sábado, 4 de febrero de 2017

¡Yo quiero ser como el Centauro de las Vilcas!

Tenía yo casi doce años cuando me contaron su historia. Vivíamos en tiempos difíciles en que el Perú no dejaba de batallar frente a ‘la Estrella Solitaria’ y aunque la desgracia se nos venía encima por ser una etapa ya de ocupación en la sierra, aún quedaba tiempo para divertirme con mis amigos, correr por las pequeñas callecitas de mi pueblo y jugar a ser un soldado justiciero que defendía al Perú del asedio enemigo.

Algunos de mis amigos querían ser Grau, otros discutían por ser Cáceres o Bolognesi y como yo era el menor de todos no me dejaban escoger a cualquiera de ellos, pues los nombres de estos grandes defensores ya estaban apartados. ¡Escoge a otro!, me decían, mientras ellos discutían por el derecho.

Admito que llegaba a casa molesto, al no conocer algún otro defensor popular no me quedaba más que ser un simple soldado que solo se limitaba a recibir órdenes, mientras que el principal honor de morir por la patria siendo un oficial reconocido estaba en disputa por niños mayores que yo. ¿Y por qué no juegas a ser el Centauro de las Vilcas?, me dijo mi padre.

¿Y quién es ese?, le pregunté. ¡Aah!, es un temible jinete que tiene fama de fantasma, me respondió. Hijo, ¿no te gustaría desaparecer y aparecer como él, sorprendiendo al enemigo? ¡No!, respondí a secas. Bueno tú te lo pierdes, pero si yo fuera tú, sería el Centauro de las Vilcas, me dijo mientras me revolvía el cabello.

Ni siquiera sabía qué era un centauro y si no le pregunté a papá fue porque no quería escuchar sus terribles historias que duran toda la noche. Sin embargo, con el pasar de los días, el apodo del Centauro de las Vilcas iba tomando fuerza. Cada vez que salía a jugar a ser el mismo soldadito obediente recibiendo órdenes de todos mis amigos, empezaba a escuchar entre la gente el nombre de Gregorio Albarracín.

Pero quién era este señor que poco a poco estaba en boca de todos aquí en el pueblo, ¿será que tiene algo que ver con ese tal Centauro de las Vilcas? ¡Con su sable corta las cabezas del enemigo! ¡Algunos afirman haberlo visto en dos lugares al mismo tiempo! ¡Su caballo es más rápido que el viento!, fueron algunas declaraciones de los mismos pobladores que no tardaban en correr la voz y acrecentar la fama del tal Albarracín.

Sable de caballería, parte de la colección del INEHPA

Uno de esos días, cuando el nombre de Gregorio Albarracín y sus increíbles hazañas sonaba con más fuerza, salí a la calle a jugar con mis amigos. Yo soy ¡Miguel Grau a bordo del temible Huáscar!, dijo un niño. ¡Yo seré el invencible Cáceres!, se le oye a otro. ¡Seré como Bolognesi para no rendirme nunca!, exclamó otro niño. Y como yo estaba harto de ser un simple soldadito grité a puño cerrado: ¡Yo seré Gregorio Albarracín y cortaré las cabezas del enemigo!

Todos mis amigos se miraron las caras horrorizados por lo que había dicho, nadie atinó a decir nada, después de un par de minutos empezó la discusión: ¿Quién es Albarracín?, me preguntaban, ¡nadie lo conoce!, se decían entre ellos. Un hacendado quien había escuchado nuestra conversación, nos interrumpe para decirnos que Gregorio Albarracín era el temible Centauro de las Vilcas.

Nadie de nosotros dijo una palabra, más bien escuchábamos al extraño decir que Gregorio Albarracín era un oficial excepcional. ¡Arrastraba chilenos con su caballo!, nos decía ¡y con su sable les arrancaba la cabeza!, explicaba mientras imitaba el manejo de la afilada arma con su mano. ¡Es un gigante que no teme defender al Perú! ¡Todos en el pueblo saben que es mitad hombre y mitad caballo!, finalizó su discurso. Tal vez el extraño señor no lo sabía, pero nos había causado un pánico indescriptible. Todos volvimos a corriendo a casa, nadie quería encontrarse a ese tal Albarracín, qué tal si decide cortarnos la cabeza a mis amigos o a mí, pensé.

¡Papá, ya sé quién es ese fantasma, es Gregorio Albarracín!, grité apenas llegué. Todos en el pueblo hablan de él, ¡capaz venga y nos corte la cabeza! Luego de una risa prolongada, papá explica que solo gusta cortar cabezas del enemigo y a los niños que se portan mal. Estaba asustado mientras que mi padre no dejaba de reír, pórtate bien que puede rondar por nuestro pueblo, sentenció, causándome un susto tremendo.

Tenía que ser cauteloso, hacer cosas buenas y obedecer a papá eran mi primera línea de defensa, contra este gigante que gusta arrancar cabezas, la mía era pequeña por lo que un cuchillo basta para sacármela del cuerpo. Me sentía una presa fácil.

