jueves, 8 de septiembre de 2016

El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Primera Parte)

Todos vitoreaban al nuevo alcalde de Iquique, hasta mi novia Lucila que es arisca ante temas de carácter político. ¡Enhorabuena señor Ugarte por su elección como alcalde!, ella le gritaba mientras el mencionado señor salía para saludar al pueblo.

¿Es apuesto, no lo crees?, me preguntó Lucila. ¡Bah! ¡Es un muchachito igual que yo! ¡Míralo, no llega ni a los treinta años! ¿Qué tiene ese refinado caballero que no tenga yo?, le cuestioné. ¡Pues lo refinado y lo caballero!, me respondió tajantemente. Pero ¿quién era ese joven que se llevó tan sólo y felizmente, los aplausos de mi novia? Pues para ustedes que no son iquiqueños permítanme explicarles que el flamante burgomaestre pese a su corta edad para incursionar en la política, ya había experimentado las responsabilidades y los éxitos propios de gente bastante más adulta. Dicen que rompía los convencionalismos, un hombre completamente fogueado por la vida. Dignas cualidades que como comprenderán yo no tenía.

Yo era un joven más de pueblo ligado a otros tipos de quehaceres, no era refinado como el tal Ugarte, pero lo que no tenía de educado lo tenía de cariñoso. Amo a Lucila y siempre a pesar de no contar con una extensa fortuna, cumplía las estrictas exigencias que ella me encargaba. En otras palabras, lo que no le di en dinero se lo di en amor. 

Era 1876 cuando Iquique tuvo en Ugarte un alcalde diferente, uno que se caracterizaba por su honradez y honestidad, pese a que se robó el corazón de Lucila. ¡Qué viva Alfonso Ugarte Vernal!, gritaban todos y mi novia toda eufórica respondía: ¡Qué viva!

Al término de la ceremonia caminamos de regreso a casa, callado y con algo de incomodidad por la admiración de Lucila hacia el tal Ugarte, decidí ser un poco más precavido ante alguna manifestación política, no por celos sino por si las dudas. ¿Viste lo bien uniformado que estaba? Creo que la alcaldía le va a caer muy bien, ¿no lo crees?, me comentaba Lucila con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Basta mujer!, le dije. Me tienes harto con el alcalde. ¡Que el tal Ugarte es así…! ¡Que al tal Ugarte le queda bien esto…! ¡Que bien le queda el bigote al tal Ugarte! Para ya con eso por favor, continué.

Pañuelo encontrado al sur del Perú, parte de la colección del
INEHPA
¡Ay mi amor!, es solo un tema de conversación y de paso para ver si algún día te comportas como el señor Ugarte, me explicó. ¡Dios mío!, exclamé tomándome la cara. Si vamos a estar con ese mismo discurso sobre Ugarte nuestro matrimonio que ya está próximo va a durar menos tiempo que su mandato, le advertí.

Mi boda con Lucila fue sencilla, debo reconocer que copié el bigote de Alfonso Ugarte y me comporté como él lo hubiera hecho ante un acontecimiento como este, sin embargo para mi mujer no fue suficiente…

¡Saque pecho! ¡Esconda la barriga! ¡Porte marcial!, eran algunas de las órdenes de la nueva jefa de mi vida. Debo admitir que con el paso del tiempo el alcalde de Iquique adquiría mayor cariño y respeto, sin contar que cumplía su labor a cabalidad, pero por otro lado, el mayor cariño que se llevaba era el de mi mujer.

Con esta experiencia comprendí que la mujer de mi época nunca está conforme con lo que tiene, por el contrario, siempre tiene el gusto de pedir alguito más. 

Recuerdo que nuestros primeros meses de casados dejé comprar el diario, porque cada vez que lo hacía Lucila tenía la costumbre de leer alguna noticia sobre el alcalde de Iquique. Es curioso, antes ella nunca había leído ni las cartas que le mandaba para enamorarla y ahora lee hasta política. ¡Bendita mujer!

