viernes, 19 de agosto de 2016

Chullo, testigo mudo de una masacre

La tranquilidad de mi pueblito se rompe con la llegada de caballos, un señor con un sable brillante como el sol nos reúne a todos, advirtiéndonos que la guerra se nos viene. El enemigo que ya estaba en nuestro país llegaría a la sierra y quemaría nuestras casas si no vamos a Lima, nos insinuó. ¡Regístrense! ¡Es nuestro deber defender la patria!, nos dijo el extraño visitante.


Tomé mis cosas y todo lo necesario para sobrevivir. Me despido de mi esposa, sabíamos que si nos abrazábamos romperíamos en llanto. Hasta siempre mi chola, le dije únicamente con la mirada, mientras ella no dejaba de acariciarme el rostro. ¿Van a venir señores malos papá?, me pregunta mi hijo. ¡Sí, mi niño!, le respondí. 


La línea de San Juan era mi destino, tenía que defender la capital. Nunca había salido de mi pueblo, el simple hecho de coger ese palo grande que arroja balas y mucha bulla me da miedo. ¿Qué será de mi familia si la muerte me lleva? ¿Qué harán si el invasor llega a nuestro pueblo?


¡Cuídate y vuelve pronto!, me dijo mi chola mientras me veía caminar a lo lejos. Me alejé pensando en cómo sería la guerra, qué tipo de gente es la que tendríamos que asesinar, qué aspecto tendrá aquel que viene a quitarnos lo que es nuestro. Pero sobre todo, ¿estamos preparados para matar?


Una lágrima moja mi cara entumecida por la pena y el miedo. Algunos amigos se despiden de sus familiares entre fuertes gritos. Todos marchaban con un único deseo: “regresar vivos”. 


¡Papá, espera!, me grita mi wawa a lo lejos. Mi hijo corre desesperadamente con algo entre sus manos, traté de darle el alcance pero él tropieza y cae al piso fuertemente. El llanto de mi mujer se mezcla con el mío, ambos corrimos en su ayuda. Cada paso se me hacía largo, por un momento sentí que nunca lo alcanzaría. Mi niño estaba inmóvil en el suelo, mientras que yo trataba de correr lo más que podía. Mi chola fue la primera llegar al lugar donde él estaba, verla tratar de reanimar a mi pequeño fue más que conmovedor.


Yo no sabía qué hacer ni qué decir, tan solo atiné a observar, tomar su mano tibia era el único consuelo que le podía ofrecer. El terror se había apoderado de mí. ¡Vamos wawita!, le decía mientras él se movía a duras penas. Mi esposa cambió su rostro conmocionado por una hermosa sonrisa y mientras que mi pequeño se iba recuperando yo lo abracé.


Cuántas veces te he dicho que no corras, le dije. ¡Tendrás frío en las noches, por eso corrí para darte mi chullo!, me respondió. Al sujetar la prenda, mi wawa recupera el aliento y me dice: ¡Póntelo!


Era tan pequeño, traté de ponérmelo pero no me entraba en la cabeza. ¡Si fueras menos cabezón te quedaría perfecto!, me dijo mi chola con una tierna sonrisa. Por un segundo todos callamos, luego, nos echamos juntos a reír. Fue el momento más hermoso que había vivido. Todo mi pueblo se apura al llamado de San Juan, mientras que yo me tomé un tiempito más para estar con mi familia.


¡Iremos a donde tú vayas, pero no nos dejes!, me dijo mi mujer. ¡Ah! ¡Pero qué chola terca! ¡Será peligroso!, le dije, y como toda campesina aguerrida marchó junto con mi wawa al campo de batalla.


Chullo hallado en San Juan (Parte de la colección del INEHPA)
Horas antes de aquel 13 de enero de 1881, ya cuando la línea defensiva estaba establecida, me acosté en mi trinchera colocando el chullo de mi wawita cerca de mi pecho e hice una plegaria.


Pedí por las vidas de los que estábamos aquí, por la felicidad de mi chola y el futuro de mi niño. Por si fuera poco, pedí por la suerte de este chullo. No quería que de morir yo aquí en el arenal, pudiera perderse en el olvido sin contar lo que yo viví.


Llegado el momento de la verdad, el invasor rompió nuestras líneas y llegó hasta donde estábamos. Sosteniendo fuertemente mi fusil y ya sin balas, busco la embestida con ese cuchillo largo que aquí los limeños llaman bayoneta. Al intentar atacar recibo un fuerte impacto en la panza, pensé que algo me había picado, un dolor quemante empiezo a sentir. Saqué el chullo de entre mi uniforme para que no se manchara de sangre y al tratar de mirarlo, un culatazo a la altura de la nuca me provoca una estrepitosa caída.


Mi chola, con el coraje de una rabona, corre con mi niño en brazos a mi rescate: ¡No lo mate por favor! ¡Tenga piedad señor!, le dijo al soldado invasor, mientras mi wawita trataba de abrazarme.


¡Vete de aquí chola terca!, le grité. ¡Huye!, no dejaba de repetirle. Ella no me escuchó, mi voz se iba apagando y la sangre que me salía por la boca ahogaba mis palabras. En ese momento mi mujer intenta sostener el fusil de mi enemigo en un vano intento por salvarme. Tras varios insultos del invasor, ella recibe un disparo en la cabeza. Mi niño lloraba, su pequeño rostro se iba bañando con la sangre de su mamita, el invasor pensando que ya no había nada más qué hacer intenta escapar, no sin antes silenciar el llanto de mi wawita con un feroz culatazo.


Yo no podía ni llorar, era tan fuerte lo que vi que no podía ni moverme, traté de gritar el nombre de mi chola y de mi wawa, pero la sangre que me salía por la boca era demasiada. Solo me arrastré sosteniendo fuertemente el chullito de mi hijo y antes de respirar por última vez intenté abrazarlos, pero el destino quiso que muriera sin ponerles si quiera un dedo encima, estuve a pocos centímetros de llegar a ellos pero San Juan fue el lugar donde el chullito de mi wawita fue el único recuerdo que pudimos dejar...


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico.

Bibliografía: "La gesta de Lima", Ejército del Perú.

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