domingo, 26 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos y los bomberos italianos (Segunda parte)


Muchos italianos residentes en Chorrillos aceptaron la convocatoria del coronel del ejército peruano Domingo Ayarza, para hacerse cargo de una bomba a brazos contra incendios, el 9 de octubre de 1872 para la formación de una compañía de bomberos voluntarios en el distrito. A partir de ese entonces Chorrillos estuvo protegido, formando días después la sexta Compañía de Bomberos Voluntarios que se establecía en el país. 

Bautizados con el nombre de un insigne patriota italiano llamado Giuseppe Garibaldi, los nuevos bomberos chorrillanos asumieron la gran responsabilidad de proteger al distrito de cualquier emergencia. La Batalla de San Juan puso a prueba sus convicciones y entre fuegos cruzados tenían la misión de hacer valer su juramento y salvar a Chorrillos del desastre...

Siendo rebasada la línea de defensa de San Juan ya nada le impedía al enemigo pasar por Chorrillos y desatar su ira. Los pocos soldados peruanos que sobrevivieron a la batalla se refugiaban en el balneario, en busca de protección. Algunos cansados, ya sin ninguna fuerza que los impulse, pedían una poca de agua, mientras que otros de desplomaban en las calles sin alcanzar a pedir ayuda.

Mi casa, que estaba muy cerca a la ambulancia instalada bajando el zig zag del morro, era una de las primeras que presenciaba los primeros actos de desbande. La batalla ya había concluido, sin embargo, para el invasor recién comenzaba. Pasaron por la ambulancia sin siquiera mirarla y desataron su furia con los primeros hogares que ahí se encontraban. ¡Auxilio!, se escuchaba cerca de mi ventana. Eran algunas mujeres que se resistían ante golpes e insultos. 

Aún no caía la noche y eran los vecinos de Chorrillos que libraban su guerra. Las casas se habían convertido en pequeños fortines en donde cada familia se defendía como podía. Palos contra fusiles, cuchillos de cocina frente a sables. Todo lo que pudiera ser utilizado como arma servía para amedrentar al enemigo y salvar la vida.

Ninguno de los invasores se acobardó ante tanta muestra de valor, por el contrario, ingresaban a los hogares con más furia, cada casa y cada familia pasaba por diferentes tormentos. Hasta con floreros se defendían con tal de sobrevivir, sin embargo, esos actos de coraje eran imperdonables para el enemigo que pasaba a cuchillo a todo aquel que oponga resistencia.

¡Bárbaros!, les gritaba en forma de rugido. Los que me escuchaban se asustaban y huían, los que no, entraban a las casas cargando con lo que podían. Me habían salvado de un incendio, pero la familia a la cual yo pertenecía no sé si corrió con la misma suerte. Mientras los escombros me sepultaban podía escuchar sus gritos de dolor. Garras y colmillos que de nada me sirvieron pudieron calmar la rabia de la impotencia.

De pronto, un balde lleno de agua fue colocado cerca de mí. Entre gritos y disparos oigo voces: ¡De prisa, rompan esa puerta! ¡Sáquenlos de ahí! Algunos arrieros les proporcionaban agua a los bomberos italianos que llegaban a socorrer a los dueños de la casa, a los que consideraba mi familia. Jamás olvidaré ese balde, fue como un milagro entre tanta desgracia.

Los arrieros, quienes habían perdido sus mulas a causa de tanto alboroto, ayudaban a los italianos a cargar las pesadas bombas que contenían agua. Para peor de los males, el líquido era escaso, no alcanzaba para tantas casas que se incendiaban. Algunos vecinos intentaban ahogar el fuego con tierra y arena, sin embargo, casi todo deseo de controlar los incendios era en vano.

Entonces, un bombero toma el balde que había sido dejado cerca de mí y decide echarse toda el agua al cuerpo y entrar como sea a la casa para rescatar a mi familia. Luego de unos momentos, el bombero sale con Catalina en sus brazos. ¡Ignacio!, me dije. ¿Dónde está Ignacio?

Catalina clama por su esposo e intenta regresar a la casa, entre los continuos jaloneos que le daba el bombero para evitar que ingrese al lugar. Había que huir, Catalina no entendía que la guerra continuaba y que ahora debía pensar en su hijo que está por nacer. Algunos vecinos la llevan prácticamente a rastras, lejos de Chorrillos, mientras que los italianos se quedan para controlar el fuego.

Casa por casa los bomberos jalaban sus bombas, algunas se atoraban entre lodo y escombros, lo cual hacía imposible su movimiento. Recuerdo que otra sufre un golpe con una piedra, haciendo que la rueda de la bomba se salga de su eje y caiga fuertemente al suelo. Sin embargo, esto no desalentó a los italianos que con baldes de agua y hasta con tierra, corren para auxiliar a cuanto hogar esté siendo devorado por el fuego.

Algunos vecinos arriesgan sus vidas tratando de rescatar sus pertenencias que arden en llamas, otros luchan desesperadamente contra el enemigo, con el único afán de sobrevivir.

Había caído la noche y el cielo resplandecía por causa del intenso fuego. Todavía disparos y gritos se podían escuchar, mientras los bomberos ya exhaustos seguían trabajando, pese a algunas advertencias que les hacía el enemigo para no apagar los incendios.

¡Que Chorrillos arda!, se escuchaba entre los soldados invasores que no dudaban en propagar las llamas con antorchas. El calor era tan intenso que muchos de los baldes se derretían en poco tiempo. Ya se imaginarán las manos de los italianos, en carne viva estaban, aun así, no abandonaron sus puestos.


Balde de bombero que se utilizaba para controlar incendios,
parte de la colección del INEHPA
¡Señores, de la manera más atenta les ruego no interferir!, les informó un oficial chileno. Los italianos se miraron entre ellos y pese a la advertencia siguieron con su trabajo. El oficial no toleró la indiferencia y ordenó capturarlos.

¡Solo la muerte es el pago por desafiarnos!, dijo el oficial enemigo mientras se acercaba a las bombas que traían los italianos. ¡Destruyan todas sus herramientas!, y con esta orden los soldados invasores quemaron también los materiales que los bomberos utilizaban para combatir el fuego.

Uno de los italianos no soporta tal ultraje e intenta golpear al oficial. Sin embargo, uno de los soldados le corta el paso con un feroz culatazo en el estómago. Los bomberos buscaban zafarse de sus captores y ayudar al caído, pero el oficial no entiende de razones y los manda a golpear para luego llevárselos al malecón.

Con las manos sobre la nuca, los bomberos marchaban hacia el ocaso de sus vidas, su destino era ser pasados por las armas por desobedecer órdenes. Todo aquel bombero que intentara apagar los incendios de Chorrillos será fusilado, ese fue el mensaje que corrió por todo el distrito. No obstante ningún italiano se asustó, por el contrario sabían que tenían un compromiso como bomberos y fueron en busca de más hogueras que había dejado el enemigo.

Era la madrugada del 14 de enero y los bomberos italianos marchaban hacia su última misión. Recuerdo que uno de ellos antes de ser capturado toma el balde que estaba junto a mí para hacer el último esfuerzo en apagar el fuego de una casa. Lo llenó con arena mientras se cortaba la mano con pedazos de vidrio que yacían en el suelo. Y antes de arrojar la arena sobre una casa, es golpeado y llevado también al malecón.

Cuando Chorrillos dejaba de gritar para dar paso un pequeño silencio, se da la orden de abrir fuego. Los bomberos habían cumplido ya con su deber y pese a nunca despedirse entre ellos, en sus miradas se pudo ver el abrazo que tanto deseaban darse. El abrazo por haber servido fielmente a una causa que siempre consideraron noble...  


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Historia del Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Perú 1860-2000", Julio César Coz Vargas. (Colección bibliográfica del INEHPA)



viernes, 10 de febrero de 2017

Los rugidos de Chorrillos (Primera parte)

¡Ya vienen los chilenos!, dijo la esposa de Ignacio, mi dueño. Él era el único que conocía el valor de la figura que yo representaba. Los chilenos bajarán por el morro y encontrarán nuestro hermoso balneario, destruirán todo a su paso y no dejarán nada, Chorrillos quedará reducido a cenizas y sucumbirá bajo el fuego invasor, explicó nervioso Ignacio. 

La esposa de mi dueño, Catalina, toma una manta y trata de convencer a Ignacio de salir cuanto antes de la casa. Las arengas del enemigo se escuchan cerca a de aquí, eso significa que San Juan ha caído y el morro fue la última resistencia de tantos patriotas que pelearon hasta el momento final. Sin embargo, Ignacio no obedeció la orden de su esposa, desesperadamente se movía por toda la casa como buscando algo. ¡Mi sello! ¡Dónde está mi sello!, no dejaba de repetir. ¿Cuál sello? ¿De qué hablas?, vámonos, gritaba Catalina ante la terquedad de Ignacio por quedarse.

¡Un sello con forma de León! ¡No me puedo ir sin haberlo encontrado!, dijo mientras tiraba los cajones al suelo. Tus hermanos han muerto y ¿te quedarás aquí buscando un simple objeto? Nuestro hijo va a nacer en poco tiempo, ya no nos queda nada, ¡vámonos!, suplicaba Catalina. Aquí estoy quería gritarle, pero no podía. Estaba frente a sus ojos, pero la desesperación de mi búsqueda fue la culpable de que no me viera.

¡Revisen casa por casa y maten a todo aquel que se resista!, oigo decir a un soldado. Al mirar por la ventana observo a algunos de nuestros defensores rodar por el morro, abatidos por fuego de fusilería, el enemigo había llegado al balneario, rompiendo puertas, maldiciendo y sacando a la fuerza a los ocupantes de casas aledañas a la nuestra.

Ya es tarde, se lamentó Ignacio, el enemigo está aquí. Catalina estaba aterrada, pálida, por instinto sabía que ella y el hijo que llevaba en su vientre corren un gran peligro. ¡Pronto!, vamos a la ambulancia, tal vez si nos ocultamos ahí nuestras vidas serán respetas, dijo mi dueño quien se había resignado a perderme.

Sello de agua encontrado en Chorrillos
Por la ventana observo como escapan tomados de la mano. Los incendios comienzan a manifestarse, casa por casa la destrucción se hacía presente. No me queda más que esperar lo peor, mientras comienzo a recordar a Ignacio y sus hermanos, jóvenes trabajadores a quienes la vida había golpeado una y otra vez, sin embargo, supieron salir adelante a base de esfuerzo y dedicación, siendo reconocidos como los mejores costureros de Lima. Llegaron desde Jauja con una maleta llena de promesas e ilusiones que felizmente pudieron cumplir, ahora esos sueños se convierten en pesadillas. Los hermanos de Ignacio han desaparecido y ahora él me abandona junto con su esposa. No les guardo rencor, me hubiese gustado conocer al niño que esperan.

Nunca antes había tenido la necesidad de luchar por mi existencia, hoy en plena Batalla de San Juan, era tiempo de mostrar colmillos y garras, pues león era y como león debía pelear. Estaba listo, sabía que en cualquier momento el enemigo entraría, de pronto diviso por la ventana que Ignacio suelta a su esposa, metiéndola en la casa que servía como ambulancia y regresando hasta aquí. ¡Qué haces tonto, vete!, quería decirle. Las garras nunca aparecieron y el animal temible al cual yo simbolizaba no se manifestó.

Ignacio entra a la casa y continúa con mi búsqueda, al encontrarme me toma entre sus manos e intenta salir del lugar, sin embargo, un chileno le cierra el paso. Aquí hay un soldado peruano que intenta acuartelarse en esta casa, alertó a sus compañeros mientras le apuntaba con un fusil. ¡Quieto carajo o te vuelo la cabeza!

Ignacio tenía miedo, lo supe cuando las manos que me sostenían le empezaban a temblar. De pronto un grupo de chilenos irrumpe en la casa, algunos empujaban a Ignacio preparándose para darle una golpiza, otros saqueaban y robaban todo lo que podían. Cuadros, floreros y retratos de lo que fue una familia quedó reducido a escombros.

Ignacio, en un acto de valentía golpeó a un chileno en la cabeza, utilizando la fuerza y dureza de mi contextura, partiéndole el cráneo y causando su muerte. Entre el caos que provocó este hecho una bala me alcanza rompiendo una parte de mí. Caigo al suelo herido mientras observo como se ensañan con Ignacio por haber matado a un chileno. Golpe tras golpe, mi dueño peleaba por su vida.

