martes, 12 de enero de 2016

Batalla de San Juan: historia de un revólver

¡Ayúdenme por favor!, este joven siendo casi un niño ha recibido brutales heridas: tres causadas por proyectiles de ametralladoras que le impactaron en el pecho y en un brazo; una por un fragmento de bomba que le destrozó una tibia, y dos por tiros de rifles. Se está desangrando en los campos de San Juan. Inmediatamente se me acercó otro jovencito con heridas de bala también. ¡Es mi hermano!, me dijo desgarrándosele el alma.

¡Cúbrete!, le dije, las balas llueven sin cesar y los cañones enemigos no dejan de apuntarnos. “Tengo que sacarlo de aquí o morirá”, me insistió. De acuerdo, bajaremos hacia Chorrillos, ahí deben haber puestos de atención médica, le explicaba mientras lo ayudaba a sostener a su hermano casi muerto.

A medida que nos movíamos por toda la pampa de San Juan nos encontrábamos con cientos de cadáveres de peruanos, que tenían sus uniformes blancos con un rojo intenso, teníamos que tener cuidado al bajar, no queríamos pisarlos. El clima era desolador, el fuego de artillería se concentró en el morro de donde valientes hombres se replegaron para resistir. 

Luego de ayudar al niño herido y a su hermano me dirigí nuevamente a las pampas para buscar algún herido que necesite ayuda. Debo confesarlo, buscaba también soldados chilenos moribundos para descargar mi ira por todo el ensañamiento ocurrido en toda la guerra.

Al regresar al campo de batalla y estando donde cayó mi batallón, llegué al punto exacto donde fue herido el jovencito que socorrí junto con su hermano. No dudé en agacharme y recoger sus pertenencias entre las cuales figuraba un fusil Minié, de esos que disparan balas con punta de plomo y cola de papel. Culpándome por una guerra en la que no nos debimos meter recogí el morral del muchacho y un revólver sin balas con su nombre grabado.

No dudé en cargar el revólver de municiones y dirigirme al morro de Chorrillos. Mientras el enemigo tenía pistolas, cañones y rifles modernos yo tenía este revólver que no sólo tenía balas, tenía la sangre del chico quien lo portó. Llegado al morro, coloqué mi dedo en el gatillo y grité el nombre del jovencito que había grabado su nombre en el arma, ¡Augusto Bolognesi!, pronuncié y disparé la leyenda de lo que sería este revólver para mí, así comienza la historia de “mi pequeño defensor”.

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