viernes, 29 de abril de 2016

El poder de un juego de cartas

Era uno de esos días donde el inclemente sol del desierto hace de las suyas en el mes de enero, había un calor insoportable y con muchos preparativos por hacer. !Apilen bien esos sacos que son nuestra línea de vida!, nos repetían los oficiales. Y es que para cualquier persona, soldado o civil, estar aquí en el arenal sofocante ya es una lucha constante en la que si se titubea o no se sigue una orden al pie de la letra, se puede pagar caro. Las órdenes eran claras y había que cumplirlas, el enemigo no perdona nuestros errores.

Sin embargo, no todo era el cumplimiento del deber, en los ratos de ocio había que mantener nuestras mentes fuera del temor de la guerra y algunos juegos de azar eran permitidos en nuestras precarias trincheras. Yo era un experto en las apuestas y mi fuerte eran los naipes. Nadie podía conmigo en cuanto a juegos de barajas y las Cartas Españolas eran mi principal medio para llevar a cabo sensacionales maniobras de trucos o engaños, que me permitieran vaciar los bolsillos de mis compañeros y llenar los míos.      

Cartas Españolas del siglo XIX, encontradas en una estación
de tren al sur del Perú. Parte de la colección del INEHPA.
Debo reconocer que haber visto varias veces a mi padre apostar con esta clase de cartas en las salitreras del sur, lugar donde muchas personas las conocen y dominan, me había convertido en una máquina de apuestas. Disculpen la soberbia, pero era imparable en todo sentido de la palabra. Por tal motivo, llevé este juego que era nuevo para muchos de mis compañeros a San Juan y pasar el tiempo libre en aplicar una jugarreta que me permita apropiarme de algunos centavos extras. 

Comencé pues a enseñar el uso de las Cartas Españolas, algunos entendían las reglas del juego y me apostaban, otros más osados no entendían nada, sin embargo se atrevían a jugarlo. De cualquier manera todos perdían sus monedas. Jamás olvidaré cuando un soldado que no pasaba los dieciséis años se me acercó mientras repartía las naipes para preguntarme qué jugábamos. Sin aspaviento alguno le respondí: jugamos con las cartas, muchacho. El chiquillo se molesta conmigo inexplicablemente y expresa su gracioso enojo. ¡Le diré a mi Taita Cáceres que juegas con la correspondencia! Inmediatamente todos los que estábamos ocultos en la trinchera empezamos a reír sin parar.

Admito que adoraba las tardes, la vista del desierto era hermosa, ignoraba por completo que el desastre estaba por venir. Era un nuevo año, tal vez 1881 era el año de la salvación del Perú. Me sentía muy optimista, claro, si ganaba en todas las apuestas mi ánimo no podía ser mejor. Al caer la noche siempre me dormía pensando que la línea de San Juan frenará de una vez por todas el avance de 'La Estrella Solitaria'.

Las tardes eran refrescantes y había buen ambiente de camaradería, hasta que de pronto, algunos compañeros que no aceptaban que me llevara su dinero refunfuñaban llamándome con adjetivos de todo tipo. ¡Tramposo! ¡Ladrón! ¡Timador! Me gritaban. No me había dado cuenta, pero toda la trinchera se me venía encima, muchos de mis compañeros no soportaron la derrota. ¿Qué culpa tengo yo de ser un experto en las apuestas? Muchos de ustedes duermen y se acurrucan al lado de su fusil, yo lo hago al lado de mis Cartas Españolas, trataba de explicarles.
   
¡Nos haces trampa! ¡Nunca pierdes! ¡Mentiroso! Continuaban bociferando. ¡Bah!, son unos malos perdedores, respondía. No se los mencioné, pero los trucos en las apuestas valen en tanto no te descubran. ¿Por qué en vez de quejarse apuestan de nuevo y tratan de recuperar lo perdido?, pregunté. Todos quedaron en silencio. ¿No hay ningún valiente? ¡Entonces no se quejen, perdedores!

En ese momento, cuando pensé que no había valientes, un joven soldado se ofreció a jugar conmigo. Mi carácter burlón hizo gala de soberbia y buscando asustarlo un poco le dije: ¿Qué apostamos, tu cuchillo? El muchacho esboza una sonrisa y me responde tajantemente. ¡Saca todo tu dinero de la bolsa que ahora lo pierdes todo!

No lo niego, ese comentario me molesto. Dejemos las cosas claras, le dije. Si tu ganas te llevas todo lo que conseguí en las demás apuestas y si yo gano quiero ese hermoso cuchillo. Es cierto, el peso de la apuesta era desproporcionada y hasta loca si se quiere llamar así, pero la mirada de este muchacho era tan segura que sabía que no se negaría y así fue. ¡Acepto!, me dijo y nos dimos un apretón de manos.

Reparto las cartas mientras pensaba en una jugarreta que me permitiera llevarme ese cuchillo, mientras que el joven aparentaba calma y serenidad. Yo estaba confiado, había desvalijado a tantos soldados que uno más sería mi consagración. 

Comenzó el juego. Las Cartas Españolas fueron repartidas y ya no había marcha atrás, el muchacho demostraba que no era muy ducho en esto y no se le notaba seguro en lo que hacía. Los minutos pasaban y todas las trincheras habían venido a ver nuestro juego, por un momento creí que hasta Cáceres había llegado a mirar desde su enorme caballo. Cuando creí que todo me favorecía y podía llevarme la partida, el joven soldado me sonríe y decide que esto se acabó. Un silencio casi sepulcral invade el arenal y mostrando que no era un principiante en los juegos de azar, el muchacho me gana la contienda.

¡Devuelve el dinero a los soldados que engañaste, porque hoy llenarás tu bolsillo de arena!, me dijo. El Taita Cáceres sólo atina a sonreír y marcharse galopando al cerro Zig Zag. No lo podía creer, había perdido contra ese muchacho. ¡Viva Augusto Bedoya, vencedor en Tarapacá!, gritaron los soldados más jóvenes. Nunca supe la historia del tal Bedoya, tampoco de dónde venía, solamente opté por enterrar las cartas en el arenal y no volver a apostar nunca más.

Solamente supe que el tal Augusto Bedoya era ayudante de Cáceres y mientras lo veía marcharse por el arenal me di cuenta que debía conocerlo, pero eso es otra historia...
                                                                                            

Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



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