Poco a poco la fuerza de Ignacio iba desapareciendo, estaba ensangrentado a penas y podía mantenerse consciente. ¡Morirás como un perro!, se escuchó decir a un chileno mientras sacaba un corvo. ¡Espera!, dijo otro de los soldados. ¡Quiero que ella lo vea morir!, y entre las puertas de la casa traen de los pelos a Catalina, quien no dejaba de suplicar por su vida.

El invasor al ver que Ignacio trataba de recomponerse, optó por ultrajar a Catalina. Comenzaron a arrancar a la fuerza sus vestiduras y al tratar de ser besada ella logra arrancarle un pedazo de la mejilla a un soldado, causando aún más la furia del grupo.

Jamás había visto tanta crueldad, quería hacer algo, pero no podía moverme. La impotencia me invade, soy solo un sello con cabeza de león, me decía. Un símbolo de fortaleza, ¡nada más! En ese momento, cuando creí haber visto suficiente maldad, se le oye decir al soldado que fue mordido por Catalina: ¡Préndanle fuego a la casa! ¡Quemen todo, con ellos adentro!

Catalina abraza a Ignacio quien ensangrentado trataba de consolarla. Ella se toma el vientre y con un te amo deciden despedirse. Cuando se prende la primera antorcha la desdichada familia observa sus vidas pasar en pequeños rayos de luz, no había garras ni colmillos que pudieran salvarlos.

De pronto, una extraña voluntad me invade y decido por primera vez en mi larga existencia gritar de rabia. Un estruendoso sonido a manera de rugido rompe los tímpanos de los invasores, quienes se habrían paso entre las llamas para escapar. Ignacio, con las pocas fuerzas que le quedaban me toma entre sus manos llenas de sangre y decide arrojarme por la ventana en un intento por salvarme.

Las llamas consumían la casa y lo único que podía hacer era mirar. En ese momento entre la intensa humareda observo a unas personas que intentan entrar rompiendo la puerta trasera. ¿Serán soldados peruanos o chilenos? Tal vez sea el enemigo que intenta rescatar un objeto de valor, ¡no lo sé!, a penas y puedo ver. El fuego comienza a consumir toda la casa, ya no había nada que hacer. Presumo que Catalina e Ignacio han muerto en el incendio.

¡De prisa! ¡Traigan más agua!, me pareció escuchar, mientras a lo lejos oigo el llanto y desesperación de civiles, los vecinos de Chorrillos eran presa de diversas formas de crueldad. Antes de que los escombros me entierren en el olvido decido dar el último rugido, haciendo notar que un león intentó salvar al distrito más hermoso de Lima de aquel entonces…



Colaboración Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "La última resistencia", Juan Carlos Flórez - Ernesto Linares. (Colección bibliográfica del INEHPA)



sábado, 4 de febrero de 2017

¡Yo quiero ser como el Centauro de las Vilcas!

Tenía yo casi doce años cuando me contaron su historia. Vivíamos en tiempos difíciles en que el Perú no dejaba de batallar frente a ‘la Estrella Solitaria’ y aunque la desgracia se nos venía encima por ser una etapa ya de ocupación en la sierra, aún quedaba tiempo para divertirme con mis amigos, correr por las pequeñas callecitas de mi pueblo y jugar a ser un soldado justiciero que defendía al Perú del asedio enemigo.

Algunos de mis amigos querían ser Grau, otros discutían por ser Cáceres o Bolognesi y como yo era el menor de todos no me dejaban escoger a cualquiera de ellos, pues los nombres de estos grandes defensores ya estaban apartados. ¡Escoge a otro!, me decían, mientras ellos discutían por el derecho.

Admito que llegaba a casa molesto, al no conocer algún otro defensor popular no me quedaba más que ser un simple soldado que solo se limitaba a recibir órdenes, mientras que el principal honor de morir por la patria siendo un oficial reconocido estaba en disputa por niños mayores que yo. ¿Y por qué no juegas a ser el Centauro de las Vilcas?, me dijo mi padre.

