miércoles, 6 de enero de 2016

Curayacu: la playa peruana que fue chilena

¡Viva Chile!, se escucha fuerte en las puertas de Lima y es que el ejército sureño ya está aquí y nada pudo hacerse para evitar que desembarcaran en una caleta al sur de la capital llamada Curayacu, playa que hoy aún existe y es utilizada por muchos veraneantes para permitirse un respiro y vivir un día de tranquilidad, cuando el 22 de diciembre de 1880 se convirtió en una fecha de terror.

Curayacu parecía un lugar inhóspito como si no formara parte del Perú, ningún limeño o provinciano se apresuró a impedir el desembarco de la ‘estrella solitaria’. Chile está aquí y hace notar su imponente y desafiante presencia con arengas y cantos de sus regimientos. Y es que son tantos, miles de soldados pisan tierra y yo aquí, escondido entre las rocas sin poder hacer nada.

Ver a diversos batallones elevando al viento banderas chilenas era desgarrador. No hay un solo peruano quien se indigne si quiera ante tal osadía, ¡ni uno solo! No tengo mucho dinero pero si el suficiente como para sacar a mi familia de Lima y huir del país, es una sabía decisión. Tal vez cuando esto acabe podamos regresar y reconstruir lo que se perdió.

Mientras debatía si quedarme en Lima o escapar, pude ver como descargaban su artillería, ¡Dios mío!, jamás había visto estos cañones, se ven pesados y potentes. Aquí ya no hay guerra concluí, será una carnicería, la cantidad de armamento y soldados que desembarcaban era impresionante. No hay más que decir, debo huir.

Saliendo temeroso de mi escondite decidí regresar a Lima, mi casa ubicada en la calle Mercaderes hoy Jirón de la Unión es mi destino. Las pocas casas que se encontraban cerca del lugar estaban desiertas, los pocos lugareños optan por irse llevando consigo lo que puedan cargar. Todos huyen, nadie se queda.

Playa Curayacu actualmente
Ya estaba lejos de aquella playa y aún se podía escuchar sus gritos de victoria, era tarde y las luces de sus fogatas iluminaban el cielo. La caballería ha pisado tierra, sus galopes estremecen el suelo por donde pisan. Estaba decidido a escapar y comencé a apretar el paso, nada me haría cambiar de opinión, mi familia es primero y aquí ya no se trata de defender una bandera, ni mucho menos de patriotismo, aquí está en juego la vida de civiles, mujeres, ancianos y niños sufrirán las consecuencias.

A medida que llegaba a mi destino más convencido estaba en salir del Perú, algunos vecinos de Lima se apresuran a tomar un arma o lo que sea que pudieran utilizar para defenderse, pues se han inscrito en batallones de reserva. Gente de distintas partes del país han llegado, algunos han formado sus  compañías con su propio peculio. ¡Tontos!, les gritaba, no saben lo que vi.

A pocas cuadras de mi casa muchos jóvenes corren a alistarse en algunos regimientos, uno de esos jóvenes era mi hijo… ¿Qué crees que estás haciendo?, le pregunté molesto. Padre la patria me ha llamado y como hijo de esta tierra es mi deber defenderla, me dijo con un arma en mano. Era el revólver de mi padre quien lo utilizó en el combate del dos de mayo de 1866.

Tomé fuertemente el brazo de mi hijo frenando su entusiasmo. ¡No puedes impedirlo!, me gritó, no soy un niño… Eres mi niño lo interrumpí, con la voz entrecortada. En una guerra de esta magnitud el enemigo no perdonará, no clasificará entre civiles y militares si disparas contra ellos. Te matarán antes de que puedas hacer el primer disparo, le expliqué.

¡Esta pistola tiene más que balas!, me respondió, y entregándome el revólver mi hijo se marcha a uno de los batallones de reserva.

Nada pude hacer, pues es él es un hombre y su palabra se ha vuelto ley, su convicción  en promesa y su orgullo en patriotismo. Examinando el arma me doy con la sorpresa que no tiene ni una bala cargada.  Entonces y solamente entonces abrí los ojos y entendí que esa pistola que perteneció a mi padre llevaba algo más. Mi hijo tenía razón, este revólver no tiene balas pero tiene algo más poderoso que ningún fuego de metralla jamás tendrá: ideales.


Regresé a casa y pedí a mi familia que busque resguardo en algún convento, iglesia o barco extranjero, que buques neutrales que han venido observando el desarrollo de esta guerra. ¿A dónde vas?, me dijeron con temor. Tomé la bandera que había tejido mi esposa y despidiéndome con un hasta pronto pronuncié: ¡Con mi hijo, a defender este hermoso cielo, este mar azul y esta milenaria tierra! 

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