lunes, 19 de septiembre de 2016



El pañuelo de Lucila y mi cólera por Alfonso Ugarte (Tercera parte)

1879, la guerra se nos viene e Iquique comienza a respirar aires de intranquilidad. Aquí nos enteramos de la ocupación chilena del puerto boliviano de Antofagasta. ¡Es terrible!, todo el litoral del país vecino se halla en manos de Chile.

Todos los vecinos salen de sus hogares, algunos colocan la bandera nacional en la fachada de sus casas, gritando ¡viva el Perú! Otros, quienes son más cautelosos atinan a cerrar sus negocios y refugiarse en sus casas. De pronto, una señora de traje muy elegante corre con dirección a la municipalidad, su rostro reflejaba angustia y temor. Era la madre de nuestro alcalde, doña Rosa Vernal.


¿Viste quién ingresó al municipio?, me preguntó Lucila. Es la madre de Ugarte y al parecer está muy preocupada, respondí. ¡Claro! La guerra se nos viene encima, ¡debemos hacer algo!, exclamó mi mujer. ¿Debemos? ¿Quiénes? le pregunté. ¡Todos debemos defender la patria si el enemigo llega hasta aquí!, explica Lucila. ¿Crees que los indígenas que fueron golpeados por sus capataces van a pelear esta guerra por nosotros?, le cuestioné a Lucila. Ella calla y me mira como diciendo: ¡Qué Dios nos ayude!


Nos refugiamos en nuestra casa, decidí no abrir la zapatería hasta que Iquique se calme un poco. A la mañana siguiente se nos comunicó que habrá una junta entre todos los vecinos encabezados por Alfonso Ugarte. Lucila y yo nos alistamos rápidamente y asistimos a la plaza entre la impaciencia de la gente. ¡Pueblo de Iquique, el Perú los necesita! ¡Formaré un batallón con mi dinero y lo formaré al servicio de la patria!, dijo Ugarte a todos los vecinos. Se supo luego que este gallardo caballero quien me perdonó la cárcel, renunció a su viaje a Europa para quedarse. No es militar, es tan civil como yo y pudiendo con toda su fortuna huir está aquí arengando al pueblo.


¡Quién está conmigo!, grita Ugarte. No pasó mucho tiempo para que los vecinos notables se registraran al batallón, otros preferían enrolar a sus cholos para que peleen por ellos. Muchos de estos indígenas no sabían el concepto de patria, otros pensaban incluso que Chile era un señor que venía para matarlos. ¡Pobres!, no saben a lo que se están metiendo, me dije.


Mi posición con respecto a la guerra era indiferente, mientras que la gente siga viniendo a mi zapatería no me importaba lo demás. Esta postura a Lucila le incomodaba, ella quería que yo fuera a inscribirme y formar parte del batallón que Ugarte está creando. ¿No harás nada? ¿Te quedarás aquí mientras los chilenos levantan armas contra el Perú?, me preguntó enojada Lucila. ¡Los chilenos no me han hecho nada!, le dije. Además quién sabe, si vienen hasta aquí querrán cambiar las suelas de sus zapatos, de seguro me pagarán bien, le expliqué. ¡Qué pedazo de bestia eres! ¡Una mula tiene más vergüenza que tú!, replicó Lucila. ¡Bah! Ya vengo y me fui azotando la puerta.


Al caminar sentí la necedad de pensar en mis palabras y las de Lucila, en ese momento, la madre de Ugarte discute con sus amigas. ¿Qué será lo que están hablando?, me pregunté. Lo mejor será acercarme con cautela y oír sus pláticas.


Pañuelo encontrado al sur del Perú. (Parte de la colección
del INEHPA)
¡Date cuenta Rosa!, convence a tu hijo que abandone la locura de ir a la guerra y huyan a Europa, estarán más seguros allá, dijo una de las amigas. La respuesta de doña Rosa fue digna de quitarse el sombrero: “Si todas las madres peruanas razonara con tal buen juicio, que apartaran a sus hijos de los peligros que corren en todos los combates que el enemigo les presente, ¿Quién defenderán su territorio?, ¿quién pondrá a salvo el honor nacional?, ¿quién impedirá que la soldadesca embrutecida y desenfrenada invada los hogares, y mancille el honor de sus mujeres?... Mi hijo quedará en su puesto, mientras haya un palmo de tierra que defender, un enemigo a quien atacar, y una arma para volverla contra el mal hermano, que así nos ha arrastrado a esta guerra. Mi hijo es peruano, antes que todo, y cumplirá con su deber. Yo como madre, no haré otra cosa que alentar sus entusiasmos, y llorarlo si la desgracia me lo arrebata”.