Sin embargo, los juegos hacen olvidar estos malos momentos y por no quedar en el olvido siendo un simple soldadito, afirmo ser nuevamente Gregorio Albarracín, el terrible Centauro de las Vilcas, nombre que causa terror en mis amigos, haciéndome de una posición importante en el juego.

¡Yo soy el Centauro de las Vilcas!, exclamaba. Admito que al principio me provocó miedo decirlo, pero al ver el asombro de la gente al gritar que yo era Gregorio Albarracín me causó placer, como si tuviera poderes. Algunos vecinos me preguntaban entre risas si yo era verdaderamente el jinete fantasma, interrogante que respondía con mi afilada espada que no era más que un simple palo de madera, que ¡sí!

Pasaron los días y tanto exclamé ser el temible centauro, que un día jugando como siempre a ser un defensor del Perú, el jinete fantasma llega al pueblo, generando el más grande de los respetos y una profunda admiración. Mientras que muchos vecinos optaban por hacer reverencias y descubrirse la cabeza ante un defensor del Perú, que había participado incluso en el Combate del 2 de Mayo frente a España, yo seguía en lo mío gritándole a la gente y a mis amigos que era el Centauro de las Vilcas.

¿Así que tú eres el temible Centauro de las Vilcas, el monstruo mitad hombre y mitad animal?, me preguntó un señor montado en su caballo, con pronunciada barba y de gran estatura. ¡Así es señor!, le respondí en el acto. ¿Y dónde está tu mitad caballo?, continuó. No sabía que decir y lo único que se me ocurrió fue: ¡La olvidé en casa, señor!, respuesta que le generó al caballero una prolongada risa. ¿Y dónde está tu sable con el cortas la cabeza al enemigo?, preguntó. Y enseñando el palo de madera respondí, ¡aquí está!

El longevo señor continúa con su risa mientras desenvaina un enorme sable que era incluso más grande que yo. ¡Esto es un sable!, me dijo y con esto yo corto la cabeza del enemigo, explicó. En ese momento recordé lo que me dijo mi padre, sobre que Albarracín gustaba decapitar al enemigo y a los niños que se portaban mal. Me tomo el cuello en señal de pánico, no había dudas, este señor era el Centauro de las Vilcas. Sin embargo, no era mitad animal, andaba en un enorme caballo, si bien es cierto, este señor era de tamaño gigantesco no era un centauro, era un viejo que podía ser mi abuelo.

Pese a no ser mitad animal su sable era aterrador, el hecho de ver el arma pasar cerca de mí me hizo pensar que sería el fin de mis días, pese a haberme portado bien. Este es un sable que le arrebaté a un chileno en la Batalla del Alto de Alianza, me dijo y con este mismo sable le corté la cabeza, explicó levantando la voz. En ese momento no sentí lástima por el chileno, total ya estaba muerto, era mi vida la que me preocupaba. He oído que hay en el pueblo un muchachito que dice ser Gregorio Albarracín, ¡de manera que eras tú! ¿Sabes lo que hago cuando alguien se quiere pasar de vivo e intenta jugar con mi nombre?, me dijo mientras apuntaba el enorme sable que le había quitado al chileno hacia mi cuello.

En ese momento cuando estuve a punto de botar una lágrima del susto le dije: ¿me va a cortar la cabeza, señor? ¿Tú qué crees?, me preguntó. Creo que si me deja vivir cuando crezca le puedo ser muy útil en la defensa del Perú, le comenté. Gregorio Albarracín se baja del caballo y con una tierna sonrisa me toma del hombro y me dice, seguro que sí.

Asegúrate de creer en tus palabras y defender al Perú hasta con la vida y cuando llegue ese momento enfrenta la guerra con esto. No lo podía creer, el Centauro de las Vilcas me estaba dando el enorme sable. ¿Pesa?, me preguntó, demasiado señor, le respondí. ¡Consérvalo! Y cuando deje de ser pesado no dudes en seguirme, pues habrá un puesto para ti.

Gracias señor, le dije mientras le estrechaba la mano. El jinete fantasma vuelve a su caballo y me dice: ¡Nos veremos algún día, Centauro de las Vilcas!, y mientras el caballo se erguía colocándose en dos patas mostrando su belleza y enorme tamaño, Albarracín desaparece con fuerte galope.

Al terminar de despedirlo miro el sable que me regaló, ante el asombro de mis amigos quienes se iban acercando, voy a casa con una inolvidable sonrisa porque sobreviví a un encuentro con el Centauro de las Vilcas, debí demorarme porque el sable era pesado y lo arrastraba por todo el camino, estoy seguro que lo volveré a ver cuando pueda levantarlo y poner su filo al viento con una sola mano…


Colaboración: Instituto de Estudios históricos del Pacífico

Bibliografía: "Albarracín. El Centauro de las Vilcas", Francisco Antonio Vargas Vaca 


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