¿Y quién es ese?, le pregunté. ¡Aah!, es un temible jinete que tiene fama de fantasma, me respondió. Hijo, ¿no te gustaría desaparecer y aparecer como él, sorprendiendo al enemigo? ¡No!, respondí a secas. Bueno tú te lo pierdes, pero si yo fuera tú, sería el Centauro de las Vilcas, me dijo mientras me revolvía el cabello.

Ni siquiera sabía qué era un centauro y si no le pregunté a papá fue porque no quería escuchar sus terribles historias que duran toda la noche. Sin embargo, con el pasar de los días, el apodo del Centauro de las Vilcas iba tomando fuerza. Cada vez que salía a jugar a ser el mismo soldadito obediente recibiendo órdenes de todos mis amigos, empezaba a escuchar entre la gente el nombre de Gregorio Albarracín.

Pero quién era este señor que poco a poco estaba en boca de todos aquí en el pueblo, ¿será que tiene algo que ver con ese tal Centauro de las Vilcas? ¡Con su sable corta las cabezas del enemigo! ¡Algunos afirman haberlo visto en dos lugares al mismo tiempo! ¡Su caballo es más rápido que el viento!, fueron algunas declaraciones de los mismos pobladores que no tardaban en correr la voz y acrecentar la fama del tal Albarracín.

Sable de caballería, parte de la colección del INEHPA

Uno de esos días, cuando el nombre de Gregorio Albarracín y sus increíbles hazañas sonaba con más fuerza, salí a la calle a jugar con mis amigos. Yo soy ¡Miguel Grau a bordo del temible Huáscar!, dijo un niño. ¡Yo seré el invencible Cáceres!, se le oye a otro. ¡Seré como Bolognesi para no rendirme nunca!, exclamó otro niño. Y como yo estaba harto de ser un simple soldadito grité a puño cerrado: ¡Yo seré Gregorio Albarracín y cortaré las cabezas del enemigo!

Todos mis amigos se miraron las caras horrorizados por lo que había dicho, nadie atinó a decir nada, después de un par de minutos empezó la discusión: ¿Quién es Albarracín?, me preguntaban, ¡nadie lo conoce!, se decían entre ellos. Un hacendado quien había escuchado nuestra conversación, nos interrumpe para decirnos que Gregorio Albarracín era el temible Centauro de las Vilcas.

Nadie de nosotros dijo una palabra, más bien escuchábamos al extraño decir que Gregorio Albarracín era un oficial excepcional. ¡Arrastraba chilenos con su caballo!, nos decía ¡y con su sable les arrancaba la cabeza!, explicaba mientras imitaba el manejo de la afilada arma con su mano. ¡Es un gigante que no teme defender al Perú! ¡Todos en el pueblo saben que es mitad hombre y mitad caballo!, finalizó su discurso. Tal vez el extraño señor no lo sabía, pero nos había causado un pánico indescriptible. Todos volvimos a corriendo a casa, nadie quería encontrarse a ese tal Albarracín, qué tal si decide cortarnos la cabeza a mis amigos o a mí, pensé.

¡Papá, ya sé quién es ese fantasma, es Gregorio Albarracín!, grité apenas llegué. Todos en el pueblo hablan de él, ¡capaz venga y nos corte la cabeza! Luego de una risa prolongada, papá explica que solo gusta cortar cabezas del enemigo y a los niños que se portan mal. Estaba asustado mientras que mi padre no dejaba de reír, pórtate bien que puede rondar por nuestro pueblo, sentenció, causándome un susto tremendo.

Tenía que ser cauteloso, hacer cosas buenas y obedecer a papá eran mi primera línea de defensa, contra este gigante que gusta arrancar cabezas, la mía era pequeña por lo que un cuchillo basta para sacármela del cuerpo. Me sentía una presa fácil.

Sin embargo, los juegos hacen olvidar estos malos momentos y por no quedar en el olvido siendo un simple soldadito, afirmo ser nuevamente Gregorio Albarracín, el terrible Centauro de las Vilcas, nombre que causa terror en mis amigos, haciéndome de una posición importante en el juego.

¡Yo soy el Centauro de las Vilcas!, exclamaba. Admito que al principio me provocó miedo decirlo, pero al ver el asombro de la gente al gritar que yo era Gregorio Albarracín me causó placer, como si tuviera poderes. Algunos vecinos me preguntaban entre risas si yo era verdaderamente el jinete fantasma, interrogante que respondía con mi afilada espada que no era más que un simple palo de madera, que ¡sí!