Esos días entre tambores de guerra e intranquilidad fueron incómodos, Lucila seguía enojada conmigo, la clientela empieza a disminuir y algunos productos de primera necesidad comienzan a escasear. Ugarte ya no es más el alcalde, es tan sólo un civil quien con un grupo de amigos entre los que destacan el buen Ramón Zavala, fiel cliente de mi zapatería, están formando un batallón cuyo nombre me es aún desconocido. Al llegar a mi negocio, abrí como de costumbre invitando a cuanto caballero cruce, la vereda sin percatarme que el pañuelo que me regaló Lucila se me había caído. ¡Jamás pierda sus prendas, y menos cuando son regalos, señor!, me dijo Zavala mientras me devolvía el pañuelo. 
 
¡Gracias, señor! ¿Me trae un nuevo zapato?, le pregunté. Hoy no, vine para preguntarle si ya se inscribió a nuestro batallón, dijo Zavala. No señor, esta guerra no es para mí, le expliqué. Si esta guerra no es para ti entonces ¿cuál?, respondió sonriendo. ¡Es tú deber igual que mío!, me dijo mientras se marchaba.


Las noticias de la guerra se hacían cada vez más cercanas, felizmente, la astucia del comandante Grau ha llevado al límite al poderío naval enemigo. Las correrías del Huáscar surten efecto y contienen a los chilenos, pero por ¿cuánto tiempo? 


Mientras el comandante Grau se batía duramente en el mar, aquí en tierra Iquique se prepara tenazmente para combatir. Ugarte y Zavala provisionan a sus inexpertos soldados con armamento, uniformes, caballos y todo lo indispensable para enfrentar al enemigo. Todo, con dinero de sus propios bolsillos.


Un día de mayo todos los vecinos corren hacia la bahía de Iquique, no entendía el motivo, ¿será que el  enemigo ya está aquí? De pronto Lucila me grita a lo lejos diciéndome que me apure, el Huáscar está aquí y romperá el bloqueo chileno de nuestras costas. Admito que la guerra no me importaba pero por ver al comandante Grau y al Huáscar haría hasta lo imposible.


Era tal cual nos habían informado los diarios, el Huáscar era un buque convertido en esperanza. Todos desde el puerto gritábamos: ¡Viva el comandante Grau! Jamás había visto a Lucila tan eufórica, no se cansaba de animar al Huáscar e insultar a los buques enemigos. La Esmeralda y Covadonga verán el fondo del mar hoy, dijo Lucila mientras cerraba el puño.


El día oscurece con victoria nuestra, ver a Lucila sonreír y bailar fue hermoso, los cantos al Perú no se hacían esperar. El espolón del Huáscar nos dio el triunfo e hizo pedazos a la Esmeralda. Esa victoria nos dio esperanzas, todos sabíamos que mientras Grau esté en el mar ningún chileno pondrá si quiera un solo pie en nuestro suelo.


El mes de octubre acabó brutalmente con la espera, las correrías del Huáscar llegaron a su fin cobrando la vida del comandante Grau. No había nada que hacer, los chilenos invadirían al Perú en cualquier momento. ¡Valientes de Iquique, este es su batallón! Ustedes bendecirán esta tierra con su con sangre, arengó Ugarte a los suyos y marcharon hacia el encuentro del enemigo.


Lucila no me perdonó aquel momento donde los hombres marchaban y yo me quedaba. Nuestro matrimonio desde ese entonces no fue igual. Las campañas del sur habían empezado y las noticias de batallas en Tarapacá y Tacna no se hicieron esperar. Nuestro ejército estaba desmoralizado y diezmado, mientras que Lucila y yo habíamos preferido huir lejos de Iquique.


Conforme fueron pasando los meses las palabras de doña Rosa Vernal comenzaron a tocar mi conciencia. El enemigo acordonaba Arica en donde el último bastión peruano hacía flamear con orgullo el pabellón nacional. El batallón Iquique al mando de Ugarte estaba allí como esperando alguna ayuda por más mínima que sea.


Un día, tomé algunas cosas y busqué despedirme de Lucila, la patria me había convencido para servirla en Arica, lugar donde el coronel Bolognesi aguardaba. Que Dios te proteja linda princesita, le dije a Lucila, despidiéndome, y enseñándole el pañuelo que me regaló me marché sin mirar atrás.


No recuerdo cuántos días me tardé en llegar a Arica, sólo recuerdo al batallón Iquique flamear su bello estandarte como dándome la bienvenida. Mientras Ugarte me recibe con los brazos abiertos y el buen Zavala diciendo: ¡Ahora ya tengo quién me arregle los zapatos después de la batalla!


