domingo, 7 de febrero de 2016

Bajo la 'Palma' de Ricardo (Segunda parte)


Como esta es una narración del viejo Ricardo, no podía empezar la segunda parte de esta historia, sin utilizar una frase al fiel estilo de “Don Dimas de la Tijereta”.

“Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga”, que allá por las primeras horas de la mañana, acudí a mi centro de labores en la Biblioteca Nacional de Lima. Hoy no es un día cualquiera, hoy es 7 de enero y es el cumpleaños de mi nuevo amigo, don Ricardo. Como no podía llegar con las manos vacías, decidí hacerle un humilde pero significativo obsequio.

Al entrar al recinto, subí rápidamente y me dirigí al lugar más recóndito de la biblioteca. Pensado si me podía ganar un feroz bastonazo, decidí arriesgarme y gritar a viva voz: ¡Feliz cumpleaños, don Ricardo!

Sus libros fueron los mejores amigos de Palma
El viejo escritor no estaba, lo busqué por todo el salón y únicamente en la mesa en la que él gustaba sentarse me topé con una nota que decía: Encuéntrame en la terraza, bellaco.

Ahí, parado estaba, luciendo un traje antiguo, con su inseparable bastón  y un sombrero un tanto pasado de moda. ¿Don Ricardo, qué observa?, le pregunté sin demora. Mira esas máquinas rodantes que pasan sin cesar por toda esta avenida, no dejan de emitir un ruido insoportable, ¿quién podría leer tranquilo así?, me dijo refunfuñando.

Gente gritando, moviéndose apuradamente para ingresar a esos armatostes, no saben que a lomo de bestia es mejor, continuó. Llegas sereno a tu destino y si el animal está bien alimentado es probable que te espere a tu regreso y no se vaya a comer por ahí o peor aún, se marche con intenciones de galantería con otro de su especie, me explicó.      

Don Ricardo qué tal si mejor bajamos y continuamos con la plática pendiente, aún tenemos mucho que conversar, le propuse. El anciano dramaturgo aceptó, únicamente con la condición que le dijera cómo se llaman esos aparatos rodantes que causan tanto ruido. Micros, combis, colectivos y buses, le respondí.

¡Qué nombres para más raros!, replicó gruñendo. ¡Ayúdame a bajar bellaco porque no recuerdo cómo subí!, continuó. No se preocupe don Ricardo, no quisiera que me acomode otro bastonazo, venga por aquí por favor, le respondí riéndome. ¿Por qué nunca me llama por mi nombre, en vez de nombrarme así?, le aclaré a manera de consejo. ¡Porque no te lo he preguntado!, refutó.

Bajando escalón por escalón y con mucho cuidado de no resbalar, don Ricardo iba rezando: “Un escribano y un gato a un pozo se cayeron, como los dos tenían uñas por la pared se subieron”.

Una vez instalado en su silla favorita le recordé en dónde exactamente nos habíamos quedado, la guerra con la ‘Estrella Solitaria’ era el tema a continuar.
De pronto, el viejo escritor me señala un libro muy antiguo y lleno de polvo. ¿Lo ves?, ese libro es como yo, un viejo sobreviviente de aquella tragedia. El viejo toma aire profundamente, dejando notar una deficiencia respiratoria y exhalando con algo de dificultad, contó su desdicha:

Era 15 de enero de 1881 cuando se desató la batalla en Miraflores. Recuerdo cuando un joven me preguntó por qué no desalojé mi casa en dicho distrito y resguardé mis pertenencias, entre ellas mi tan querida biblioteca personal. Mi respuesta fue contundente, el hecho de poner a buen recaudo mis objetos de valor era desmoralizador, como presagiando que íbamos a ser derrotados. Yo estaba muy seguro de que mi tan querida Lima resistiría y desalojaríamos al invasor, lamentablemente esto no pasó, explicó con pena el literato.

Tras la derrota en las trincheras el invasor saqueó mi casa y quemó mis libros. La misma suerte corrió esta biblioteca en la que nos encontramos, fue desvalijada y utilizada para acuartelar sus caballos. Jamás fui testigo de tanto ultraje, podía incluso comprender trofeos de guerra, pero ¿qué culpa tienen los libros? Miles de volúmenes se perdieron, muchos de ellos eran imposibles de recuperar, el alma del Perú yacía en ellos, eran más que palabras escritas, eran nuestros defectos, eran nuestras virtudes, eran riqueza y clave para combatir la ignorancia. ¿Cuánto hacen falta ahora, verdad?, me dijo mientras sus ojos se nublaban por las lágrimas.

Estaba anímicamente devastado, ya no quería seguir escribiendo tradiciones, lo perdí todo: mi casa, mis cosas, mis libros, mi corazón, lo mejor de mí ardió. Mis textos desaparecieron, pero las flamas de la amargura aún me siguen quemando el alma. Veintinueve años de mi vida pasé para recuperar la Biblioteca Nacional, sin embargo, por un  calendario que había en uno de los salones, me enteré que estamos en el año 2016 y todavía seguimos mendigando cultura, continuó narrando el viejo.

De pronto, el tradicionista se repone y se seca las lágrimas, él sabía que la tristeza no le cabía, pues no era su forma de ser, la alegría y gallardía de antaño tenían que volver… 

¡Se llevaron lo mejor de mí, pero me dejaron la mano derecha para renacer!, un lápiz y un papel es todo lo que necesito para volver a empezar, ¡pues un bibliotecario mendigo me llamaron y un bibliotecario mendigo soy!, exclamó don Ricardo.

Con esto mi maleducado amigo quisiera parafrasear una de mis tradiciones, “Un virrey y un campanero bellaco”, como tú: “Aquí hago punto y rubrico, sacando de esta conseja la siguiente moraleja, que no hay enemigo chico”. 

"Para mi eterno Bibliotecario Mendigo"
Las horas pasan y nuevamente la noche nos arruina la plática, no podía marcharme sin darle antes mi obsequio. El viejo no pudo evitar mostrarme su tierna sonrisa y abrió con premura la caja. Un cuadro con su rostro se podía divisar y atrás de la foto, unas palabras que decían: para mi eterno ‘Bibliotecario Mendigo’.

El escritor me estrecha su tan prodigiosa palma y se despide diciéndome: Cada vez que puedas ven a verme, porque aún tengo mucho que contar y quisiera regresar algún día mi casa que está en Miraflores, lugar del que me han dicho que ahora es un museo. ¡Ah!, otra cosa, cuando subas tráele una mantita a este pobre viejo que se muere frío por las noches.

¡Feliz ciento ochenta y tres años viejo amigo!, solamente pude decirle y mientras me marchaba, concluí que no podía ponerle punto final a esta historia porque sabía que la vida continúa, sabía también dónde podía encontrar siempre a ese peruano escribidor que ni fue coronel ni fue doctor… 

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Bibliografía: "Tradiciones Peruanas" de Ricardo Palma, "Ricardo Palma en la marina" de Carlos Zúñiga Segura. (Colección bibliográfica del INEHPA)

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