Pasaron los días y tanto exclamé ser el temible centauro, que un día jugando como siempre a ser un defensor del Perú, el jinete fantasma llega al pueblo, generando el más grande de los respetos y una profunda admiración. Mientras que muchos vecinos optaban por hacer reverencias y descubrirse la cabeza ante un defensor del Perú, que había participado incluso en el Combate del 2 de Mayo frente a España, yo seguía en lo mío gritándole a la gente y a mis amigos que era el Centauro de las Vilcas.

¿Así que tú eres el temible Centauro de las Vilcas, el monstruo mitad hombre y mitad animal?, me preguntó un señor montado en su caballo, con pronunciada barba y de gran estatura. ¡Así es señor!, le respondí en el acto. ¿Y dónde está tu mitad caballo?, continuó. No sabía que decir y lo único que se me ocurrió fue: ¡La olvidé en casa, señor!, respuesta que le generó al caballero una prolongada risa. ¿Y dónde está tu sable con el cortas la cabeza al enemigo?, preguntó. Y enseñando el palo de madera respondí, ¡aquí está!

El longevo señor continúa con su risa mientras desenvaina un enorme sable que era incluso más grande que yo. ¡Esto es un sable!, me dijo y con esto yo corto la cabeza del enemigo, explicó. En ese momento recordé lo que me dijo mi padre, sobre que Albarracín gustaba decapitar al enemigo y a los niños que se portaban mal. Me tomo el cuello en señal de pánico, no había dudas, este señor era el Centauro de las Vilcas. Sin embargo, no era mitad animal, andaba en un enorme caballo, si bien es cierto, este señor era de tamaño gigantesco no era un centauro, era un viejo que podía ser mi abuelo.

Pese a no ser mitad animal su sable era aterrador, el hecho de ver el arma pasar cerca de mí me hizo pensar que sería el fin de mis días, pese a haberme portado bien. Este es un sable que le arrebaté a un chileno en la Batalla del Alto de Alianza, me dijo y con este mismo sable le corté la cabeza, explicó levantando la voz. En ese momento no sentí lástima por el chileno, total ya estaba muerto, era mi vida la que me preocupaba. He oído que hay en el pueblo un muchachito que dice ser Gregorio Albarracín, ¡de manera que eras tú! ¿Sabes lo que hago cuando alguien se quiere pasar de vivo e intenta jugar con mi nombre?, me dijo mientras apuntaba el enorme sable que le había quitado al chileno hacia mi cuello.

En ese momento cuando estuve a punto de botar una lágrima del susto le dije: ¿me va a cortar la cabeza, señor? ¿Tú qué crees?, me preguntó. Creo que si me deja vivir cuando crezca le puedo ser muy útil en la defensa del Perú, le comenté. Gregorio Albarracín se baja del caballo y con una tierna sonrisa me toma del hombro y me dice, seguro que sí.

Asegúrate de creer en tus palabras y defender al Perú hasta con la vida y cuando llegue ese momento enfrenta la guerra con esto. No lo podía creer, el Centauro de las Vilcas me estaba dando el enorme sable. ¿Pesa?, me preguntó, demasiado señor, le respondí. ¡Consérvalo! Y cuando deje de ser pesado no dudes en seguirme, pues habrá un puesto para ti.

Gracias señor, le dije mientras le estrechaba la mano. El jinete fantasma vuelve a su caballo y me dice: ¡Nos veremos algún día, Centauro de las Vilcas!, y mientras el caballo se erguía colocándose en dos patas mostrando su belleza y enorme tamaño, Albarracín desaparece con fuerte galope.

Al terminar de despedirlo miro el sable que me regaló, ante el asombro de mis amigos quienes se iban acercando, voy a casa con una inolvidable sonrisa porque sobreviví a un encuentro con el Centauro de las Vilcas, debí demorarme porque el sable era pesado y lo arrastraba por todo el camino, estoy seguro que lo volveré a ver cuando pueda levantarlo y poner su filo al viento con una sola mano…


Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico

Bibliografía: "Albarracín. El Centauro de las Vilcas", Francisco Antonio Vargas Vaca