Junio de 1880, luego de una reunión con un emisario chileno quien pidió la rendición de la plaza, los oficiales reunidos en una sala comienzan a salir, Ugarte y Zavala salen con el pecho inflado lleno de orgullo. ¡Arica no se rinde!, fue la respuesta definitiva.


Recibí la orden de resistir en el morro, mientras el viejo Bolognesi despachaba telegramas reiterando la voluntad de sucumbir antes de entregar Arica. Mientras los días pasaban Ugarte simpatizaba más conmigo, recordando con sonrisas aquellos tiempos donde le robaba las rosas de su jardín. Gracias por venir, me dijo. Lamento no traer ayuda, le respondí. ¡Tú eres la ayuda pedazo de bellaco!, me refutó.


7 de junio de 1880, la toma del morro empezó con los primeros claros del día. Los fuegos se rompen y la batalla empieza mostrando su peculiar olor a muerte. Poco a poco los nuestros comienzan a perecer, mezclando sus gritos de dolor con arengas de resistencia. Jamás había sentido tanto miedo. Uno a uno mis superiores fueron cayendo, empezando con el buen Ramón Zavala hasta el viejo coronel Bolognesi. El batallón Iquique cae más no su mágico estandarte, que fue rescatado por Ugarte quien no dejaba de alentar a los nuestros. No recuerdo si disparé si quiera un tiro, sólo recuerdo que me escondí en una trinchera, mientras mi uniforme se bañaba con sangre. El pánico era tal que me había paralizado, no sabía si las balas iban o venían. Empecé a caminar sin rumbo pisando cadáveres o heridos que aún se retorcían de dolor. Ver sus cuerpos mutilados aún moviéndose era desgarrador. 


El batallón Iquique fue aniquilado, no había ya resistencia alguna, Ugarte me toma del cuello y me dice: Aun te quedan rosas para tu esposa, ¡huye!, ya no hay nada que hacer. ¡No te dejaré!, le dije. ¡Vete! ¡Es una orden soldado!, y dándome un fuerte empujón el joven Ugarte toma el pabellón nacional y monta a caballo distrayendo al enemigo para que yo pudiera huir.


Solté mi fusil aquel que nunca disparé y corrí hacia la plaza en busca de refugio. Al llegar la escena era terrible, los chilenos atacaban al pueblo y se ensañaban con los rendidos o aquel que opusiera mínima resistencia. Fusilaban soldados y repasaban a los heridos. Saqué el pañuelo como buscando consuelo, la sangre había dañado sus hermosos dibujos pero me permitió ver el tercer verso que Lucila había mandado hacer: “Si supiera la pena que era no verte me hubiera resignado a no quererte”, decía. No aguanté más y empecé a llorar. El enemigo pasaba frente a mí asesinando a cuanto soldado se cruce en su camino, por alguna extraña razón, los chilenos me miraban con furia pero ni uno decidió ponerle punto final a mi vida. La sangre caía de mi rostro encegueciendo mi visión. De pronto vi como un chileno ultima a una familia, y mutila la manito de un niño quien trataba de defender a sus padres.


Arica ardía y yo solamente atinaba a mirar aquel niñito, ensangrentado y pidiendo ayuda en medio de disparos y gritos de dolor. Tenía que salvarlo, por eso corrí hacia él y buscando el pañuelo de Lucila para detener su hemorragia noté que se me había caído, no había tiempo para buscarlo así que me quité el saco y abrigué al niño y huí lo más que pude del lugar.


En el camino, el pequeño iba perdiendo la conciencia, su rostro estaba pálido y yo a duras penas podía cargarlo. Caí dos veces con él en mis brazos, felizmente una tienda que servía de ambulancia nos prestó ayuda. Tardamos unos meses en recuperarnos, cuando recobré la conciencia los doctores preguntaron por el niño. Es el pequeño Alfonso, mi hijo, respondí. 


El niño tomó el nombre del hombre que inspiró a todo Iquique hacia un futuro mejor y tras varios días de recuperación, partimos en busca de Lucila, sin pensarlo la guerra nos había traído al hijo que tanto le pedimos a la vida…


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Alfonso Ugarte, de la leyenda a la realidad", Alejandro Tudela Ch. (Colección bibliográfica del INEHPA)


PREGUNTAS DEL CONCURSO PARA GANAR EL LIBRO DE "CÁCERES"

¿Qué cargo desempeñaba Alfonso Ugarte en el relato?

¿Cómo se llamaba la madre de Alfonso Ugarte?

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