sábado, 16 de abril de 2016

Mi cuchara favorita

Era una cuchara como todas, común y corriente. Un utensilio básico con el cual puedes llevarte los alimentos a la boca, sin embargo, en mi casa este objeto era utilizado para maliciosos propósitos. Éramos dos hermanos cuyo máximo deseo era algún día hacernos a la mar como nuestro padre. Él, era un marino con experiencia, con innumerables travesías y siempre nos contaba que navegaba con su gran amigo llamado Miguel. Al desatarse la guerra, papá acude al llamado de la marina y nos dio la orden de que antes de servir a la patria debíamos crecer fuertes comiendo todo lo que nos preparara mamá.

Precisamente esa era la cuestión, ni a mi hermano ni a mí nos gustaba lo que mamá cocinaba. Pero ¿cómo hacía nuestra madre para conseguir que nos alimentáramos, pese a que detestábamos su comida? Pues bien, ¿recuerdan la cuchara que les mencioné? Mi madre la utilizaba para que comiéramos todo lo que había en el plato. ¡Si no empiezan a comer les rompo la cuchara en sus cabezotas!, vociferaba.  

Para hermanos entre trece y once años esa amenaza siempre surtía efecto. Hasta el plato devorábamos con tal de que mamá no nos acomode un cucharazo. Una noche y a la hora de la cena, mi padre regresa por última vez a casa para luego zarpar en un buque en compañía de su gran amigo Miguel. Al momento de servir la mesa, mi padre nota en nuestras caras cierto desgano, él sabía que la comida de mamá era horrible. De pronto, mientras mi madre traía la cena, papá se nos acerca y nos susurra acompañado de una sonrisa cómplice: Prefiero comer tierra. 

Cuchara del siglo XIX, era hecha a mano y de
uso común. Parte de la colección del INEHPA
Los tres empezamos a reír, sin embargo, no contábamos que mamá tenía un buen oído y escuchó el comentario de mi padre. Paramos de reír en el acto, mientras que nos invade el temor. Qué curioso, papá participó en el Combate 2 de Mayo de 1866 y expulsó a los españoles valientemente y ahora le teme a la mirada fulminante de mi madre. ¡Y bueno, quién no! Porque mamá tomó la cuchara y la levantó como diciendo: si hay una risa más vayan despidiéndose de sus vidas. No sé ustedes, pero yo era joven y quería seguir viviendo, por eso, no gesticulé siquiera una sonrisa más.

A la mañana siguiente fuimos a despedir a mi padre al puerto del Callao. El lugar era una fiesta, cientos de personas vitoreaban y lanzaban gritos a favor de la patria, mientras valientes marinos marchaban frente a un conocido buque, que para muchos era pequeño de tamaño pero grande en coraje, era débil su blindaje pero sus ideales eran a prueba de balas. ¡Es un pedacito de patria!, dijo mi padre.

Antes de abordar, mi papá nos presenta a su amigo, Miguel quiero que conozcas a mis hijos. Miguel se acerca dejando ver su prominente barba, su rostro reflejaba firmeza, temple y decisión. Su andar era la de un bravo hidalgo y su porte señorial infundía seriedad. Sin embargo, la cara le cambia para mostrarnos su cálida sonrisa y revoloteando nuestros cabellos nos saluda: ¡Muy buenos días marinos! Mi hermano y yo nos paramos firmemente y con saludo marcial respondimos gritando al cielo, ¡buenos días, Almirante Grau! Miguel simplemente atinó a reír.

Llego el momento de decir adiós. Mi padre se despide de mamá con un cálido beso, ella no paraba de llorar. Mi hermano menor y yo creíamos que él volvería, por eso no entendíamos tanta tristeza. Papá se dirige a nosotros y nos abraza tan fuerte que por un momento sentí que una vértebra me partía. ¿Volverás, verdad? Le pregunté. Mi padre toma con firmeza mi mano y me responde: Castigaremos a los malos y regresaremos. Le prometo decirle a Miguel que los lleve a pasear en su buque, mientras me daba la cuchara con la que mamá nos amenazaba. Toma, escóndela, así tu madre no tendrá con qué sacudirles la cabeza, me dijo. No pude aguantar más y lloré.

¡Papito, regresa pronto!, le gritábamos a lo lejos, mientras él abordaba el buque. De inmediato, el pedacito de patria flotante se pone en marcha, dejando una estela de promesas y un sinfín de sueños. Al pasar los meses me enteré de un juramento que hizo Miguel, el gran amigo de mi papá: “Si el Huáscar no regresa triunfante al Callao tampoco yo regresaré”.  Y así fue la historia, el viejo y querido Huáscar no regresó jamás…   


Colaboración: Instituto de Estudios Históricos del Pacífico



1 comentario: