wawa recupera el aliento y me dice: ¡Póntelo!


Era tan pequeño, traté de ponérmelo pero no me entraba en la cabeza. ¡Si fueras menos cabezón te quedaría perfecto!, me dijo mi chola con una tierna sonrisa. Por un segundo todos callamos, luego, nos echamos juntos a reír. Fue el momento más hermoso que había vivido. Todo mi pueblo se apura al llamado de San Juan, mientras que yo me tomé un tiempito más para estar con mi familia.


¡Iremos a donde tú vayas, pero no nos dejes!, me dijo mi mujer. ¡Ah! ¡Pero qué chola terca! ¡Será peligroso!, le dije, y como toda campesina aguerrida marchó junto con mi wawa al campo de batalla.


Chullo hallado en San Juan (Parte de la colección del INEHPA)
Horas antes de aquel 13 de enero de 1881, ya cuando la línea defensiva estaba establecida, me acosté en mi trinchera colocando el chullo de mi wawita cerca de mi pecho e hice una plegaria.


Pedí por las vidas de los que estábamos aquí, por la felicidad de mi chola y el futuro de mi niño. Por si fuera poco, pedí por la suerte de este chullo. No quería que de morir yo aquí en el arenal, pudiera perderse en el olvido sin contar lo que yo viví.


Llegado el momento de la verdad, el invasor rompió nuestras líneas y llegó hasta donde estábamos. Sosteniendo fuertemente mi fusil y ya sin balas, busco la embestida con ese cuchillo largo que aquí los limeños llaman bayoneta. Al intentar atacar recibo un fuerte impacto en la panza, pensé que algo me había picado, un dolor quemante empiezo a sentir. Saqué el chullo de entre mi uniforme para que no se manchara de sangre y al tratar de mirarlo, un culatazo a la altura de la nuca me provoca una estrepitosa caída.


Mi chola, con el coraje de una rabona, corre con mi niño en brazos a mi rescate: ¡No lo mate por favor! ¡Tenga piedad señor!, le dijo al soldado invasor, mientras mi wawita trataba de abrazarme.


¡Vete de aquí chola terca!, le grité. ¡Huye!, no dejaba de repetirle. Ella no me escuchó, mi voz se iba apagando y la sangre que me salía por la boca ahogaba mis palabras. En ese momento mi mujer intenta sostener el fusil de mi enemigo en un vano intento por salvarme. Tras varios insultos del invasor, ella recibe un disparo en la cabeza. Mi niño lloraba, su pequeño rostro se iba bañando con la sangre de su mamita, el invasor pensando que ya no había nada más qué hacer intenta escapar, no sin antes silenciar el llanto de mi wawita con un feroz culatazo.


Yo no podía ni llorar, era tan fuerte lo que vi que no podía ni moverme, traté de gritar el nombre de mi chola y de mi wawa, pero la sangre que me salía por la boca era demasiada. Solo me arrastré sosteniendo fuertemente el chullito de mi hijo y antes de respirar por última vez intenté abrazarlos, pero el destino quiso que muriera sin ponerles si quiera un dedo encima, estuve a pocos centímetros de llegar a ellos pero San Juan fue el lugar donde el chullito de mi wawita fue el único recuerdo que pudimos dejar...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "La gesta de Lima", Ejército del Perú.

jueves, 4 de agosto de 2016

La esencia de Cristóbal

¡Estoy harto de la fotografía! Tal vez no sea lo mío. Para qué capturar una imagen que no muestra más que un objeto y no un sentimiento, me dije. Esta carrera no muestra en realidad lo que quiero, además, no creo tener talento. Se necesita pasión para atrapar la esencia de una foto y no sé si la tenga.

Camino por el centro de Lima buscando una imagen, escultura o algo que me hiciera aprobar ese bendito curso para la universidad, pero nada más. Al fin y al cabo, si apruebo la materia pueda olvidar todo esto y pueda pensar en si debo continuar la carrera. Caminando por el Paseo Colón me topo con una estatua, cuya imagen pertenece al mítico Cristóbal Colón. Sucio, desarreglado y olvidado, el monumento divide la avenida entre vehículos y bulla.

¡Quizás esta estatua sea la que me ayude a aprobar el curso! Y sin más que decidir, saqué mi cámara y con algo de desgano le tomé una foto.  Llegando a la universidad todos mis amigos enseñaban sus fotografías, cada uno orgulloso de lo que había retratado. Todos hablaban de la “esencia” de sus imágenes y precisamente era eso lo que yo ni en la mochila tenía.

Aves de vistosos colores, paisajes y bellas casonas, eran algunas de las hermosas fotos que mis amigos habían tomado. Todos se felicitaban unos a otros, hasta que llegó la pregunta que no quise que me preguntaran: ¿y tú, qué foto tomaste?   

Enseñé pues la imagen de Cristóbal Colón y ¡sí!, lo admito, fui la burla de la clase. Bromas como “no había algo mejorcito” o “mejor era una foto con tu cara”, no se hicieron esperar. Estaba molesto, de milagro y aguanté todos los chistes sin proferir queja alguna. ¡Fue mi culpa!, tal vez un pajarito era la mejor opción, pero para mi mala suerte ninguna avecilla de vivos colores se me atravesó. Solamente feos y enormes gallinazos rondaban en las alturas o en los techos de casas viejas.   

Saliendo de la universidad y antes que finalizara el día, cogí la fotografía del monumento y me dirigí al Paseo Colón. Cruzo la pista desesperadamente y tras arrugar la foto, la arrojé fuerte a la estatua, tratando de atinarle a la cara del navegante. Era la única manera que tenía de desquitarme con la figura. ¡Se acabó! ¡No soy fotógrafo! ¡Nunca lo fui! La gente me miraba como cuestionándome o descifrando algún desorden mental que pudiese padecer.

Dándole el último vistazo a la estatua se acerca un anciano con una vieja cámara fotográfica, de esas con rollos. Sin pronunciar palabra alguna se toma el tiempo de retratar la figura de Colón, ante las burlas de la gente que no dudaba en criticar su labor y su cámara. ¿No se defenderá de tantas mentiras?, le pregunté. ”Una mentira se vuelve verdad solamente si el hombre la cree”, me respondió y continuó fotografiando y buscando un mejor ángulo.

Vi que le acomodaste un’ papelazo’ a la cara de Colón, me dijo. Y recogiendo la foto que tiré me preguntó: ¿tú la tomaste? Al responderle afirmativamente, el viejo continuó diciendo que “era buena pero que podría ser mejor”.

¡Sí, claro! ¡Búrlese usted también!, le repliqué. No me he burlado, te dije que era una buena foto, es sólo que le falta “esencia”, explicó. ¡Esencia! ¡Bah!, la palabra que más odio, le comenté. ¿Y Dónde encuentro esa esencia de la que usted menciona?, pregunté. Ahh, eso lo debes descubrir por ti mismo. Para encontrar la palabra que odias debes entrar en la foto y conocer lo que hay detrás de la imagen, me aconsejó. Y metiendo la mano a su bolso, el veterano me enseña unas fotos viejas que él había tomado del mismo monumento, en años anteriores.

Asombroso, era la misma estatua, en la misma avenida, sin embargo los enfoques y sensaciones que reflejaba eran distintos. Cada foto tenía vida propia. Cómo era posible que siendo una estatua de mármol tan fría y sucia podía reflejar tantas emociones. Es imposible, ya jamás podría tomar fotos así, concluí.

Todo es posible en la medida que creas que es posible, me dijo el viejo. Nunca fui un fotógrafo profesional pero jamás dejé que nadie se metiera en mi pasión. Por eso, cada vez que puedo salgo con esta camarita vieja a buscar historias, no imágenes. Este antiguo monumento es mi favorito y cada vez que vengo aquí siempre busco fotografiarlo, continuó.

¿No me crees? Compara una de mis fotos con la que le tiraste al buen Cristóbal, verás que no son diferentes. Busca la pasión de la historia que se esconde detrás de la figura y capturarás la esencia, me dijo el viejo mientras se marchaba.

Regresé a casa pensando en la conversación que tuve con aquel anciano. Cada palabra que él dijo había calado el alma, logrando obtener ese empujoncito que todo mundo necesita cuando algo no sale bien.

Tras varias trasnochadas y ‘comiendo’ algunos libros pude encontrar lo que guarda la imagen del buen Cristóbal. Descubrí que el monumento fue inaugurado el 11 de agosto de 1860, siendo una de las figuras más antiguas de Lima, siendo el propio Mariscal Ramón Castilla quien lo reveló.

Archivo fotográfico (Colección INEHPA)
Pero, ¿es realmente la posición original del monumento? ¿Siempre estuvo en el Paseo Colón? El descubridor de América no siempre estuvo ahí, su primer alojamiento fue frente a la puerta sol de la plaza de Acho y su escultor fue el italiano Salvatore Rivelli. También tuvo una fugaz permanencia en la Plaza Italia, se le retiró para dar paso al monumento de Antonio Raymondi. Posteriormente, la estatua del navegante fue trasladada a la avenida 9 de Diciembre, lugar que actualmente lo ocupa el monumento a Miguel Grau. Su reposo final es el lugar que todos conocemos y les apuesto que nadie lo volverá a mover de ahí, por el simple hecho de que nadie se da cuenta que está ahí.

Era increíble, es sólo una simple figura de mármol pero encierra una historia exquisita de la Lima de antaño, de esa Lima que estoy seguro que muchos extrañamos. Conflictos internos, guerras civiles y hasta una invasión por parte de la ‘Estrella Solitaria’ presenció.

Los días pasan y el examen final estaba cerca, la tensión del resultado que dictaminaría si lo lograría o no, era cada vez más grande. Sin embargo, grande también fue mi interés por ese monumento, no lo sabía, pero poco a poco iba conociendo la esencia de la que el viejo me había comentado. Recuerdo que horas antes de la presentación me acerqué al Paseo Colón y ¿qué creen? Ahí estaba el anciano, tomando fotos al monumento otra vez.

Al pretender cruzar la pista para conversar con él, pude notar la paciencia y el tiempo que se tomaba en buscar un mejor lugar para una buena foto. La pasión no se enseña, se contagia. Se contagia observando, escuchando y haciendo, pensé. El tráfico era intenso, no me permitía llegar al viejo, cuando esperé que pasará el último autobús el señor había desaparecido.

Llegué al pie de la estatua y miré a todas partes y no lo pude encontrar. Lo que sí encontré fue un papelito de esos de boleto de combi pegado al monumento: "la esencia eres tú", decía. Y con letra más pequeña un posdata que se leía: "no olvides tirar este papel al bote de basura". Con una sonrisa decidí conservar el boleto e ir a presentar mi trabajo.

Recuerdo haber hecho la exposición de mi vida y tras mostrar la foto que tomé, logré cautivar hasta a los compañeros que se burlaban, No conseguí la nota máxima, trece fue la calificación que me dieron y pese a no estar contento estuve conforme. Tal vez no obtuve un veinte pero sentí que encontré mi camino y la esencia para seguir con optimismo.

Nunca me di cuenta o tal vez nunca lo pensé, pero el monumento a Cristóbal Colón era igual a mí. Había pasado penurias, presenció lo mejor y lo peor de las personas y aunque sé que es tan sólo una estatua de mármol podemos deducir el valor que tiene. Únicamente y al igual que yo, necesita ese empujoncito para volver a brillar. 

Al pasar algunos años, me permitieron ingresar al archivo fotográfico de un museo y grande fue mi sorpresa al descubrir un grabado muy antiguo de la imagen del navegante. En ese momento saqué de mi bolsillo ese boleto de combi que me dejó el viejo, volví a leer lo que escribió y al momento de sostener el papel, este se deshizo. "La esencia eres tú" y recordé cuando el buen Cristóbal navegó en los temores y sueños de un joven estudiante de fotografía que volvió a creer en lo que hacía. 

Nunca más volví a ver al veterano señor y a su vieja cámara, pero aprendí que sin la esencia de una estatua o de un fotógrafo, la pasión por la historia jamás tendría luz propia.  

Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico.

Bibliografía: "Historia y odisea de monumentos escultóricos conmemorativos", José  Antonio Gamarra Puertas. (Colección bibliográfica del INEHPA)