viernes, 1 de abril de 2016

La fe de una noble campana

Me encontraba en lo más alto de una hermosa capilla ubicada en una hacienda lujosa y cómoda, con praderas verdes y árboles frondosos, en aquel entonces la sierra peruana era así, la armonía de la naturaleza y la nobleza de sus habitantes eran el complemento perfecto para una unión inquebrantable. 

La vista desde el campanario en donde me encontraba era cautivante, estaba parado y a la espera de que el sacerdote me dé la señal para hacer sonar una pequeña campana y llamar a todos los vecinos de mi pueblito a misa. ¿Cómo esta pequeña campana llamará a todos? Su sonido no llegará lejos, pensaba. 

No creo que el sonido de esta campana llegue a todo el pueblo, le dije al sacerdote. De pronto, el religioso sube hacia el campanario y poniendo su mano en mi hombro me responde: Esta campana es la voz de Dios y su llamado no es para nuestros oídos sino para nuestros corazones, hazla sonar y el pueblo vendrá.

Debo admitir que era incrédulo, la campana era de bronce y se veía muy pesada, sin embargo era pequeña a comparación de otras que había visto, pero ¿por qué este párroco le tiene tanto cariño? La única manera de averiguarlo era hacerla funcionar.

Recuerdo no haberla golpeado con mucha fuerza, pues en aquel tiempo era un niño enclenque, no porque me faltaba comida, sino porque nunca me gustaba cómo me la preparaban en casa. Sin embargo su sonido fue estremecedor, el viento llevó su mensaje a cada rincón del pueblito y todos los vecinos salían con sus mejores galas para asistir a escuchar la palabra de Dios. 

El sacerdote tenía razón, esta campana llevaba la voz de Dios no a los oídos de la gente, sino a los corazones, ¿cómo me di cuenta? Mi tío quien era sordo, también lo veía llegar a la capilla. Es curioso, nunca podía entenderme, pero cada vez que esa campana sonaba él era uno de los primeros en llegar. 

Desde que escuché su cálido sonido por primera vez, siempre deseaba ser yo el único que la hiciera repicar. Creo que era la única labor que me tomaba enserio, pues labrar el campo y cosechar frutos no eran de mi agrado. Siempre cuando el párroco me llamaba para hacer sonar la campana yo subía feliz, pues aunque ese pesado bronce no lo sabía, ya sentía que tenía una especie de afinidad y cariño.

Esas épocas eran inolvidables y no había pasado mejor etapa que mi niñez, pues a mis once años, mi vida, la naturaleza y el sonido de mi campana estaban entrelazados en comunión perfecta.

No sabía que el Perú atravesaba uno de sus momentos más difíciles, la guerra aún estaba lejos de mí y de mi pueblo. Sin embargo, cuando la capital cayó y el enemigo comienza a invadir la sierra, mi futuro se torna incierto y sus colores que presagiaban paz y prosperidad, se hacían grises y escalofriantes. 

Cada instante que pasaba sentía que los días no brillaban con la luz de siempre, por el contrario, eran cada vez más opacos y nublados, sabía que algo andaba mal y lo noté cuando la campana emitió un sonido diferente.

¡Llama a misa!, me dijo el sacerdote, sin embargo, la campana se hacía más pesada y su sonido más lúgubre. Hacerla funcionar era cada más difícil, hasta que un día no quiso resonar más. Recuerdo que ese mismo día, la ‘Estrella Solitaria’ llegó a mi pueblo y su primera ley que impuso fue la del terror.

Nunca entendí qué buscaban o a qué venían, sólo miraba atónito todo el mal que causaban. ¡Escóndete! ¡Ve a la capilla!, me decían mis padres, mientras trataban de defender mi casa. Corrí tan rápido como pude, a cada paso que el invasor daba destruía lo que amábamos, tenía que prevenir a los vecinos y la campana era el único llamado que los pondría en alerta. 

Colección del INEHPA
Al entrar a la capilla el párroco, quien se encontraba rezando por nuestra salvación me impide subir hacia el campanario. ¡Es inútil!, me dice, ¡Dios, quien gustaba descansar bajo el sonido de esa campana se ha marchado llevándose su voz consigo!, continuó. 
   
No quise hacerle caso, subí apurado, pues sentí que el sonido de esa campana no se oye, sólo se siente. El invasor entra al corazón del pueblo e irrumpe la tranquilidad de la capilla. Al llegar al campanario traté de hacerla funcionar, pero un soldado enemigo impide siquiera que ponga mis manos sobre ella.

La Campaña de la Breña ya había dado comienzo, sin embargo nuestro pueblo era cautivo del invasor y todos los vecinos se sentían impotentes al no poder unirse a la causa de un tal Andrés Avelino Cáceres. Mis padres una vez me contaron que este señor a quien llamaban ‘Brujo de los Andes’, gustaba venir a mi pueblito para descansar y jugar como un niño con todos nosotros.