Pese a la incursión de este notable caballero en la alcaldía de Iquique, nunca fue un terrible impedimento para que Lucila y yo nos llevásemos mejor. Admito que por el tal Ugarte pleitos hubo, pero no para romper esa hermosa relación que teníamos. 

Les pondré un ejemplo: un día llegaba yo del trabajo, la zapatería era lo mío, mi padre era un buen zapatero, el mejor de Iquique y aunque nunca pude imitarlo, por lo menos quejas de mi trabajo no tenía. Pero no nos desviemos del tema, al llegar a casa encontré a Lucila con un lindo pañuelo, era tan hermoso que no creí que fuera un regalo para mí, así que decidí hacerle una broma: ¿Es un regalo para tu esposo o para nuestro alcalde? Reconozco que fue una broma de mal gusto, porque me miró con la misma cara de desgano que una mula cuando jala una carreta.

¡Claro que es para ti, bellaco!, me dijo. El pañuelo era muy lindo, elaborado con finas atenciones. Al preguntarle sobre los cuatro versos que estaban impresos en el pañuelo Lucila me dijo que no los leyera, al menos no hasta que ella lo autorizara.   

Quién sabe, tal vez uno de los versos anuncie la llegada de nuestro primer hijo, me dijo Lucila con dulzura. Bueno, primero habrá que fabricarlo, le respondí con una pícara sonrisa. Precisamente un hijo era la última pieza para completar nuestra felicidad. Mientras el tal Ugarte mantenía feliz a los iquiqueños al menos yo mantenía feliz a mi mujer, complaciéndola en todo sentido de la palabra. 

Pasaron algunas semanas más y aún Lucila no tenía síntomas de embarazo. ¿Qué estará pasando?, le pregunté a Lucila en la intimidad. ¡Qué va ser, si el cañón seguro no tiene pólvora!, me respondió. ¡Imposible!, le repliqué. ¡Tiene la misma pólvora que los cañones que derrotaron a los españoles en el combate del 2 de mayo!, continué.

¿Y si vamos donde el médico?, me preguntó. Tranquila mujer, tal vez aún no sea momento, le respondí. ¡Sí es el momento! ¡Porque si ahora nomas ese cañón no dispara imagínate cuando llegues a viejo!, me refutó. Admito que esa broma no me gustó, pero cómo me reí.

Los meses pasaban y la historia del cañón comenzaba a hacerse más real, tal vez el problema sí sea yo. El médico nos los dirá concluí. Ambos estábamos nerviosos, tratamos de calmarnos mutuamente, pero el andar se nos hacía lento a pesar de que apurábamos el paso. Ni siquiera las grandes obras que nuestro alcalde realizaba para la reconstrucción de la ciudad debido a un incendio de grandes proporciones causaron nuestra distracción. Nada nos importaba más que saber la razón de nuestra infertilidad.

Lo lamento, no podrá tener hijos, es estéril, le dijo el médico a Lucila. El golpe emocional fue tremendo para ambos. El regreso a casa fue silencioso, estábamos tan impactados que ni siquiera podíamos llorar. Yo estaba contrariado, Lucila trató de recomponerse de la devastadora noticia y buscó pasar el mal momento haciéndome una broma, yo no soporté y la insulté. La culpé de nuestra tragedia y la maldije por la infertilidad. Aquella noche no pude dormir. Tan sólo atiné a mirarla, con los últimos destellos de una vela que ya se apagaba. Lucila estaba dormida pero eso no fue impedimento para que ella derramara una lágrima.

Se me había pasado la mano, pensé en silencio y me dormí. Al despertar Lucila no estaba en la habitación, estaba en nuestra pequeña y humilde salita esperándome con el pañuelo con la más hermosa de las sonrisas. “Anoche soñaba yo que dos negros me mataban, y eran tus hermosos ojos que enojados me miraban”, decía inscrito el pañuelo. ¡Saldremos de esta, mi cielo!, me dijo y cubriendo los otros tres versos con pedacitos de tela me hizo prometer que lo guardara hasta cuando otra circunstancia marque nuestras vidas…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)

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