Poco a poco mi pueblo perdía su alegría, aquellos que se resistían eran asesinados y todo acto de amor hacia nuestros símbolos patrios era severamente castigado. El rostro de los míos se entristece y sus ojos reflejaban incertidumbre, como preguntándose qué mal hemos hecho para merecer tanta crueldad.

Tomado el pueblo y a merced del enemigo, teníamos que aprender a vivir así. ¿Dónde está ese ‘Brujo’ del que todo el pueblo recuerda con admiración? ¿Habrá muerto en batalla? Tal vez se olvidó de nosotros, pensé.

Una mañana en la hacienda un soldado me ordena que lo acompañe a tocar la campana de la capilla, para hacer una ceremonia que incluía el izamiento del pabellón enemigo en nuestro pueblo. Se ordenó a todos los vecinos asistir, quien no lo hiciera sería sancionado.

Todos los vecinos se reunieron alrededor de la capilla y mientras se entonaba el himno enemigo se izaba la bandera de la ‘Estrella Solitaria’, ese preciso momento fue muy triste para mí, pues escuchar cantos que ensalzan a un país que no era el mío era doloroso. 

Al término de la melodía, el soldado quien me ordenó que lo acompañe a lo más alto de la torrecilla, hace sonar con fuerza la campana como una reverencia a su pabellón, pero la campana a pesar del fuerte golpe jamás emitió sonido alguno.

El soldado vuelve a golpear con más fuerza la campana, pero ésta se mantenía sólida y no expresó su conocido llamado. 

¡Está muerta!, le grité al soldado ¡y no sonará hasta que ustedes se marchen de mi pueblo!, continué exclamando. El militar no soportó tal agravio y me abofeteó en la mejilla. Caí con fuerza al suelo mientras me tomaba el rostro por el dolor.      

Quedé desorientado, el porrazo había golpeado mi orgullo en vez de mi cara, el Perú se desangraba y yo sólo atinaba a sobarme el rostro. De pronto, cuando creí que ya había tenido suficiente, el soldado quien seguía embravecido, me tomó de mi atuendo y sujetando mi cuello me dijo: ¡Haz sonar la campana y ay de ti si no emite sonido alguno!

El miedo se apoderó de mí, comprobé la gravedad del asunto cuando el soldado cargó su fusil y me apuntó a la cabeza. Miré la campana y cerrando los ojos la hice sonar. El sonido fue tan estridente que retumbaron los oídos del invasor, algunos dicen que fue tan fuerte que solamente los oídos del enemigo sangraron.

La voz de Dios regresó a la campana y está vez no volvió sola, trajo consigo al ‘Brujo de los Andes’. Mis padres tenían razón, pues este ‘Brujo’ era tal cual las leyendas lo describían. Era hijo de los Apus, pues de las montañas más altas venía y sólo él podía saltarlas para ayudarnos.

Su llegada no sólo era resistencia sino justicia, sus soldados quienes también eran como nosotros estaban dispuestos a no ceder al látigo del invasor. La ‘Estrella Solitaria’ viéndose acorralada por todos los rincones, no le quedó más opción que replegarse y huir.

Yo sabía que tarde o temprano los invasores regresarían, pero esta vez estaríamos preparados, el ‘Brujo’ dejó su magia en nosotros, también su fe en esta tierra y cuando pensé que únicamente vino para ayudarnos se quedó unos días con su familia, para ayudar a reconstruir nuestro pueblito y jugar con los niños.

Taita Cáceres, este niño es el jovencito de la campana, le dijo el párroco. El ‘Brujo’ me mira y con una sonrisa de oreja a oreja me dice: ¡Llévame a tu campana!

Al subir a lo más alto de la capilla, Cáceres acaricia la campana, mientras todo el pueblo sale al notar su presencia en la torrecilla. Los soldados sacan una hermosa y gigante bandera roja y blanca y colocándola en lo más alto de un palo de madera esperan atentos la arenga del ‘Brujo’.

Cáceres desenvaina su sable y me lo da, me toma entre sus brazos y me lleva hasta sus grandes hombros. De pronto, inflando su pecho y tomando ese aire de libertad que actualmente respiramos exclama: ¡Peruano, guíanos a la resistencia, haz fuerte tu corazón y no te doblegues más que para ayudar a otro peruano, sé libre para decidir si entregas una nación afligida o una en la que valga la pena vivir! ¡Viva esta tierra bendita llamada Perú!

Cáceres se marchó del pueblo, dejando inscritas esas palabras en nuestros corazones, nunca más regresó aquí, pero quiero pensar que en tanto un peruano haga sonar esta campana, su voz llegará también al corazón de ese guerrero llamado ‘Brujo de los Andes’ y estoy seguro que él regresará para ayudarnos.


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico

Datos de la campana: "Fundida por Juan Villegas Arenal, febrero 8, 1882". Detalle inscrito, "soy de José María Luna"              


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